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Debajo de la cama, tía Sofía guardaba una caja de madera con los huesos de su marido. Cada mañana Emília oía el susurro de las sábanas almidonadas, el crujido de las rodillas de tía Sofía cuando se agachaba y arrastraba la caja por el suelo.
«Mi difunto», susurraba su tía, porque a los muertos no se les permiten nombres. Tía Sofía lo llamaba así en sus días buenos. Si se despertaba irritada, por molestias de la artritis o la mente plagada de preocupaciones por Emília y Luzia, se dirigía a la caja con severidad, llamándola «mi esposo». Si había permanecido despierta hasta tarde la noche anterior, meciéndose en su silla y escudriñando los retratos de la familia, al día siguiente tía Sofía se dirigía a la caja con un murmullo grave y dulce, llamándola «mi muerto». Y si la sequía empeoraba, había poco trabajo de costura o Emília había vuelto a desobedecerla, tía Sofía suspiraba y decía: «Oh, mi cadáver…, mi carga».
Tal era la forma en que Emília adivinaba el humor de su tía. Sabía cuándo pedir tela nueva para un vestido y cuándo permanecer callada. Sabía cuándo podía aplicarse un toque de perfume y de colorete sin que la castigaran, y cuándo llevar la cara limpia.
Sus aposentos estaban divididos por una pared encalada que tenía tres metros de altura y luego se detenía, dejando paso a postes de madera que sostenían las vigas del techo e hileras de tejas color naranja. Las oraciones susurradas por tía Sofía subían por encima de la pared baja del dormitorio. Emília compartía una cama con su hermana. Un rayo de luz polvoriento brilló a través de una grieta en las tejas del techo. Perforó el mosquitero amarillento. Emília entornó los ojos. Oyó el chasquido de las cuentas del rosario que se movían entre las manos de su tía. Hubo un gruñido, luego el crujido hueco de los huesos de tío Tirso cuando tía Sofía lo volvió a meter bajo la cama. Allí donde arrastraba la caja a diario se había formado una huella, una zona de suelo degastado, dos hendiduras más claras que el ladrillo brillante que cubría todos los cuartos de la casa excepto la cocina.
El suelo de la cocina estaba hecho de tierra compactada; era naranja y siempre estaba húmedo. Emília juraba que la humedad se filtraba a través de las suelas de sus sandalias de cuero. Tía Sofía y Luzia caminaban descalzas sobre ese suelo, pero Emília insistía en llevar zapatos. De niña había deambulado por la casa sin zapatos y las plantas de los pies se le habían vuelto de color naranja, como las de su tía y su hermana. Emília se frotó las plantas con agua hervida y una esponja vegetal para que volvieran a ser blancas, como debían ser los pies de una dama. Pero las manchas persistieron y Emília le echaba la culpa al suelo.
Ese año las lluvias de invierno habían sido escasas y las de enero ni siquiera habían llegado. Los árboles cafeteros de los vecinos no habían florecido. Las flores moradas de las plantas de alubias que tía Sofía cuidaba en el jardín se habían marchitado y habían perdido la mitad de la cosecha anual. Hasta el suelo de la cocina estaba reseco y resquebrajado. Emília tenía que barrerlo tres veces al día para evitar que el polvo color naranja se adhiriera a las ollas, se posara dentro de las jarras de agua y manchara los bajos de sus vestidos. Estaba ahorrando para instalar un suelo como Dios manda, cosiendo camisas de dormir y pañuelos adicionales para sus patrones, el coronel Pereira y su esposa, doña Conceiçao. Cuando tuviera la cantidad suficiente de dinero, Emília compraría media bolsa de polvo de cemento y la tierra compactada desaparecería bajo una gruesa y decente capa dura.
El lado de la cama donde dormía Luzia estaba vacío. Su hermana había ido a rezar, sin duda, como hacía cada mañana, frente al altar de sus santos, en un rincón de la cocina. Emília se deslizó bajo el mosquitero y salió de la cama; ella tenía su propio altar. Sobre el baúl que hacía las veces de tocador había una pequeña imagen de san Antonio, recortado del último número de Fon Fon, su revista favorita, que incluía patrones de costura, novelas románticas por entregas y, cada tanto, una guía de oración. Doña Conceição le regalaba a Emília números antiguos de Fon Fon y de otra revista que Emília disfrutaba, O Capricho. Las conservaba en tres montones ordenados debajo de su cama, aunque tía Sofía insistía en que atraerían ratones.
Emília se arrodilló ante el viejo baúl negro. Fon Fon ordenaba colocar la imagen de san Antonio -el santo casamentero- frente a un espejo con una rosa blanca a su lado. «¡Encuentra tu pareja! -rezaba la revista-. Una oración para que consigas pretendiente». Fon Fon aseguraba a los lectores que tres padrenuestros y tres avemarías a san Antonio todas las mañanas harían el milagro.
Emília había colocado la imagen del santo al lado de su espejo, en realidad un pedazo de vidrio del tamaño de su palma, que había comprado con sus ahorros. No se acercaba ni remotamente al espejo de cuerpo entero que tenía Doña Conceição en su probador, pero Emília podía apoyar su espejito sobre el baúl que usaban de tocador y echar un buen vistazo a su cara y su pelo. Pero no había rosas blancas en su pueblo. No había ningún tipo de flores. Las cordiales beneditas que crecían a lo largo de los caminos habían perdido todos sus pétalos rosas y amarillos y habían dejado caer sus semillas sobre la tierra dura y reseca. Las dalias de tía Sofía colgaban con sus pesadas cabezas, y al final desaparecieron dentro de sus bulbos bajo la tierra, huyendo del calor. Hasta las hileras de árboles de cajú y las plantas de café parecían enfermas, con las hojas amarillentas por el sol implacable. Por ello Emília había cosido una rosa con retazos sueltos de tela: san Antonio tendría que comprenderlo. Cruzó las manos y oró.
Tenía 19 años y ya era una solterona. El comadreo del pueblo había predicho que ella y Luzia serían solteras, pero por motivos diferentes. El destino de Luzia había sido sellado con el accidente que había sufrido de niña: a los 11 años se había caído de un árbol alto y casi había muerto. La desgracia había deformado su brazo y dejado a Luzia -según los rumores- ligeramente impedida. Ningún hombre elegiría a una esposa tullida, decían, y mucho menos a una que tuviera el carácter de Luzia. Emília no tenía deformidades físicas, gracias al buen Dios. Había tenido muchos pretendientes; se habían presentado en la casa como perros callejeros. Tía Sofía les ofrecía café y tarta de mandioca mientras Emília se escondía en su habitación y le rogaba a Luzia que los espantara.
Si insistían en quedarse, Emília permanecía junto al marco de la puerta y miraba furtivamente hacia la cocina. Sus pretendientes eran granjeros jóvenes que parecían mayores. Usaban sombreros deformes, se sentaban con las piernas abiertas y hacían crujir sus enormes dedos callosos. Durante el cortejo eran torpes y risueños. Pero Emília los había visto regateando en el mercado semanal, gritando y pavoneándose, levantando los gallos de las alas y rompiendo velozmente el pescuezo de las aves. Después de rechazar a un pretendiente, Emília solía verlo desfilar con una nueva chica en el mercado de los sábados, conduciendo a su tímida novia de un lado a otro, como si la joven fuera un animal receloso que pudiera escaparse del control de su futuro esposo.
Emília leía las novelas románticas en Fon Fon. Más allá de Taquaritinga había otra raza de hombres. Caballeros perfumados y elegantes. Tenían los bigotes acicalados, el pelo peinado con gomina, las barbas bien recortadas, la vestimenta planchada. No tenía nada que ver con la riqueza, sino con el porte. No era pretenciosa, como decía el cotilleo del pueblo. Lo que anhelaba era refinamiento, no riqueza. Misterio, no dinero. De noche, después de las oraciones, Emília se imaginaba como una de aquellas heroínas elegantemente vestidas de Fon Fon, enamoradas de un capitán cuyo barco estaba perdido en alta mar. Se imaginaba a sí misma plantada sobre una duna de la playa, gritando su nombre por encima de las olas. O como su enfermera, curándolo al regresar. Había enmudecido, y ella era su voz, observando sus oscuras cejas que subían y bajaban, comunicándose en un lenguaje que sólo ella comprendía. Este misterio, este triste anhelo que recorría todas las historias de Fon Fon parecía ser la fuente del amor. Emília rogaba que le llegara su turno. Dormía sin almohada, renunció a los dulces, se pinchó el dedo treinta veces con la aguja de coser, como sacrificio ofrecido a los santos para pedir su ayuda. Nada había funcionado. La rosa blanca y las oraciones de Fon-Fon eran su última esperanza.
Emília colocó el recorte de san Antonio en sus manos y lo apretó.
– El profesor Celio -dijo entre una oración y otra.
Celio, su instructor de costura, no era ni misterioso ni trágico. Era un hombre delgado, con la mirada perdida y largos dedos. Pero era diferente a los muchachos de Taquaritinga. Llevaba trajes recién planchados y zapatos lustrosos. Y venía de Sao Paulo, la gran ciudad de Brasil, y volvería allí cuando acabara el curso de costura.
– Por favor, san Antonio -susurró Emília-, permíteme ir con él.
– No deberías pedir cosas triviales a los santos -dijo Luzia. Estaba de pie en la puerta de entrada al dormitorio. Su cabeza rozaba la parte superior del marco encalado. Cuando entraba en una habitación parecía ocuparla toda, creando la sensación de que existía menos espacio del que había. Sus hombros eran anchos y los músculos de su brazo derecho -el brazo bueno- eran torneados y duros, ejercitados tras años de hacer girar la rueda de la máquina de coser de tía Sofía. Sus ojos eran su mejor rasgo, el más femenino. Emília los envidiaba. Tenían los párpados amplios, como los de un gato, y eran de color verde. Bajo las gruesas cejas y negras pestañas de Luzia, su color resultaba extraordinario, como los brotes de dalias de tía Sofía, que emergían de la tierra negra. Luzia acunaba su brazo izquierdo -el brazo tullido- en el derecho. El codo del brazo se había atascado para siempre en un tosco ángulo recto. Los dedos y el hombro de Luzia funcionaban a la perfección, pero el codo nunca se había curado bien. Tía Sofía echaba la culpa a la curandera por su pésima labor al encajar los huesos rotos.
– El amor no es algo frívolo -dijo Emília. Cerró los ojos para reanudar sus rezos.
– San Antonio ni siquiera es el santo al que hay que pedirle eso -dijo Luzia-. Elegirá erróneamente. Si pides un semental, te dará un burro.
– No creo, Fon Fon dice lo contrario.
– Deberías rezarle a san Pedro.
– Tú di tus oraciones y yo diré las mías -dijo Emília, apretando con más fuerza la foto de san Antonio entre sus manos.
– Deberías encender una vela para que te preste atención -siguió Luzia-. Las flores no funcionan. Y ésa ni siquiera es una flor de verdad.
– ¡Cállate! -le gritó Emília con brusquedad.
Luzia encogió los hombros y se marchó. Emília intentó concentrarse en sus oraciones, pero no pudo. Se acomodó el pelo detrás de las orejas, besó su fotografía de san Antonio y salió de la habitación, siguiendo a su hermana.