38619.fb2 La costurera - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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3

Mientras descendía por el sendero, comenzó a llover. Al principio suavemente, y luego las gotas cayeron golpeando con fuerza. Luzia no quiso correr. Mantuvo el paso firme, y sólo se permitió volver la vista atrás dos veces. Sentía que el corazón estaba a punto de estallar.

Las dos veces que se volvió, el camino estaba despejado. No esperaba que el hombre con la cicatriz estuviera allí. Pero sentía su presencia en todos lados. Oculta, invisible. Observándola mientras volvía a casa. El olor quedó impregnado en su nariz. Quería correr, deslizarse a toda velocidad por el sendero resbaladizo y ocultarse en el armario de los santos. Pero no le daría esa satisfacción. La liberó y ella se lo agradeció, pero no correría. No correría por él.

Los anillos, los rifles y los sombreros con el ala plegada los habían delatado inmediatamente como cangaceiros. Se rumoreaba que el grupo del Halcón rondaba por la zona; Luzia había oído historias del líder cangaceiro. Se suponía que era alto, fornido, apuesto. El hombre de la cicatriz no poseía ninguna de estas cualidades.

Una vez en su casa, entró furtivamente por la puerta. Luzia oyó a tía Sofía arrastrando los pies en la cocina. Se escuchó el sonido metálico de una olla, el chisporroteo de la mantequilla, el suave crujido de la harina de mandioca mientras caía en la sartén caliente. Encima de ella, Luzia oyó un tintineo agudo, como mil agujas que caían sobre las tejas del techo. Tembló. Tenía el vestido empapado. El pelo le caía, pesado y húmedo, sobre la espalda.

En el estrecho vestíbulo apareció Emília, que salía de su dormitorio. Se había puesto rizos. Su vestido estaba planchado. Vio a su hermana; Luzia se llevó el dedo índice a la boca. Su tía haría un montón de preguntas que no deseaba responder. Emília corrió a su lado.

– Llegas tarde a desayunar -susurró-. La tía estaba preocupada. ¿Has tenido algún problema? -Emília lanzó una mirada a sus azulões. Los pájaros saltaban de un travesaño a otro dentro de la jaula. Suspiró y volvió a mirar a Luzia. Su voz se tornó más suave-. Tu falda está manchada de barro.

– Me he caído -explicó Luzia, como atragantándose.

Emília se acercó a ella. Sus brazos estaban tibios, el cabello perfumado. Luzia sintió que la humedad de su ropa empapaba el vestido limpio de su hermana. Intentó apartarse del abrazo, pero Emília la sostuvo con firmeza.

– Ven -susurró la mayor-. Ven a cambiarte antes de que a la tía le dé un ataque.

En la cocina, tía Sofía daba vueltas. Sus pies eran tan planos y anchos como la base de la azada que utilizaban para cavar en el jardín. Levantó con cuidado los panqueques de la sartén, doblándolos por la mitad y untándolos con mantequilla. Luzia sintió los panqueques tibios y secos en la boca. Dejó la mayor parte en su plato, le costaba demasiado esfuerzo masticar. Fuera, la lluvia se había calmado. Las dalias inclinaban la cabeza bajo el peso de sus propios pétalos.

Pasaron el día sumergidas en un frenesí de actividad. Tía Sofía barrió debajo de las camas. Emília y Luzia sacudieron sus colchones de hierba y los dejaron al sol. Eliminaron enérgicamente el polvo de las esteras que se extendían sobre las tablas de la cama, y que protegían sus colchones del roce de la basta madera. Barrieron el suelo de ladrillo, fregaron la mesa de la cocina y la mesa de piedra con una solución de naranjas y vinagre, orearon las sábanas y las colchas, y se envolvieron trapos alrededor de la nariz antes de echar lejía en el agujero revestido de arcilla del excusado. Luzia se retrasaba en el trabajo; Emília la animaba, bromeaba, cantaba. Luzia sonreía por los esfuerzos de su hermana, pero no podía alejar sus pensamientos. Los hombres aquellos eran cangaceiros. ¿Debía advertir al coronel? ¿Debía decirle algo al padre Otto? Quería hablar con Emília a solas para contarle lo ocurrido. Pero ¿qué diría? Luzia repasó las palabras en su mente: «Hoy me he encontrado con un hombre que sólo tenía la mitad del rostro. Llevaba una docena de anillos. Tenía un cuchillo con mango redondo metido en el cinturón. A un lado, había un niño; a otro, un hombre. Me amenazó y luego me dejó marcharme».

Parecía un sueño. Una mentira. Sintió alivio cuando la dejó ir.

– Márchate -dijo, haciendo un rápido gesto en el aire con la muñeca, como si estuviera espantando un bicho o un pensamiento adverso. Pero, en medio de su alivio, también sintió decepción. Cuando emergió del porche, los hombres bajaron sus armas, abrieron los ojos de par en par y levantaron las cabezas para mirarla. No vieron a Gramola, sino a otra persona. Por un instante, Luzia sintió un poder que no pudo describir. Luego, tras el gesto de la muñeca del cangaceiro, desapareció.

Era ya bien entrada la tarde cuando comenzaron a limpiar la cocina. Luzia puso la rapadura demasiado cerca del fuego de la cocina y se derritió, convirtiéndose en una pasta pegajosa. Se tropezó con un banco. Se le cayó un plato.

– Estás enferma -proclamó la tía Sofía, colocando su mano agrietada sobre la frente de Luzia-. Se acabaron las caminatas mañaneras. Se acabaron los paseos. Crees que no sé en qué andas, pero yo lo sé.

Luzia estaba a punto de protestar, cuando un golpe sacudió la puerta de atrás.

– ¿Quién es? -preguntó tía Sofía.

– ¡Sofía! -gritó una voz histérica-. ¡Déjame entrar! Antes tic que me capturen los bandidos.

Era doña Chaves. Tía Sofía sentía aversión por la vecina, porque llevaba zapatos con tacón. «¿Quién se piensa que es?», bufaba tía Sofía cada vez que doña María Chaves colgaba la ropa o daba de comer a las gallinas en sus sandalias con tacón. Según tía Sofía, los zapatos con tacón eran para la iglesia, e incluso entonces, sólo se debía usar tacón bajo. El uso de tacones a diario, solía sermonear Sofía, era apropiado para doña Conceiçao, no para gente como doña Chaves, la esposa de un fabricante de monturas. Luzia soltó el pasador de la puerta y levantó el barrote de madera.

Doña Chaves se deslizó al interior. Abrió la boca, pero no le salieron las palabras. El pliegue de piel debajo de su mentón temblaba y se mecía con cada bocanada de aire. Finalmente, su mano se sacudió sobre el pecho y exclamó, ahogada:

– ¡Cangaceiros!

Emília la llevó a la mesa de la cocina. Luzia cogió una taza de metal y la metió en una de las jarras de agua. Acercó la taza a los labios de su vecina, y doña Chaves bebió el agua tan rápidamente que un pequeño hilo se deslizó desde la comisura de su boca ajada y descendió por la barbilla.

– Han matado a los dos capangas del coronel -balbuceó, después de devolverle la taza a Luzia-. Han cogido a un capanga en el camino. ¡Un hombre tan joven! Le han sacado las tripas. -Respiró hondo una vez más-. Lo han abierto desde aquí -doña Chaves apuntó un dedo arrugado a su cuello- hasta aquí -cruzó el dedo sobre el pecho hasta el final del estómago, y luego sacudió la cabeza-. Y no tenía ojos, ¡se los han sacado!

Luzia aflojó la mano que sostenía la taza. Se volcó, derramando agua sobre su muñeca. Respiró hondo y posó la taza sobre la mesa.

– ¿Lo ha visto? -preguntó.

Doña Chaves levantó la vista, sorprendida:

– ¡Claro que no!

– Entonces ¿cómo sabe que es cierto? -preguntó Luzia. Emília la hizo callar.

– Han secuestrado al señor Chaves, Gramola -replicó doña Chaves, y la voz se le quebró.

– Lo siento -dijo Luzia, sentándose al lado de su vecina. Sobre el labio superior, doña Chaves tenía un enorme lunar que parecía un frijol negro. Cuando hablaba, el lunar rebotaba de arriba abajo y Luzia sentía el impulso de agarrar una servilleta y limpiárselo, como si doña Chaves fuera una criatura que no sabía comer.

– Lo encontraron escondido bajo su puesto -prosiguió su vecina-. ¡Lo han secuestrado para que arregle sus sombreros y sus sandalias!

El señor Chaves trabajaba con cuero. Pasaba la mayor parte del tiempo curtiendo cueros y fabricando monturas que le encargaba el coronel.

El señor Chaves diseñaba dibujos para el cuero de las monturas, añadiendo remaches y hebillas decorativas, un asiento más cómodo y diminutas trenzas sobre el freno y la brida. Sólo el coronel se podía permitir tales lujos. La mayor parte de los días, el señor Chaves se instalaba en su pequeño puesto en las afueras del mercado y reparaba las alpargatas gastadas de la gente, clavando correas nuevas a las fuertes bases de cuero y agregando gruesas tiras de caucho a las suelas.

– ¡Me han dicho que estaba temblando cuando se lo llevaron! -Doña Chaves apretó el pañuelo contra los ojos, a pesar de que no estaba llorando. Tía Sofía se quedó de pie a su lado.

– Mi cocina está manga por hombro. -Doña Chaves tragó saliva-. He escondido todas las gallinas dentro.

– Tía Sofía dio unas palmaditas en la espalda de doña Chaves.

– ¿Se llevaron a algún otro? -preguntó Emília.

La vecina asintió con la cabeza y se aferró al borde de la mesa, un gesto que Luzia reconocía por las visitas semanales de doña Chaves. Realizaba esta pausa llena de dramatismo cada vez que estaba a punto de soltar un chisme: el romance del carnicero, cómo arrancaron la calabaza premiada de doña Ester directamente de la planta, cómo Severino Santos robó estiércol a su vecino, sacándolo con una pala directamente por debajo de la valla compartida, y cómo el vecino había respondido matando al perro de Severino con una bola de veneno envuelta en carne de cabra. Doña Chaves les informó de que esa tarde se había escabullido sigilosamente de una casa a otra: así se enteró del secuestro de su esposo.

– Había dos soldados de visita. Los mataron y los colgaron en la plaza -les contó doña Chaves-. Él no permitirá que nadie los toque. Matará a cualquiera que intente enterrarlos.

– ¿Quién? -preguntó Emília.

– ¡El Halcón! -susurró doña Chaves, como si el temible cangaceiro estuviera en el cuarto de al lado. Tía Sofía se santiguó. Los soldados, según doña Chaves, eran parte de un grupo enviado de Caruaru para patrullar por los pueblos más pequeños de la región. Se decía que al día siguiente iban a reunirse con su batallón-. ¿Qué sucederá cuando no aparezcan? -preguntó doña Chaves-. Yo lo sé muy bien: los militares los rastrearán hasta aquí. Ocuparán el pueblo.

Luzia sintió que se le resecaba la boca. No podía mirar a su hermana o a su tía. El pueblo jamás había sido ocupado por tropas ni por cangaceiros desde que ella había nacido. No debían esa calma al actual coronel Pereira, que era un hombre de negocios y no un hombre de armas. El largo periodo de paz se debía a que Taquaritinga era un pueblo de montaña, de difícil acceso. Los ladrones querían mercancía o dinero, los soldados querían entretenimiento, y los cangaceiros querían ambas cosas. Taquaritinga no tenía granjas lucrativas, ni grandes tiendas ni salones de baile; para muchos, el largo camino cuesta arriba por el precario sendero de montaña no merecía la pena. A no ser que quisieran agua. Durante los meses de sequía, el agua y la comida habían sido los productos más codiciados, pero se conseguían fácilmente en las granjas de la ladera de la montaña. A menudo, los viajeros pasaban inadvertidos por los cerros. Como consecuencia, el pueblo se olvidaba de las amenazas exteriores y se concentraba en sus propias disputas insignificantes, sus peleas familiares, sus pequeños escándalos. Sólo los dos capangas del coronel llevaban pistolas; el resto se contentaba con sus afiladas navajas y unos pocos rifles de caza que disparaban pequeños perdigones de metal. La desventaja sería terrible frente a un grupo de cangaceiros.

Luzia sintió una oleada de vergüenza que le provocó náuseas, le dejó el cuello rígido y le hizo arder las orejas. Si hubiera hablado antes, el padre Otto podría haber tocado las campanas de la iglesia para alertarlos. La gente podría haberse preparado. Luzia no había pensado en las consecuencias de su silencio; tan sólo quiso guardar para sí el encuentro con los cangaceiros. Fue como si quisiera apropiárselo y más tarde darle vueltas en la cabeza, del mismo modo que Emília escondía las revistas Fon Fon debajo de la cama para leerlas de noche con un farol. Luzia la había observado muchas veces. Su hermana se quedaba mirando a aquellas pálidas modelos, aquellos paisajes urbanos perfectos, aquellos anuncios de cosméticos capilares hechos a base de polvo de arroz y aceite con huevo. Emília pasaba las páginas con delicadeza. Sus cejas depiladas se fruncían y le brillaban los ojos. Luzia jamás había sentido un deseo tan ferviente por algo, semejante ambición, tal codicia.

«No puedo evitarlo», respondió Emília una vez cuando tía Sofía la reprendió. Luzia no comprendió a su hermana en aquel momento. Cualquier cosa podía ser evitada," cualquier cosa podía ser expulsada de la mente si uno se esforzaba lo suficiente. Era cuestión de fuerza de voluntad, de carácter. Ahora sabía que no siempre se podía. La entendía.

– Hay veinte cangaceiros -prosiguió doña Chaves-. Los tiene apostados a lo largo del camino a Vertentes. Nadie puede salir. -Siguió contando el resto de lo que había sucedido esa tarde: el Halcón había saqueado las dos tiendas del pueblo. Xavier había cerrado con llave las puertas de su tienda y los cangaceiros las abrieron a la fuerza. Volcaron barriles de harina de mandioca y frijoles, rajaron enormes bolsas de yute con granos de café y las alzaron sobre sus hombros como si fueran cadáveres, vertiendo su contenido sobre el suelo. Pisotearon sus reservas de carne salada y bacalao con sus sandalias sucias. Pero Zé Muela había dejado las puertas de su tienda abiertas, y los forajidos entraron como si fueran viejos clientes. Zé Muela se colocó detrás del mostrador, envolviendo obedientemente todos los productos que los cangaceiros seleccionaban: cinco kilos de café, tres kilos de melaza para endulzar el café, cinco kilos de carne salada, harina de mandioca y frijoles, y diez botes de brillantina para el pelo. El Halcón puso tres monedas de oro sobre el mostrador.

– ¡Una era de 1786! -dijo doña Chaves, y golpeó la mesa.

Se llevó todas las municiones del almacén de Xavier. Llamó al padre Otto, que dio la comunión a todo el grupo, y éste le pidió al Halcón que se apiadara del pueblo y de sus habitantes.

– Se apropió de la casa del coronel. -Doña Chaves hizo una pausa, y pidió más agua.

Tía Sofía hizo caso omiso de la sed de doña Chaves. Pasó apresuradamente junto a su vecina y cerró los postigos de la ventana. Deslizó los cerrojos de metal dentro de los orificios a ambos lados de la puerta de la cocina. Luego encajó con fuerza una viga de madera, bloqueando la parte superior de la puerta. La habitación quedó a oscuras.

Se acurrucaron en la cocina durante el resto de la tarde. Tía Sofía se dedicó a rezar, alternando, entre juramentos, a san Dimas, el protector contra los ladrones, y la Virgen. De cuando en cuando, se quedaba dormida. Luzia advirtió que las oraciones eran cada vez más suaves, mientras cabeceaba y su barbilla descendía lentamente hacia el pecho. Cada vez que oía tiros fuera, se despertaba sobresaltada. Cuando sonaron los balazos -fuertes estallidos que venían desde la plaza principal, seguidos por una sucesión de risotadas y silbidos-, se pusieron de pie y miraron furtivamente a través de los listones rotos de los postigos. No vieron nada.

Emília encendió una vela y partió tres naranjas para la cena. Apagaron el fuego de la cocina, ahogando el humo para que no saliera por los resquicios que había entre las tejas.

– No debería dormir sola esta noche -dijo tía Sofía, dando una palmadita a la mano de doña Chaves-. No es seguro.

– No causaré molestias -dijo doña Chaves-. Se lo aseguro.

El mal estado de la espalda de doña Chaves le impedía dormir en una hamaca, y la cama de Emília y Luzia era demasiado suave para sus viejos huesos. Tras convencerla con todo tipo de argumentos, doña Chaves accedió a dormir en la cama de tía Sofía. Luzia colgó la vieja hamaca de lona en el salón. Emília le llevó una frazada y se quedó allí, acomodando los flecos enredados a los costados de la hamaca. De niñas, solían torcer los hilos blancos para hacer trenzas apretadas, deshacerlas y comenzar de nuevo, hasta que el fleco se volvía enmarañado en exceso.

– No quiero dormir con la tía. -Emília hizo un gesto de irritación-. Da patadas.

– Entonces duerme con doña Chaves -susurró Luzia.

– ¡No! ¡Huele a gallina!

Prorrumpieron en risas. Emília casi dejó caer la vela, Luzia se tapó la boca.

– ¡Niñas! -gritó tía Sofía desde la otra habitación.

– Buenas noches -Emília besó la mejilla de Luzia y se alejó, llevándose la vela.

Cuando era pequeña, Luzia dormía cómodamente en aquella hamaca, imaginando que era un guisante en su vaina. Pero desde entonces había crecido. Los pies sobresalían por un extremo, y cuando intentó acomodarlos, la cabeza se salió por el otro. Luzia no podía dormir. Cerró los ojos y recordó a los hombres de aquella mañana. El niño no debía de tener más de 13 años. El mulato debía de ser mayor, tal vez veintitantos. El hombre de la cicatriz parecía joven y anciano a la vez. ¿Sería el Halcón? ¿Habría hecho las cosas de las que lo acusaba doña Chaves?

Para saber si un bordado era una pieza fina había que fijarse en la parte de atrás, se lo había enseñado tía Sofía. Luzia siempre daba la vuelta a todos los camisones, vestidos de novia y pañuelos para escudriñar las puntadas. Al observar el revés de los puntos, advertía cuántas veces se había anudado el hilo y lo pequeños que eran los nudos. Si una costurera era descuidada, los nudos eran grandes y escasos. Si era perezosa, la parte de atrás del diseño estaba cruzada por hilos en diagonal, porque no se había molestado en cortar, anudar y volver a enhebrar la aguja. Los puntos lo revelaban todo.

En cambio la gente no era tan fácil de descubrir.

La noche estaba silenciosa. Habían cesado los tiros, las risotadas y los gritos. Los mosquitos zumbaban en el oído de Luzia, se daban un festín con sus pies. Se frotó un pie con el otro. No supo cuánto tiempo estuvo en duermevela, durmiéndose, despertándose. Oyó música en la distancia. Notas largas y tristes que salían, contrariadas, de un acordeón. Se movió y estuvo a punto de susurrar: «¿Has oído?», pero se dio cuenta de que Emília no se encontraba allí. Luzia estaba segura de que también estaba despierta, y quería llamarla, entrar de puntillas en su dormitorio y arrastrarse a la cama, apretar el rostro contra la espalda de su hermana, como había hecho desde niña, hundiéndose en el calorcito de Emília.

Durmió muy mal en la hamaca, ahuyentando a los mosquitos con palmadas y temblando con el frío del amanecer. Cuando al fin concilio el sueño era muy tarde, y no se levantó a tiempo para la hora de la oración. La despertaron unos fuertes golpes en la puerta. Por un instante, creyó que eran los santos del armario, enojados porque se había olvidado de ellos. Luzia casi se cae de la hamaca.

– ¡María, Madre de Dios! -gritó doña Chaves desde el cuarto más lejano.

Volvieron a golpear, esta vez con más fuerza.

– ¡Salgan! -gritó un hombre.

Tía Sofía entró en el salón. Llevaba un chal sobre el camisón. Doña Chaves la agarró del brazo.

– ¡Han descubierto mis gallinas! -susurró la vecina.

Tía Sofía apartó a Luzia de la puerta de entrada y quitó el pasador. Emília y doña Chaves se asomaron a la ventana, pugnando por echar un vistazo para ver quién estaba afuera. Luzia intentó ver por encima de sus cabezas. Era el muchacho de las montañas. Su pelo rizado ahora estaba limpio, recién lavado y peinado hacia atrás con gomina. Su chaqueta era harapienta, pero también estaba limpia. Cuatro fundas de cuero para cuchillos colgaban de su cinturón, dos a cada lado, al alcance de sus manos. Cada una guardaba un puñal de diferente tamaño: uno largo y delgado, otro del tamaño de una mano, otro grueso y otro ligeramente curvo. Lo acompañaba un cangaceiro mayor, que Luzia no reconoció. Sus orejas eran tan grandes y redondas que se torcían debajo del ala de cuero de su sombrero. Tenía los labios fruncidos, como los cordeles de la bolsa de costura de Luzia. Llevaba un rifle colgado del hombro.

– ¿Usted trabaja para el coronel? -le preguntó a tía Sofía.

Su tía vaciló. Sus labios se movieron y Luzia supo que estaba murmurando una oración en voz baja. El muchacho cangaceiro se acercó a la casa. Miró a través de la ventana y las vio. Doña Chaves lanzó un grito. Emília cerró el postigo rápidamente.

– Sí -replicó tía Sofía-. Yo confecciono ropa para él.

El muchacho le cuchicheó algo al hombre orejudo, y luego señaló la casa.

– ¿Es usted la única que cose? -preguntó el hombre.

– No. -Tía Sofía vaciló, echando una mirada a la ventana-. Mis sobrinas me ayudan. Pero son sólo niñas. No tienen ninguna habilidad.

– No importa -dijo el cangaceiro-. Vístase y salga afuera…, usted y quienquiera que la ayude.

– ¿Para qué? -preguntó tía Solía.

– Para trabajar -replicó el cangaceiro de las orejas grandes-. El capitán necesita una costurera.