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3

Enterraron al soldado entero. Luzia le dejó la cabeza en su sitio por respeto a su honestidad, pero también porque no quería que su muerte fuera atribuida a su grupo. No quería que nadie sospechara que la Costurera había capturado a un soldado y que éste le había dado información. Luzia quemó los pantalones verdes del soldado, su sombrero de cuero y el morral de lona. Esperó hasta que todas esas cosas se desintegraron completamente, para que ni los agricultores ni los vaqueiros pudieran rebuscar en las cenizas y encontrar algún resto. Luzia se puso en cuclillas delante de la gran fogata, que despedía mucho calor. Abrió su morral y sacó el montón de fotografías del periódico que estaba en el fondo. La capitana sintió una punzada en el pecho, cerca de su corazón, como si una espina se hubiera clavado allí. Había tomado una decisión dolorosa. Rápidamente, antes de caer en la tentación de mirar las fotos, la capitana las arrojó al fuego. Las imágenes de Emília y Expedito se ennegrecieron y se retorcieron rápidamente. Si la mataban, los soldados se apoderarían de sus morrales. Luzia no podía permitir que encontraran esas imágenes y relacionaran a la Costurera con la viuda de Coelho.

La joven bandolera sólo conservó la cinta de medir, la prueba de la lealtad de Emília. Pensó en la advertencia de su hermana. Recordó las botas cubiertas de vómito y arena del doctor Eronildes. Y recordó fragmentos de la confesión del soldado muerto: quinientos disparos, «la mejor Costurera», un rancho cerca del Chico Viejo. Por separado, estos recuerdos parecían inconexos y anecdóticos, pero cuando se consideraban todos juntos se relacionaban para formar una unidad reconocible. Se solucionaba el rompecabezas.

– La reunión es una trampa -dijo Luzia a sus hombres-. Eronildes quiere que vaya a verle a un lugar donde habrá militares esperando, junto al Chico Viejo. Nos estarán esperando.

Ponta Fina y Baiano se habían reunido con ella al lado del fuego. Fijaron sus ojos sobre Luzia.

– La nueva arma la tiene él -explicó-. Eronildes tiene a «la mejor Costurera».

Baiano sacudió la cabeza. Ponta Fina escupió.

– ¡Maldito sea! -exclamó Ponta-. Es peor que los demás.

– El 12 de enero -continuó Luzia-. Si nos damos prisa, podemos llegar a tiempo.

– ¿Cómo? -espetó Baiano.

Luzia recordó su primera lección de tiro con Antonio, allá en el rancho del coronel Clovis, lo pesado que era el revólver y cómo su simple peso le había hecho daño en la muñeca. Recordó la discusión que había tenido después con Antonio.

– Los sorprenderemos -dijo-. Quiero que ellos vean que lo sé. Que lo he sabido todo el tiempo.

– Si no aparecemos también lo verán -replicó Ponta Fina-. El doctor quedará como un tonto.

Luzia sacudió la cabeza.

– No voy a salir corriendo.

– Eso no es salir corriendo -respondió Ponta-. Podemos volver después, cuando el doctor no nos espere. ¿Para qué meterse en una trampa?

Luzia no separaba su mirada del fuego. Las fotografías habían desaparecido, transformadas en un montón oscuro debajo de las llamas.

– Quiero la nueva arma -dijo.

Los hombres permanecían en silencio. Baiano unió las manos como si estuviera rezando.

– Quinientos disparos… -murmuró-. Si ese soldado no mentía, es mejor que todos nuestros Winchester juntos. Pero es un riesgo ir a ese lugar.

– Si no vamos, el riesgo será mayor -razonó Luzia-. Usarán alguna vez esa arma contra nosotros y no sabremos cuándo ni dónde. Ahora lo sabemos. Ahora tenemos una ventaja.

– Entonces, ¿llegaremos antes? -preguntó Ponta.

Luzia negó con la cabeza.

– Apareceremos cuando se supone que debemos aparecer y entraremos divididos en dos grupos. Uno rodeará por detrás a los soldados. Los demás irán al lugar de la reunión. Yo iré con ese grupo. Gomes me quiere a mí; mientras yo esté ahí, pensarán que no lo sabemos. Yo seré el cebo.

Baiano y Ponta Fina fijaron la mirada en las llamas. Luzia examinó sus rostros. Vio en ellos preocupación y a la vez emoción y se preguntó si su propio rostro revelaría las mismas emociones. Luzia metió la cinta de medir en el bolsillo de su pantalón. No se podía evitar ese enfrentamiento. El embarazo no le había quitado coraje. La sequía no la había matado. Las numerosas brigadas de soldados enviadas por Gomes no la habían atrapado. La cabeza de la Costurera seguía firmemente adherida a su cuello. Luzia no podía permitir que esa nueva arma, «la mejor Costurera», cambiara eso.