38619.fb2 La costurera - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 119

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4

Aquella noche llovió. Enjambres de mosquitos gigantescos invadieron la casa de los Coelho. Doña Dulce los combatió encendiendo velas de hierba limón, lo que hacía que los pasillos y las habitaciones de la casa tuvieran un aspecto brumoso debido al humo. Cuando se metió en la cama, Emília sintió que las sábanas estaban húmedas y frías. Ese tipo de clima era raro para principios de diciembre; Emília colgó una hamaca en su habitación y se metió en ella, balanceándose suavemente. Observó a Expedito, que dormía. Éste apartó a patadas las sábanas de su camita y siguió durmiendo destapado debajo del mosquitero. Emília estaba intranquila, su cabeza estaba llena de dudas. ¿Tenía Degas razón respecto a Eronildes? ¿Sería ella el reclamo para capturar a la Costurera? Emília decidió hablar con Degas de nuevo, esta vez con calma, a la mañana siguiente.

Emília se despertó con el ruido del motor del Chrysler y el chirrido del portón de entrada. Se incorporó. El cielo estaba oscuro y la casa de los Coelho permanecía en silencio; los criados no habían empezado sus tareas. Fuera, la lluvia continuaba. A pesar de la tormenta, algunas aves anunciaron tímidamente la llegada del día.

Degas no estuvo presente a la hora del desayuno. Había dejado una nota diciendo que se había ido a su oficina en el centro de la ciudad para recoger algunas cosas que necesitaba para su próximo viaje. El doctor Duarte tenía los ojos hinchados y estaba malhumorado cuando leyó la nota. La lluvia distrajo a doña Dulce. El agua caía con fuerza salpicando incluso el interior de la casa, por lo que las criadas cerraron todas las puertas del patio. El aire de las habitaciones se volvió denso y húmedo.

A la hora de la comida, Degas no apareció. El doctor Duarte llamó a su oficina; uno de los empleados le dijo que su hijo no había estado allí.

– ¡Escapa a sus responsabilidades! -exclamó el doctor Duarte al sentarse a la mesa. Cogió la campanilla de bronce de doña Dulce y ordenó a las criadas que sirvieran la comida.

– Algo ha ocurrido -dijo doña Dulce, sacudiendo la cabeza-. Nunca falta a comer sin avisarme.

Su marido resopló.

– Ya he llamado a la policía. Buscarán nuestro automóvil. Les he dicho que crucen el puente que lleva a Barrio Recife. Probablemente esté ahí.

Doña Dulce se puso colorada. Comieron en silencio.

Esa tarde, cuando Expedito se puso nervioso, Emília lo llevó al jardín trasero. Buscaron refugio en el patio cubierto, donde se secaba la ropa lavada. Varias cuerdas se extendían por el techo del patio. Estas se curvaban bajo el peso de las sábanas empapadas, las camisas de Degas, las prendas interiores amarillentas de doña Dulce, las enaguas bordadas de Emília.

Expedito se escondió. Emília contó hasta diez. Caminó entre las paredes de sábanas. Las iba separando mientras buscaba al niño. Con la humedad y la lluvia, nada se había secado. Una fría funda de almohada la golpeó en el hombro. Emília se sobresaltó. Se escuchó el ruido de un automóvil en el camino de la entrada y luego el toque de una bocina.

«Degas», pensó. Expedito se rió. Ella se agachó sobre su escondite y apartó una sábana. El niño chilló. Sintió la tibieza del niño en sus brazos, que olía a polvos de talco de bebé. Emília lo abrazó con más fuerza.

Se oyeron pasos rápidos fuera.

– ¡Señorita Emília! -gritó la criada Raimunda. Su voz era tensa. Se abrió paso apartando sábanas y el resto de la ropa-. ¡Señorita Emília! -gritó otra vez.

Expedito puso su manita sobre la boca de Emília. Ella sonrió y permaneció en silencio, pero Raimunda los encontró pronto. Parecía frustrada y confundida.

– Debe ir a la sala ahora mismo -dijo Raimunda-. Han encontrado al señor Degas.

Dentro, Emília y los Coelho se encontraron con un capitán con el uniforme verde de la policía. Hablaba con frases concisas.

Habían encontrado a Degas con el Chrysler de los Coelho. Los testigos decían que el Chrysler Imperial iba a gran velocidad. La lluvia era en extremo densa. Fue precisamente después de la hora del desayuno. Parecía que el coche iba a meterse entre un tranvía y un vendedor de escobas, pero viró de manera brusca justo antes del puente Capunga. Cayó al río Capibaribe. La corriente era fuerte. El automóvil flotó al principio. Degas permaneció dentro. Algunos dijeron que se había golpeado la cabeza y que sus ojos estaban cerrados. Otros dijeron que estaban abiertos. Un conductor de tranvía arrojó una cuerda, pero no llegó hasta el automóvil. El Chrysler se sacudió bruscamente e inmediatamente se hundió. Nadie se lanzó a salvarlo; el río llevaba demasiada corriente.

Doña Dulce se desplomó en brazos de su marido. Éste sostuvo a su esposa. Los brazos le temblaron con el esfuerzo. El policía permanecía, incómodo, en la sala, a la espera de que alguien lo excusara para poder retirarse. Miró con una expresión de súplica a Emília, pero ella se había quedado sin habla.