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6

Una semana después de la llegada de Emília, la bomba de agua dejó de realizar sus suaves rotaciones. Los días calurosos y sin viento obligaron al doctor Duarte a apagar las fuentes. El sonido del gorgoteo del agua fue reemplazado por el zumbido de un motor diesel que cuando era necesario bombeaba el preciado líquido por las principales cañerías de la casa. La criatura mitad caballo mitad pescado situada en el centro del patio perdió su pátina brillante. Las alfombras del pasillo comenzaron a despedir un hedor rancio, como si todos los residuos que se habían acumulado accidentalmente en el tejido de sus fibras -las sucias pisadas, las bebidas derramadas, las bandejas de desayuno volcadas- se estuvieran descomponiendo bajo el calor del verano. Los helechos del patio se marchitaron; sólo las gruesas flores gomosas quedaron en pie. Las hileras de árboles de pitanga esmeradamente cuidados, que ocultaban las estancias decrépitas de los criados, se cubrieron de flores blancas. Un enjambre de abejas sobrevolaba los árboles. Degas trasladó el automóvil Chrysler Imperial de su lugar habitual frente a la casa a la sombra del jardín lateral. Hasta las tortugas del doctor Duarte evitaban el calor masticando hojas de lechuga en los escasos escondrijos sombreados del patio.

Sólo durante las mañanas, antes de que el sol se volviera demasiado caluroso, parecía cobrar vida la casa de los Coelho. Al amanecer se dibujaba en el portón principal la silueta del carro que traía el hielo. Emília se paraba al lado de la ventana de su habitación y observaba a los hombres, que llevaban guantes en las manos, cargar con gran esfuerzo los bloques humeantes de hielo sobre una carretilla y acarrearlos a la cocina. Espiaba también el carro que vendía la leche, y observaba cómo las criadas de los Coelho llevaban el preciado líquido en baldes de metal al fondo de la casa.

En el jardín lateral, el doctor Duarte realizaba su rutinaria gimnasia matinal: se tocaba los dedos de los pies, levantaba las piernas y giraba el cuerpo. La primera vez que Emília lo vio, pensó que se había vuelto loco.

– Mis ejercicios de calistenia -le gritó jovialmente cuando la sorprendió mirándolo-. ¡El ejercicio diario oxigena el cerebro!

Después de sus ejercicios, el doctor Duarte salía andando por el portón e inspeccionaba la pared de hormigón que rodeaba la casa de los Coelho, buscando grafitis y tomando nota del lugar y el tamaño de los dibujos. Una vez, mientras desayunaba, el doctor Duarte les contó excitado cómo había cogido a un niño orinando en la pared. En lugar de reprenderlo, le pidió que se acercara y le midió el cráneo.

– ¿Y qué encontré? -se preguntó el doctor Duarte. Bebió un pequeño sorbo de su viscoso brebaje, que consistía en agua de limón, huevo crudo y pimienta-. ¡Orejas asimétricas!

Su suegro rara vez hablaba de su negocio de importación o de sus préstamos de dinero. Se veía a sí mismo como a un científico. Por las tardes, después de visitar los cobertizos y reunirse con su grupo político en el Club Británico, el doctor Duarte se encerraba en su despacho y estudiaba detenidamente sus publicaciones científicas. Recibía paquetes de Italia y de Estados Unidos cada pocas semanas. Una vez, la criada abrió uno de estos paquetes y Emília alcanzó a ver brevemente los periódicos que había dentro. En la portada había un dibujo del cráneo de un hombre seccionado en diferentes partes.

Emília no comprendía cabalmente las ideas de su suegro, pero asentía a cuanto decía y a menudo dejaba que se le enfriara el desayuno para poder dedicar toda su atención al doctor Duarte. No hablaba más despacio ni empleaba palabras sencillas cuando se dirigía a ella, como sí hacía doña Dulce. Y desde que había regresado a la Universidad Federal, Degas apenas le dirigía la palabra. Distraído y siempre con prisas, se marchaba todos los días después del desayuno y regresaba a última hora, para cenar. Degas explicó que pasaba las tardes en la biblioteca de la facultad y las noches discutiendo casos con Felipe y otros compañeros de estudio en San José. El doctor Duarte toleraba las largas jornadas de Degas siempre y cuando éste buscara estímulo intelectual.

– Recuerda -le advertía su padre a menudo, antes de que Degas se disculpara por no desayunar- que la borrachera inflama las pasiones y entorpece las facultades mentales y morales.

Doña Dulce se pasaba los días organizando al personal. Tenía a Raimunda y la joven criada que había recibido a Emília aquel primer día. También la corpulenta mujer que se ocupaba de lavar la ropa, y una cocinera de edad, con los tobillos gruesos e hinchados. Una mujer cuya piel era oscura y arrugada como la de una ciruela pasa era la responsable de planchar la ropa; Seu Tomás era el encargado del jardín y el chófer; y un muchacho hacía los recados, cortaba la leña y arrastraba los orinales a un misterioso vertedero todos los días.

Durante los largos días sofocantes del verano, el único sonido en la casa de los Coelho provenía de la cocina. El pasillo que conducía a la parte posterior de la casa estaba sombrío y lleno de vapor. Olía a humo y ajo, a plumas de gallina mojadas y a fruta madura. Emília solía detenerse en ese corredor y cerrar los ojos sólo para inhalar los aromas, que le recordaban la cocina de tía Sofía. Pero era lo único en que se parecían. La enorme cocina de los Coelho estaba cubierta de azulejos y tenía cuanto dispositivo moderno podía existir. Pero a pesar de que el doctor Duarte insistía en la modernidad, la cocina era el ámbito de doña Dulce, la retrógrada. Sólo se utilizaba la cocina de gas para calentar agua. Todas las mañanas, la cocinera encendía lumbre debajo del fogón revestido de ladrillos, para preparar las comidas. En lugar de usar una plancha eléctrica, la criada de piel arrugada alisaba la ropa con una plancha de hierro, pesada y llena de brasas. Detrás de la cocina había un enorme depósito donde la lavandera restregaba la ropa con sus brazos curtidos y musculosos. Y en el jardín trasero había un pequeño corral de aves y una antigua tabla de cortar, ennegrecida después de años de limpiarla y limpiarla.

Los terrenos cenagosos de Madalena eran propensos a los mosquitos, las lagartijas, la lluvia, el moho y el óxido. Todos los días, doña Dulce libraba una batalla contra estas amenazas. Se deslizaba por toda la casa de los Coelho olisqueando las cortinas y las sábanas, al tiempo que sus ojos de color ámbar las recorrían con la vista, al acecho de arañas, polvo, desconchones y cualquier otro elemento indeseable. Sin levantar la voz ni fruncir el ceño, guiaba a las criadas por el sinfín de tareas habituales y les asignaba trabajos nuevos.

– Los criados son como niños -decía doña Dulce a Emília-. Pueden tener buenas intenciones, pero éstas no tienen ninguna importancia. Deben ser disciplinados para cumplir las tareas como una desea, y no de otra forma.

Por las tardes se ataba un mandil festoneado a la cintura y se dirigía a la cocina. Hija y nieta de productores de caña, se había criado en un ingenio, y creía en la necesidad del azúcar. Dentro de la despensa de los Coelho había barriles repletos, con las tapas selladas con cera y cubiertos por un trapo. Emília jamás había visto tanta cantidad de azúcar, ni siquiera en las tiendas de Taquaritinga. Doña Dulce sacaba con una cuchara kilo tras kilo, para echarlos en sus tarros de cobre destinados a guardar mermelada. Luego, con la misma destreza y eficiencia que usaba para abrir un sobre de un tajo con su abrecartas de plata, doña Dulce cortaba frutas, hacía puré de plátano y se ocupaba de cuantas tareas «limpias» fuera menester. Pero jamás se acercaba a las cacerolas humeantes, porque, a decir de doña Dulce, una dama no revolvía en las ollas.

Emília intentó mostrar interés en el manejo de la casa de doña Dulce y en la preparación de mermelada. Su suegra era de la opinión de que el decoro comenzaba dentro de casa, pero Emília quería estar fuera. Ya había limpiado y cocinado demasiado en Taquaritinga. En Recife quería ver la ciudad, asistir a almuerzos, pasear por los parques. Doña Dulce insistía en que las mujeres respetables no deambulaban por las calles de Recife solas, sin destino. Las mujeres respetables tenían agenda social. Hasta que Emília no tuviera su propia agenda, tendría que quedarse en casa.

Cansada de la cocina, la muchacha intentó ocupar su tiempo bordando en la parte sombreada del patio. Inevitablemente, terminaba dejando la labor. Las criadas arrastraban las alfombras polvorientas del pasillo al patio y las sacudían hasta que a ella le lloraban los ojos y comenzaba a estornudar. Cuando intentaba encontrar solaz en su habitación, decidían orear los colchones y sacudir las almohadas. Y si deambulaba por los pasillos, las criadas siempre estaban pisándole los talones, encerando los pisos y frotando los espejos con amoníaco.

La casa de los Coelho le fascinaba, con sus amplios pasillos y sus habitaciones abarrotadas de cosas. Había enormes mesas con las patas talladas como garras de águilas aferradas a bolas de madera. Había sillas con los respaldos tapizados con un cuero agrietado, sujeto con descoloridas tachuelas de metal. Había vitrinas de vidrio con cuencos de cristal antiguos y cálices rayados. A Emília le frustraba que doña Dulce llenara su casa con semejantes antiguallas, cuando tenía dinero de sobra para comprar objetos nuevos. Lo que más desconcertaba a Emília era la pulcritud del sitio. A veces dejaba caer pedacitos de hilo sobre los suelos; se abrazaba a un almohadón y lo volvía a poner en su lugar, pero torcido; pasaba los dedos por las vitrinas de vidrio; sacaba un libro con la cubierta de cuero de su estante y lo metía en un nuevo lugar. Cuando regresaba al día siguiente, el libro había vuelto a donde pertenecía; los almohadones habían sido mullidos; los hilos, barridos; el cristal, limpiado.

Emília paseaba por el jardín, bajo la sombra de los árboles de pitanga. Seu Tomás, el encargado del jardín, siempre estaba al acecho. Tenía órdenes estrictas de no perderla de vista, como si fuera una criatura desobediente en espera de una oportunidad para escaparse por el portón principal. Emília soportaba esta humillación, y otras. Cuando se sentaba a la mesa, sus servilletas estaban torpemente dobladas; su cucharita de café tenía a menudo manchas; sus toallas de baño jamás estaban completamente secas; los pliegues de sus vestidos habían sido planchados de mala manera.

Aunque advertía cada detalle dentro de la casa, doña Dulce no se daba cuenta de los deslices cometidos en perjuicio de Emília. O fingía no darse cuenta. La suegra no reprendía a sus criados por errores específicos, pero insistía en que trataran a la esposa de Degas «con respeto» y la obedecieran como si fuera «su doña». Cuanto más exigía doña Dulce que obedecieran a Emília, más descuidadas eran las criadas. Si su suegra hubiera sitio abiertamente antipática con ella, las criadas podrían haberse compadecido de la recién casada; podrían haberla considerado como una aliada. Pero cuanto más se esforzaba doña Dulce por poner a Emília por encima de ellos, más la odiaban los criados. Después de trabajar en casa del coronel, Emília era consciente de los celos mezquinos que una doña podía provocar entre su gente, y algunas veces incluso entre su familia. Sospechaba que doña Dulce también lo sabía. Cada vez que Emília entraba en las dependencias del servicio, los criados guardaban silencio. Sólo Raimunda se dirigía a ella para preguntarle si le hacía falta algo. Emília se inventaba necesidades: una taza de agua, más hilo de bordar, un poco de tarta.

Una vez, después de salir, oyó que se burlaban:

– ¡Paleta! -rió una de ellas por lo bajo-. ¡Seguramente jamás ha probado una tarta en su vida!

Degas le había contado que las criadas vivían en las casuchas construidas sobre los territorios inundables de Afogados y Mustardinha, pero habían nacido en Recife y eso bastaba para que se sintieran por encima de ella. En el interior, Emília hubiera sido considerada una excelente esposa. Sabía cómo machacar la raíz de la mandioca para obtener harina, cómo moler trigo para hacer pan, cómo plantar frijoles, cómo coser un vestido de dama y una camisa de caballero. Estas virtudes se transformaron de pronto en inconvenientes en Recife. Emília no pertenecía a ninguna familia noble: no era la hija de un coronel ni estaba emparentada con un próspero hacendado. Ella no era nadie, y las servilletas mal dobladas, las cucharas sucias y las toallas húmedas eran la forma en que las criadas se lo recordaban.

En Taquaritinga, Degas le había prometido elegantes vestidos, una fiesta de boda, un paseo en su automóvil. La única promesa que se hizo realidad fue el anuncio de la boda, unos días después de llegar a Recife. La noticia de su enlace apareció en la sección social del Diario de Pernambuco, sin fotografía.

El señor Degas van der Ley Feijó Coelho viajó al interior y se casó con la señorita Emília dos Santos, residente de Toritama, en una ceremonia íntima. El viaje de esponsales fue postergado por la carrera de leyes del novio, en la Universidad Federal de Pernambuco.

Se habían equivocado con su pueblo natal. Emília se ofendió, pero Degas le aseguró que ese tipo de errores era muy frecuente. La fiesta de la boda sería programada para cuando hiciera menos calor, dijo. Los vestidos, los paseos en automóvil, las cenas y los almuerzos vendrían con el tiempo. Estaba demasiado ocupado con sus estudios, dijo Degas. Ella podía comprenderlo, ¿no?

Emília asentía. Los hombres trágicos de sus fantasías infantiles desaparecieron. Los galanes mudos y sordos de las páginas de Fon Fon fueron reemplazados por un hombre real. Y Emília no había esperado amor o romanticismo de él: tan sólo aspiraba a que fuera su mentor, su guía. Había esperado que su esposo fuera su maestro, que la acompañara a frecuentar la sociedad de Recife, y que con el tiempo le mostrara el mundo. Pero apenas llegaron a la ciudad, Degas se encerró en sí mismo y se volvió inaccesible. Ya no tenía historias que contarle ni elogios que dispensarle. Cada día la trataba con amabilidad, retirándole la silla en el desayuno y besándole la mejilla antes de marcharse. Emília desconfiaba de su amabilidad, y consideraba que era una manera galante de tolerarla. Todas las noches, después de que Emília se metiera en la cama, Degas entraba sigilosamente en la habitación y sacaba su pijama del armario. De inmediato regresaba al cuarto de cuando era niño.

En los artículos a doble página de Fon Fon que mostraban casas elegantes, las habitaciones principales tenían a menudo dos camas gemelas, una para el esposo y otra para la esposa. En la casa del coronel, doña Conceição no podía tolerar los ronquidos de su esposo, así que dormían en habitaciones separadas comunicadas por una puerta. Emília podía aceptar este arreglo; le gustaba tener la cama entera para ella sola. Pero le preocupaba el cumplimiento de sus deberes conyugales. Cada dos días las criadas de los Coelho cambiaban las sábanas de Emília. Nadie las inspeccionaba. Doña Dulce y el doctor Duarte no las escudriñaban, buscando la mancha rojiza que demostraría la pureza de Emília; se convenció de que la gente de la ciudad no practicaba los mismos ritos ancestrales que la gente de campo. Tal vez la conducta de Degas fuera normal, pensó. Quizá lo que pasaba era que los caballeros se tomaban su tiempo.

– Todos los hombres son machos cabríos -le había advertido tía Sofía una vez, cuando había sorprendido a Emília admirando a un actor en Fon Fon-. Todos tienen necesidades. Los ricos son los peores; ¡lo hacen a escondidas!

Pero ¿qué sabía tía Sofía de los caballeros? Degas no tenía necesidades. Salvo en sus rutinarios y educados saludos, no había tocado a Emília. Ella se dio baños más largos, se roció con perfume y se deshizo del aburrido camisón con la abertura delantera, reemplazándolo por otro más sensual y una bata bordada que los Coelho le habían regalado. Degas no pareció darse cuenta de esos cambios. Su esposo, al igual que todo lo que rodeaba a Emília en sus nuevas circunstancias, le era ajeno. La ciudad y la casa de los Coelho tenían olores diferentes, sonidos diferentes, bichos y pájaros diferentes, plantas diferentes, reglas diferentes. Entonces, ¿por qué esperaba que su esposo se comportara como los granjeros entre los cuales se había criado? Abrumada por tantos cambios, Emília se encerraba en su habitación algunos ratos todos los días. Se recostaba sobre la cama, respiraba hondo y cerraba los ojos. Tal vez fuera ella la diferente, y todo lo que la rodeaba, normal. Tal vez no fuera Degas el deficiente o extraño, sino ella. Si no la había tocado, tenía que haber un motivo. ¿Sentiría Degas repugnancia por las costumbres del campo? ¿Se habría arrepentido? ¿Condenaría en silencio, al igual que las criadas de la casa, su propia elección de esposa?

Durante el rápido noviazgo, Emília se había permitido pensar sólo en los beneficios del enlace. Pensó en habitaciones que se llenaban con muebles, hornos de gas y alfombras mullidas. No pensó en los espacios vacíos: la cama con su gran extensión de sábanas blancas; la mesa del comedor con su largo mantel arrugado y los lugares que separaban a un comensal de otro; y arriba, el estrecho pasillo donde, cada noche, Degas dejaba a Emília de pie mientras se dirigía hacia el cuarto de su niñez y cerraba la puerta.