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Después de las lluvias, la floresta se llenó de vida. Flores color naranja, con pétalos tan delgados y secos como el papel, brotaron de los centros espinosos del quipá. Los arbustos de malva crecieron tan altos como hombres. Proliferaron las flores rojas. Las abejas inundaron el matorral. Cuando Luzia cerraba los ojos, su zumbido le recordaba el torrente de agua.
Después de sacarla del barranco, los hombres comenzaron a sentir un silencioso respeto por Luzia. La llamaban señorita Luzia, en lugar de no pronunciar su nombre en absoluto. Ponta Fina le dio miel para la garganta; hacía fogatas debajo de las colmenas, y cuando el humo ahuyentaba a las abejas, extraía los panales con forma de pote de las paredes de la colmena. Orejita permaneció en silencio y receloso, pero jamás se vengó por su quemadura. Luzia se preguntó si el nuevo respeto de los hombres se originaba en la pelea con Orejita o en la incursión nocturna en el barranco, como una especie de bruja. Lo más probable es que fuera porque el Halcón la hubiera considerado lo suficientemente valiosa como para salvarla. Él no le dirigía la palabra. Después del episodio del barranco, guardaba la distancia, y ya no le daba masajes en los pies ni le proporcionaba comida extra. Ya no bebía zumo de xique-xique, y le volvió la voz, grave y ronca.
Lentamente, cambió el matorral. Las lluvias cesaron, pero los truenos continuaron retumbando, sacudiendo el cielo con furia. Pasaron al lado de granjas arrendadas con campos de algodón en flor, y más tarde, cuando las flores se marchitaron, los capullos se abrieron con blancos filamentos. La caatinga pareció cubrirse con una vasta sábana blanca.
Las casas de las granjas arrendadas eran chozas de arcilla y ramas, habitadas por granjeros o vaqueiros. Algunas veces los hogares estaban vacíos, pero había signos de vida: brasas encendidas en los fogones, un perro flacucho atado a un árbol. Los residentes habían visto a los cangaceiros acercarse y se ocultaban en el matorral. Si las provisiones de comida eran escasas, el Halcón instruía a sus hombres para que tomaran lo necesario y se marcharan. Los cangaceiros desenganchaban trozos de carne ahumada de su lugar encima de las hogueras. Se apropiaban de bloques de melaza, harina de mandioca y frijoles. Algunas veces los arrendatarios tenían pequeñas huertas de maíz y melones al lado de sus casas. Los hombres arrancaban las mazorcas y las frutas de sus tallos. No dejaban pago alguno. Luzia se sentía muy mal al pensar en aquella comida robada, pero, como los cangaceiros, se la comía.
Algunos arrendatarios permanecían en sus hogares. Las mujeres usaban pañuelos viejos sobre la cabeza y cruzaban los brazos sobre sus vientres prominentes. Caminaban tambaleándose, reuniendo a sus numerosos niños, que corrían desnudos por sus jardines. Los niños tenían los vientres hinchados y los brazos raquíticos. Una sustancia viscosa se escurría de sus narices y caía sobre los labios superiores, y se la limpiaban con la lengua. Sus padres eran los últimos en aparecer. Venían de los campos, o del interior de las chozas. Algunos tenían la piel morena y no decían nada. Otros tenían una palidez amarillenta, y los ojos inyectados de sangre por la bebida. Todos estaban encorvados tras años y años de plantar y cosechar.
Luzia debió ocultarse cerca, en el matorral, junto con Ponta Eina, para no ser vista. Pero le gustaba observar a las mujeres. Parecía que habían transcurrido muchos años desde la última vez que había oído la voz de una mujer. Una vez, una de ellas la vio, pero se limitó a mirar sus pantalones, más sorprendida que otra cosa de ver a una mujer con esa prenda.
Los cangaceiros eran más amables con quienes se quedaban. No invadían sus hogares ni les robaban sus cosechas. En cambio, preguntaban si tenían comida para vender. Siempre había. El Halcón pagaba bien, ofrecía treinta reales por una pieza de queso que no habría costado más de tres. Pagaba por su lealtad, por su discreción. Muchos granjeros arrendatarios permitían que los cangaceiros permanecieran durante la noche en sus tierras.
Les informaban sobre dónde estaba ubicado el pueblo más cercano, o le contaban al Halcón si la Policía Militar o los capangas de un coronel habían pasado por allí los últimos días. Algunos granjeros rechazaban el pago; simplemente pedían la bendición y la protección del Halcón.
En todas sus correrías, Luzia no había visto ninguna iglesia. Una de las familias de arrendatarios admitió haber tenido que viajar tres días para asistir a la misa de Navidad. A Luzia no le agradaba cómo se arrodillaban, silenciosos y reverentes, ante el Halcón. Lo adoraban, pensó, porque eran ignorantes.
Cerraban los ojos. El Halcón posaba la mano sobre cada cabeza. Luzia se estremecía. La había tocado muchas veces, masajeándole los pies, ayudando a que se incorporara, obligándola a comer; pero siempre como tocando a un animal enfermo, con la debida habilidad y precaución por si acaso mordía. Cuando bendecía a estos granjeros, lo hacía con amor. Colocaba los dedos callosos sobre sus frentes, sus barbillas y sus mejillas hundidas. Luzia se tocó su propia mejilla y luego retiró la mano rápidamente.
Una mañana se acercaron a las afueras de una granja cuyo algodón ya había sido cosechado. Los cangaceiros decidieron esperar, ocultándose en el matorral. La puerta de la cerca de madera de la granja colgaba torcida, inclinándose hacia el camino como si estuviera intentando zafarse de sus bisagras. Una gruesa soga la cerraba. Más allá había una casa de ladrillo con tejas redondeadas de arcilla.
El Halcón y sus hombres amartillaron los rifles, sosteniéndolos al nivel de sus muslos. La sacudida del retroceso de sus Winchester podía dislocarles el hombro, le había explicado Ponta, y por ello se aseguraban de disparar a la altura de la cadera. La paciente espera era cosa habitual. Lo hacían antes de entrar en cualquier casa. Se sentaban durante horas en el matorral, observando la zona, contando los habitantes, analizando las huellas que entraban y salían de la propiedad, antes de allanarla.
– Es mejor ser pacientes y vivir -recordaba siempre el Halcón a sus hombres- que ser imprudentes y morir.
Cuando completaron su vigilancia, Medialuna se colocó dos dedos en la boca y soltó un silbido agudo.
Un viejo apareció en la puerta de entrada y silbó a su vez. Tenía el pelo gris y arrastraba los pies, dando pequeños pasos, como si le dolieran los huesos. Luzia intentó fijar la mirada en su rostro, pero lo veía borroso. Se frotó los ojos. Tía Sofía le había advertido acerca del peligro de bordar en la oscuridad. Cuando desató el portón, Luzia se sorprendió al ver que el hombre era más joven de lo que había imaginado: un padre en lugar de un abuelo. Dos arrugas profundas surcaban su cara desde los orificios de la nariz hasta los lados de la boca, como una muñeca de madera que había tenido de niña, cuyas mandíbulas se abrían y cerraban cuando tiraba de una palanca detrás de su espalda.
Cuando vio al Halcón, el hombre sonrió y se dirigió hacia él, alargando el paso más que antes. Los dos hombres se agarraron amistosamente de los hombros.
– Tu puerta está torcida -dijo el Halcón.
– Tuvimos mucha lluvia, alabado sea el Señor -dijo el hombre. Tenía un chichón abultado en mitad de la frente, con una costra reciente. Se pasó la mano por la cabeza, haciendo un gesto de dolor cuando su mano rozó la herida.
– Deberías hacer que tus muchachos la arreglaran -replicó el Halcón.
– Se marcharon; partieron hace seis meses. Encontraron trabajo como vaqueiros en Exu.
– ¿También Tomás?
– No. -Señaló con el mentón hacia el horizonte-. Está pastoreando las cabras.
– ¿Y Lía? -preguntó el Halcón-. Hasta hace poco, venía ella.1 abrirnos esta misma puerta. ¿Ahora obliga a su padre a hacerlo?
– Se ha vuelto tímida. Ya no es una niña -replicó el hombre, mirando fijamente la cuerda que tenía en sus manos. Miró a Luzia sorprendido-. Tienes algunas caras nuevas.
El Halcón asintió. El hombre dio un paso hacia Luzia.
– Eres de las altas -dijo, estirando la mano-. Francisco Louriano. Me llaman Seu Chico.
– Hemos venido a devolverte el acordeón -interrumpió el Halcón. Señaló el instrumento de madera, muy antiguo, atado a la espalda de Medialuna-. ¿Podemos entrar?
– No es lo que recuerdas. Mi casa no es lo que era. -Seu Chico exhaló un suspiro, y luego los condujo a la casa.
La fachada de ladrillo estaba agrietada y deteriorada, y en algunos lugares desgastada por las lluvias. Había varios agujeros en la fachada, y cada uno era pequeño y perfectamente redondo, del ancho del pulgar de Luzia. Cerca de la parte posterior había una sucesión de apriscos de cabras, cuyos postes eran altos y compactos. Los corrales estaban vacíos. Luzia oyó el distante sonido metálico de los cencerros. Observó la casa de nuevo. Una joven miraba a través de una de las ventanas. Su cara era delgada y morena. Tenía sombras oscuras debajo de los ojos. Se centraron en Luzia con intensidad y sorpresa, como un animal preparado para atacar o huir, dependiendo de la amenaza. Sin previo aviso, se metió adentro y desapareció.
Antes de entrar, el Halcón se quitó el polvo de las alpargatas. Los demás hombres lo imitaron. Baiano, Zalamero, Ponta Fina e Imperdible no entraron. Montaron guardia a los lados de la casa. Luzia fue la última en agacharse para entrar en la casa.
Había varias banquetas con fundas de cuero rotas. Algunas habían sido cosidas a toda prisa. Del resto, colgaban tiras de cuero. Había una mancha marrón sobre la pared. Varios nichos de madera estaban encajados perfectamente en las esquinas de la habitación. Uno tenía el retrato carbonizado de san Jorge. Los otros tenían fragmentos de arcilla de los santos: una cabeza envuelta en un velo, un brazo con pájaros en las yemas de los dedos, un par de pies rotos. Cada trozo roto tenía una vela al lado. Había un olor que Luzia no lograba identificar. En apariencia olía a humo de fogón, pero por debajo había un aroma acre y embriagador, como el olor que provenía de las calderas que el esposo de doña Chaves utilizaba para curar la piel de los animales, allá en Taquaritinga.
– ¿Quién ha estado aquí? -preguntó el Halcón.
Seu Chico inclinó la cabeza. Un quejido sordo brotó de su garganta. Se tapó los ojos.
– Siéntate, amigo -dijo el Halcón mientras arrastraba un banco hacia Seu Chico.
El hombre agitó la mano como para ahuyentar a un bicho. Avanzó por un oscuro pasillo y trajo una silla, una silla de verdad, con respaldo de madera. Puso la silla delante del Halcón.
– Siéntate tú primero -dijo Seu Chico-. Por favor.
La cortina que tapaba la puerta de la cocina se abrió. La muchacha miró a hurtadillas desde detrás de la tela. No debía de ser mayor que Ponta Fina. Un haz de luz entraba por un resquicio de las tejas del techo, iluminando su pelo.
– Sucedió hace quince días -dijo Seu Chico-. Un grupo de hombres del coronel Machado (sus capangas) llegó de Fidalga. Tengo que venderle mi algodón a él. Salvo que… -Seu Chico tosió. Entrelazó sus dedos torcidos-. Lo que paga no es justo. Parte de mi cosecha se la vendí a un hombre de Campiña. El coronel se enteró. Estos coroneles creen que la espalda de un hombre sólo sirve para limpiar sus cuchillos.
– ¿Cuántos había? -preguntó el Halcón.
– Seis.
– ¿A qué hora?
– Al anochecer. Tomás había salido a recoger las cabras. Sólo estábamos Lía y yo.
Seu Chico miró nerviosamente hacia la cocina. La cortina estaba cerrada, la muchacha se había ido. Carraspeó por la presencia de una flema, y luego escupió. Se quedó en silencio y pisó el escupitajo, para que lo absorbiera la tierra.
– Se llevaron mi antiguo fusil -prosiguió-. Fue mi padre quien me lo dio. Quemaron las camas; rompieron nuestros santos; dejaron sus excrementos en el depósito de agua. Estuvimos una semana limpiándolo con Tomás. Gracias a Dios, tuvimos agua este invierno. Si lo hubieran hecho en verano, habríamos muerto de sed.
– ¿Y Lía? -preguntó el Halcón con un susurro.
El hombre se tocó la herida de la cabeza.
– Uno me pegó con la culata del rifle. Perdí el conocimiento. Aún me siento como si hubiera bebido demasiada branquinha. Cuando volví en mí, pensé que se habían ido. Busqué a Lía y no pude encontrarla. Luego los oí. Oí a aquellos capangas riéndose en el cuarto de atrás. Tenían la puerta cerrada. Oí que Lía estaba allí dentro, con ellos. Me llamaba y yo no podía entrar. Golpeé la puerta lo más fuerte que pude, pero no se movió. -Seu Chico se quedó mirando fijamente al Halcón durante largo rato-. Lía está atrás -dijo finalmente-. No quiere salir. Al menos mientras haya hombres. Ahora no puede estar en la misma habitación que su padre. Ojalá nos hubieran matado a ambos. -Seu Chico dejó caer la cabeza entre las manos.
Los cangaceiros guardaron silencio. El Halcón frunció el ceño. La comisura de sus labios tembló. El lado con la cicatriz permaneció plácido, impertérrito, salvo por el ojo lloroso, que se secó ligeramente con el pañuelo.