38619.fb2
El ataque al puerto fue rápidamente sofocado. Fue un estallido pequeño comparado con la rebelión de 1932 en Sao Paulo, pero había ocurrido en Recife, y se suponía que el noreste era un baluarte de Gomes. El presidente envió tropas. A las dos semanas, Gomes había redactado el borrador de la Ley de Seguridad Nacional. Al mismo tiempo cerró los tribunales y creó el Tribunal Supremo de la Seguridad para que se encargara de procesar a los sospechosos de amenazar la integridad nacional de Brasil. Se suspendió el hábeas corpus. Todos los que se oponían a Gomes o perturbaban el orden nacional -desde los intelectuales hasta los ladronzuelos- fueron encarcelados. Las prisiones se llenaron y algunos barcos de guerra fueron convertidos en cárceles flotantes en el puerto de Río de Janeiro. En Recife, la Policía Militar recorría los barrios, especialmente el centro y el Barrio Recife, donde había liberales y estudiantes.
Un antropólogo local amigo de Lindalva publicó un libro que el Diario de Pernambuco consideró «pernicioso, destructor, anarquista y comunista». El libro decía que los brasileños no sólo eran producto de los portugueses, sino también de las influencias africanas y nativas. No se trataba de una cultura monolítica, decía el antropólogo. El doctor Duarte dijo que el libro era pornográfico. El gobierno de Gomes prohibió su venta y cerró todos los centros culturales africanos y sus locales religiosos. El amigo de Lindalva se exilió en Europa.
Gomes puso en vigor su Ley de Seguridad Nacional con tal rapidez que la gente no tuvo tiempo de reaccionar ni de protestar. El doctor Duarte, como tantos otros, creía que el comunismo era una amenaza mayor que la nueva ley de Gomes. En el salón de los Coelho, Emília se sentaba entre Degas y el doctor Duarte a escuchar por radio los noticiarios nocturnos. Un líder italiano a quien llamaban il Duce se preparaba para invadir Etiopía. En España se hablaba de una posible guerra civil. En el puerto de Sao Paulo, doscientos judíos alemanes habían desembarcado, huyendo de su nuevo Führer. La agitación se expandía por todo el mundo y Brasil no era diferente. Muchos brasileños creían que Gomes era como un padre severo que trataba de protegerlos de la inestabilidad. Otros decidieron abandonar el país antes de que la situación empeorara. Varios científicos, escritores y profesores de Recife aceptaron discretamente trabajos en el exterior. Lindalva y la baronesa cerraron su casa en la plaza del Derby y se dispusieron a hacer un largo viaje para visitar a un primo en la ciudad de Nueva York. Prepararon baúles llenos de ropa y libros. Lindalva cerró su cuenta bancaria y, durante la última comida de Emília en el porche de la baronesa, puso un sobre grande en sus manos. En el interior había gruesos fajos de billetes.
– Tus ahorros para escapar -dijo Lindalva-. Úsalos ahora. Ven con nosotras.
La baronesa asintió con la cabeza.
– No creo que una mujer casada deba escapar de sus responsabilidades, pero cuando un marido no tiene en cuenta el bienestar familiar la esposa debe considerar su propia conveniencia. El barón me enseñó eso. La situación aquí se pondrá cada vez peor. Gomes es ambicioso. Va a querer más y más, y luego no va a saber qué hacer con todo eso.
– Diles a los Coelho que nosotras seremos tus protectoras -sugirió Lindalva, sonriendo-. Velaremos por tu honor.
– No puedo irme -respondió Emília.
– El taller se puede cerrar -alegó Lindalva-. Las costureras encontrarán trabajo.
– No es por el taller -replicó Emília, sin poder mirar a su amiga a los ojos. Sintió que su garganta se cerraba.
Lindalva y la baronesa juraron que regresarían a Brasil, pero Emília sabía que estaba perdiendo a sus únicas aliadas. Quería ir con ellas, empezar una nueva vida en una ciudad extranjera, pero no podía. Había prometido hacer otro viaje. En lugar de dejar Brasil, Emília había jurado internarse más en el país. Debido a la Ley de Seguridad Nacional, cualquier amenaza contra el Estado -incluida la actividad de los bandidos de las tierras áridas- era considerada grave. El doctor Duarte y el interventor Higino esperaban ansiosos la llegada de las Bergmann. Enviaron más tropas al interior. Emília sufría todos los días al leer el periódico y no dejaba de preguntarse qué cangaceiros habían sido capturados y cuáles decapitados. No podía soportar la tensión. Lo único que le brindaba consuelo era la propuesta del doctor Eronildes. Emília iba a viajar al interior para advertir del peligro a su hermana. Sólo cuando lo hiciera se sentiría libre.
Después de su visita, el doctor Eronildes había enviado tarjetas de agradecimiento a cada miembro de la familia Coelho, expresando gratitud por su compañía durante el Día de Difuntos.
Señora doña Emília:
Fue un placer verlos a usted y al niño otra vez. Me alegro de que ambos gocen de buena salud. Usted mencionó que deseaba hablar con un colega mío respecto de las oportunidades educativas para Expedito. ¿Todavía querría usted tener esa reunión? Estaré en Recife dentro de dos semanas. Por favor, deme su respuesta cuanto antes para poder hacer los preparativos necesarios. Resulta difícil encontrarse con mi colega, de modo que el tiempo es esencial.
Mientras tanto, he rezado a santa Lucía, como usted me recomendó. Espero que responda a nuestras oraciones. Como cualquier santo, ella necesita la prueba de nuestras buenas intenciones.
Atentamente,
Doctor Eronildes Epifano
Con poco más de dos meses de plazo antes de que llegaran las Bergmann, Emília tenía que poner en marcha sus planes. Cuando el doctor Eronildes visitara Recife, especificaría una fecha para la reunión. Entonces Emília abriría su joyero para darle a Eronildes la vieja navaja de su hermana, la que tenía una abeja tallada en el mango, para que se la entregara a la Costurera. Esa navaja serviría como prueba de que la cita era auténtica, de que ella iba a estar allí.
Emília les dijo a los Coelho que necesitaba nuevas telas para estar preparada para los próximos bailes de Año Nuevo y de carnaval. Dijo que quería usar diferentes clases de materiales y que una tienda de Maceió tenía una gran variedad. Los envíos de caridad habían hecho que el doctor Duarte se convirtiera en un admirador del «pasatiempo de costura de Emília». No ponía ninguna objeción a ese viaje. Doña Dulce estaba siempre contenta de ver a Emília fuera de la casa, pero no le gustaba la idea de que una esposa joven viajara sola.
– No estaré sola -explicó Emília-. Llevaré a Expedito. Y a Raimunda, por supuesto, para que lo cuide mientras voy de compras.
Doña Dulce quedó conforme. La suegra de Emília agradecía pasar unos días sin Expedito y esperaba poder sonsacar a Raimunda algún chisme sobre el viaje cuando regresaran. Solamente Degas se opuso al viaje. Si Emília se iba, él no tendría a nadie que le sirviera de excusa para sus correrías a la hora de comer. No podía cruzar al Barrio Recife para encontrarse con Chevalier. Por eso Degas comenzó a hacer preguntas sobre la tienda de telas. ¿Dónde estaba ubicada? ¿Por qué él no se había enterado de su existencia? ¿Cómo era que en aquel lugar remoto podían ofrecer algo mejor que las numerosas tiendas de telas de Recife? Emília tenía sus respuestas pensadas, pero ninguna de ellas satisfizo a Degas. Finalmente, descubrió una respuesta que sí lo iba a tranquilizar.
– Cuando vuelva -dijo- tendremos tantas telas que deberé ir al taller todos los días de la semana. Podrás pasar a visitarme cuantas veces quieras. Necesitaré que me lleves el desayuno, la comida y la cena.
El doctor Duarte le dio un cheque a Emília para el billete de ida y vuelta en tren a Maceió. Emília decidió que no haría uso del billete de regreso. El viaje en barco por el río hasta el rancho de Eronildes duraría mucho más que el tiempo que tenía autorizado para su viaje de compras. Emília cosió sus ahorros para la fuga en los forros de tres chaquetas de bolero. Una vez en Maceió, dejaría una nota a la criada, Raimunda, diciendo que abandonaba a Degas. Habría un escándalo, nunca podría regresar a Recife. Degas podría enfadarse y revelar la verdad al doctor Duarte sobre Luzia y Expedito. Emília no se arriesgaría a volver.
No la entristecía abandonar Recife. Degas y ella no tenía futuro juntos, y no le gustaba la manera en que los Coelho hablaban del porvenir del niño. Pensaban encaminarlo hacia un oficio como la carpintería o la herrería. Si se quedara en Recife, Expedito se pasaría la vida arreglando las propiedades alquiladas de los Coelho o cargando cajas en sus almacenes. Un «niño de la sequía» no podía ir a la universidad. Emília había transformado su vida una vez, podía hacerlo otra. Pero en esta ocasión no esperaba experiencias románticas, ni la riqueza, ni tenía ninguna de las expectativas juveniles que alguna vez albergó en sus sueños. Ahora sólo esperaba consuelo. Tenía ahorrado suficiente dinero como para viajar por el sur después de dejar el rancho del doctor Eronildes. Si Degas revelaba su secreto, Emília y Expedito podían cruzar la frontera del sur hacia Argentina y allí compraría dos pasajes de segunda clase en un barco de vapor con destino a Nueva York, donde Lindalva y la baronesa se habían establecido. Incluso en un país extranjero, una buena costurera podía encontrar siempre trabajo.
Emília empezó a preparar el equipaje semanas antes de su partida. Seleccionó su vestuario cuidadosamente. Si llevaba demasiada ropa, los Coelho podían sospechar algo. Emília tenía que empaquetar vestidos y sombreros a la moda, pero su ropa no podía ser demasiado elegante, pues resultaría extraña en el viaje en barco por el río. Después de salir de Maceió, no habría maleteros ni mayordomos que la atendieran, de modo que su maleta no podía pesar más de lo que ella pudiera cargar. Además, también tenía que pensar en la ropa de Expedito, y escoger la adecuada. Emília pasó tardes enteras en su habitación, doblando y desdoblando prendas de vestir.
Un día, poco antes de la prevista llegada a Recife del doctor Eronildes, Emília escuchó que la puerta de entrada se cerraba ruidosamente. Abajo, el doctor Duarte le gritó algo a un criado. No pudo entender sus palabras. Una criada corrió al segundo piso y llamó a la puerta de Emília.
– El doctor Duarte quiere verla -dijo la muchacha, y bajó la voz-: Algo lo ha puesto nervioso… Está enfadado por algo…
– ¿Dónde está Expedito? -interrumpió Emília, cogiendo del codo a la criada.
Sobresaltada, la joven dio un paso hacia atrás. Respondió que el niño estaba en el patio, jugando con Raimunda. Emília la dejó ir. La empleada se frotó el brazo y se escabulló escaleras abajo. Ella se apoyó sobre el marco de la puerta. Si el doctor Duarte había descubierto el propósito de su viaje, todo estaba perdido. Miró la ropa amontonada sobre la cama. Expedito estaba en el patio; si no quedaba más remedio, podía correr y coger al niño. Podía salir corriendo de la casa de los Coelho antes de que pudieran detenerla. Emília respiró hondo y se dirigió al piso de abajo.
La cara del doctor Duarte estaba enrojecida. Tenía los labios apretados. Hizo pasar a Emília al estudio con un gesto brusco y cerró la puerta cuando ella entró. Allí esperaba Degas. El marido de Emília estaba sentado delante del escritorio del doctor Duarte, con el sombrero en las manos. Sus ojos iban y venían entre su padre y su esposa. Degas parecía tan confundido como Emília, haciendo cábalas similares sobre qué podría haber causado la cólera de su padre y cómo podía librarse de ella. En un rincón había un ventilador giratorio con un bloque de hielo ya medio derretido delante de él. Emília sintió una corriente de aire frío en el rostro.
– Siéntate -ordenó el doctor Duarte.
Emília obedeció. El ventilador siguió su giro y ya no le daba el aire. La atmósfera de la habitación de pronto pareció pesada y cálida.
– No voy a andar con rodeos -comenzó el doctor Duarte-. Degas tiene el hábito de visitarte a la hora de la comida, Emília. En tu taller, ¿verdad?
La voz de su suegro no tenía nada del tono afectuoso que generalmente usaba para hablar con ella. Era severo. El corazón de Emília latió con fuerza. Degas la miraba.
– Sí -respondió ella-. Me visita.
– ¿Y qué es lo que coméis? ¿Aire? -soltó el doctor Duarte-. Nadie os ve en los restaurantes.
– Nos traen comida -explicó Degas.
– ¿Dónde están los recibos? -quiso saber su padre-. Muéstramelos.
Degas bajó la vista.
– No los tengo.
– ¡Pues bien! -gritó el doctor Duarte, golpeando su escritorio y sobresaltando a Emília-. ¡Coméis comida imaginaria en restaurantes imaginarios servidos por camareros imaginarios!
Miró directamente a su hijo. Se diría que bufaba. El aire entraba y salía con fuerza por su nariz.
– Hay cientos de policías militares patrullando por las calles ahora -continuó el doctor Duarte-. ¿Creías que nadie te iba a ver? ¿Creías que la ciudad está ciega?
Se detuvo. Las comisuras de sus labios estaban llenas de saliva. La secó con el dorso de la mano y miró a Emília.
– Estoy seguro, Emília, de que tú sólo estabas siendo leal a tu marido. Estoy seguro de que no has tenido nada que ver con sus escapadas. Una información desafortunada me ha llegado, Degas. Parece que tu amigo, el señor Chevalier, ha sido detenido en…, en… -El doctor Duarte se retorció sus gruesos dedos-. Hay cosas que no puedo decir delante de una dama. Lo único que puedo contarte es que hay un joven que estaba haciendo calle involucrado. Un pervertido. Y el señor Chevalier no ha dudado en dar tu nombre, Degas, calificándote como un querido amigo.
– ¿Mi nombre? -dijo Degas poniéndose rojo-. ¡Así que soy culpable por asociación!
– ¡No debe haber ninguna asociación con esos tipos! -espetó el doctor Duarte. Cerró los ojos y respiró hondo-. Le he pagado a la policía -continuó-. El joven de mala vida no abandonará la comisaría. Gracias a la Ley de Seguridad Nacional estará limpiando sus baños el resto de sus días. También he entregado la fianza para el señor Chevalier. Partirá para Río mañana. En barco.
El doctor Duarte cayó en su silla del escritorio con un ruido sordo, como si sus rodillas se hubieran aflojado.
– Hijo -dijo débilmente-, no hay nada que con disciplina y esfuerzo auténtico no se cure. No es irreversible. Es una debilidad mental. Te la curaremos. Hay una clínica en las afueras de Sao Paulo, el sanatorio Pinel. Se especializan en este tipo de cosas. El hijo de Fonseca fue allí no hace mucho tiempo. Volvió curado.
Degas empalideció. Emília recordaba a Rubem Fonseca. Tiempo atrás campeón de fútbol, bajo y robusto, del equipo de la facultad de Ingeniería, había regresado de su baja por enfermedad sin ningún interés por el deporte. En los bailes del Club Internacional, Rubem Fonseca se sentaba a una mesa alejada y fumaba cigarrillo tras cigarrillo, saludando a sus compañeros de mesa con la mirada baja y un débil apretón de manos.
– He hablado con el director -informó el doctor Duarte-. Tienen sitio para ti, Degas. Yo te acompañaré. Partiremos esta semana y diremos que se trata de un viaje de negocios. Te quedarás todo el tiempo que sea necesario; el doctor Loureiro ha dicho que la mayoría de los casos requieren dos meses. Le diré a tu madre que estás de viaje. Emília, irás de todas maneras a tu viaje a comprar telas. Las cosas deben continuar de la manera más normal posible… Doña Dulce no debe sospechar nada. Esto podría trastornar a tu madre, Degas. No acudas a ella en busca de ayuda. ¿Comprendes?
Degas asintió con un movimiento de la cabeza. Había arrugado el sombrero entre sus manos.
– Emília -dijo el doctor Duarte-, sé que es una información desagradable, pero debes escucharla. La gente hará preguntas y debes dar respuestas creíbles. Tú eres la guía moral de tu marido. Cuando regrese, te llevará a las cenas, al teatro, al cine. No te moverás de su lado. De esa manera no habrá ninguna recaída.
Emília asintió con la cabeza. El doctor Duarte los despidió con un movimiento de la mano, tras decir que tenía que comprar los pasajes e informar al sanatorio Pinel de su llegada. Emília y Degas salieron del estudio y subieron por las escaleras los dos juntos, como si su penitencia ya hubiera comenzado.
En mitad de la escalera, Degas tropezó. Emília lo agarró del brazo, temiendo que se desmayara y cayera rodando. Degas cerró los ojos. Lentamente, Emília lo ayudó a sentarse en las escaleras. Los peldaños recubiertos con mosaicos le resultaron fríos en la parte trasera de los muslos. Degas apoyó la frente contra el pasamanos de la escalera, empañando el bronce.
Emília sintió una mezcla confusa de emociones. Agradecía que la cólera de su suegro no estuviera dirigida contra ella; él no sospechaba que el viaje de Emília era una mentira. También se sentía justificada porque había tenido razón acerca de Chevalier -ciertamente era un canalla- y Degas había sido finalmente reprendido por su engaño. Pero luego recordó los ojos muertos del hijo de Fonseca y vio a Degas delante de ella, con su rostro sin color y las manos temblorosas. Emília no quería que él fuera castigado.
– Lo siento -dijo.
Degas le dirigió una sonrisa torcida.
– ¿No crees que me vayan a curar?
– No lo sé.
– Pero esperas que así sea -espetó Degas-. Todos quieren que yo sea un hombre diferente.
Emília negó con la cabeza.
– No te conozco, Degas. ¿Cómo voy a querer que seas alguien diferente si apenas te comprendo ahora?
Degas se cubrió los ojos con las manos.
– Realmente no quería tanto a Chevalier -dijo-. Me resultaba útil, eso es todo. Nunca me he sentido indecente. Nunca he tenido que quedarme en las esquinas como un tonto, esperando a algún muchacho que estuviera haciendo la calle. Pero no quería a Chevalier, no realmente. No como a Felipe -La voz de Degas se entrecortó. Se chupó los labios, como si quisiera tragarse sus palabras.
– ¡No quiero ser curado! -dijo con los dientes apretados-. No quiero estar sordo a estos sentimientos. He tenido momentos de verdadera felicidad, Emília. ¿Me comprendes?
Degas cogió las manos de ella entre las suyas, como si mendigara. Emília miró abajo, hacia las sombras más allá del barandal curvo, y se preguntó si alguien estaría escuchando. Nunca había sentido el amor físico de la manera en que Degas lo expresaba. Lo que había sentido hacía muchos años por el profesor Celio había sido un entusiasmo juvenil, nada más. Los únicos contactos físicos que había tenido habían sido con Luzia y con Expedito, y representaban un tipo diferente de amor. Emília retiró las manos.
– No -dijo Degas en voz muy baja-. No lo comprenderías. Yo te robé eso. Ojalá pudiera irme de este lugar. Ojalá estuviera enterrado con Felipe.
– No digas eso -reaccionó Emília.
– ¿Sabes lo que hacen en esos sanatorios? Usan electricidad. Inyectan hormonas. Me matarán de una manera diferente. Volveré, pero estaré muerto.
Emília le cogió la mano.
– No vayas. No tienes que hacerlo.
– ¿Qué puedo hacer? ¿Escapar? -Degas la miró a los ojos-. Escapar no es tan fácil como crees, Emília.
– Lo sé -aceptó ella, súbitamente molesta por la voz suave de Degas.
– ¿ Lo sabes? -preguntó Degas-. Prométeme que volverás después de ir a Maceió,
– ¿Por qué?
– Promételo.
– No.
Degas se movió en el escalón. Sus rodillas chocaron contra las de ella.
– No existe esa tienda de telas, ¿verdad?
Emília se agarró al borde de la escalera. Trató de levantarse, pero Degas le puso el brazo sobre las piernas.
– ¡Basta! -protestó Emília-. ¡Deja de comportarte como un egoísta! Si quisiera dejarte, me habría ido a Nueva York con Lindalva. Esto no tiene nada que ver contigo, Degas. Es algo más importante.
El brazo de Degas se desplomó sobre su regazo.
– ¿Hasta qué punto es importante?
La joven contestó de forma indirecta.
– Tengo que evitar un gran desastre. ¿Qué habría pasado si hubieras podido evitar tu problema? -susurró Emília-. ¿No habrías preferido que alguien te hubiera advertido de antemano? Ahora todo sería distinto.
– Tal vez -respondió Degas-. Pero quizá yo quería que me descubrieran. Tal vez quería que todo terminara. -Degas se acercó más a Emília-. Las Bergmann están llegando -susurró-. No puedes detenerlas. Y ella tampoco.
– Puedo advertirla. Por lo menos sabrá que van a llegar.
Degas hizo un gesto de asentimiento.
– ¿Cómo te encontrarás con ella?
– Eso no es asunto tuyo -respondió Emília, desconfiada-. Ella vendrá a mí.
– Es ese doctor -dijo Degas-. Te ha convencido de que vayas allí.
– Nadie me ha convencido.
– Suspende el viaje, Emília. Hazlo a través de los periódicos para que ella pueda leerlo. De esa manera él no podrá oponerse.
– No -insistió Emília, apartándose de Degas-. ¿Por qué?
– Te está utilizando. -Degas se pasó la mano por el pelo con brusquedad, como si tratara de quitarse un mal recuerdo de la cabeza-. ¿Recuerdas que en tu viejo pueblo Felipe tenía jaulas en su porche? Una vez me explicó de qué manera cazaba esas aves. Solía poner comida en las jaulas para atraerlos hacia dentro, pero pronto descubrieron ese truco. Entonces metía otro pájaro dentro. Le ataba las patas al travesaño de la jaula. Cualquier ave desde fuera, al ver otro pájaro allí, creía que era un lugar seguro. Y se metía dentro. No era la comida lo que los atraía, Emília. Era el otro pájaro.
Emília se alejó de Degas lo más que pudo. Apoyó la espalda contra la pared de la escalera, y su cabeza casi golpeó el pasamanos atornillado encima de ella. Degas hablaba de aves y jaulas porque pensaba que ella era demasiado simple, demasiado ingenua como para merecer una explicación verdadera. Pensaba que era fácil de engañar.
– El doctor Eronildes es un buen hombre -dijo Emília-. No nos pondría en peligro a mí ni a Expedito. Yo necesito su ayuda, no al contrario. Yo soy la que lo está utilizando a él.
– Mejor para el doctor Eronildes entonces -concedió Degas-. Tienes razón, no os pondrá en peligro ni a ti ni al niño: no te quiere a ti, la quiere a ella. Fijará una fecha falsa, y luego te enviará un telegrama a última hora. Dará alguna excusa para cancelar tu viaje. Suspenderá la reunión contigo, pero no con ella. Tu hermana pensará que va a encontrarse contigo y en cambio se encontrará con los soldados.
– ¿Qué quieres decir? -se sobresaltó Emília-. ¿De qué te has enterado?
– De nada… -espetó Degas-. Es un borracho, Emília, y está desesperado. Es la razón por la que de pronto se muestra tan amistoso con mi padre.
– Vino a visitarnos a mí y a Expedito; usó al doctor Duarte como excusa. Y ha heredado bastante dinero. No tiene razones para estar desesperado.
Degas negó con la cabeza.
– El gobierno es dueño de los bancos, Emília. ¿Cómo conseguirá tu doctor que le paguen su herencia, a menos que coopere, a menos que les dé algo a cambio? ¡Todos saben que es un coiteiro! Igual que todo el mundo conoce mi… situación… y todos fingen no saber nada a causa de mi padre, pero esperan, algún día, usar eso a su favor. Es lo mismo, Emília. Si Eronildes se traslada a la costa, necesitará amigos. Ya no tiene familia. Su nombre no significa nada aquí. Si no coopera, su nombre será ensuciado. Nadie puede vivir en este lugar sin un buen nombre. Tú lo sabes tanto como yo.
Emília se puso de pie. Sentía las piernas pesadas y entumecidas. Se agarró del pasamanos para sostenerse.
– ¿Por qué me dices esto? -preguntó-. ¿Por qué de repente quieres ayudarme?
Degas se encogió de hombros.
– Ya no me importa el trabajo de mi padre. A decir verdad, espero que nunca consiga sus valiosas cabezas. Espero que fracase.
Emília se agarró al pasamanos con más fuerza. Golpeó el muslo de Degas con la punta de su zapato, consiguiendo que levantara la vista para mirarla.
– Tú lo que esperas es que yo fracase -le dijo-. Quieres que yo me quede aquí y me sienta culpable, para así sufrir igual que tú. No salvaste a Felipe ni le advertiste de nada, y eso es culpa tuya. Pero yo voy a salvar…
La voz de Emília se cortó. Miró escaleras abajo; siempre había criadas ocultas en los pasillos de la casa de los Coelho y escuchando detrás de las puertas.
– A ti nunca te gustó el doctor porque a todos los demás les gustaba -continuó-. La gente no se fijaba en su vicio y sí se fijaba en el tuyo, por eso quieres denigrarlo. El doctor Eronildes ha sido siempre honrado conmigo, Degas. Tú no.
– ¿Entonces no me crees? -preguntó Degas.
– No.
Degas se levantó.
– Tienes razón -dijo él-. Él se ganó tu confianza. Yo no. ¿Por qué ibas a escucharme? Era solamente una conjetura, de todas maneras.
Se inclinó dubitativamente, como si quisiera besarle la mejilla. Emília se apartó.
– Lo siento -dijo Degas, y continuó subiendo.