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Epílogo Emília

Barco de pasajeros Siqueira Campos

Océano Atlántico

23 de junio de 1935

En una de sus muchas cartas, Lindalva decía que el inglés no tenía ni masculino ni femenino. Los pronombres eran iguales para hombres y para mujeres. Los objetos también eran neutrales. «Esa es la belleza del inglés -escribía Lindalva-: su igualitarismo». Después de leer esta carta, Emília prestó atención a cómo se decían esas cosas en su propia lengua. Puertas, camas, cocinas y casas eran todas femeninas. Automóviles, teléfonos, periódicos y barcos eran masculinos. El océano -o el mar- era también masculino, pero cuanto más lo observaba desde la cubierta del barco más segura estaba Emília de que había sido etiquetado con el género equivocado. Después de dos semanas a bordo del vapor Siqueira Campos, Emília había visto con cuánta rapidez cambiaba el mar. Algunos días era azul profundo y tan tranquilo que el casco de la nave parecía deslizarse sobre una infinita superficie de cristal; otros días el océano era gris y agitado, con olas que golpeaban contra la embarcación, sacudiéndola de un lado a otro. Cuando esto ocurría, Emília y Expedito permanecían en su pequeño camarote de muebles atornillados al suelo, y vomitaban en pequeños cubos con carteles que decían: «Recipientes para vómitos».

– Mamá -susurró Expedito, con su cuerpo pesado y caliente en los brazos de Emília-, el océano hoy es malo.

Emília asintió y le secó la frente. Los cubos eran recogidos por alegres asistentes jóvenes que los vaciaban en el mar.

– ¡Alimento para los peces! -le gustaba gritar a un pasajero cada vez que aquellos baldes eran vaciados.

Algunos pasajeros no tenían tiempo de llegar a sus camarotes y vomitaban por la borda de la nave, a la vista de todos. Muchos de estos viajeros, con rostros pálidos y trajes y vestidos manchados con sus propios vómitos, maldecían el mar. Emília, aunque se mareaba como ellos, no. Cuando se apoyaba sobre el pasamanos de la embarcación y observaba el agua, se sentía a la vez asustada y fascinada. Un pasajero dijo que la luna controlaba las mareas, que ella era la responsable del ir y venir de las olas. Emília decidió no creer tal cosa. Prefería pensar que el mal humor del océano era causado por algún sufrimiento secreto de sus profundidades, por una pérdida que los seres humanos jamás podrían comprender.

Durante los cinco meses previos a su abandono de Recife, hubo ocasiones en que Emília había querido que todos los que estaban a su alrededor sufrieran, que se sintieran tan mal como ella. Había gritado y roto todo cuanto estaba a su alcance, asustando a Expedito. Las criadas la maldecían. Doña Dulce le dijo que era insoportable. El médico de los Coelho diagnosticó que era nerviosismo y lo consideró una secuela atrasada del pesar por la muerte de Degas. Le recetó medicamentos para dormir. Cuando el doctor Duarte recibió al fin el espécimen criminal que siempre había querido, Emília se retiró a su cuarto y allí permaneció semanas, sin poder abandonar la cama. Dormir se convirtió en su único consuelo. Cuando pensaba en esos meses, que no le habían parecido meses en absoluto, sino como un opresivo e interminable día pasado en su habitación con las cortinas corridas, sin poder saber si era de día o de noche, Emília recordaba haberse esforzado por escuchar las conversaciones en voz baja de los médicos a la puerta de su dormitorio. Recordaba a Expedito, que se metía a hurtadillas en su lecho y dormía al lado de ella, apretando el cuerpo cálido contra el suyo. Recordaba sus propios ojos, hinchados y casi cerrados, las pestañas duras y pegajosas. Había dejado de secarse las lágrimas con un pañuelo, y también había dejado de cepillarse el pelo y de cambiarse el camisón. Le gustaba su propio olor -rancio, sudoroso, ligeramente parecido al de la levadura- y no quería quitárselo con agua. Secretamente, había esperado que su piel sucia se endureciera y se agrietara como arcilla seca. Que esa piel, junto con sus huesos, se convirtiera en un polvo fino que pudiera dispersarse fuera de la habitación soplado por la brisa de los ventiladores eléctricos del doctor Duarte.

Pero Emília no se pulverizó, ni mucho menos. Un día, al fin salió de la cama, se vistió y compró dos pasajes para el Siqueira Campos. A los pocos días Expedito y ella estaban de camino a Nueva York.

El barco estaba lleno. Emília y Expedito tenían un camarote de segunda clase y estaban confinados a una sola cubierta. Este alojamiento no era tan malo como los de tercera clase, que estaban en la bodega del barco, ni tan lujosos como los de primera clase, que tenían a su disposición el uso de toda la cubierta superior, que era espléndida. Emília no había querido gastar más dinero en billetes de primera clase: debía conservar sus ahorros intactos. No quería depender totalmente de Lindalva y la baronesa.

En sus cartas, su amiga le decía que Nueva York era una isla. Que circulaban más automóviles por las calles que en cualquier ciudad de Brasil. Que sus edificios eran tan altos que hacían que Sao Paulo pareciera un pueblo. Emília se imaginaba la ciudad, pero sabía que ésta no sería de ninguna manera como las imágenes que creaba en su cabeza. Había aprendido a no tener expectativas explícitas de lugares o de personas, pues al final siempre eran diferentes de lo que uno imaginaba. Había aprendido algunas frases en inglés por las cartas de Lindalva y con los discos de Degas. Ese idioma le parecía entrecortado y de sonido duro. Cada vez que intentaba hablarlo, Emília tenía que forzar su lengua para que se moviera en direcciones diferentes, y aun así había sonidos que no podía reproducir: los sonidos «ch», «th» y «r» eran particularmente difíciles. A pesar de sus dificultades, Emília le estaba agradecida a esa lengua extraña. La había salvado, o más bien los discos de Degas la habían salvado.

Unas semanas antes, Emília llegó a pensar que nunca abandonaría la cama. Los ventiladores eléctricos -colocados en cada rincón de su habitación, para airearla- hacían tanto ruido que ahogaban los sonidos de la casa de los Coelho y de la ciudad. Todo sonaba lejano y confuso. Una noche, sin embargo, Emília escuchó una voz clara. «Una gran costurera debe ser valiente», le dijo.

Tal era la regla de oro de la tía Sofía; pero aquella voz de mujer no pertenecía a la tía de Emília. Era una voz joven, fuerte y enérgica. La joven viuda se levantó de la cama. Era la medianoche, pero buscó la voz, mirando en su ropero, debajo de la cama y por el pasillo oscuro. Finalmente, entró en la antigua habitación de Degas. Todo estaba intacto. La gramola estaba en el rincón, con su brazo en ángulo doblado hacia arriba. Emília se acercó a la caja de madera. La golpeó con fuerza. La golpeó precisamente donde el nombre «Gramola» estaba pintado con letras de oro. Las lágrimas le nublaron la vista. ¿Cómo podía llorar por una persona a la que no comprendía, por una persona que había hecho cosas terribles? Le dolían los nudillos. Detrás de todos los apodos extraños -Gramola, la Costurera, la criminal, el espécimen- siempre habría un nombre familiar: Luzia. Emília golpeó la caja otra vez, con más fuerza que antes. La aguja cayó. La máquina empezó a hacer sonar el disco que estaba en su plato giratorio.

– How are you? -dijo una voz de mujer. Emília se sobresaltó.

– I amfine -respondió otra mujer. Luego ordenó en portugués-: «Repita».

Hubo un silencio.

– «Repita» -ordenó otra vez.

– I am fine -dijo Emília.

– «Repita».

– I am fine -gritó-. I amfine.

Emília estuvo escuchando el disco toda la noche, poniéndolo una y otra vez. Antes del amanecer, entró en el servicio rosado de los Coelho y se dio un baño. Después se peinó y se puso un vestido. Sobre éste llevaba una chaqueta bolero, que pesaba más de lo habitual por el dinero cosido en el forro. Emília abrió la maleta que había llenado hacía meses para su viaje a las tierras áridas, un viaje para el que ella había esperado demasiado tiempo. Debido a sus vacilaciones, el viaje ya no era necesario y la advertencia de Emília respecto a las ametralladoras Bergmann se había vuelto inútil. Emília reorganizó la ropa dentro de la maleta y agregó el joyero y el retrato de comunión. Silenciosamente, Expedito y ella salieron por el portón de los Coelho, rumbo a la ciudad.

En el puerto de Recife, compró dos pasajes en un barco que se dirigía a Nueva York. Para que no le entraran las dudas, Emília escogió el primer barco, que zarpaba aquella misma mañana. En la oficina de telégrafos, cerca del muelle de embarque, le envió a Lindalva el nombre del barco y la fecha de llegada. Mientras se alejaban del puerto, Emília sujetaba con fuerza la mano de Expedito, temerosa de que se escurriera entre los barrotes de la barandilla de la cubierta. La gente que se quedaba en el puerto saludaba con la mano y hacía señas con pañuelos a sus seres queridos. Los pasajeros de la embarcación devolvían con sus manos aquellos adioses. Expedito miró a Emília con mirada suplicante. Ella asintió con la cabeza. El niño sonrió y comenzó a mover su brazo de un lado a otro, despidiéndose de gente desconocida. Emília mantuvo los suyos a los costados. Estaba feliz de partir, feliz de llevar a Expedito a un lugar donde nadie lo iba a llamar «bebé de la sequía» o cosas peores. En Nueva York no tendrían ningún pasado, ningún pariente, ninguna conexión con las tierras áridas. Nadie iba a hablar de la Costurera y su cangaceiros, ni del diámetro de sus cabezas.

Aun cuando Emília hubiera hecho su viaje al campo inmediatamente después del funeral de Degas, habría llegado demasiado tarde. Tanto el doctor Duarte como el doctor Eronildes habían mentido. Las ametralladoras Bergmann habían llegado antes de lo que aseguraron. Tal como Degas la había advertido, Eronildes suspendió la cita con Emília argumentando que la reunión era demasiado peligrosa. En aquel momento no se había sentido preocupada. Ya había enviado la cinta de medir a través de Eronildes y confiaba en que Luzia sabría comprender su mensaje. Había confiado en que la Costurera no se presentara a ninguna cita que el atormentado doctor organizara con ella.

Los soldados concedieron entrevistas al Diario de Pernambuco después de la emboscada. El doctor Eronildes Epifano, decían, había telegrafiado a la capital para informar al gobierno de su próximo encuentro con la Costurera. Una brigada se instaló secretamente en las tierras del médico. Las Bergmann estaban esperando allí, enviadas en barcaza por el curso del Chico Viejo. Los soldados tuvieron poco tiempo para practicar con las nuevas armas, pero no importaba, porque su increíble potencia de fuego garantizaba el éxito. Los soldados apodaron a las Bergmann «la mejor Costurera», porque cuando disparaba no había una fuerte explosión. En cambio producía un tableteo ininterrumpido, como el de una máquina de coser Singer, y las balas hacían docenas de agujeros perfectos en cualquier cosa -paredes, árboles, hombres-, como si los fuera haciendo una aguja que pinchara una y otra vez.

Los soldados se escondieron en las colinas, por encima del terreno usado para acampar por los cangaceiros, y pensaban atacar al amanecer, cuando hubiera suficiente luz como para ver con claridad. Hasta entonces observarían a los cangaceiros mientras comían, cantaban y dormían. Había solamente quince hombres y mujeres en el grupo de bandidos, lo que causó una gran desilusión entre los soldados. Por suerte, la Costurera estaba entre ellos. Todos los soldados del gobierno -algunos de ellos muy jóvenes, de no más de 14 años- pudieron verla. En los artículos del Diario, los soldados describían a la infame cangaceira como una mujer alta y con un brazo torcido, con el pelo despeinado y la espalda encorvada. Algunos se reían y decían que estaba tan flaca como un burro hambriento. Otros aseguraban que tenía ojos verdes y severos, como las extinguidas panteras del monte. A los soldados se les exigió mantenerse despiertos. Tenían prohibido hablar y moverse. A espaldas del capitán, algunos soldados encendieron cigarrillos y fumaron mientras observaban el campamento de los cangaceiros. A la luz de las moribundas brasas del fuego de los cangaceiros, la vieron. La Costurera estaba en el borde del campamento y miraba atentamente las colinas. Antes de que pudieran apagar los cigarrillos, la Costurera estaba avanzando hacia ellos.

– Fue de lo más extraño -declaró un soldado a los periódicos-. Fue como si lo supiera, como si lo buscara.

Cuando la Costurera dio otro paso adelante, uno de los soldados más jóvenes apretó sin querer el gatillo de su nueva Bergmann.

– No me di cuenta de que era tan sensible -dijo en su entrevista-. Pero fue un milagro que ocurriera.

Un «milagro», un «golpe de suerte», una «señal de que Gomes se iba a imponer», así fue como soldados y funcionarios públicos describieron aquel no buscado ataque prematuro. Si hubieran esperado, los soldados podrían haber sido atacados por sorpresa por otro grupo de cangaceiros que se había escondido en las colinas, a su espalda. La Costurera, pues, estaba al tanto de la emboscada y había tratado de hacer caer en una trampa a los militares antes de que ellos decidieran atacarla. Circulaban innumerables versiones que especulaban acerca de cómo podía haberse enterado. Muchos culpaban al doctor Eronildes, y aseguraban que él había estado del lado de ella todo el tiempo. Sin embargo, ya nadie lo sabría con certeza. Los soldados, después de exterminar a ambos grupos de cangaceiros, habían ido al rancho de Eronildes y lo encontraron en su estudio. Tenía la espalda encorvada, los ojos muy abiertos, el cuerpo rígido tirado en el suelo. Sobre su escritorio había una ampolla vacía de estricnina.

Por la noche, en su camarote a bordo del Siqueira, Campos, Emília abrió el joyero. Expedito la observaba. Le mostró la navaja y luego el retrato de comunión.

– Mira a esa niña -le dijo, señalando la imagen borrosa de Luzia-. Ésa es tu madre.

Expedito puso su dedo sobre el cristal, dejando una marca sobre la figura infantil de Emília.

– ¿Quién es ésta? -quiso saber.

– Ésa es tu otra madre -respondió-. Tienes la suerte de tener dos.

– ¿Dónde está? -preguntó el niño, poniendo su dedo sobre Luzia.

El suelo se meció debajo de ellos. El estómago de Emília se hizo un nudo, la saliva amenazó con desbordarse, como las olas del exterior. Estiró la mano hacia el recipiente para los vómitos. Expedito le acarició la espalda, imitando lo que ella hacía cuando era él quien vomitaba. La joven viuda se secó la boca. El olor del contenido del cubo hizo que se sintiera peor.

– Quédate en la cama -le dijo a Expedito-. Pórtate como un buen niño.

Emília cogió el cubo y abrió la puerta del camarote. Fuera había una fuerte brisa. Tembló. Colgó el recipiente cerca de la puerta, para que los auxiliares se lo llevaran. Emília respiró hondo. El mareo no la molestaba; lo consideraba como un alivio. Era como si estuvieran librando a su cuerpo de la culpa que se había alojado en él, como una enfermedad invisible para todos menos para ella misma. Miró por la ventanilla circular del camarote y vio a Expedito sentado obedientemente en la cama, con los ojos fijos en la puerta. Se quedaría así toda la noche si fuera necesario, esperándola.

Después de la emboscada de las Bergmann, las cabezas de los cangaceiros fueron sumergidas en latas llenas de formol y llevadas a Recife. En el camino, los soldados eran detenidos por multitudes que los aclamaban. Sacaban las cabezas de sus baños en líquido conservante y las ponían en las escalinatas de la iglesia, para hacer las correspondientes fotografías. Colocaban piedras debajo de sus barbillas para sostenerlas. Estas fotografías fueron importantes después, cuando los soldados llegaron a Recife. En efecto, de tanto sacar las cabezas de sus latas para luego volverlas a meter, habían quedado demasiado expuestas al aire y empezaban a hincharse y perder su forma. Los soldados no habían etiquetado las latas. No sabían quién era quién, no podían distinguir a las mujeres de los hombres. Al llegar a Recife, no estaban todas las cabezas, en concreto faltaba la que pertenecía al Halcón. El doctor Duarte estaba furioso. Un equipo de investigación se abrió paso tenazmente en medio de las lluvias que inundaron el campo y regresó al sitio de la emboscada para buscar los cuerpos. Las lluvias habían llenado la hondonada seca donde los cangaceiros se habían escondido. Los huesos fueron sin duda arrastrados al río San Francisco, donde desaparecieron.

Había rumores de que el Halcón todavía estaba vivo. La gente decía que había escapado de la emboscada y había logrado abandonar el noreste. Algunos decían que había comprado un rancho en Minas. Otros aseguraban que había cambiado su aspecto para convertirse en capitán del ejército, o en actor, o en simple padre de familia. La desaparición era más interesante que su muerte. A pesar de la negligencia de los soldados, los cráneos de los cangaceiros no quedaron estropeados por el aire y el tiempo. Los huesos conservan su forma. Las muy esperadas por el doctor Duarte mediciones de los cráneos de los cangaceiros aparecieron en la portada del Diario de Pernambuco, y arrojaron las primeras dudas acerca de su ciencia. Para identificar a la Costurera, el doctor Duarte buscó un espécimen con pelo corto y ojos verdes. Cuando encontró uno que respondía a estas características, lo etiquetó y lo midió. El cráneo de la Costurera resultó ser braquicéfalo. Era común, como el de Emília. Como el de cualquier otra mujer.

Emília se acercó a la barandilla del barco. La luna estaba resplandeciente y el océano brillaba y se retorcía, como la piel de una serpiente. Respiró hondo otra vez. Al exhalar, se le escapó un sollozo y se llevó la mano a la boca. Otros pasajeros que estaban en la cubierta la miraron. Emília se inclinó sobre el pasamanos ligeramente, como si estuviera a punto de vomitar. Quizás era así, tenía dificultad para distinguir entre la pena y el mareo. A veces sólo se sentía enfadada. Luzia sabía que la cita era una trampa, pero había acudido de todos modos. ¿Era valentía u orgullo lo que la había conducido a aquella hondonada? Emília recordó lo que le había dicho Degas en su última conversación: «Tal vez yo quería que me descubrieran -había dicho-. Quizá quería que todo terminara». ¿Había sido valentía u orgullo lo que había hecho que Degas se lanzara con el coche al Capibaribe? Tal vez no era ninguna de esas cosas, pensó Emília mientras la cubierta se balanceaba debajo de ella. Tal vez fue una escapatoria, una liberación de la jaula en la que él mismo se había metido, en la que todos los que lo rodeaban lo habían metido. Emília también se estaba escapando de una jaula construida por ella misma. Se mudaba a una isla. Haría otra transformación en su vida. Miró por encima de la borda y observó las olas negras que subían y bajaban. Percibió cierta tranquilidad en ese ritmo regular.

En pocos días, Lindalva la estaría esperando en una dársena, en Nueva York. Su amiga iba a estar tan exultante y tan llena de energía como siempre, pero advertiría un cambio en Emília, una gravedad que Lindalva y la baronesa atribuirían a la muerte de Degas y a su posterior marcha de Brasil. Emília y Lindalva iban a abrir otra tienda juntas. Este nuevo taller estaría ubicado entre una tienda de comestibles y una zapatería, de modo que todas las mañanas, cuando Emília despertara, iba a sentir el olor del cuero mezclado con el agudo y acre aroma del queso y la carne. Expedito y ella vivirían sobre el taller, en una habitación pequeña, con un lavabo manchado por el óxido y el servicio en una esquina. Cada vez que Emília visitara el apartamento de la baronesa y Lindalva, tendrían ejemplares de los periódicos brasileños, cuyos artículos Lindalva leería en voz alta. Gomes seguiría coqueteando con Alemania sin comprometerse nunca como aliado suyo. Después, submarinos alemanes dispararían a un barco de pasajeros y lo hundirían cerca de los puertos de Recife y Salvador. De repente se iban a recibir informes acerca de estadounidenses ruidosos y rubios que construían una base aérea en Natal, y miembros de la cuarta flota de Estados Unidos llenarían los bares y las playas de Recife. Brasil entraría en guerra. Nadie iba a tener el tiempo, ni la energía suficientes para recordar las muertes de los cangaceiros, y éstos se irían desvaneciendo en el olvido.

«Los políticos cambian, como las modas», diría muchas veces la baronesa hasta que muriera, después de la guerra. Tenía razón. Al final, hasta Gomes iba a pasar de moda. En 1952, cuando Expedito estuviera a punto de ingresar en la facultad de Medicina de Columbia, al viejo Celestino se le iba a pedir que presentara su renuncia. En lugar de hacerlo, se suicidaría de forma espectacular, de un disparo, en su despacho en el palacio presidencial. «Dejo la vida para entrar en la historia», garabatearía en la libreta de notas, que dejó junto a él. Después de la muerte de Gomes, Lindalva regresaría a Brasil. En sus cartas, contaría que las emisoras de radio ponían canciones populares que hablaban del Halcón y la Costurera. Comenzarían a aparecer figuritas de cerámica de la pareja, vestidas con sombreros de media luna y uniformes floreados, en los mercados para turistas. Los estudiosos iban a empezar a escribir artículos sobre la Costurera y el fenómeno cangaceiro. Emília ya se habría vuelto a casar para entonces. Chico Martins habría emigrado de Minas Gerais y habría ido a la tienda de ropa femenina de Emília a buscar un obsequio para la novia que había dejado en su país. Llevaría el pelo corto peinado hacia atrás, dejando al descubierto una frente ancha. Los ojos de Chico serían castaños y brillantes, como dos piedras en el fondo de un lago de agua clara. «Ojos amables», pensaría Emília la primera vez que se fijara en ellos. Sería un hombre tímido y serio, nada parecido a los héroes de sus viejas Fon Fon. Eso sería lo que le iba a gustar de él. A la siguiente vez que regresara a la tienda, Chico Martins le diría que ya no quería el vestido, que quería invitarla a cenar. Emília iba a aceptar. Las hijas que tendría con Chico serían dos hermosas y dulces niñas. Aun siendo ya mujeres jóvenes, Sofía y Francisca iban a conservar la alegría audaz y cándida de su niñez.

Parecía que nada iba a poder apagar su vivacidad. Emília y Expedito serían los serios, los pesados. Las unías iban a preferir contarle a Chico sus sueños y sus amoríos románticos. Emília iba a estar celosa, pero comprendería. No podría negar que su amor por Expedito era pleno y oscuro, como la primera dalia que florece en un tallo.

No podía ver todas estas cosas que iban a ocurrir desde la cubierta del Siqueira Campos, pero cuando Emília se inclinó sobre la barandilla de la nave las intuyó. Debajo de la superficie oscura y brillante del agua había profundidades insondables y, así como intuía la existencia de ese espacio inconmensurable, también percibía la amplitud de su nueva vida. Se apartó rápidamente del pasamanos.

Su pequeño camarote era confortable y cálido. Expedito se escondió debajo de las mantas y Emília fingió buscarlo. Cuando el chiquillo dejó escapar una risita, ella quitó la manta y puso al niño en su regazo. Estuvieron así sentados durante un largo rato, escuchando el viento que soplaba fuera.

– Yo tenía una hermana con un brazo torcido -susurró Emília, sin saber si Expedito estaba dormido o despierto-. La gente la llamaba Gramola.

Cerró los ojos y recordó la pregunta anterior de Expedito sobre la niña borrosa de la fotografía: «¿Dónde está?». Algún día, Emília tendría que responder a esa pregunta. Las olas golpeaban y lamían el costado de la embarcación. Se imaginó aquella hondonada seca llenándose con la lluvia, y los huesos de su hermana dotando en el San Francisco. En el río golpearían contra las rocas y chocarían contra los cascos de las embarcaciones antes de partirse en pedazos. Para cuando llegaran a la costa, los huesos se habrían desintegrado en pequeños trocitos blancos. Los niños que estuvieran jugando en la playa de Boa Viagem iban a recoger esas partículas para ponerlas en sus castillos de arena. Otros pedacitos serían esparcidos por la brisa. Algunos se iban a pegar a los cuerpos aceitados de la gente que tomaba sol. Otros quedarían adheridos a los zapatos, para ser llevados en coche hasta las casas más elegantes de Recife. Algunos flotaban en el aire para meterse en los picos de las aves. Y otros serían arrastrados por el océano para quedar en sus profundidades azules durante cientos de años, para en algún momento terminar en cualquier otra orilla.