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En la casa de los Coelho, Emília despertó a Expedito de su siesta y llevó al patio al niño, que tenía ojos somnolientos. La fuente central dejaba oír los ruidos del agua, que corría y saltaba. Las tortugas se habían agrupado en el único sitio sombreado del jardín. Expedito recogió las hojas de lechuga marchitas esparcidas por el suelo de ladrillo y se las dio a comer a las tortugas. Emília se arrodilló junto a él. Pronto las puertas del estudio de su suegro se abrieron y, dentro, el corrupião estalló en un canto sobresaltado. El padre de Degas y el doctor Eronildes se dirigieron hacia ellos.
– ¡Aaaah! -exclamó el doctor Duarte, extendiendo sus manos regordetas-. ¡Ahí está el Coronel! Así es como lo llamamos por aquí.
Acarició la cabeza de Expedito. El niño dejó de alimentar a las tortugas y volvió sus ojos oscuros hacia el desconocido. Las manos del doctor Eronildes temblaron. Con una mano se sujetó la otra.
– ¿Son tortugas jabotis? -preguntó Eronildes.
Expedito asintió con la cabeza.
– Viven tanto como los seres humanos, ¿lo sabías? -explicó Eronildes-. A veces más. Probablemente nos sobrevivirán a todos nosotros.
Expedito miró las tortugas, como si reflexionara acerca de las palabras del desconocido.
– Salvo a Expedito -corrigió Emília-. Si Dios quiere, vivirá para ver otra generación de tortugas.
– Sí-aceptó Eronildes-. Por supuesto que así será. Gracias a usted.
– Y a usted -agregó Emília-. Los dos somos responsables de su vida.
El doctor Eronildes asintió con la cabeza. Su cara estaba brillante y pálida. Jugueteaba con su chaqueta y movía la pierna nervioso. El doctor Duarte puso una mano en la espalda de su invitado, como para tranquilizarlo.
– El Partido Verde es anticuado: no sirve bebidas en sus reuniones -dijo el doctor Duarte-. Pero me gusta beber un poco de licor de caña de vez en cuando, para matar los parásitos. Tengo una buena cachaza en mi estudio, o White Horse si usted lo prefiere.
Eronildes se humedeció los labios.
– White Horse -dijo-. Con hielo.
El doctor Duarte asintió con la cabeza.
– Le diré a la criada que pique un poco. No tardará mucho. Emília y el Coronel le harán compañía.
Emília observó a su suegro mientras se alejaba. Nunca había visto al doctor Duarte moverse con tanta rapidez ni portarse con tanta deferencia con un invitado. Muy rara vez compartía su pequeña provisión de whisky importado. Junto a Emília, el doctor Eronildes olfateó el aire. Ella también sintió el olor…, un olor a quemado, como de arroz dejado durante demasiado tiempo en el fuego.
– ¿Existe aquí la costumbre de encender hogueras el Día de Difuntos? -preguntó Eronildes.
– No -respondió Emília.
Dentro de la casa se oyó al doctor Duarte pedir a gritos el hielo. Eronildes se acercó a ella.
– Debemos advertirla -le dijo.
El olor a quemado se sentía más y ella creyó que Eronildes se refería a eso.
– Doña Dulce no está cocinando nada -respondió Emília.
– No -susurró el-. Hablaba de las Bergmann.
Emília sintió la boca muy seca, la lengua como papel de lija.
– Sí -acabó contestando-. Usted va a regresar a su granja. Avísela usted.
– No me va a creer.
– ¿Por qué no?
– Desconfía de cualquiera que venga a Recife, y con toda la razón. Necesitaré su apoyo.
– Lo tiene. Dígale que yo también me he enterado de lo de las Bergmann.
– ¿Por qué no se lo dice usted?
– ¡No puedo hablar de un arma de fuego en los artículos de la sección de sociedad! -replicó Emília, molesta por la ignorancia de él.
El doctor Eronildes negó con la cabeza.
– No -replicó-. Dígaselo personalmente.
El olor a quemado se hacía cada vez más fuerte, menos natural y más químico. Cerca de los pies de Emília, Expedito los miraba, a ella y al doctor, atentamente, como si comprendiera la conversación.
– ¿Cómo? -quiso saber Emília.
Eronildes se acercó más. Su aliento era caliente y ácido, con un toque de licor rancio.
– Puedo organizar un encuentro en mi rancho. Su marido ha dicho que las Bergmann tardarían tres meses en llegar. Tal vez más si hay tormentas en el mar. Además, el barco puede tener cualquier problema, quién sabe. Tal vez tenga que pasar una inspección cuando llegue a puerto.
Emília negó con la cabeza.
– El doctor Duarte conseguirá que descargue rápidamente. Tiene una empresa de exportaciones. Conoce a todos los agentes de aduanas.
– Muy bien -continuó Eronildes-, es decir, que tenemos noventa días como máximo. Si usted toma un tren hacia el sur, a Maceió, necesitará un día. Luego tendría que ir a Propria, cerca del San Francisco, y eso le llevaría al menos dos días, porque no hay ninguna línea de tren que los conecte. No estoy seguro de cuánto tiempo puede llevar un viaje en una embarcación fluvial; eso depende del nivel del agua. Pero aun cuando el viaje requiera dos semanas, si usted parte con suficiente tiempo estará en mi rancho antes de que las Bergmann lleguen a Recife.
– Usted ya lo ha calculado todo.
El doctor Eronildes se humedeció los labios.
– Sí. Lo he estado pensando en el banquete.
Emília se sintió avergonzada por sus pensamientos dormidos por el pánico, tan poco razonables, durante la comida. Quería ser tan lúcida como Eronildes, pero incluso en ese momento, en la relativa seguridad del patio, se sentía aturdida y abrumada.
– No sé -dijo-. Los Coelho no me dejarán viajar sola.
– Invente una excusa.
– ¿Cómo sabrá ella que yo voy? -preguntó, temerosa de pronunciar el nombre de su hermana en voz alta.
– Yo se lo diré -aseguró Eronildes.
– Pero usted ha dicho que no le cree.
Eronildes se puso rojo.
– Ella lee los diarios. Usted puede decir algo de su viaje para darle una prueba. Y debería llevar al niño.
Emília observó las puertas del patio, súbitamente preocupada por que el doctor Duarte pudiera regresar. Quería terminar pronto su conversación. Luzia querría que le devolviera a Expedito… ¿Qué madre no iba a querer que le devolvieran a su hijo?
– No -dijo Emília-. Es demasiado peligroso.
Gotas de sudor cubrían el labio superior del doctor Eronildes y su pecho se hinchó como si hubiera respirado hondo, pero en lugar de aspirar se tapó la boca con la mano.
– ¿Se siente bien? -preguntó ella, alarmada porque pensaba que estaba a punto de vomitar.
Eronildes asintió con la cabeza.
– Es peligroso -dijo-. Usted tiene razón. Somos humanos. Tenemos que aceptar la muerte como nuestro destino. Algunos son tan ingenuos que creen poder librarse de ella llevando una vida serena. Otros son tan ingenuos que tientan a la muerte; piensan que no los tocará por muy peligrosamente que actúen. En realidad nadie es inmune. Nadie puede salvarse. Perdóneme por pedírselo.
Eronildes había hablado en un tono marcado por la decepción, como si estuviera dirigiéndose a un niño egoísta. Emília quería alejarse, dejar al médico preocupándose en ese patio caluroso; pero si apresuraba su salida de allí, iba a estar actuando precisamente de la manera en que él la había hecho sentirse, como una mujer asustada e infantil.
– Quería decir que es demasiado peligroso para Expedito, no para mí-explicó Emília.
– No, no -replicó Eronildes, agitando la mano-. Una reunión es demasiado peligrosa para todos nosotros. Es mejor no acercarse. A veces queremos actuar con rectitud, pero al final tenemos una naturaleza más débil de lo suponíamos. Ojalá éste no fuera el caso.
– Basta -lo detuvo Emília, molesta por la renuencia repentina del médico-. Lo haré, y usted también lo hará. No tenemos otra opción…
La voz de Emília se quebró. No pudo terminar lo que estaba diciendo. Sus pensamientos eran veloces e inconexos. Sintió que perdía el equilibrio. Extendió la mano hacia atrás, buscando el borde de mosaicos de la fuente, y se sentó. Algunas gotas le salpicaron el cuello y la espalda. En el aire, el olor a quemado se intensificó, recordando a Emília los días posteriores a la revolución. El doctor Eronildes se retorcía las manos y la miraba a los ojos.
– Haré lo que usted decida -ofreció él-. Lamento haberla disgustado.
Emília no respondió. No estaba disgustada, estaba entusiasmada. Emília no había sido lo suficientemente fuerte como para salvar a su hermana menor cuando los cangaceiros se la habían llevado. No había sido lo suficientemente fuerte como para enfrentarse a Degas cuando éste insistió en usar sus envíos de caridad para ocultar las armas. Pero en ese momento podía ser fuerte. Tenía la oportunidad de salvar a Luzia.
– Organice un encuentro y yo iré -susurró Emília-. Le avisaré con tiempo.
Antes de que Eronildes pudiera manifestar su acuerdo, el doctor Duarte regresó al patio con las manos vacías. Lo acompañaba Degas.
– Acabo de recibir una llamada telefónica -anunció, casi sin aliento-. Los comunistas, facciones contrarias a Gomes, están quemando el puerto. Tendremos que posponer nuestra reunión.
– Por supuesto -aceptó el doctor Eronildes, y siguió a Degas y a Duarte a la casa.
Emília se quedó sentada. Arrancó un helecho de una grieta de los azulejos de la fuente. Cerca de ella, Expedito acariciaba los caparazones de las tortugas. Les hablaba en susurros, con su cara cerca de las de ellas, como si las estuviera informando sobre el incendio del puerto. «Tal vez se produzca otra revolución», pensó Emília. Quizá el puerto quedara destruido y las Bergmann nunca llegaran a su destino. Si eso ocurría finalmente, no habría ninguna amenaza para los cangaceiros, pero entonces Emília se vería privada de su oportunidad de salvar a su hermana. ¿Qué era lo que más deseaba?
Fijó la mirada en el lugar donde el doctor Eronildes había estado hacía apenas unos minutos. Ella creía que su presencia en el Banquete del Día de Difuntos era una excusa para verla y organizar un encuentro con Luzia, pero él se había ido del patio para seguir al doctor Duarte demasiado repentinamente como para preguntárselo. Ni siquiera se había despedido. Emília percibió cierta vergüenza en su partida. Su afición a la bebida había empeorado; cualquier hombre se sentiría avergonzado por esa dependencia del alcohol, se dijo Emília. Pero había percibido desesperación en su voz, en la manera apremiante en que le había susurrado. Había dicho que el testamento de su madre establecía condiciones y que su rancho no era rentable. Su traje se veía desgastado y las botas de ranchero estaban mal lustradas, el cuero se había agrietado en los pliegues. Los problemas financieros pueden llevar a cualquier caballero a la desesperación, pero Eronildes era un profesional. Era médico, y podía volver a desempeñar este oficio en tiempos de necesidad. Emília cerró los ojos. La medicina era el único lazo que el doctor Duarte y Eronildes compartían, nada más los unía. El doctor Eronildes había actuado honorablemente en el pasado, se dijo a sí misma. Y continuaría haciéndolo.
Expedito gritó. Emília abrió los ojos. Una tortuga lo había mordido; se agarró la mano herida. Tenía la cara roja, los ojos al borde de las lágrimas. El pequeño miró enfadado a Emília, como si hubiera sido culpa de ella, como si ella hubiera debido impedirlo.