38619.fb2 La costurera - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

La costurera - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

6

Los tacones de los zapatos heredados de doña Conceição se bamboleaban sobre la tierra. Sus finas correas de cuero le hacían daño en los empeines. En la primera curva del empinado sendero que llevaba a Taquaritinga, se los quitó. Los sostuvo en una mano mientras cargaba con la maleta verde en la otra. Emília quería estar sola; no se podía imaginar regresando a Taquaritinga con el viejo servidor del coronel, sobre el lomo de aquellos burros de mala muerte. A medio camino de la subida, se arrepintió de su decisión. Comenzó a llover. Al principio, fue una lluvia esporádica y ligera, y Emília caminó en zigzag, intentando eludir las gotas. Un techo de nubes grises se instaló a lo largo de la sierra empinada que conducía a Taquaritinga, hasta que Emília ya no pudo ver el pueblo de Vertentes, más abajo. Enseguida la lluvia se volvió fina y persistente.

El vestido de luto comenzó a pesarle. La tela mojada golpeaba contra sus piernas. Pero la lluvia era como un bálsamo sobre su rostro. En Vertentes Emília se había frotado los ojos con tanto vigor que la piel de alrededor se había quedado dolorida y rojiza. No podía llorar ya, y esto la irritaba. ¿Por qué había llorado delante del profesor Celio, y luego, a solas, no? Una gota de lluvia de color verde le cayó sobre el pie. Emília se detuvo. Levantó la maleta. Los laterales de tela se habían ablandado, y se abombaban por la lluvia. La tela estaba veteada y manchada; el tinte verde goteaba sobre el suelo.

– ¡Me tienes harta! -estalló Emília, sacudiendo la maleta.

Sintió ganas de tirarla montaña abajo. Caminó rápidamente. Chapoteaba en el suelo mojado. Maldijo a Celio. Deseó que su peine de plata se oxidara. Deseó que todo su precioso pelo se le cayera. Maldijo a san Antonio y decidió destruir su altar, arrojar la rosa de tela blanca al excusado. No volvería a pedir ayuda a los santos. Cosería hasta que le dolieran los dedos. Hasta que le dolieran las piernas. Ahorraría dinero. Se marcharía por sus propios medios.

Una mula de color caramelo le cerró el paso. Mordisqueaba los altos pastos de invierno que crecían al borde del sendero. Un hombre estaba sentado sobre el animal, intentando espolearlo.

– ¡Vamos! ¡Vamos! -vociferó.

Llevaba un sombrero de paja. Parecía muy tenso sobre la silla de montar. Una camisa azul se le pegaba a la piel, y bajo sus pliegues mojados Emília valoró su complexión: rechoncha y voluminosa. Llevaba pantalones de traje de lino. Una pernera se había enganchado a la correa del estribo y se le había subido hasta la pantorrilla. A diferencia del torso, las piernas eran delgadas y finas. Alrededor de la pantorrilla morena había un elástico que enganchaba la media, sujeta por un gancho de plata. El gancho era redondo y parecía llevar algún grabado, como si fuera una medalla. A Emília se le ocurrió que era una pena ocultar un objeto tan precioso debajo de los pantalones.

El hombre golpeó torpemente los cuartos traseros de la mula con la fusta. El animal sacudió la cola. Se disponía a pegarle más fuerte, pero se detuvo, sorprendido al ver a Emília. No era apuesto, pero sus dientes eran excepcionalmente pequeños y blancos, y su sonrisa tan amplia que pudo ver ambas hileras de encías.

– No logro hacer que se mueva esta bestia -dijo.

A Emília siempre le irritaba que la gente -especialmente los hombres- tratara mal a las monturas. Se puso más furiosa de lo que ya estaba.

– No tiene nada de bestia -dijo Emília-. Parece más inteligente que usted.

El hombre tocó brevemente el ala de su sombrero de paja. El agua se escurrió sobre sus hombros.

– Es cierto -dijo, y sus ojos se agrandaron, como si estuviera descubriendo a Emília de verdad-. Tiene razón.

La joven esperaba que le respondiera con un insulto, así que se sintió halagada. Depositó la maleta sobre el suelo.

– ¿Sube o baja la montaña?

– Subo -dijo el hombre. Soltó las riendas y miró a la mula-. Odio a los animales.

Sacudió los pies dentro de los estribos. Las gruesas suelas de las botas estaban lisas, sin marcas. El cuero carecía de pliegues. Emília se acercó hasta el animal y sujetó la parte inferior de las riendas. Le dirigió unas suaves palabras y tiró de las riendas para apartarlo de los pastos del camino. El animal resopló. Emília sostuvo las riendas, mientras se arrodillaba y recogía su maleta y sus zapatos con la mano libre.

– Espere -dijo el hombre-. No puedo permitir esto. No puedo dejar que una mujer guíe mi caballo bajo la lluvia.

Levantó una pierna mojada, dispuesto a desmontar. La yegua se movió hacia delante. El otro pie del hombre se quedó atascado en el estribo, y tuvo que hacer un esfuerzo para liberarlo. Cuando ambos pies estuvieron asentados firmemente sobre el suelo, se puso una chaqueta arrugada.

– ¿Por qué no la guío yo y usted va montada? -preguntó.

Emília sacudió la cabeza. Tenía frío y estaba cansada.

– Sabe que a usted puede desobedecerle. No dejará que la guíe.

El hombre frunció el ceño. Se acarició el pequeño bigote cuidadosamente recortado y sacudió la cabeza, como si estuviera pensando en cuestiones de mayor relevancia.

– Bueno -suspiró-. Entonces caminaremos los tres.

Insistió en llevar las cosas de Emília mientras ella conducía la mula. Emília sintió vergüenza al entregarle los zapatos gastados y la maleta destruida. Se retocó el pelo y revisó su vestido de luto. Tenía un aspecto terrible; pero también él. Caminaron en silencio. A medida que subían por el sendero, el hombre comenzó a jadear. Se detuvo muchas veces, fingiendo admirar el panorama nublado, cuando Emília sabía que en realidad estaba recuperando el aliento.

– No estoy acostumbrado a caminar por las montañas -dijo-. No pensé que sería un lugar tan remoto. Me dijeron en Vertentes que la única manera de subir la montaña era a caballo o a pie. ¿Va de visita a este pueblo, Taquaritinga?

– No. -La embargó todo el dolor del mundo al recordar el encuentro con Celio y su voz se quebró-: Vivo aquí, aunque no quisiera.

Un enorme sapo, camuflado en la tierra del camino, se acercó de pronto saltando hacia ellos. El hombre se tambaleó hacia atrás, y se le cayó el sombrero. Emília soltó una risita. El hombre enrojeció, pero rápidamente se echó a reír y levantó el sombrero.

– No tenemos sapos de ese tamaño en Recife -dijo, limpiando el barro del ala de su sombrero.

– ¿Usted es de Recife? -preguntó Emília, animada de pronto-. ¿Qué diablos hace aquí?

– Vengo a visitar a una persona. Aquí vive un amigo mío, un compañero de estudios de Derecho.

Emília lo miró fijamente. Parecía demasiado viejo para ser estudiante. Parecía mayor que el profesor Celio; tenía más de 30 años, o tal vez incluso 40.

– ¿Su amigo es el hijo del coronel? -preguntó-. ¿Felipe?

– Sí -replicó él-. ¿Cómo lo ha adivinado?

– Es la única persona del pueblo que va a la universidad.

El hombre asintió.

– La escuela de leyes tiene unas vacaciones invernales. Tengo pensado pasar el resto del mes de julio aquí. Mi padre cree que el clima del campo me sentará bien. -Puso los ojos en blanco y dio una patada a una piedra con sus botas nuevas. Era un gesto extraño, y a Emília se le ocurrió que se parecía más a un niño malhumorado que a un hombre adulto.

– Usted parece más maduro que Felipe -se atrevió a decir Emília.

– Comencé a interesarme por el derecho ya mayorcito -dijo el hombre secamente-. Probé con la medicina y la administración de empresas, pero ambas carreras son más adecuadas para mi padre. -Se detuvo, como si hubiese hablado demasiado. Observó a Emília. Sus ojos se detuvieron en el pelo, y luego la recorrieron hasta llegar a sus pies desnudos-. Las muchachas en Recife se peinan como usted. La había confundido con una chica de ciudad, al principio.

Emília se dio cuenta de la importancia de las últimas palabras, «al principio». Lo cual significaba que se había equivocado creyendo que era una muchacha de ciudad cuando, en realidad, no era más que una aldeana. Detrás de ella, la yegua hizo un movimiento brusco con la cabeza y sacudió las riendas. Emília volvió a tirar.

– Me mudo a la ciudad -dijo-. Tal vez lo vea allí -extendió la mano-. Emília dos Santos.

El hombre esbozó una amplia sonrisa, poniendo al descubierto sus pequeños dientes y las oscuras encías. Dejó en el suelo la maleta y se quitó el sombrero de paja con gran donaire.

– ¿Dónde están mis modales? -dijo, tomando su mano con fuerza-. Degas van der Ley Feijó Coelho. Por favor, llámeme Degas, como el pintor.

Emília asintió, aunque no sabía a qué pintor se refería. Tenía un nombre de pila extraño, pero lo que la sorprendió fue la larga serie de apellidos. Parecían importantes, como si las tres familias que había nombrado representaran una larga línea sucesoria que se remontaba al comienzo de los tiempos. Hacían que su propio nombre sonara efímero y elemental.

– ¡Mire! -Degas lanzó un grito ahogado y señaló detrás de ella. Emília se volvió. Las nubes alrededor de la montaña se habían alejado. El matorral estaba verde. Las formas cuadradas de las casas blancas salpicaban el paisaje, y el campanario amarillo de Vertentes parecía pequeño y modesto en medio de un territorio tan vasto.

– ¡Qué vista tan maravillosa! -dijo Degas, como suspirando.

Caminó hasta el borde del sendero. El viento alborotaba su traje blanco, haciendo que las solapas húmedas se agitaran contra su pecho. La fina cadena de oro de su reloj de bolsillo pendía de la chaqueta y se bamboleaba sobre el estómago, casi bailaba como una serpiente encantada. Emília miró fijamente su perfil, la piel color café con leche, la nariz prominente que se arqueaba hacia abajo y terminaba en lo que parecía una pequeña lágrima de piel. Tenía un aspecto noble, algo arábigo. Se dijo que parecía uno de los jeques de sus novelas. La mula insistía en apoyar su hocico sobre el brazo de Emília, como si quisiera despertarla de tales ensoñaciones.