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La muerte tenía un olor único. El olor le revolvía el estómago a Emília. No culpaba a los muertos. El natural olor de la descomposición no era lo que le repugnaba. Los olores producidos por los vivos para enfrentarse con la muerte eran lo que la molestaba. La gente quemaba gruesas varillas de incienso para honrar a los muertos y, al mismo tiempo, echaba grandes cantidades de desinfectante, lejía y alcohol por el suelo y sobre los muebles para borrar todo vestigio de las miserias del cuerpo. Sangre, orina, vómito y baba, todo se borraba, sus olores eran tapados por los aromas penetrantes y medicinales preferidos por los vivos.
El Día de Difuntos, en el cementerio más prestigioso de Recife, Emília se puso un pañuelo sobre la nariz para evitar el olor. Las tumbas de mármol y granito brillaban con burbujas de agua y jabón. Mujeres de las nuevas y las viejas familias cogían esponjas para lavar con ellas las lápidas con los nombres de sus antepasados. Algunas limpiaban las imágenes de las tumbas pasando suavemente un trapo por las alas y las caras de los ángeles. Unas niñas bien vestidas chismorreaban mientras encendían varillas de incienso y montaban grandes coronas de flores. Las criadas -el pelo envuelto con telas, los rostros concentrados- limpiaban los sepulcros con escobas. Sus propios muertos estaban lejos, enterrados en tumbas sin nombre a lo largo de la cañada del ganado o en cementerios en las afueras de la ciudad. Irían a honrar a sus difuntos más tarde, ese mismo día, después de que sus amas les permitieran regresar a sus casas. Hasta entonces, las criadas estaban obligadas a pasar la festividad honrando a desconocidos.
Una valla de hierro forjado recién pintada de negro señalaba los límites de la tumba familiar de los Coelho. En la estructura de piedra había espacios en blanco, cuadrados sin llenar destinados al doctor Duarte, a doña Dulce, a Degas y a su esposa. Emília se estremeció ante la sola idea de pasar la eternidad junto a los Coelho. Limpió con un trapo húmedo las placas con los nombres de los fallecidos. Cerca de ella, doña Dulce fregó hasta que el apellido Coelho brilló. Raimunda barría el lugar. Expedito, en el suelo junto a Emília, arrancaba con entusiasmo las malas hierbas de los bordes de la tumba. Doña Dulce lo miraba con desagrado. Los niños más pequeños se quedaban cerca de sus madres, pero si eran poco mayores se reunían con los hombres bajo la sombra del árbol más grande del cementerio. El doctor Duarte y Degas estaban allí charlando con otros maridos y sus hijos, esperando a que terminara la limpieza para poder presentar sus respetos.
Emília se secó la frente. La de Difuntos era, decididamente, la festividad que menos le agradaba. Recordaba que Luzia y ella encalaban las tumbas de sus padres en Taquaritinga. Las tumbas de su madre y de su padre probablemente se habrían vuelto grises por el polvo y el tiempo. Al igual que la de la tía Sofía. Todos los muertos de Emília habían sido abandonados, pero no olvidados; después, cuando regresara a la casa de los Coelho, encendería velas por ellos. A Emília le habría gustado regresar a Taquaritinga. No para presumir, como había Soñado hacer alguna vez, sino para ocuparse de esas tumbas que habían quedado allí. Así podría mostrarle a Expedito su verdadera familia. Desgraciadamente, pasaría mucho tiempo antes de que pudiera llevarlo al interior otra vez. Aquellas tierras eran demasiado peligrosas.
A pesar de los envíos encubiertos de armas de Degas, el Halcón y la Costurera continuaban atacando con éxito los puntos de construcción de la carretera Transnordeste. Los cangaceiros comenzaron a robar las armas de los soldados, lo cual indicaba que se estaban quedando sin municiones propias. De todas maneras, los bandidos se las arreglaban para seguir teniendo un suministro continuo de balas y armas. El doctor Duarte sospechaba que los coroneles y los rancheros que habían regresado a sus granjas después de la sequía habían vuelto a comportarse como coiteiros. A la mayoría de los coroneles les desagradaba Gomes, porque había desmantelado sus maquinarias políticas en el campo, quitándoles todo poder. A ellos tampoco les gustaba la ruta Transnordeste que atravesaba sus tierras, dividiéndolas. Aunque habían jurado lealtad mientras estuvieron en Recife, era muy posible que los coroneles apoyaran en secreto al Halcón y la Costurera para debilitar a Gomes. Emília pensaba con frecuencia en el doctor Eronildes. El campamento de refugiados de Río Branco se había cerrado después de las lluvias y no había tenido noticias de él desde entonces. Suponía que había regresado a su rancho, pero ignoraba si continuaba ayudando a la Costurera.
A principios de ese año, la lluvia había llegado finalmente a las regiones más remotas del interior. Los informes enviados por telégrafo decían que cuando cayeron las primeras lluvias los residentes del campamento lloraron y entonaron plegarias de agradecimiento a san Pedro. Las lluvias fueron tan fuertes y el suelo estaba tan seco que se formaron grandes ríos de barro que arrancaron árboles y derribaron casas abandonadas. El barro se convirtió en un problema y los campamentos de refugiados tuvieron que ser cerrados sin demora. A aquellos residentes que desearan regresar a sus cultivos se les entregaba un paquete de semillas y se los enviaba a sus lugares de origen. A aquellos que querían dejar de trabajar en el noreste se les ofreció transporte hacia el sur, donde iban a trabajar en fábricas o en casas particulares como empleados domésticos. Los hombres que deseaban trabajar para el presidente Gomes como soldados o como mano de obra para la carretera fueron conducidos en grupos separados para darles comida y uniformes.
El presidente Gomes envió un telegrama desde Río presionando al interventor Higino para que encontrara una solución al problema de los cangaceiros. El interventor Higino, a su vez, presionó al doctor Duarte. El gobierno había gastado grandes sumas de dinero y recursos para construir el Instituto de Criminología sobre la base de la afirmación del doctor de que su ciencia podía encontrar soluciones prácticas contra el crimen. Había prometido comprender mejor la mente delictiva y de ese modo encontrar maneras de predecir su comportamiento y atrapar a los delincuentes antes de que se cometieran más crímenes. En aquel momento, el interventor Higino empezó a exigir al doctor Duarte que cumpliera sus promesas. El suegro de Emília se volvió más reservado. Mantenía su estudio cerrado con llave. En lugar de usar taxis, hacía que Degas lo llevara a todas sus citas. Todas las mañanas, el doctor Duarte y Degas iban en coche al puerto y regresaban a la casa de los Coelho oliendo a aire salado y con paquetes de pescado fresco para la comida. El Día de Difuntos, el doctor Duarte se escabulló del grupo de hombres que estaba debajo del árbol en el cementerio y partió rumbo a un destino desconocido. Doña Dulce movió con pesar la cabeza.
– No respeta a los muertos -dijo y fregó con más fuerza las inscripciones con los nombres de la tumba.
Cuando el doctor Duarte regresó, evitó la sombra del árbol y se dirigió directamente a la tumba de los Coelho. Allí le dio un obsequio a Expedito. Era un medallón que tenía el aspecto de dos zetas entrecruzadas una sobre otra. A Emília le pareció que era un insecto aplastado.
– Es alemán -le dijo el doctor Duarte a Expedito, inclinándose sobre él-. Un símbolo de su nuevo Führer. Viene desde el otro lado del océano. -Levantó la vista para mirar a Emília-. Es nuestra solución.
– ¿Solución a qué? -quiso saber ella.
El doctor Duarte sonrió.
– Degas ha traído el coche. No podemos llegar tarde a la comida.
Junto a Emília, doña Dulce asintió con la cabeza. Iban a tener que regresar a la casa a cambiarse de ropa; no podían asistir al Banquete de la Memoria ofrecido por el interventor Higino oliendo a lejía y a sudor.
La comida del Día de Difuntos se realizaba en honor de los soldados caídos, los trabajadores de la gran carretera asesinados y las víctimas del notorio incendio del teatro provocado por la Costurera. Unos meses antes, los periódicos habían informado ampliamente acerca del desastre del teatro, donde un pueblo entero fue quemado y centenares de lugareños quedaron mutilados a causa de la terrible ira de la Costurera. El incendio había puesto a la opinión pública en contra de la Costurera y el Halcón. Se terminaron los anuncios ingeniosos que usaban las imágenes de los cangaceiros. Un anuncio de pastillas de vitaminas decía: «El Halcón corre todo el día y toda la noche. ¡Toma las pastillas de vida del doctor Ross para el vigor y la resistencia!». Otro anuncio de una tienda de telas mostraba la única fotografía de la Costurera -en la que se la veía junto a la primera pareja de topógrafos secuestrados- y decía: «La Costurera no sabe si será arrestada, pero sabe seguro que la Casa de Fazendas Bonitas es siempre la más barata». Después del desastre del teatro, estos anuncios fueron retirados. Para los habitantes de Recife los cangaceiros ya no eran graciosos. Incluso los habitantes de las tierras áridas que alguna vez habían respetado a los cangaceiros después de eso ya no los querían. El incendio del teatro había matado a parientes de mucha gente, y se formaron grupos de vigilancia para perseguir a los cangaceiros en busca de venganza. El presidente Gomes y el interventor Higino se unieron a esta generalizada manifestación de disgusto, diciendo que el incendio del teatro era una «matanza de inocentes» y dedicando un pequeño monumento de homenaje a las víctimas junto al río Capibaribe, en Recife.
Emília había pasado meses sintiéndose culpable, debido a las armas escondidas en sus envíos de caridad. Después del incendio del teatro se preguntaba si su sentimiento de culpa no estaría mal orientado. Quizá Degas tenía razón: la Costurera era una asesina, y los asesinos deben ser detenidos. Sus objetivos anteriores estaban relacionados con el gobierno de Gomes. Habían sido soldados, trabajadores del Instituto de Caminos, topógrafos. Pero los muertos en el incendio eran ciudadanos comunes. Emília se sentía profundamente decepcionada y no comprendía por qué. Sentirse decepcionada significaba que había albergado expectativas respecto a la Costurera, que ella creía de alguna manera que la lucha de los cangaceiros era justa y que ellos iban a actuar de forma honorable. La rebelión era algo diferente de la criminalidad común; ésta era una distinción que Emília había hecho en su propia mente. El incendio del teatro cambió las cosas. De pronto, Celestino Gomes aparecía como el hombre que iba a eliminar la violencia del campo. Cuando Emília recordó su breve encuentro con el presidente Gomes en Río, su decepción rápidamente se convirtió en miedo. Cualesquiera que hubieran sido sus intenciones -buenas o malas-, la Costurera se había lanzado a una guerra que nunca podría ganar.
Emília había visitado Río de Janeiro en julio, después de que la nueva constitución fuera promulgada. La Primera Asamblea Nacional recientemente elegida había proclamado a Celestino Gomes presidente por un mandato de cuatro años. En la nueva constitución redactada por la Asamblea, todas las minas y las más importantes vías de navegación se habían convertido en propiedad federal, al igual que todos los bancos y compañías de seguros. Gomes tenía el control de casi todo, pero quería más. La constitución permitía a Gomes poner en práctica sus políticas de derechos laborales para sus trabajadores: jornada laboral de ocho horas, vacaciones y un salario mínimo. Pero la constitución eliminaba su idea de unión federada. Gomes se sentía frustrado por el documento e invitó a los miembros más notorios del Partido Verde a Río para celebrar una reunión en la cumbre. El encuentro fue anunciado como una «reunión para la unidad», de modo que el doctor Duarte y otros funcionarios invitados trajeron a sus familias completas. El viaje fue corto. Emília no llegó a ver mucho de Río. Su visión más amplia fue desde arriba, desde la estatua del Cristo Redentor. Allí estuvo cara a cara con el presidente Gomes. Era un hombre pequeño, pero la atmósfera que se creaba a su alrededor parecía bullir de energía. Cuando la miró, Emília percibió un gran magnetismo y a la vez un gran peligro. Ella sintió la necesidad inexplicable de complacerlo. Después, al pensarlo serenamente, esto la molestó. Se había sentido así sólo una vez antes. Fue en presencia del Halcón.
Al final del viaje a Río, cuando Emília se enteró de que Gomes había reunido a todos sus invitados del Partido Verde y los había llevado a la Primera Asamblea Nacional para protestar contra la nueva constitución, no se sintió sorprendida. Gomes anunció que la constitución era simplemente una guía, no un mandato, y él iba a hacer caso omiso del documento o cambiarlo. Nadie se opuso a sus deseos.
El Banquete de la Memoria fue una reunión más pequeña, más íntima que la fiesta del Partido Verde celebrada después de la revolución. De las paredes del Club Internacional colgaban crespones negros. Flores blancas decoraban las mesas. Algunos invitados varones llevaban brazaletes negros como tributo a los seres queridos que habían perdido ese año. Las mujeres vestían ropa elegante pero modesta, de colores apagados. Emília recorrió la sala con la mirada y vio varios diseños suyos: faldas grises de sirena, chaquetas con hombreras, pañuelos atados sobre el escote. Había recibido una gran cantidad de pedidos para el Día de Difuntos y ella, se había inspirado en las primeras actrices que había visto en las películas, en el Teatro Real: Jean Harlow, Claudette Colbert, Joan Crawford. Eran temperamentales, elegantes y fuertes. Sus cejas finamente depiladas estaban arqueadas en una constante señal de sorpresa, o tal vez de escepticismo. Emília copió sus trajes bien cortados, sus peinados con ondas húmedas. Otras mujeres de Recife la imitaron.
A diferencia de la fiesta de la revolución, hombres y mujeres no estaban separados en el Banquete de la Memoria. Las familias y los amigos se sentaron juntos. El doctor Duarte tenía su propia mesa, y las ubicaciones en los asientos eran similares a las que habitualmente tenían en la casa de los Coelho, Doña Dulce estaba sentada a la derecha del doctor Duarte; Degas, al lado de su madre; Emília estaba sentada al lado de su marido. Los invitados estaban sentados por orden de importancia, por lo que su rango estaba determinado por la distancia que separaba sus asientos del lugar que ocupaba el doctor Duarte. Aquellos considerados más importantes estaban colocados inmediatamente a la izquierda del doctor Duarte. Los menos importantes se encontraban más lejos. En el Banquete de la Memoria, el doctor Duarte puso una mano sobre el asiento que estaba a su lado.
– Estoy reservando este lugar para un invitado especial -explicó.
– ¿Y yo no soy especial, Duarte? -preguntó la baronesa, posándole su garra artrítica en el hombro.
El rostro del doctor Duarte enrojeció. Doña Dulce se enderezó en su silla.
– Mi madre está bromeando. -Lindalva se rió-. Nos sentaremos al lado de Emília.
– Por supuesto -respondió el doctor Duarte, ya con una sonrisa-. Es mejor tener una mesa llena.
Para disgusto de doña Dulce, la baronesa y Lindalva se sentaron en los lugares más cercanos a Emília, completando casi la mesa, pues quedaban sólo tres sillas vacías. Una pertenecía a Degas, que se había escapado a la sala de fumadores del club. Cuando regresó, el piloto Carlos Chevalier venía con él. El pelo del piloto era tupido y salvaje debido a la humedad. En su mano derecha llevaba un bastón con mango de plata. El doctor Duarte levantó sus cejas blancas.
– ¿Le pasa algo en la pierna? -preguntó, señalando el bastón de Chevalier.
– Nada -respondió el piloto, encogiéndose de hombros-. Es la moda.
El doctor Duarte gruñó. Degas condujo a Chevalier alrededor de la mesa, al sitio de honor junto a su padre.
– No -dijo el doctor Duarte-. Siéntese allí.
Señaló hacia el extremo más lejano de la mesa, hacia la silla vacía que estaba al lado de Lindalva. Degas frunció los labios. Chevalier sonrió y caminó alrededor del grupo. Cuando pasó cerca de ella, Emília percibió olor a humo de cigarrillo y a colonia fuerte. Se preguntó si el doctor Duarte habría escuchado los mismos rumores sobre Degas y Chevalier que conocía Lindalva o si simplemente a su suegro no le gustaba el piloto.
– ¿Usted es capitán del ejército, señor Chevalier? -preguntó la baronesa, con unos ojos que centelleaban maliciosamente.
– No -respondió él-. Es más bien un título honorario. Como el suyo.
La baronesa lo miró a los ojos.
– Mi título me lo gané, joven. El barón tenía una gran alma, pero no era un marido fácil.
– En tal caso, yo también me gané mi título -respondió Chevalier-. Yo piloto mi propio avión.
– Un pasatiempo interesante -intervino doña Dulce. Su voz tenía el mismo tono precavido que usaba para alertar al doctor Duarte sobre la presencia de algún vendedor o de un vago en el portón de entrada. Intercambió una sonrisa con la baronesa. Emília se sorprendió al ver a las dos mujeres repentinamente unidas.
Chevalier sonrió. Era una mueca amplia, como si estuviera imitando a los hombres de los anuncios de pasta de dientes.
– Volar es más que un pasatiempo -dijo-. Es mi pasión. -Degas jugueteaba con su servilleta. Lindalva se inclinó hacia delante en su silla.
– ¿Es usted de los Chevalier editores, los que tienen periódicos en el sur?
– Sí.
– ¿Cómo está sobrellevando su familia las nuevas restricciones? ¿Aceptan la censura del Ministerio de Propaganda?
Chevalier se rió nervioso.
– No estoy metido en el negocio del periódico…
– Yo no lo llamaría censura, querida -interrumpió el doctor Duarte-. Lo llamaría control responsable. La revolución no está aún consolidada. Tenemos que mantener cierto orden. Todavía están los comunistas del sur liderados por Prestes. Y también están esos rebeldes de Sao Paulo financiados por la vieja guardia. No podemos dejar que esos elementos corrompan al pueblo. Más adelante podremos aflojar la mano, pero por ahora debemos mantener tirantes las riendas del caballo.
– Mi padre era criador de caballos -intervino la baronesa, mientras ponía un poco de mantequilla a un trozo de pan-. Espléndidos animales. Inteligentes. Lo primero que mi padre me enseñó cuando aprendí a montar fue que las riendas son una ilusión…, sirven más para nuestra comodidad que para la de ellos. A un caballo se lo controla con las piernas, y con amable autoridad. Es una relación entre iguales. O debe serlo.
El doctor Duarte no estaba escuchando. Miraba hacia el otro lado de la sala, fascinado.
– ¡Mi invitado ha llegado! -dijo.
Emília se volvió en dirección a su mirada. El doctor Eronildes Epifano apareció en el comedor. Su pelo seguía siendo más largo de lo habitual en un hombre de ciudad. Le llegaba hasta las orejas y estaba peinado de manera azarosa, pero se había reducido en cantidad. Su traje estaba mal planchado, con arrugas irregulares en la chaqueta y la raya de los pantalones torcida. Alrededor de la manga derecha llevaba un brazalete negro. Cuando llegó a su mesa, Emília vio círculos oscuros y amoratados debajo de sus ojos. Vasos capilares rotos, como trocitos de hilo rojo atrapados debajo de la piel, estaban esparcidos por la nariz y las mejillas.
– Perdón -dijo el doctor Eronildes mirando a Emília. Rápidamente volvió su mirada al doctor Duarte-. Llego tarde.
Después de darle la mano al doctor Duarte, Eronildes dio la vuelta alrededor de la mesa para presentarse a doña Dulce. A medida que el invitado se acercaba, la suegra de Emília arrugaba más la nariz. Emília atribuyó la reacción de su suegra al esnobismo, pero cuando el doctor Eronildes continuó alrededor de la mesa y le cogió su propia mano, se dio cuenta de que estaba equivocada. Por debajo del perfume delicado de su crema de afeitar, Emília sintió el olor de algo dulce y fétido. Era como si sus tripas estuvieran fermentando debajo de la piel. El olor le recordó las calles de Recife la mañana siguiente al carnaval, cuando las alcantarillas están llenas de licor de caña derramado, cascaras de fruta, vómitos y otras cosas desagradables arrojadas por los juerguistas. Emília se sentía confundida por la presencia de Eronildes y repelida por su olor. De inmediato recordó las lecciones de doña Dulce: por encima de todo, la etiqueta tenía que ver con la consideración. Una dama nunca mostraba desagrado. La joven tendió una mano tensa al doctor Eronildes y sonrió.
Para comer había pescado asado a la parrilla y mejillones sururu. La leche de coco burbujeaba y hacía espuma en grandes soperas de plata. Los mejillones flotaban en el caldo. Los camareros pusieron cuencos de porcelana con arroz, harina de mandioca tostada y platos individuales de limas junto a cada comensal. El doctor Duarte echó un montón de guindillas picantes en su comida.
– Señor Chevalier, ¿usted come guindillas? -le preguntó el doctor Duarte.
– Mi estómago es delicado -respondió el piloto.
– ¡Tonterías! -resopló el doctor Duarte. Hizo señas reclamando el plato de Chevalier. Su invitado se lo pasó obedientemente al doctor Duarte, que amontonó las pequeñas guindillas rojas en él.
– ¡Usted debe aprender a desarrollar su resistencia! -aconsejó el doctor Duarte-. El cuerpo es controlado por la mente. ¿No es así, Degas?
– Sí, señor -masculló Degas. Miró a Chevalier, que mordió un bocado de su comida y rápidamente cogió su copa de agua. Chevalier bebió varios tragos largos y luego se secó los ojos con una servilleta. Lindalva dejó escapar una risita. Delante de ellos, el doctor Eronildes sonrió. Degas se puso rojo.
– ¿Qué lo trae a Recife, doctor? -preguntó Degas con voz fuerte-. ¿Negocios?
– No exactamente -respondió el doctor Eronildes. Se tocó el brazalete negro-. Mi madre falleció en Salvador hace unas semanas. He viajado allí para el funeral. Ahora tengo que resolver algunos asuntos relacionados con sus propiedades aquí en Recife.
– Lamentamos su pérdida -dijo Emília.
El doctor Eronildes asintió con la cabeza.
– Vamos a buscar un buen local después de la comida -informó el doctor Duarte-. Para el consultorio de Eronildes.
Un grumo seco de harina de mandioca se quedó en la garganta de Emília. Tosió.
– ¿ Se va a mudar aquí? -preguntó con voz ronca.
– Lo estoy pensando -respondió Eronildes-. Salvador tiene demasiados recuerdos para mí.
– ¿Y su rancho? -quiso saber Emília.
El doctor Eronildes la miró a los ojos, con los suyos inyectados en sangre.
– No se ha recuperado de la sequía. Planté todo de nuevo; fue una gran inversión. Pero el algodón no produce lo mismo que antes. Mi ganado es joven. Los animales todavía están demasiado flacos como para venderlos. Fue deseo de mi madre (o un requisito, realmente), en su testamento, que yo regresara a la costa. Estaba preocupada por mí. Quería que me asentara, que abriera un consultorio, que me casara.
– Una mujer sensata -interrumpió doña Dulce.
El doctor Duarte asintió con la cabeza.
– Los agricultores pierden dinero. Los doctores lo ganan.
– Eso depende del agricultor -dijo la baronesa.
– Así que usted tiene que tomar una decisión ahora -intervino Degas-. Usted ya no puede ser dos hombres a la vez.
Eronildes sostuvo la mirada de Degas.
– Conservaré el rancho -dijo finalmente el doctor-. No será una propiedad activa, pero podré visitarla. Además, no tendré que mudarme de inmediato. Las disposiciones póstumas de mi madre respecto a sus propiedades necesitarán meses para que los abogados terminen de implementarlas.
– ¿Entonces va a regresar a su rancho? -quiso saber el doctor Duarte-. ¿Pasará allí mucho tiempo?
Eronildes asintió con la cabeza.
– Regreso esta noche.
– Usted no se irá sin conocer a Expedito -dictaminó el doctor Duarte-. Ya es un muchacho grande. ¡Gordo, resistente, lleno de energía! -Puso una guindilla entre sus dedos y se la mostró a Chevalier-. Tiene menos de tres años y el niño ya puede comer una de éstas sin pestañear.
Chevalier se revolvió en su asiento.
– Supongo que no ha sabido ni una palabra de los padres del niño -le comentó Degas a Eronildes.
– Yo soy su madre ahora -interrumpió Emília.
– Iremos a casa después de comer -continuó el doctor Duarte, ignorándolos-. Así Eronildes podrá ver al niño.
– Señor -dijo Degas-, el señor Chevalier y yo querríamos hablar con usted después del banquete; en su estudio.
– Podemos hablar aquí -replicó el doctor Duarte.
– Se trata de asuntos importantes -explicó Chevalier bajando la voz-. Asuntos del gobierno.
– Debe ir a la oficina del interventor para eso -señaló el doctor Duarte-. Yo no soy funcionario del gobierno. Soy poco más que un científico.
Chevalier miró a Degas.
– Padre-intervino Degas, forzando una risa-, no sea modesto. Sabemos que usted es más importante de lo que deja ver.
– La modestia es una gran virtud -sentenció su padre-. Casi tan grande como el decoro.
– Tiene que ver con los cangaceiros -insistió Chevalier-. ¿Usted ha leído el último número del Diario de Pernambuco?
El doctor Duarte se puso tenso.
– Sí. Por supuesto.
Emília miró al doctor Eronildes, al otro lado de la mesa. Éste observaba atentamente al piloto.
– Así que usted leyó mi propuesta en las páginas de opinión -dijo Chevalier.
– ¿La de sobrevolar en avión las tierras áridas? -intervino Lindalva.
– ¡Exactamente! -El piloto sonrió.
– Hay apoyo popular para eso -dijo Degas-. He escuchado a mucha gente hablando del tema. ¡Será como en las películas de guerra!
– Algo horrible, esas películas -señaló la baronesa.
– Será mucho más fácil eliminar a los cangaceiros desde un avión -continuó Chevalier-. Una vez que termine, la policía puede ir a buscar los cuerpos y traerlos a su laboratorio para que sean estudiados.
– ¿Y cómo piensa exterminarlos? -preguntó el doctor Duarte.
Emília jugueteó con su copa de agua. Chocó con su plato y el líquido se derramó, oscureciendo el mantel.
– ¡Duarte! -exclamó enfadada doña Dulce-. No debemos hablar de esas cosas el Día de Difuntos. Respeta a los muertos.
La baronesa agitó su mano artrítica.
– Los muertos no nos van a escuchar -dijo-. Tienen preocupaciones mayores.
– ¿Ha volado usted alguna vez sobre esas tierras? -quiso saber el doctor Duarte, dirigiéndose a Chevalier.
– No -respondió el piloto-. Pero he volado sobre el océano y en la niebla. Sé cómo volar, señor.
– No me preocupa su vuelo -continuó el doctor Duarte-. Me preocupa su aterrizaje.
– Oh, puedo aterrizar también -respondió Chevalier con una sonrisa.
– ¿Dónde? -insistió el padre de Degas, cuyas mejillas estaban enrojecidas-. Si no me equivoco, un vuelo desde Río de Janeiro requiere que se detenga varias veces para reabastecerse de combustible. Quizá usted no se haya dado cuenta, pero nuestro estado de Pernambuco tiene más de ochocientos kilómetros de largo. Si usted vuela hacia las tierras áridas, en algún momento tendrá que aterrizar. No hay pistas de aterrizaje. Así que, ¿cómo se propone tomar tierra? -El doctor Duarte tamborileó con sus dedos sobre la mesa.
– El gobierno puede construir pistas de aterrizaje fácilmente -señaló Chevalier-. ¿Acaso no están construyendo una carretera?
– Intentamos construirla. Ha resultado más difícil de lo que habíamos imaginado.
– En Río sería un trabajo sencillo -dijo Chevalier.
– No estamos en Río -respondió el doctor Duarte-. Si usted echa de menos Río, tal vez deba regresar.
Un aplauso repentino llegó desde la parte delantera del comedor. El interventor Higino se puso de pie. Pronunció un breve discurso acerca de los sacrificios de los soldados y los trabajadores de la carretera desaparecidos, y dijo que todos los brasileños debían honrar a sus espíritus valientes. Cuando recordó a las víctimas del incendio del teatro, Emília miró al doctor Eronildes. El mantuvo la mirada hacia delante, ignorándola. Al final de su discurso se produjo otro aplauso. El interventor Higino levantó las manos pidiendo silencio.
– Me gustaría brindar nuestra atención al criminólogo más respetado de nuestra ciudad, el doctor Duarte Coelho.
El suegro de Emília sacó del bolsillo unas cuantas fichas con anotaciones. Se puso de pie y sonrió; luego fijó su atención en las fichas.
– El criminal -comenzó el doctor Duarte con una voz profunda y teatral-, según el doctor Caesar Lombroso, es un ser atávico, una reliquia de una raza desaparecida. Se trata de una raza que mata y corrompe a nuestros conciudadanos, nuestros seres queridos. Por esta razón, debemos hacer todo lo que podamos para exterminar esa raza. El interventor Higino me ha pedido que use esta sagrada conmemoración para anunciar un plan que hará, eso esperamos, que nuestros soldados, nuestros trabajadores e ingenieros y nuestros ciudadanos inocentes continúen con vida, de modo que para la próxima celebración del Día de Difuntos tengamos menos víctimas que lamentar.
Se oyeron unos pocos aplausos.
– Estamos trabajando con Alemania -anunció el doctor Duarte-. Este proyecto ha sido mantenido lejos de los diarios porque el Halcón los lee. El DIP hizo que los editores prometieran no imprimir nada sobre este asunto. Pero supongo que ahora no hay peligro en dar a conocer nuestro plan. Nadie tiene aquí la lengua floja, espero.
Los invitados se rieron. El doctor Duarte continuó:
– Hemos comprado varias Bergmann. Ametralladoras, como las llaman los alemanes. Hacen quinientos disparos por minuto. Con ellas, diez hombres se convierten en diez mil. Los cangaceiros no tendrán tiempo para pensar, ni para disparar. Habrán desaparecido antes de que lleguen siquiera a tocar sus pistoleras.
El doctor Duarte le hizo un guiño a Emília.
– Enviaremos las Bergmann en secreto -dijo-. No permitiremos que los cangaceiros se apoderen de esas armas. Atraeremos a los bandidos a un lugar determinado y luego los sorprenderemos con nuestra nueva arma. Damas y caballeros, no tengo dudas de que eliminaremos este azote de criminalidad en nuestros campos. Al final, no será la Bergmann la que hará esto, sino nuestra propia decisión. Como decía nuestro gran escritor Euclides da Cunha, el hombre moral no destruye la raza criminal por la sola fuerza de las armas: ¡la aplasta con la civilización!
La sala estalló en aplausos. Emília sintió que una mezcla acida de leche de coco y mejillones le subía por la garganta, quemándola. Se tapó la boca con su servilleta para reprimir la arcada.
Después de que el doctor Duarte se sentara, los platos sucios fueron retirados. Se sirvió el postre.
– ¿Cuándo llegarán? -preguntó Emília-. Me refiero a esas Bergmann.
El doctor Duarte vaciló; luego susurró a los demás comensales:
– Mientras hablamos, ya las están embarcando, como quien dice.
– Podrán usarse en tres meses -precisó Degas. Puso una mano sobre el antebrazo de Emília. Sin saber si aquello quería ser un consuelo o una advertencia, Emília apartó el brazo. Sintió una presión en la cabeza y detrás de sus ojos, como si su cerebro se hubiera hinchado. No podía más.
– Confío en que todos seremos discretos en esto -les dijo el doctor Duarte a sus invitados.
– Sí -respondió el doctor Eronildes. Miró a Emília-. Cuando me convertí en médico, hice un juramento. Lo que vea o escuche durante un tratamiento, e incluso fuera del tratamiento, que esté referido a la vida de los hombres no saldrá de mí.
– ¿Y a la de las mujeres? -preguntó Emília-. ¿Y a sus vidas?
– Sí-intervino Lindalva-, nuestro sexo siempre es ignorado.
– Yo hice el mismo juramento -intervino el doctor Duarte, mirando a Eronildes. Su voz tembló-: Los médicos son hombres leales, especialmente entre sí. Eso es parte del juramento también, si recuerdo correctamente: «Considero a aquellos que ejercen la medicina como iguales y como hermanos, y si tienen necesidad de dinero, les daré una parte del mío». -El doctor Duarte se secó los ojos con la servilleta. Miró a su hijo-. Es un gran grupo éste al que uno pertenece. Un hombre vale lo que vale la compañía que tiene.
– Estoy de acuerdo -aceptó Degas mientras su pie se movía nerviosamente debajo de la mesa-. Y estoy seguro de que el doctor Eronildes también está de acuerdo.
Los demás comensales presentes en esa mesa comieron sus postres en silencio. Emília tragó su porción de pastel casi sin saborearla. Quería terminar pronto con la comida, pero al mismo tiempo no deseaba abandonar el comedor. Tan pronto como el banquete terminara, volverían a la casa de los Coelho y tendría que presentar a Expedito al doctor Eronildes. Emília estaba preocupada por la repentina aparición del médico en Recife, sus problemas financieros y la sorprendente afinidad entre su suegro y él. Lo que más la preocupaba eran las Bergmann, las ametralladoras. Las palabras del doctor Duarte se escurrían entre sus pensamientos de manera implacable e irritante, como moscas atrapadas en su cabeza. «Diez hombres se convierten en diez mil. Habrán desaparecido antes de que lleguen siquiera a tocar sus pistoleras».
Después del postre, Chevalier se excusó y se retiró del comedor. Degas también se levantó y anunció que iba a llevar al piloto de regreso a su hotel. El doctor Duarte levantó la mano, ordenándole a su hijo que esperara.
– Ya es mayorcito, Degas. Estoy seguro de que podrá llegar sin tu compañía. Nos llevarás a nosotros de regreso a casa. Y también al doctor Eronildes.
El doctor Duarte sonrió a su invitado. Cuando Degas empezó a protestar, el buen humor de su padre desapareció. La voz del frenólogo se hizo dura y habló en tono bajo, con rabia contenida.
– Degas -dijo-, tú tendrás tiempo para dedicarlo a los depravados y a los cerdos de los medios de comunicación, pero yo ciertamente no lo tengo. No quiero verlo cerca de mí otra vez.
El doctor Duarte se puso de pie y ayudó al doctor Eronildes a levantarse de la mesa. Degas se quedó con la mirada fija en la silla vacía de su padre y luego se apresuró tras él.