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Para recompensarla por sus avances, doña Dulce llevó a Emília a comprarse tela y a visitar a la modista en la Rúa da Emperatriz. Emília no pudo dormir la noche anterior, recordando la moda que había visto en Fon Fon: los vestidos tubulares con faldas que terminaban a mitad de la pantorrilla y cuellos con pliegues de fuelle. Lamentaba profundamente haber dejado sus revistas en Taquaritinga. Doña Dulce no estaba suscrita a Fon Fon.
El taller de la modista tenía una sala de exposición y un probador para los clientes. Apiladas contra las paredes había piezas de tela fuertemente enrolladas. Había sedas estampadas, tafetán brillante, tejidos traslúcidos. Emília creyó que se desmayaría de la emoción. Por fin estaría en el pedestal, en lugar de ser la portadora de la cinta de medir. Se colocaría delante del espejo y daría órdenes para agregar pinzas o levantar el vuelo de la falda. Su excitación se esfumó rápidamente. Doña Dulce no les daba ninguna importancia a los sombreros, los vestidos elegantes o los zapatos de tacón con primorosas hebillas. Eligió linos «clásicos», de colores aburridos y neutros, y dio instrucciones a la diseñadora para que imitara los patrones de los vestidos más sencillos del escaparate: escotes discretos, cinturas bajas, faldas rectas que dejaban ver el tobillo, pero disimulaban cualquier indicio de asomo de la pantorrilla.
La modista estuvo de acuerdo y lamentó los nuevos estilos que venían de Río de Janeiro. Mientras Emília estaba sobre la tarima escuchó lo que elogiaban y lo que criticaban. Hasta ese momento había creído que todas las damas de la ciudad usaban los modelos más modernos y audaces. Ahora advertía que había una diferencia entre lo nuevo y lo aceptable. Si una dama llevaba unestilo de moda al extremo -usando faldas cortas y vestidos con líneas atléticas- se rumoreaba que era una libertina, o peor: una sufragista. Pero por otro lado también se ridiculizaba a las damas que se vestían demasiado tradicionalmente, con faldas largas y cinturas encorsetadas, tachándolas de anticuadas. Al mirar todas aquellas piezas de tela de diferentes colores, Emília se dio cuenta de que una mujer refinada era lo opuesto a la casa de los Coelho: tenía pátina de modernidad por fuera, pero en lo esencial era anticuada.
En el probador, mientras Emília se ponía de nuevo su traje de lino, oyó el traqueteo familiar de las máquinas de coser. Cuando salió del probador no regresó a la sala, siguió el ruido de las máquinas de coser. Al final de un angosto pasillo, el sonido se volvió más ruidoso. Había una puerta de madera. La joven echó un vistazo dentro. Un olor rancio la retuvo. El cuarto estaba escasamente iluminado y hacía calor. Tres hileras de máquinas Singer a pedal abarrotaban el pequeño taller. Mujeres jóvenes se encorvaban sobre las máquinas, pedaleando febrilmente y moviendo la tela bajo las agujas. Algunas de las muchachas llevaban pañuelos en la cabeza, que se adherían a sus frentes, húmedas de sudor. Una de ellas levantó la mirada y vio a Emília; luego volvió rápidamente a trabajar.
– Te has equivocado de camino -dijo doña Dulce en voz alta, y su voz se oyó por encima del barullo de las máquinas. Estaba detrás de Emília.
– ¿También son modistas? -preguntó Emília.
– No, querida -replicó doña Dulce, llevándola en otra dirección-. Esas mujeres son costureras. Una modista diseña. Las costureras sólo unen los pedazos. Pensaba que lo sabías.
Emília intentó torpemente encontrar sus guantes. Se había olvidado de volver a ponérselos y ahora era consciente de la presencia de los viejos callos en las yemas de sus dedos. Se habían suavizado desde que se marchó de Taquaritinga; en la casa de los Coelho todo lo que Emília hacía era bordar, escuchar música, pasear por el jardín v practicar las reglas de etiqueta con doña Dulce. Pero esos callos, osas marcas de su vida pasada, seguían estando allí. Doña Dulce condujo a Emília por el pasillo. Se detuvieron al fondo del salón de exposición de la tienda, donde la modista guardaba ropa para madres y bebés.
– ¿No es hermosa? -preguntó doña Dulce-. Me imagino que pronto vamos a necesitarla. Como no me dejaron organizar una boda, al menos me dejarán planear un bautizo.
Emília asintió distraída. No podía quitarse de la cabeza aquel opresivo taller de costura. Si se hubiera venido a la ciudad sola, como había estado a punto de hacer, tal vez habría terminado atrapada en un lugar como ése.
– Las ceremonias son importantes, Emília -prosiguió doña Dulce-. La gente del campo no siempre está constreñida, por así decirlo, por las mismas convenciones que respetamos en la ciudad. Es una lástima que hayas tenido que pasar tu noche de bodas en el tren… Es lo que siempre le digo a mi personal. -Dulce miró a Emília, y sus ojos color ámbar le escudriñaron el rostro-. ¿Recuerdas lo que te enseñé sobre las criadas? Tienen la lengua larga. No pueden evitarlo. Está en su naturaleza. No hay nada de importancia en sus vidas, por lo que deben hablar de las nuestras. Forman algo así como una red de cuchicheo en toda la ciudad. Si, por ejemplo, a un recién casado le da por dormir en su habitación de la infancia, cada vez que una criada haga las camas se preguntará por qué no está con su esposa en la habitación matrimonial. Si no andas con cuidado, se lo contará a otra gente. Al cabo de poco tiempo, todo Recife estará al tanto.
Emília sintió que se quedaba sin aire. Siempre había presentido que había montones de ojos observándola en la casa de los Coelho. Intentó apartarse de las telas, pero Dulce se lo impidió. Su suegra enderezó la espalda, y su actitud se volvió rígida y formal, como si estuviera lidiando con un miembro del personal.
– Debes tratar a tu esposo como a un invitado -dijo-. Una buena anfitriona aprende a conocer por anticipado los deseos de sus invitados, y a satisfacerlos.
– Pero Degas no tiene deseos -dijo Emília, y su voz se quebró-. No puedo complacerlos.
Una vez más, Dulce acarició una de las piezas de tela.
– Ningún hombre sabe lo que prefiere. Especialmente Degas. Se deja arrastrar por malas influencias, como ese Felipe. Pero ahora tú eres su esposa; debes ejercer tu influencia sobre él. El trabajo de una mujer es entrenar a su esposo para que tenga preferencias… y poder practicar el arte de satisfacerlas. Una esposa se vuelve indispensable de ese modo.
La modista interrumpió la conversación llamándolas para que volvieran a la tarima para tomar medidas. Doña Dulce exhibió una amplia sonrisa a aquella mujer, luciendo cada uno de sus pequeños e inmaculados dientes.