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Después de comer, los hombres durmieron la siesta tranquilamente en el matorral. Orejita, con los labios blancos y agrietados, se sentó debajo de un árbol y bebió una taza de agua tras otra. Lentamente, las cabras volvieron de pastar. Luzia ayudó a Lía a ordeñar a las madres, cuyas ubres estaban hinchadas y cubiertas de llagas. Después, mientras Lía daba de comer a los animales, Luzia se dedicó a verter la leche, filtrándola a través de una fina tela, dentro de una olla de hierro. Sostuvo el balde en el brazo rígido e intentó verter el líquido con el otro. El cubo era pesado, y su asa estaba resbaladiza por la leche. Algo se movió en la puerta, pero Luzia no podía apartar la mirada de su tarea. Olió una mezcla de sudor y brillantina.
– ¿Necesitas ayuda?
– No. -Su brazo rígido tembló. La leche se derramó y salpicó el suelo.
El Halcón se colocó a su lado y sujetó el balde. Hacía calor al lado del fogón. La leche empezó a caer lentamente.
La tela que hacía de filtro se llenó de pelos, grumos y otras impurezas. Cuando terminaron, Luzia apartó el trapo y levantó la olla para colocarla en la cocina.
– Lía se ha encariñado mucho contigo -dijo el Halcón-. Le resultará muy triste verte partir.
– Lo que la apena es ver partir a su hermano -dijo Luzia-. Le entristece esa pérdida en su hogar. O mejor dicho, perder su hogar.
Después de la comida, había sorprendido a Lía llorando en la despensa. Tomás se marcharía con los cangaceiros al día siguiente, para cobrarse su venganza en Hidalga. Lía y Seu Chico tendrían que vender las cabras y marcharse. Se mudarían a Exu, donde trabajaban sus demás hermanos.
– No estarían a salvo aquí -dijo el Halcón-. Su familia sufrió una deshonra. El hermano lavará esa mancha.
– La deshonra no es de él -dijo Luzia de repente, con furia-. Es de ella. Lía debería poder hacer lo que desee. Quiere permanecer aquí. Tienen un hogar, y animales. Tienen una vida tranquila, una vida apacible, con mancha o sin mancha.
– Tú eres una chica de las alturas -dijo riendo socarronamente el Halcón-. Tienes mentalidad montañesa.
– ¿Y eso qué quiere decir?
– Te criaste en una montaña. Y cuando miras hacia abajo desde una montaña, como la que hay en Taquaritinga, todo lo que está debajo parece lejano y hermoso, como en una foto, aun cuando esté en ruinas o pudriéndose. Cuando vives aquí abajo, en la caatinga, es diferente. Ves el mundo como realmente es. Somos diferentes, los de arriba y los de la caatinga.
Luzia atizó el fuego con más leña. Emília solía catalogar a la gente así: los del norte frente a los del sur, la gente de la ciudad frente a la de tierra adentro. Los de la montaña y los del llano. Luzia no le veía ningún sentido.
– Entonces, ¿eres un hombre de la caatinga? -le preguntó.
– Así es.
– Por eso defiendes estas cosas. La gente siempre defiende lo que conoce.
– No toda la gente. Algunas personas buscan huir de lo que conocen. -El Halcón sonrió-. ¿Sabes una cosa? -prosiguió, con la mano apoyada peligrosamente cerca de los rescoldos encendidos de la cocina-. Cocinas muy mal.
Luzia miró fijamente su piel, su cicatriz blanca, sus labios carnosos y torcidos.
– Entonces, ¿por qué te has tragado la comida? -preguntó-. No estabas obligado a hacerlo.
Cogió un abanico de paja que estaba al lado de la cocina y lo movió rápidamente de arriba abajo con el brazo sano. Él era la persona más frustrante que había conocido en su vida… Tan temperamental como una vaca brava, que en un momento dado lo seguía a uno y al siguiente lo embestía. El fuego de la cocina cobró fuerza y echó humo. Luzia tosió y batió el abanico más rápidamente.
El Halcón le agarró la muñeca con fuerza. Luzia tuvo que dejar de abanicar. Lo miró.
– Quiero que te muestren respeto. Que te sean fieles -dijo.
– No son perros -dijo-. No puedes obligarlos.
– No -dijo sonriendo-. Pero puedo obligarlos a comer lo que cocines.
Sus dedos se aflojaron alrededor de la muñeca, pero no la soltó. Tenía la mano tibia; la piel, áspera. Luzia se apartó.