38619.fb2
Serpentinas plateadas y doradas engalanaban los candelabros del Club Internacional. Sobre el escenario, una banda con esmóquines blancos tocaba una samba delirante. Emília se recolocó el tocado de plumas. Era aparatoso e incómodo; las salientes cañas de las plumas le arañaban la frente. Degas cogió su mano. Habían decidido ponerse los disfraces indígenas, ya que su ropa de arlequín estaba echada a perder. Antes de salir, Degas metió un frasco de cristal con éter y dos pañuelos en la parte posterior de su cinturón de plumas.
La mesa del doctor Duarte tenía una situación privilegiada al lado de la pista de baile. Degas pasó de largo ante la mesa que tenían reservada para ellos, tirando de la mano de Emília. Le presentó a otros indios y a exploradores portugueses, monjes, faraones y griegos. Vio a una de las mujeres Raposo con una enorme falda con miriñaque y una peluca blanca. Sobre la peluca había una pequeña jaula dorada con un gorrión. El pájaro revoloteaba de un lado a otro, nervioso. Una espigada joven Lundgren lucía como una princesa egipcia, con un diminuto casquete recubierto de joyas. Emília la envidió. Su propio tocado se movía constantemente, tirándole del pelo y obligándola a sostenérselo con la mano. Felipe, el hijo del coronel, estaba de pie con un grupo, al fondo del salón. Vestía como un gitano, con un pañuelo en la cabeza. Estaba más delgado y tenía más pecas de lo que recordaba. Hizo un gesto con la cabeza al verlos. Degas lo saludó a su vez. El salón de baile estaba dividido. Los dos extremos codiciados del frente, cerca de la orquesta, pertenecían a las familias nuevas y viejas, sentadas a distintos lados de la pista de baile. Al fondo del salón no había mesas ni sillas. Era, según descubrió Emília, donde se ubicaban aquellos que tenían una invitación pero carecían de plaza en Las mesas destinadas a las familias. Degas volvió con Emília a la mesa de su padre. Pidió un vaso tras otro de licor de cachaza mezclado con lima. Emília hubiese querido conocer el sabor de las bebidas, pero no probó ni un trago. De pie, al fondo del escenario y al lado del doctor Duarte, doña Dulce la observaba desde lejos.
«Compórtate», le había ordenado doña Dulce antes de alejarse. Así que Emília se sentó en silencio, con una mano sobre su tocado y la otra alrededor de un vaso de soda, y observó la pista de baile. Cuando las viejas familias se levantaban para bailar, las nuevas se sentaban. Los dos grupos se observaban con recelo: los caballeros se reían con desenfado; las damas cuchicheaban ocultándose tras sus manos.
Emília no sabía bailar la samba, ni el vals. Había memorizado las instrucciones de Dulce sobre los bailes: jamás enlazar los dedos, jamás tocar los rostros, usar siempre el codo como palanca para evitar que el compañero se acerque demasiado.
De repente sonaron las trompetas. Los brazos del músico que tocaba la pandereta se movieron con frenesí. La orquesta arremetió con un frevo, el ritmo típico de Pernambuco. Los invitados aplaudieron. Ambos lados del salón se pusieron de pie. La gente soltó a sus parejas; saltaba de izquierda a derecha, balanceándose sobre los talones como si fuera a caer hacia atrás, y luego se enderezaba rápidamente y repetía el frenético paso. El personal del club repartió pequeñas sombrillas doradas, y los invitados las abrieron, blandiéndolas de arriba abajo al ritmo enardecido de la música. Degas sonrió. Agarró el brazo de Emília y la condujo a la pista de baile.
Una sombrilla se abrió al lado de ella. El tocado de Emília se deslizó hacia delante, y le tapó los ojos. Perdió el equilibrio y cayó sobre Degas.
– ¡Relájate! -El marido cogió el frasquito del bolsillo y quilo el tapón. Vertió el éter sobre su pañuelo y arrojó el tubo vacío sobre la bandeja de un camarero que pasaba. Luego apretó con firmeza el pañuelo sobre la nariz y la boca de Emília.
Ella sintió frío en los orificios de la nariz, un hormigueo en la garganta y la cabeza de pronto extrañamente vaporosa. Vio el tocado caer al suelo y desaparecer bajo innumerables pies. El confeti se adhirió a sus pestañas. Sintió como si el pecho estuviera a punto de estallarle. El techo comenzó a girar y a acercarse a ella. La música vibró más y más rápido, hasta que adquirió un matiz metálico y extraño, como un largo zumbido en sus oídos. Emília oyó carcajadas, y el so nido la sobresaltó. Giró y giró para ver de dónde venían. Las sombrillas se abrieron y se cerraron en una vertiginosa confusión dorada. Las carcajadas se hicieron más estruendosas. Emília se dio cuenta de que eran suyas. No podía parar. Cuando lo intentó, se rió aún más. Era desesperante, aterrador. Vio a la mujer Raposo con la peluca blanca. El cuerpo del gorrión chocó contra los barrotes de su jaula. Las alas no se abrieron. La risa de Emília se apagó; su corazón se aceleró. Buscó a Degas, pero no pudo hallarlo. Se abrió paso entre la gente.
No supo durante cuánto tiempo permaneció en el borde de la pista de baile con los ojos cerrados. No supo cuánto tiempo pasó hasta que su cabeza dejó de girar. Cuando abrió los ojos, el frevo había terminado. Su tocado había desaparecido; el cuero cabelludo le dolía. Estaba en la parte de la pista de las viejas familias. Cuando se dio cuenta, Emília retrocedió rápidamente, evitando la pista de baile. Se desplazó a través de la zona oscura y libre de mesas. Allí vio a Degas.
Estaba de pie junto a un grupo de invitados disfrazados de gitanos y marineros. Sus disfraces no eran tan elaborados como los de las viejas y nuevas familias; los hombres y las mujeres marineros usaban gorras blancas; los gitanos, pañoletas improvisadas. En medio de los sencillos disfraces, Degas -con su tocado tornasolado de plumas- parecía un pavo real. Estaba detrás de Felipe, cuyo pañuelo de la cabeza se había soltado. Degas dudó, y luego cogió las puntas del pañuelo. Debajo de su pechera india, los brazos estaban desnudos. Sus manos parecían pequeñas y torpes, pero anudaron el pañuelo con suavidad a la cabeza de Felipe. Un mechón del pelo del amigo asomó y cayó sobre su oreja. Con las yemas de los dedos, Degas lo colocó. Su mano se demoró sobre el cuello de Felipe; el joven echó el rostro pecoso hacia atrás, acercándolo a Degas.
Una idea veloz y escalofriante pasó por la cabeza de Emília. Luego desapareció.