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12

Detrás de la plaza había un camino de tierra bordeado por más casa de arcilla. Las gallinas picoteaban con calma el suelo, indiferente a los sucesos de la plaza. Luzia tropezó; su cuerpo pareció desplazarse con independencia de la mente. Las gallinas se dispersaron.

Llamó a una puerta cercana. Dentro oyó pasos que se arrastraban y voces bajas, pero nadie abrió. Golpeó la puerta inútilmente y luego corrió a otra, y a la siguiente. Al final de la hilera de casas, vio la puerta trasera de la capilla de Fidalga. Era una pequeña entrada bloqueada por una verja de hierro forjado. Luzia metió las manos a través de las volutas de hierro. Sacudió las verjas. Un hombrecito se asomó detrás de la puerta de la capilla. Llevaba una túnica marrón y tenía la tonsura de los frailes.

– ¿Quién eres? -preguntó el monje. Sus ojos recorrieron su rostro, su morral, sus vasijas de agua, y finalmente se detuvo en lo más chocante, los pantalones-. Tú estás con esos hombres.

– Por favor -susurró Luzia, temiendo gritar-, escóndame.

– Tú eres su prostituta -replicó el monje-. Saquearás la capilla.

Luzia sacudió la verja con toda su fuerza. Los goznes crujieron. Los ojos del monje se agrandaron. Tanteó la puerta de la capilla y la cerró con fuerza.

Luzia se apoyó en la verja. En ese momento, su cuerpo era demasiado pesado para las piernas.

Los hombres abatidos en la plaza le recordaron al muñeco de Judas. Cada Semana Santa, las mujeres de Taquaritinga confeccionaban un muñeco de trapo del tamaño de un hombre y lo rellenaban con hierbas. Doña Conceição donaba un par de pantalones rotos y una camisa vieja. Algunos hombres le fabricaban un sombrero de paja trenzada. Colgaban el muñeco terminado en la plaza del pueblo. El domingo de Pascua, todos los niños reunían palos y piedras. Le pegaban al muñeco Judas hasta que se desplomaba y caía de su arnés. Una vez en el suelo, le seguían pegando. Le escupían y lo pateaban. Los adultos se reían. De niña, a Luzia le encantaba pegarle al muñeco. Se ponía detrás de la turba de niños. Usaba su brazo sano y le pegaba al muñeco hasta que le dolían los músculos. Le proporcionaba placer sentir el crujido de los palos perforando la piel de trapo del muñeco. El acre olor de sus vísceras de césped hecho jirones la excitaba. Ahora, pensar en ello le provocó náuseas.

Luzia apoyó la frente en la verja de la capilla. El aire de la mañana se había vuelto caliente y seco. El calor había acallado a los pájaros del matorral y había despertado a las cigarras. Su agudo zumbido resonó en sus oídos. Debajo del canto de las cigarras oyó el crujido de la grava en el camino, y una serie de soplidos rápidos y entrecortados. Luzia sintió que le tiraban del brazo. Ponta Fina estaba al lado de ella, exhausto.

– ¿Dónde estabas? -preguntó.

Antes de que pudiera responder, tiró de su brazo rígido, para arrastrarla. Luzia se resistió. Se lo quitó de encima y se puso a andar. Caminó rápidamente, sin saber adónde iría, pero queriendo apartarse de él, de la plaza, de aquel pueblo.

– ¡Espera! -gritó Ponta. Corrió a su lado para seguirle el paso. Desenvainó uno de sus cuchillos. Era un pajeuzeira de punta roma. Luzia se detuvo.

– Si te vas, dirá que ha sido por mi culpa -dijo Ponta, con la voz quebrada-. Me echará la culpa a mí.

Tenía la línea del mentón cuadrada, pero sus mejillas seguían siendo redondas y rollizas, como las de un niño. Había una mancha en su mejilla izquierda, cerca de la nariz. Era de color oscuro, del color de la canela, o de la salsa de sangre de pollo que tía Sofía solía echar sobre la sémola. La mancha estaba seca y agrietada. Luzia tomó un pañuelo de su morral. Lo apretó contra la boca de su cantimplora de agua y le limpió la cara.