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Había muchos pájaros salvajes en la propiedad de los Coelho. Se llamaban unos a otros desde los árboles de pitanga. Daban pequeños saltos alrededor del patio. Por encima de sus chillidos y gorjeos se imponía el canto agudo y uniforme del pájaro del doctor Duarte. Había sido un regalo de uno de los hombres de su grupo político, y llegó a la casa de los Coelho sabiéndose la melodía de la primera estrofa del himno nacional. No tenía más repertorio. El pájaro sólo variaba el ritmo. Cuando las criadas entraban en el estudio, la canción era atropellada y angustiosa. Después de engullir su ración de semillas de calabaza y agua, la canción se volvía lenta y perezosa. Cuando algunas tardes el doctor Duarte intentaba enseñarle la segunda estrofa, el pájaro se aferraba obstinadamente a la vieja melodía.
Un día, al atardecer, mientras Emília bordaba en el patio de los Coelho, la canción del pájaro se volvió entrecortada y desesperada. La puerta acristalada del despacho del doctor Duarte estaba abierta. El corrupião había sido olvidado al sol. Saltaba desesperado de un lado a otro de la jaula. Metía sus alas de color naranja en el pequeño recipiente de agua. Emília dejó de lado su labor. Entró en el estudio y arrastró el pedestal del pájaro hacia la sombra.
Un ardiente rayo de sol caía, oblicuo, sobre el macizo escritorio del doctor Duarte. A su lado, sobre un pedestal semejante al del corrupião, descansaba un busto de porcelana. La cabeza estaba dividida en grandes secciones, cada una con su rótulo: «Esperanza», «Lógica», «Amor», «Inteligencia». «Benevolencia». «Violencia».
Las paredes de la estancia estaban cubiertas de estantes. En la mayoría había libros. En otros había cráneos de distintos tamaños, ordenados del más diminuto al más grande. En el fondo, como atrapados en el rayo, había frascos de vidrio con tapas abultadas. Emília se protegió los ojos del sol. Parecían los frascos de mermelada de doña Dulce, salvo que eran más grandes. Y en lugar de contener las confituras oscuras y azucaradas, estaban llenos de un líquido color ámbar y amarillo que brillaba a la luz del sol. Emília cerró las puertas acristaladas del despacho y bajó los estores.
Fue hacia los estantes posteriores.
Había objetos que flotaban en los frascos. Eran opacos y vaporosos, como si el líquido que los rodeaba les hubiera dado su color. En uno flotaba una lengua, ondulada y fibrosa. En otro, un pálido corazón de color gris. Emília no pudo reconocer el contenido de los otros frascos. Había dos órganos con forma de alubia, una enorme masa amarillenta con aspecto fibroso y grueso, y un órgano de color marrón que parecía pegado al cristal del tarro. En un estante alto estaba el frasco más grande, solo. Una etiqueta decía: «Niña sirena».
Sus ojos estaban cerrados. La cabeza, inclinada; el cuerpo, hecho un ovillo. Una capa de vello -fino y suave- cubría la pequeña cabeza del feto. Parecía que el bebé estaba sumido en un profundo sueño tranquilo y podía despertarse en cualquier momento. Emília deseó que el corrupião detuviera su incesante cantar. Dos tersos muñones terminaban en el torso diminuto de la niña, con lo que parecía que estaba escondiendo los brazos detrás de la espalda. Sus piernas estaban pegadas, parecían una cola de pescado. Emília tocó el frasco. Las hebras del cabello de la niña ondearon de delante hacia atrás en el líquido color ámbar.
La puerta del estudio que daba al pasillo se abrió. Emília se apartó del estante. El doctor Duarte entró. Se sorprendió al verla.
– Lo siento -dijo Emília-. He entrado a quitar al corrupião del sol y bajar los estores.
El doctor Duarte emitió un gruñido ronco. Colocó su maletín sobre el escritorio y luego se acercó a Emília. Olía a cigarro y colonia y a algo más…, una mezcla de fruta demasiado madura y aire de mar: el olor de la ciudad.
– ¿Fisgoneando en mi colección? -preguntó.
– ¡Oh, no! -replicó Emília. El corazón le latía con fuerza. Quería irse, pero el doctor Duarte le cortó el paso. Examinó su rostro.
– Cuando conseguí estos ejemplares ya estaban sin vida -rió-. No necesitas mirarme así, ¡no soy un monstruo!
– Por supuesto que no -murmuró Emília. Sentía que las mejillas le ardían. Por un instante, cuando vio por primera vez el contenido de los frascos, Emília había pensado en la leyenda del hombre lobo. Era una historia terrible que los niños de la escuela del padre Otto solían contar, la historia de un viejo rico que fue maldecido por uno de sus criados y forzado a secuestrar niños y comerse sus órganos para no transformarse en un hombre lobo.
– Ella es una anomalía -dijo el doctor Duarte señalando el frasco más cercano a Emília.
– ¿Una qué?
– Algo no normal, una rareza. Sólo uno de cada cien mil fetos tiene las piernas o las manos pegadas. Su madre era una delincuente, tal vez una alcohólica. Es una deformidad hereditaria, pobre criatura.
Dio la vuelta el frasco. El hombro de la niña chocó contra el vidrio. Su cabello se agitó.
– Murió al nacer -dijo el doctor Duarte-. Fue lo mejor que le podía pasar. Se habría transformado en una atracción de feria, o en una criminal como su madre.
– ¿Por qué no tiene piernas? -preguntó Emília. Posó la mano sobre el frasco, intentando aquietarlo-. ¡Era inocente!
– ¡Ahí está el problema! -se entusiasmó mientras aplaudía.
Emília se sobresaltó.
– La mayoría de los criminólogos -continuó el hombre-, incluso los pioneros como Lombroso, creían que las deformidades obvias (una cola, más de dos pezones o un mentón hundido) identificaban a un criminal. El motivo es que no tenían manera de saber exactamente cómo afectaban estas características al comportamiento humano.
La miró, como esperando una respuesta.
– Mi tía Sofía no confiaba en los hombres que tenían la barba rala -dijo Emília finalmente.
El doctor Duarte inclinó la cabeza y soltó una fuerte carcajada.
– ¡Tu tía era, por tanto, partidaria de nuestro estimado Lombroso! -Su cara estaba sonrojada; sus ojos, brillantes. Sonreía-. No es posible mirar simplemente a alguien y ver sin más su potencial criminal. Eso no son más que habladurías arcaicas. Habrá algún pobre desgraciado que tenga una horrible nariz chata y, lejos de ser un criminal, sea un alma de Dios. Ahora bien, no me malinterpretes, estoy totalmente de acuerdo con el señor Lombroso. ¡Después de todo es el fundador de la Escuela Moderna! Los criminales son diferentes del resto de nosotros. Se pueden conocer, medir y predecir. Sin embargo no es posible constatar la verdad con nuestros ojos, sino con la matemática. Es una cuestión de escala.
Emília asintió. El hombre hablaba clara y enfáticamente, pero cuando sus palabras alcanzaban sus oídos le parecían confusas y oscuras. Pensó en su cinta de medir, en cómo la extendía de un extremo al otro de los hombros y alrededor de las cinturas. Tía Sofía siempre les había dicho que una costurera debía ser discreta y sensible, porque entraba en posesión de grandes secretos. Con su cinta de medir, Emília había notado la curva de un vientre repentinamente hinchado. Había sostenido la cinta con delicadeza alrededor de brazos magullados. Había observado cómo la contextura desgarbada y floja de las recién casadas comenzaba a engrosar y hundirse con el tiempo. ¿A qué se refería el doctor Duarte cuando decía que todo lo que se podía medir se podía conocer?
– Las medidas nos permiten ver lo invisible -continuó el doctor Duarte-. La formación del cerebro nos da la oportunidad de distinguir entre los criminales incurables y los pervertidos.
– ¿Pervertidos? -preguntó Emília.
– Rateros, pervertidos -dijo el doctor Duarte, arrugando la frente y mirándose las manos-. Son individuos que tienen una mente débil. Se sienten culpables por su comportamiento degenerado, pero son egoístas. No quieren sacrificar los placeres personales en aras de una mejor sociedad. Pero pueden ser rescatados, con disciplina y algunas veces con medidas más rigurosas: restricciones, reclusión, inyecciones hormonales. Disculpa -dijo el doctor Duarte de repente. Se pasó los dedos por su rala cabeza-. No es algo que se deba discutir con las damas.
– Me interesa -dijo Emília, feliz de poder hablar con alguien. El doctor Duarte sonrió, pero su sonrisa carecía del brillo y la energía anteriores. Detrás de él, el corrupião cantó.
– ¿Cómo te va? ¿Estás contenta con nosotros? -preguntó el doctor Duarte.
– Oh -balbuceó Emília-. Es todo… lo que… siempre había querido.
– Muy bien.
Volvió a mirar a la niña sirena. Diminutas partículas flotaban en el fondo del frasco. ¿Desde cuándo estaba en aquel recipiente? ¿Permanecería así para siempre, silenciosa y en posición fetal, o se le comenzaría a desprender la piel poco a poco, hasta terminar deshecha? Emília deseaba consultárselo al doctor Duarte, pero la pregunta le parecía ridícula.
– Debes reconocer -siguió el hombre- que una esposa es una fuerza, un motivo de impulso para un hombre. Degas está con centrándose por fin en sus estudios. Doña Dulce quería que se casara con una chica de Recife. Dice que Cupido tiene alas cortas por algún motivo. -El doctor Duarte se rió socarronamente-. Debo admitir que quedé sorprendido cuando recibí los telegramas de Degas sobre su…, su relación contigo. Al principio creí que se trataba de otro de sus caprichos. Quería, por supuesto, que hiciera lo correcto. Y después de reflexionar, me empezó a gustar la idea. -El doctor Duarte se sonrojó-. ¡Por cierto, no me gustaba la idea de que empañara el honor de una muchacha honesta! Lo que quiero decir es lo siguiente: fue un alivio enterarme de que había conseguido una esposa. Una muchacha buena y trabajadora es justo lo que necesita.
– ¿Empañar? -preguntó Emília.
– Es una expresión -dijo el doctor Duarte, sacudiendo la mano en el aire con impaciencia-. A pesar de las circunstancias, ya era hora de que sentara la cabeza. Se quiera o no, cuando un hombre envejece el hecho de ser soltero se vuelve en su contra. Debes reconocer, Emília, que Degas pudo haberse portado mal contigo, pero si llegó a hacer algo reparó el error cuando te dio su apellido.
A su suegro le gustaba comenzar las frases con expresiones tales como «debes reconocer» o «es evidente que», lo que dejaba poco margen de desacuerdo a sus interlocutores. Emília agachó la cabeza. Sentía que la sangre se le subía al rostro. Una cosa era que la gente en Taquaritinga creyera que había sido deshonrada, pero otra muy diferente era que sus suegros lo pensaran también. Jamás le había preguntado a Degas acerca de los telegramas que había enviado a Recife. Dio por hecho que en ellos había contado los hechos tal como sucedieron.
– ¡No hay nada de qué avergonzarse, querida mía! -dijo el doctor Duarte-. Estas cosas suceden. Hasta doña Dulce terminará comprendiendo. Las madres siempre se preocupan inútilmente por sus hijos varones. Cuando mi padre me envió a Europa a estudiar Medicina, mi madre lloró durante tres meses. Recibir educación no significaba una mejoría económica en esa época, pero las viejas familias enviaban a sus hijos a hacerlo, así que mi padre dijo que el suyo no sería diferente de los demás de su clase. Mi madre, pobre cita, se preocupó terriblemente. Creía que el exceso de cultura podía corromper a un hombre. ¡Como si la cultura fuera igual que el azúcar y los hombres fueran dientes! -El doctor Duarte bajó la voz-: De todas formas, al cabo del tiempo, creo que entiendo a qué se refería.
Tras anunciarse con unos leves golpes en la puerta, doña Dulce entró en el despacho.
– He oído al pájaro -dijo, mirando al doctor Duarte y luego a Emília-. Me parecía que estaba agitado, pero no me podía mover de la cocina.
– Emília se ha encargado de eso -dijo el doctor Duarte.
– Muy bien. -Doña Dulce sonrió. Sus dientes eran pequeños y sus encías anchas, como las de Degas-. Espero que no te hayan asustado los cachivaches del doctor Duarte. Si tengo que elegir entre la ciencia y la política, prefiero la ciencia en mi casa. Es el mal menor.
El doctor Duarte resopló y movió la cabeza.
– Ven -masculló doña Dulce, tendiendo una pálida mano a Emília-. No dejes que te dé la lata con su conversación. Siempre está buscando una oreja receptiva.