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Emília tenía una noche para coser el traje fúnebre de tía Sofía.

Lo confeccionó con el lino negro más suave que encontró el coronel. Doña Conceiçao le dio cuatro botones de madreperla y un metro de encaje negro. Emília cosió el vestido con la Singer a pedal en la casa del coronel, y dejó a tía Sofía tumbada, inmóvil, en la cama, bajo el cuidado de doña Chaves y la comadre Zefinha, que lloraban y discutían mientras encendían velas, balbuceaban avemarías y colocaban rodajas de limón en agua hirviendo para disimular el hedor. Emília ya sabía las medidas de su tía. Usó el encaje de manera astuta, aplicándolo al cuello del vestido, y empleó los cuatro botones preciados sobre la parte delantera, donde los pudieran ver los dolientes. Cuando terminó el vestido, lo remojó en almidón. Luego, a pesar de la fatiga, las piernas entumecidas y los ojos hinchados, Emília sacó el vestido del almidón y preparó la plancha. Las brasas tintineaban dentro de la estructura de metal. Emília sacudió la plancha de un lado a otro, como si fuera a arrojarla al otro lado de la habitación; saltaron chispas. El humo salió formando pequeñas nubecitas sobre la nariz metálica. Cuando apoyó la superficie plana sobre el vestido, chisporroteó. Emília comenzó a planchar con tanta rapidez que el vestido no se secaba y las arrugas no se estiraban. El sudor le nublaba la vista. Emília trabajó con mayor esmero. Presionó con mayor fuerza, como si cada arruga, cada pliegue húmedo fuera un surco oscuro en su interior que debía recibir calor y ser planchado y borrado.

Tío Tirso y ella fueron los únicos presentes durante las últimas horas de tía Sofía. Emília puso la caja de huesos al lado de su tía. Había rechazado toda ayuda. Ella sola hirvió la hierba de santa María con leche y la metió a cucharadas en la boca de tía Sofía, para calmarle la tos. Ella sola colocó toallas humeantes con vapor de menta sobre el pecho de tía Sofía, para ayudarla a respirar. Ella sola cepilló las sábanas manchadas, acercó pañuelos a la nariz de su tía y suavizó los labios secos de tía Sofía con aceite de coco. En el peor momento, cuando cedió la tos y sobrevino la fiebre, tía Sofía emitió unas palabras:

– ¡Tirso! -le gritó a la caja de madera-. ¡Esas malditas aves de rapiña! -Emília dio unas palmaditas sobre la frente de su tía con una toalla húmeda. Tía Sofía le agarró la muñeca con fuerza-. María -dijo, confundiendo a Emília con su madre-, cuida de ese hijo que tienes en el vientre. La gente que te vea, tan preciosa y embarazada, te echará el mal de ojo. Lo transmitirá a tus hijas.

Cuando tía Sofía habló de su madre, Emília quiso saber más, pero los ojos de su tía se cerraron, inapelables, y entró en un estado de sueño febril. Había momentos en los que la tía Sofía estaba lúcida. Sonreía débilmente a Emília y le rogaba al Señor que cuidara de sus hijas cuando se marchara de este mundo. Emília la tranquilizó. Le aseguró a tía Sofía que no se iría de este mundo, todavía no. Pero una noche tía Sofía no pudo dejar de toser. La falta de aire la ahogaba. Su pecho temblaba. Luego miró fijamente al techo, como si hubiera descubierto algo entre las tejas. Tía Sofía exhaló un largo silbido y luego quedó en silencio.

– ¿Tía? -susurró Emília-. ¿Tía?

En su último ataque de tos, tía Sofía había echado a un lado las sábanas. Emília percibió una mancha gris sobre el colchón. Tocó la sábana; estaba húmeda y caliente. Emília se alegró: si tía Sofía había orinado, entonces aún estaba viva y durmiendo. Pero después de una hora, y después dos, la tía Sofía permaneció inmóvil, a pesar de los intentos de Emília para despertarla. La mancha del colchón se enfrió. Emília encendió una vela y envolvió los dedos de su tía alrededor de ella.