38619.fb2 La costurera - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 58

La costurera - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 58

16

Cuando regresaron los Coelho, Emília estaba dormida sobre la cama infantil de Degas. Oyó el estruendo lejano de un motor. Se despertó con el chasquido seco de la cerradura. De pie en la puerta estaba la sombra de un hombre, oscura y maciza. Plumas iridiscentes brillaban alrededor de su cintura y su cuello, estampadas con grandes círculos blancos, como una docena de pares de ojos. Emília se incorporó.

– Te hemos buscado por todas partes -dijo Degas-. ¿Por qué te fuiste?

– Estaba cansada -respondió Emília-. Me ardían los ojos.

– Debiste decírmelo.

– El chófer de los Raposo os avisó, ¿no?

– Sí. Mi madre está furiosa.

– ¿Por qué? -De repente, Emília también se sentía furiosa.

– Una mujer no se va sin su esposo.

Emília se volvió a acostar. Las plumas de su disfraz atravesaban la tela brillante, pinchándole la piel.

– Y además con las Raposo -prosiguió Degas-. Todo Recife estará hablando de ello mañana.

– Que hablen -dijo Emília con brusquedad.

Oyó los jadeos de Degas, el zumbido de un mosquito, los fuertes latidos de los tambores maracatu en la distancia. Degas estiró la mano para tantear la cama, como si sus ojos no se hubieran acostumbrado aún a la oscuridad. Se desplomó al lado de ella, casi sobre sus piernas. Se había sentado sobre su falda, inmovilizándola. Emanaba un hedor agrio y fermentado, mezcla de alcohol y sudor.

– ¿Qué sabes de mí? -preguntó. El tono de su voz era apremiante; sus ojos, húmedos y oscuros.

Emília sintió una oleada de disgusto. Ella podría preguntarle lo mismo. Degas jamás quería saber cómo pasaba los días; jamás preguntaba por sus sentimientos. Emília sólo era algo útil y atractivo, como la gramola o los brillantes zapatos. En definitiva, un adorno que ocupaba un lugar periférico en su vida.

– Jamás me has besado -le dijo ella.

– Te he besado muchas veces.

– No -dijo Emília-. No me has besado como se besa a una mujer.

Degas se frotó el rostro con las manos. Suspiró.

– No, supongo que no. -Fijó la mirada en Emília. Se pasó la mano por el pelo-. No he cumplido con mi parte del trato.

– Un trato -repitió Emília automáticamente. Era lo que solía hacer en el mercado de los sábados, pero jamás le gustó. De hecho, lo odiaba. Siempre pagaba demasiado y recibía demasiado poco. Emília cogió la esquina de la sábana almidonada y la arrugó.

– Tu madre quiere un nieto -dijo con la voz temblorosa y abrumada-. Me echa la culpa a mí.

– Lo siento -susurró Degas-. No es justo.

Se levantó y extendió la mano.

– Ven -dijo.

Lo dijo tan suavemente que Emília, pese a su enfado, obedeció. Degas le levantó los brazos por encima de la cabeza. Le quitó el arrugado disfraz. Debajo llevaba una combinación y pantalones cortos de algodón. Aun así, Emília sentía un frío extraño. Se cruzó los brazos sobre el pecho.

– Acuéstate -susurró Degas.

Sintió las sábanas ásperas contra la espalda. Las manos de él estaban frías. Se movieron suavemente al principio, y luego con mayor urgencia, presionando y tirando como si la estuviera moldeando con sus delgados dedos. Enseguida sus pantalones cortos habían desaparecido; la combinación estaba apretujada alrededor del pecho. Degas pesaba mucho. El pecho de Emília apenas podía elevarse o descender. Comenzó a respirar con dificultad, la cabeza le latía. Cerró los ojos y recordó el molino de harina de Taquaritinga, su húmedo calor, el olor acre de la mandioca, los hombres y las mujeres sudorosos encorvados sobre los pálidos tubérculos que se aplastaban hasta quedar transformados para siempre.