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15

Doña Dulce estaba sentada, rígida y sola, bebiendo a sorbos un vaso de zumo en la mesa de los Coelho. Emília no quería sentarse a mi lado. El humo del tabaco enturbiaba el salón de baile, irritándole los ojos. La música estaba demasiado fuerte. Salió a tomar el aire. A la entrada había una hilera de automóviles y carruajes. Dos jóvenes Raposo de pelo oscuro se abrieron paso hasta el coche de su familia. Una de ellas reconoció a Emília, por haberla visto en la plaza del Derby.

– No tienes buen aspecto -dijo, frunciendo sus gruesas cejas-. Nosotras vivimos en Torre. Está justo al lado de Madalena. Te llevaremos.

Con el desparpajo y el pragmatismo propios de una mujer Raposo, la joven cogió el brazo de Emília, la guió hacia el automóvil y dio unos golpes sonoros en la ventanilla para despertar al chófer. Aunque Emília protestó, la muchacha no le hizo caso. El conductor regresaría para buscar al resto del clan. Informaría a los Coelho de que ella se había marchado pronto. Emília estaba verdaderamente cansada de la fiesta. Agradeció la amabilidad de la muchacha. Pero esta actitud cambió apenas se alejaron del Club Internacional.

Toda joven bien educada mayor de 15 años era una novia en potencia, y gozaba especulando sobre las cualidades de un buen candidato. Después de una breve discusión sobre la fiesta, las jóvenes Raposo decidieron comparar a los galanes.

– Vi al joven Lobo -dijo, risueña, una de las hermanas-. Está completamente prendado de ti.

La otra joven Raposo puso cara de pocos amigos.

– ¿Crees que me gusta ese descarado? No tiene futuro ni ambición. Vivirá a costa de su padre durante el resto de su vida. ¡Si nos casáramos, viviríamos en la casa de sus padres! Una joven debería poseer sus propios criados, su propia casa. ¿No estás de acuerdo, Emília?

Las muchachas se rieron tontamente. Emília se encogió de hombros» Durante el resto del viaje, fingió que dormía. Cuando llegaron al portón de los Coelho, las hermanas le dedicaron un parco adiós.

La casa de los Coelho estaba a oscuras, la noche era cerrada. En la distancia se oyó el opaco estruendo de música callejera, un tambor continuo que imitaba al rápido ritmo del frevo. La multitud gritaba. Emília sintió de pronto una terrible soledad. Pensó en sacar su retrato de comunión del armario para verlo, pero no tenía fuerzas para subir las escaleras de caracol. Entró en el despacho del doctor Duarte. Allí, en posición fetal y durmiendo, se hallaba la niña sirena. Emília levantó el frasco del estante. Lo colocó sobre sus rodillas. El cristal estaba frío al principio, pero lentamente adquirió la temperatura de su piel.

Emília no comprendía las ideas del doctor Duarte, pero le gustaba la simpleza de las mediciones. Los hombres eran criaturas misteriosas. Hasta los caballeros, con sus barbas recortadas y su elegancia perfumada, resultaban poco de fiar. Qué gran alegría, entonces, poder medir a un hombre. Y a través de esas medidas determinar quién tenía buen corazón y quién era cruel. Quién podía proporcionar felicidad y quién no.

Emília volvió a poner rápidamente a la niña sirena en su lugar sobre el estante. La niña no estaba viva, se dijo a sí misma. Y las personas no eran como los vestidos. No se podían medir, marcar y cortar. La conversación de las jóvenes Raposo, con sus veladas críticas, atormentó a Emília. Un buen esposo tenía ambición, mientras que uno malo era dependiente de su padre. Ninguna mujer deseaba algo así. Las mujeres querían su propia casa, sus propios criados. Querían ser doñas, no nueras.

Emília siempre había creído que Degas era un buen partido. Después de llegar a Recife, se sintió inferior, provinciana y carente de refinamiento. Había creído que el desinterés de su esposo se debía a sus insuficiencias; ahora sabía que no era así.

La joven apreciaba los lujos de su nueva vida con Degas. Sin él, tal vez hubiera terminado como una de esas pobres costureras de Recife, atrapada en una estancia sofocante, inclinada horas enteras sobre una máquina de coser. Pero además de la capacidad de Degas de proporcionarle vestidos, casas o criados, Emília había esperado que un esposo educado le proporcionara una tranquila felicidad. Que juntos pudieran hacer de su vida matrimonial una tela fina, en la cual todo hilo irregular quedara escondido tan hábilmente que pasara desapercibido, haciendo que el género siempre se mostrase suave y bello. Pero allí de pie, en aquel estudio oscuro, entre libros extraños y frascos colmados por pálidos restos, recordó la sensación de frío del éter en la fiesta de carnaval, recordó las manos de su esposo atando con cuidado un pañuelo gitano, y presintió una aterradora certeza: había elegido mal. Y todos los que la rodeaban -doña Dulce, las criadas de la casa, incluso las jóvenes Raposo- parecían sospechar lo que Emília finalmente había notado: que Degas era incapaz de crear un tejido con aquellos hilos invisibles que conformaban la felicidad de una mujer.