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Las cabras fueron, precisamente, las primeras en advertir el regreso del Halcón. Ante la presencia de extraños, los animales caminaron en círculos y soltaron balidos graves y temblorosos que despertaron a Lía y Luzia. El Halcón y sus cuatro hombres, Chico Ataúd, Zalamero, Jurema y Presumido, llegaron con una mula. Las piernas y el vientre del animal estaban gravemente lacerados por las espinas del matorral. Varios bultos cubiertos de tela estaban atados sobre su lomo.

Esa noche, el Halcón dijo a Seu Chico que preparara un festín. El anciano y su hijo Tomás mataron tres cabras antes del amanecer. Lía y Luzia pasaron la mañana limpiando las entrañas para las ollas de entresijos, atizando el fogón y preparando frijoles. Lía era ingeniosa en la cocina, pero Luzia, no. Por mucho que se esforzara, terminaba calentando demasiado la comida, u olvidándose de revolver los frijoles, o cocinando las tripas hasta que se ponían gomosas y duras.

A la hora de la comida, Luzia permaneció con Lía. Observaron desde la ventana de la cocina mientras los hombres ocupaban sus lugares bajo la sombra de los árboles juazeiro de la granja de Seu Chico. Éste había sacado una mesa, banquetas y su silla con respaldo recto. Quienes no tenían un asiento se acomodaban con las piernas cruzadas sobre el suelo. No había suficientes recipientes o utensilios de madera para todos los hombres; los miembros más recientes de la banda esperarían hasta que los más antiguos terminaran de comer. La veteranía era un grado.

Antes de comenzar, el Halcón llamó a Luzia. Sacó su cristal de roca. Uno por uno, los hombres se arrodillaron. Luzia hizo lo mismo. El hijo de Seu Chico, Tomás, inclinó la cabeza delante del Halcón. En la parte interior de su chaqueta de vaqueiro, de cuero, el muchacho había prendido con un alfiler un mechón del cabello de Lía.

– Eres menudo y veloz -dijo el Halcón. Tomás sonrió-. Tu nombre será Beija-flor.

– Cierro mi aura-repitió Tomás cuando acabó la oración del corpo fechado, la letanía que el Halcón recitaba para librarles de la muerte.

Los hombres aplaudieron. Después, algunos ocuparon su lugar y comenzaron a comer. El resto se dedicó a sacar brillo a los cañones largos y delgados de sus rifles nuevos. Algunos de los hombres también recibieron pistolas de diseño cuadrado, con el cañón corto. La vieja mula había cargado municiones y armas, y los cangaceiros examinaron su nuevo equipo con gran bullicio. Aquellos que tenían rifles nuevos fanfarroneaban acerca de sus armas, mientras que los que no querían abandonar sus viejas armas las defendían. Luzia quedó rezagada cerca de los árboles de juazeiro. Las armas eran de metal oscuro y opaco, como la máquina de coser Singer. Observó que, al igual que la máquina, los rifles tenían mecanismos que emitían chasquidos. Y como sus puntos de bordado, cada arma tenía algo que la distinguía, y ventajas y desventajas que uno debía considerar antes de usarla.

Los hombres debatieron. Las nuevas pistolas alemanas Parabellum, que tenían el cargador dentro de la empuñadura, serían más fáciles de recargar que los viejos revólveres Colt con su recámara de tambor, para balas sueltas. Algunos no aceptaban las pistolas. Preferían los revólveres, porque, decían, los cargadores de las pistolas serían más difíciles de conseguir fuera de la capital. Y luego estaban los rifles: los viejos con cargador para pocos tiros tenían menos balas, pero cañones más cortos. No se calentaban en sus manos. Los nuevos, con cargador para mucha más munición, tenían largos cañones de metal. Tenían más balas, pero después de vaciarse, los hombres suponían que el cañón estaría al rojo vivo.

– Te quedarás sin manos -advirtió Zalamero. Vio que Luzia lo estaba mirando y le guiñó el ojo-. Será ella quien decida. ¿Cuál te parece mejor? ¿El de pocos tiros o el de muchos?

Los restantes hombres se rieron entre dientes. El Halcón se limpió la boca y esperó su respuesta.

– ¿Nos dará una lección? -preguntó Orejita, sacudiendo la cabeza.

– No debería importar -dijo Luzia, hablando lentamente-. Las malas costureras…

– ¡Una clase de costura! -interrumpió Medialuna.

Luzia alzó la voz por encima de la risa. Lamentaba haber respondido. Odiaba sus miradas insolentes, sus risas fanfarronas.

– Las malas costureras siempre hablan de sus máquinas. O de sus agujas. Las buenas tan sólo cosen. A mí me parece que con el rifle es lo mismo. Muchas o pocas balas, de eso hablan los que no saben apuntar.

El Halcón lanzó una carcajada larga y sonora. Lentamente, los demás hombres hicieron lo mismo, riendo y felicitando a Luzia por su astucia. Salvo Orejita, que probó un bocado de su comida, y escupió con repugnancia los frijoles.

– ¡Están quemados! -Se limpió la boca con la manga de la chaqueta. Hizo una pausa y miró fijamente a Luzia-. Tráeme sal…, Gramola.

No había oído ese nombre en semanas. Creyó que lo habían olvidado, que había quedado enterrado en el matorral, como su vieja maleta de cuero. Antes de poder responder, habló el Halcón. Tenía la voz baja y persuasiva. La miraba a los ojos.

– Por favor -dijo-, trae la sal. Trae toda la lata de sal.

Orejita sonrió triunfante. Luzia caminó con rapidez hacia la cocina, sintiendo alivio de poder alejarse de los hombres. Las palabras de Orejita la habían desconcertado, pero la petición del Halcón la había herido. Él era el alma del grupo, su fundamento, su razón de existir. Los hombres se guiaban por lo que él decía, y en un instante la había transformado en su criada, en su recadera. Una persona destinada a recibir insultos y órdenes.

Luzia entró en la cocina, asustando a Lía. Cogió el bote de sal y se quedó cabizbaja, mirándose los pies. Tía Sofía siempre decía que la gente nacía con una cantidad fija de lágrimas. Algunos recibían más que otros. Luzia creía que ella había recibido una cantidad exigua, y que, en las últimas semanas, había gastado la pequeña cantidad de lágrimas que le había sido asignada para toda la vida. Pero ahora sintió que le picaban los ojos. Tenía las mejillas encendidas. Salió al exterior, con cuidado de no levantar la cabeza, y dejó el bote de sal con brusquedad sobre la mesa. Luego se alejó.

– Espera -dijo el Halcón-. No te vayas.

Luzia siguió caminando. No sería su sirvienta. No tendería dócilmente las manos como una criada para llevar el salero de vuelta a la cocina.

– Luzia-dijo otra vez, ahora con tono severo.

Ella se paró en seco.

– Dame tu plato -dijo el Halcón a Orejita. El cangaceiro sonrió y obedeció. El Halcón cogió el bote de sal con ambas manos. Lo volcó. Un enorme montón de blanca sal cayó dentro del plato y cubrió los frijoles y la harina de mandioca.

– Has pedido sal -dijo el Halcón-. Ahora te la comes. Y la próxima vez, acuérdate de tus modales.