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No fue al barranco directamente. Se agazapó en medio de los matorrales, jadeando y temblando. Vio al Halcón y sus hombres dirigirse de nuevo al campamento, con la parte superior de sus túnicas mojada y pegada al pecho. Luzia contuvo la respiración mientras pasaban. Cuando llegó al barranco, éste se mostraba imponente, con las aguas oscuras y agitadas. No sabía nadar. Tal vez los hombres deseaban en secreto que lo cruzara, que los abandonara. Luzia posó el recipiente de metal, y sintió una furia repentina. No se iría con el rabo entre las piernas, como un perro. Volvería con su ridícula carga y se sentaría junto a ellos, invisible e irritante, como una espina bajo su piel.
La garganta le ardía. Se enfadó consigo misma. Había soñado con el agua, la deseaba con locura. Pero cuando tenía un río delante de ella no bebía. Tomaba un poco, luego otro poco. No podía detenerse. El agua se escurría por su barbilla, empapándole la chaqueta. Le refrescaba la garganta, pero apenas la tragaba, volvía a notarla áspera y marchita.
Detrás de ella, escuchó un crujido. Luzia olió el aroma perfumado y espeso de la brillantina. Oyó pasos. Siguió bebiendo.
– Es hora de que dejes de beber el xique-xique -dijo el Halcón, sentándose en cuclillas a su lado-. Prefiero que discutas con mis hombres a que los lastimes.
Luzia se limpió el mentón. No lo miraría.
– Algunos de los hombres -prosiguió lentamente- no están contentos de que vengas con nosotros. Todos los días rezamos la oración para salvaguardar nuestros cuerpos, y por otra parte yo te traje a ti, haciendo que nos expongamos a que nos perfore cualquier bala. -Se frotó el rostro vigorosamente, y miró a Luzia-. La mayoría de las mujeres transmite tristeza. Mala suerte. No es tu culpa; es sólo tu naturaleza.
Luzia tosió. El agua que se había bebido de un trago se le subió a la garganta, pero ahora estaba acida. Había bebido demasiado.
El carraspeó.
– Aquella mañana, en la montaña, pensé que el ladrón de pájaros sería un muchacho. Algún pobre niño. Cuando creo adivinar algo, generalmente no me equivoco. Pero luego te encontré a ti: tu pelo trenzado, tus pies calzados. Una muchacha de familia. Me sorprendiste. No hay muchas cosas que me sorprendan últimamente -suspiró y sacudió la cabeza-. No puedo decirles a mis hombres qué tipo de suerte nos traerás -dijo-, porque ni yo mismo lo sé.
Si hubiera tenido voz, Luzia le habría dicho que él no sabía nada de nada. Ella no era una santa de papel, ni un collar de cuerda rojo.
– Mira -dijo el Halcón. Se irguió de pronto y señaló hacia el monte.
Había un cactus mandacaru que tenía el tronco tan grueso como el de un árbol, y sólo se distinguía por los espinos que brotaban de él, del tamaño de dedos humanos. Por encima, sus ramas eran verdes y tubulares. Tenían algunos bulbos suaves en la superficie.
– Quédate quieta -dijo el Halcón.
El cielo se oscureció. Los sapos se quejaron en la distancia, y sus lejanos lamentos se asemejaron al mugido de las vacas. Encima de ellos, sobre el cactus, un bulbo se abrió. Un pétalo blanco pujó por salir. Luzia no se movió, temerosa de asustar a la flor y que volviera a su bulbo. Se abrieron más pétalos, todos ellos gruesos y blancos.
Lentamente, Luzia volvió los ojos hacia él. La enorme cicatriz de la cara estaba tan blanca como aquella flor del mandacaru. Luzia la miró como si también ella se fuera a abrir y de ella fuese a brotar alguna maravilla. Observó su pelo mojado, su cara afeitada. Los hombres de Taquaritinga, los pendencieros a quienes la gente llamaba «cabras valientes», llevaban barba. Maldecían, bebían y disparaban al aire. Ella siempre creyó que un cangaceiro sería peor. No pudo imaginarlo gritando y, con una certeza que la asustó, supo que si él disparaba no sería al aire.
– Se abren sólo una vez -dijo el Halcón-. Antes de una lluvia fuerte. Mañana, habrán desaparecido.
Se dio la vuelta para mirarla. Luzia levantó la vista rápidamente hacia la flor. No tenía fuerzas para levantarse y marcharse. Había algo que crecía dentro de ella, algo apremiante y no deseado, como la falsa cebolla que invadía el jardín de tía Sofía, formando matas gruesas y verdes. Era atractiva, pero podía marchitar a todas las demás plantas si no se cortaba. La única solución era arrancarla de raíz y quemarla en el fuego, para que sobreviviera todo lo demás.