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La predicción de la flor mandacaru fue acertada. Aquella noche, la lluvia llenó los fosos que había cavado precavidamente alrededor de los toldos. Salpicó las mantas. Encima de ellos, las lonas de hule se empezaron a encharcar, saturadas de agua. Las sogas que ataban la lona a los árboles del matorral se tensaron. Chico Ataúd era el vigía. Se encogió cerca del fuego, que estaba protegido, y observó la olla de tripas que hervía a fuego lento. Su cabeza se desplomó lentamente sobre el pecho.
Los otros hombres guardaban silencio, acurrucados bajo sus toldos. Habían comido carne de cabra y habría tripas para el desayuno. Luzia esperó que sus estómagos repletos y la ilusión de más comida los adormecieran. Algunos podrían estar despiertos, pensó, e inquietos. Pero la lluvia la protegería, el agua amortiguaría sus movimientos. Caía con fuerza, batiendo las lonas y azotando el suelo con miles de golpes suaves. También había un bullicio de ranas, que croaban en el extenso matorral. Una celebración, pensó Luzia. Y en la distancia, bajo el ruido de la lluvia y los animales, oyó el suave bramido del barranco.
Luzia se incorporó. Rápidamente se puso el morral sobre la cabeza y lo enderezó sobre el pecho. En un veloz movimiento, se levantó de su toldo y salió a la lluvia.
En sus primeros días lejos de Taquaritinga, rezó pidiendo gracias grandes y trascendentes, el rescate, un milagro. Más tarde, rezó por tener un poco de agua en la cantimplora, en lugar del maldito zumo de cactus. Rezó por tener un sombrero, una buena aguja, más hilo para bordar. Y de forma mecánica, rezaba para poder huir. Parecía antinatural no hacerlo. Debía querer escapar, huir tan rápida y sigilosamente como un zorro del matorral. Pero ¿qué haría si escapaba? ¿Adónde iría? La gente de Taquaritinga pensaría lo peor. Dirían que estaba más que deshonrada, contaminada para siempre. Nadie quería que una mujer manchada cosiera su ropa o tomara medidas a sus muertos. Una mujer manchada sólo tenía una vocación. Pero aquella noche, después de observar el brote de la flor de mandacaru, Luzia se dio cuenta de que cuanto más permanecía con los cangaceiros más dependía de la fe que el Halcón tenía en ella. Con cada día que pasaba, Luzia sentía que cobraba vigor dentro de ella una extraña gratitud. La fe del Halcón en su misión hacía que Luzia estuviera a salvo, incluso que la respetaran. Pero si no daba pruebas de su utilidad, ¿cuánto duraría su fe? Y si les trajera impensadamente mala suerte, ¿habría siquiera fe a la que agarrarse?
Resistió el impulso de correr. La lluvia le nubló la visión y le empapó la vestimenta, entorpeciendo su marcha y aumentando el riesgo. Debía marchar lentamente, se dijo, recordando el ojo blancuzco de Medialuna. El monte era denso y oscuro. Se escurrió zigzagueando a través de él, usando el codo rígido para apartar las ramas. Las nubes opacaban la luz de la luna. Aun así, sabía por dónde caminar, y se guió por el sonido del agua hasta llegar al barranco. Había una aldea al otro lado. Los cangaceiros habían hablado de abastecerse allí. Luzia creía que si cruzaba el barranco la podría encontrar. Podía ocultarse allí. Había aprendido lo suficiente acerca de la supervivencia en el campo como para aguantar algunos días sola. Pero si no había aldea, podía morir de frío. O podía ahogarse en aquel barranco; no sabía nadar. Luzia tembló y sacudió la cabeza. No era un río, razonó. No debía de ser muy profundo. Cerró los ojos y se lo imaginó en el verano: nada más que una acequia polvorienta, sin agua. Pronto volvería a ser verano. Las noches serían silenciosas y secas. No habría ruidos que ocultasen su huida, ni lluvia que cubriera sus huellas, ni barranco para impedir que los cangaceiros vinieran tras ella.
Luzia se metió. El agua se deslizó dentro de sus sandalias. Asentó con fuerza las piernas. Al cabo de un instante, dio pasos largos y firmes. La corriente hacía que el agua le pareciese muy densa, como si estuviera vadeando almíbar. Enseguida llegó más lejos de lo que quería. A mitad de camino, el agua le llegaba al pecho. Algo rozó su pie, tal vez la rama de un árbol, arrastrada aguas abajo. Lo que fuera, atrapó su sandalia. Luzia intentó liberarse. La fuerza de la corriente dobló sus rodillas. El agua le entró presurosa en las orejas, la nariz. Tenía un sabor casi metálico, como de arcilla. Luzia la escupió. Volvió a tirar del pie, más fuerte esta vez. La rama se desprendió de su sandalia, pero aun así, la corriente la arrastró. Sintió pánico. Movió los pies intentando enderezarse, pero no podía encontrar el fondo. ¿Sería más profundo de lo que recordaba o la habría engañado la corriente, poniéndola patas arriba? Luzia sentía que el pecho le ardía. Estiró el cuello, pateó y agitó el cuerpo. Su brazo rígido se agitó como un ala inútil. Cuando salió a la superficie, respiró hondo y tragó agua. Por encima de ella, llovía. El agua brotaba por todas partes, y le fue imposible escapar de ella.
Cuando se cayó del árbol de mango, Luzia experimentó un silencio tan profundo y envolvente que parecía algo líquido, que la llenaba de dentro hacia fuera, tapándole las orejas, la nariz, los ojos, todos sus poros. En el barranco, volvió a sentir aquel silencio. Notó que la corriente tiraba de ella desde abajo, sintió la inutilidad del movimiento. Cuando estaba quieta, el agua cubría como un manto, se apoderaba de ella. Iba a ahogarse.
Algo la envolvió, presionando debajo de sus axilas y apretando su pecho. La levantó. La lluvia le caía con fuerza en la cara. El rugido del agua le provocaba vértigo. Luzia tomó una larga y desesperada bocanada de aire.
– ¡Tira! -gritó una voz a su lado, tan fuerte que le dolió el oído-. ¡Tira!
Luzia vio la gruesa figura de Inteligente sobre la orilla. Su brazo estaba enganchado al de Baiano, de pie en el agua, que le llegaba a las rodillas. El otro brazo de Baiano estaba enganchado a un tercer cangaceiro, que estaba enganchado a un cuarto, luego a un quinto y luego al sexto, que la sostenía.
Luzia retorció el cuerpo. El brazo alrededor de su pecho se tensó como una abrazadera alrededor de sus pulmones. Su rostro estaba a pocos centímetros del de ella. El lado sano estaba agarrotado por el esfuerzo, y el marcado, impávido.
La corriente los arrastró hacia abajo. Los hombres tiraron de ellos hacia la orilla. Los ojos de Luzia ardían. Sus extremidades estaban débiles. Inteligente, el ancla que los sostenía a todos, podía sentir que el agua vencía su resistencia. Si fuera así, Luzia sería devuelta al silencio, con el Halcón a su lado. O la corriente podía devolverlos, entregándolos a los hombres, que los arrastrarían de vuelta sobre la oscura orilla. Luzia cerró los ojos y esperó a ver qué pasaba.