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E1 Ferrocarril Gran Oeste de Brasil equipaba sus coches de primera clase con lámparas eléctricas y ventiladores giratorios de techo. Disimuladas detrás de apliques esmerilados, las bombillas emitían el mismo tibio resplandor que las velas o las lámparas de gas. Emília quedó decepcionada con ellas, pero no con el ventilador. Sus aspas giraban como movidas por una mano invisible. La chica no podía despegar los ojos del prodigioso aparato. Degas advirtió su fascinación y le impartió una larga lección sobre la electricidad. Emília asintió. Intentó escuchar, pero las palabras de Degas quedaron eclipsadas por el zumbido del ventilador encima de ellos, por el ruido de las piezas de dominó que dos caballeros de mayor edad colocaban sobre la mesa de juego del vagón, en la primera fila, por la ruidosa respiración de los viajeros que dormían y por el propio traqueteo del tren. Tenía el mismo rítmico sonido que la Singer a pedal, pero, a diferencia de ésta, el pedaleo era constante. El tren avanzó, resuelto e incansable, a través de la llanura.
– Debes de estar cansada -murmuró Degas.
Emília quizá debería haberle dado unas palmaditas en la mano y animarlo a continuar, asegurándole que su charla sobre la electricidad era interesante, pero tenía toda la vida para escuchar a su esposo y sólo aquella noche para disfrutar por primera vez del tren.
– Sí-dijo Emília-. Creo que dormiré.
Degas asintió. Luego miró hacia delante y cerró los ojos.
Antes, los camareros habían servido zumo y empanadas de hojaldre rellenas con tiras de pollo y aceitunas. Degas las miró con desconfianza y pidió un café, pero Emília cogió una empanada tras otra de la bandeja del camarero. Después de todo, era su noche de bodas. No había tenido fiesta, ni tarta nupcial. No hubo tiempo; las clases en la facultad de Derecho de Degas ya habían comenzado. Después de la ceremonia, Emília y él se trasladaron a Caruaru para tomar el tren nocturno con destino a Recife. Doña Conceição les había aconsejado que no se marcharan tan pronto. La noche de bodas era sagrada. Pasarla en el tren y no en una habitación no haría más que confirmar las sospechas de la gente de que Degas ya había degustado los placeres carnales con su novia. El coronel ofreció su cuarto de huéspedes a los recién casados, pero Degas no aceptó la oferta. A Emília no le importó lo más mínimo, no deseaba que doña Conceição y sus curiosas criadas inspeccionaran sus sábanas al día siguiente. Su noviazgo y su boda habían sido fuera de lo común; su noche de bodas no sería diferente.
Degas le prometió una compensación en Recife, en donde le brindaría una tarta de tres pisos y comida exquisita. Hubiera sido un desperdicio hacer la fiesta en Taquaritinga, le explicó, y Emília tuvo que reconocerlo a regañadientes. Le hubiera gustado una fiesta sonada en el pueblo, para demostrar a las comadres del lugar que ella ya no era Emília dos Santos, la costurera deshonrada, sino doña Emília Coelho.
La recién casada abrió la ventanilla. El viento frío entró silbando a través del resquicio abierto. La luna se hallaba en lo alto. Su luz bañaba el campo, dando a los árboles desnudos un resplandor blanquecino. Abrió el nuevo maletín de viaje y sacó el retrato de comunión de Luzia y ella. Durante la ceremonia de la boda había colocado el retrato -disimulado bajo una toalla bordada- en el primer banco, y después, durante el descenso a caballo de la montaña y el trayecto en carruaje hasta Caruaru, lo llevó apretado contra el pecho. Degas no le preguntó qué había bajo la toalla bordada. Pensó que se trataba de un amuleto, un capricho que servía de consuelo a Emília, pero que no era asunto suyo. Su discreción, o desinterés, fue un alivio.
Fuera, en los bosques, la oscuridad era absoluta. Los troncos de los árboles se esfumaban entre las sombras. El suelo había desaparecido. Era como si una enorme pieza de tela negra se hubiera desenrollado ante ellos y estuvieran flotando por encima. Con cada sacudida del tren, Emília se estremecía de emoción y de pavor. Era la misma sensación que había tenido hacía mucho tiempo, cuando su hermana y ella corrieron hacia el árbol de mango con sus vestidos de fiesta.
– Recife -susurró Emília. Desprovisto de consonantes, el nombre de la ciudad era aún más bello. «Eee», como una larga exhalación, «iii», como el silbido del aire y de las aves, y «eee», otra exhalación. Además, la última sílaba nombraba lo que en ese momento la inundaba: fe.