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La casa de tía Sofía era pequeña, pero sólida, con ladrillos en la parte exterior y paredes bien terminadas por dentro, encaladas. Cuando acudía gente de visita, extendía las manos para tocar la tersa superficie de las paredes, sorprendida por semejante lujo. Tía Sofía también había instalado un excusado atrás, completo, con una puerta de madera y una cavidad revestida de arcilla en el suelo de tierra. La gente decía que jugaba a ser rica, que malcriaba a sus jóvenes sobrinas con tales derroches. Su tía era la mejor costurera del pueblo. Había otras mujeres que cosían, pero, según tía Sofía, no eran profesionales; sus puntadas eran burdas y no reforzaban las costuras de los pantalones, ni sabían cómo confeccionar la camisa de un caballero. La máquina de coser de tía Sofía -una Singer manual, es decir sin pedal, con una rueda y una base de madera- era vetusta. La rueda de la máquina estaba oxidada y era difícil hacerla girar, la aguja estaba desafilada y la palanca que hacía saltar la base de la aguja de coser hacia arriba y hacia abajo se atascaba a menudo. Pero tía Sofía insistía en que la excelencia de una costurera no dependía de la máquina de coser. Una buena costurera debía prestar atención al detalle, reconocer el contorno del cuerpo de la gente y saber cómo caerían o se adherirían a esas formas diferentes tipos de tela, ser eficiente con esas telas, sin cortar jamás demasiado ni demasiado poco, y finalmente, una vez que la tela era cortada y calzada debajo de la aguja de la máquina, no podía dudar, no podía titubear. Una buena costurera debía ser resuelta.

Cuando eran muy pequeñas, tía Sofía les hacía ropa para las muñecas recortando papel de estraza y luego trazaba los patrones sobre retazos de tela de verdad. Les enseñó a dar puntadas, a mano primero, lo que le había resultado más fácil a Luzia, y luego les enseñó a manejar la máquina de coser. La máquina manual había sido un desafío para la hermana de Emília. El brazo bueno de Luzia le daba a la rueda mientras el brazo petrificado movía la tela bajo la aguja. Como su brazo no podía doblarse, Luzia tenía que mover todo el torso para evitar que la tela se deslizara y para mantener las puntadas en línea recta. La mayoría de la gente contrataba a tía Sofía, Emília y Luzia para coser los vestidos de primera comunión de sus hijos, para los vestidos de novia de sus hijas, para los trajes funerarios de sus padres, pero se trataba de ocasiones solemnes y excepcionales. Sus clientes principales eran el coronel y su esposa, doña Conceição.

A Emília le encantaba coser en casa del coronel. Le encantaba comer las azucaradas tortas que la sirvienta llevaba al cuarto de costura como merienda. Le encantaba el fuerte olor a cera para el suelo, el sonido de los tacones de doña Conceição sobre las baldosas negras y blancas, el repique profundo del reloj de pie que había en el vestíbulo. El cielorraso del coronel estaba recubierto de yeso y pintura, ocultando las tejas naranja del techo. Era terso y blanco como la superficie glaseada de una tarta.

Doña Conceição había comprado hacía poco una máquina de última generación: una Singer que se manejaba con pedal. La máquina estaba apoyada sobre una pesada base de madera con patas de hierro. Tenía diseños florales grabados sobre su brillante superficie de metal. Habían sido necesarias dos de las mulas de carga del coronel para subir la Singer por el sinuoso sendero de montaña hasta el pueblo. Era mucho más difícil de manejar que la antigua máquina manual de tía Sofía. Por ello, la compañía Singer enviaba instructores a todo Brasil y ofrecía siete clases gratuitas con cada compra. Doña Conceição insistió en que fueran Emília y Luzia quienes las tomaran. Luzia no apreciaba las clases, pero Emília sí. Le habían presentado al profesor Celio, de quien ella esperaba que le presentara el mundo.

Los días que tenían clases, Emília abreviaba sus oraciones a san Antonio para tener tiempo de lavarse el pelo. Debía estar completamente seco para que tía Sofía le permitiera salir de la casa. Su tía creía en los peligros del pelo mojado: causaba fiebres, enfermedades terribles, hasta deformidades. Cuando eran niñas, tía Sofía a menudo repetía la historia de una pequeña rebelde que salió con el cabello mojado. El viento la golpeó y la encorvó para el resto de su vida, torciendo e inutilizando todo su cuerpo.

Emília se dirigió a la cocina. La leña ardía y se amontonaba sobre la boca llena de hollín del fogón. Tía Sofía removía el fuego con su largo atizador, y luego agitaba un abanico delante de un pequeño agujero que había en la cocina de ladrillo, bajo las llamas.

Las piernas de su tía eran tan gruesas como los postes de una gran valla; los tobillos no se distinguían de los muslos. Gruesas venas azules se hinchaban bajo la piel de sus tobillos y detrás de sus rodillas, producto de todos los años que se había pasado sentada frente a una máquina de coser. Una larga trenza blanca colgaba sobre la espalda de tía Sofía.

– Bendígame, tía -dijo Emília con tono rutinario.

Su tía dejó de abanicar el fogón. Besó la frente de la chiquilla.

– Bendita seas. -Tía Sofía frunció el ceño. Tiró del pelo de Emília-. Pareces un hombre con este… Eres como uno de esos cangaceiros.

Las modelos del último Fon Fon -bocetos de mujeres con largos cuerpos y labios coloreados- tenían oscuras, cortas y brillantes melenas como de seda fina, que enmarcaban sus rostros con formas muy simétricas. Una semana antes, Emília había cogido las grandes tijeras de coser y había copiado el corte de pelo. Tía Sofía casi se desmaya cuando la vio con aquel nuevo aspecto.

– ¡Santo cielo! -había gritado la buena mujer. Agarró a Emília del brazo y la llevó ante el altar de los santos para que pidiera perdón. Desde entonces, tía Sofía la había obligado a atarse un pañuelo sobre la cabeza cada vez que salía de la casa. Emília había previsto esa reacción de su tía. Hacía años que el tío Tirso había fallecido, y sin embargo tía Sofía sólo usaba vestidos negros, con dos camisolas por debajo. Llevar menos ropa era, según ella, el equivalente de caminar desnuda. Jamás permitía que Luzia o Emília llevaran algo de color rojo, o encarnado, como solía llamarlo tía Sofía, porque era el color del pecado. Y cuando Emília usó su primer sostén, tía Sofía había ajustado tan fuerte las tiras del corpiño que Emília casi se desvaneció.

– Tía, ¿debo llevar un pañuelo hoy? -preguntó Emília.

– Por supuesto. Lo usarás hasta que te vuelva a crecer el pelo.

– Pero en la capital todo el mundo lleva el pelo así.

– No estamos en la capital, aquí somos decentes.

– Por favor, tía, sólo hoy. ¡Sólo para la lección de costura!

– No. -Tía Sofía abanicó el fuego con mayor velocidad. Las ramillas se tiñeron de naranja.

– Es que parezco una recolectora de café.

– ¡Mejor parecer una recolectora de café que una mujer fácil! -gritó tía Sofía-. No hay deshonra en ser recolectora de café. Tu madre recogía café cuando era niña.

Emília soltó un largo suspiro. No le gustaba imaginarse a su madre de esa manera.

– No te enfades -dijo tía Sofía, señalando con el atizador la cabeza de Emília-. Debiste pensarlo antes de hacer… eso.

– Sí, señora -replicó Emília. Quitó el trapo que cubría la jarra de arcilla al lado del fogón y vertió el contenido de una taza de agua en la palangana de metal. En el rincón más alejado de la cocina, tía Sofía había instalado una cortina precaria, para que se pudieran bañar en privado. Emília cogió la barra de jabón perfumado de su escondite en el alféizar de la ventana. Era un regalo de doña Conceiçáo. Emília lo prefería al ordinario jabón negro que compraba tía Sofía, que le daba a todo un cierto olor a cenizas. Se sentó en cuclillas al lado de la palangana y ahuecó las manos para echarse el agua sobre la cabeza. Frotó la pelotita pequeña y perfumada en sus manos.

– Bendígame, tía -dijo Luzia. Entró descalza por la puerta de atrás, con un cuenco vacío en sus grandes manos. Había estado echando maíz a las gallinas «pintadas». A Emília le desagradaban esas gallinas moteadas: siempre que les daba de comer le picoteaban los dedos de los pies y revoloteaban alrededor de su cara. Con Luzia, las gallinas se comportaban correctamente. Se apartaban cuando pasaba y soltaban un cacareo inusualmente agudo, que sonaba como una tribu de ancianas que repetían las palabras: «Soy débil, soy débil, soy débil».

– ¿Otra vez te vas a lavar la cabeza? -preguntó Luzia. Como Emília la ignoró, posó las manos sobre las caderas-. Estás gastando agua. ¿Qué pasa si no llueve durante los próximos cuatro meses?

– No soy un animal -replicó Emília, sacudiendo la cabeza. Pequeñas gotitas oscurecieron el suelo de tierra-. Me niego a oler como uno de ellos.

Tía Sofía cogió un mechón enredado del cabello de Luzia y se lo llevó a la cara. Arrugó la nariz:

– ¡Hueles como las gallinas! Deja de regañar a tu hermana y lávatelo tú también. No permitiré que vayas a tu clase de costura sucia.

– Odio esas clases -dijo Luzia, poniéndose fuera del alcance de su tía.

– ¡Cállate! -gritó tía Sofía-. Deberías mostrarte agradecida por poder asistir a ellas.

Luzia se dejó caer sobre una banqueta de madera de la cocina. Acunó el brazo rígido con el sano, una costumbre que daba a ambos un aspecto normal, como si Luzia estuviera exasperada y tan sólo cruzara los brazos delante del pecho.

– Estoy agradecida -farfulló-. Sólo tengo que observar a Emília, verla adular a nuestro profesor una vez al mes.

– ¡No lo adulo! -El rostro de Emília se tiñó de rojo-. Le manifiesto respeto. Es nuestro profesor.

Tía Sofía jamás estaría de acuerdo con las cartas perfumadas, las sonrisas secretas. Su tía creía que ir de la mano era vergonzoso, que un beso en una plaza pública era signo de estar camino al altar.

– Estás celosa -dijo Emília-. Yo puedo manejar la Singer, y tú no.

Luzia la miró.

– No estoy celosa de ti, culo de cesta -dijo.

Emília dejó de secarse el cabello. Los niños del colegio de curas la habían llamado así cuando su cuerpo cambió y los vestidos comenzaron a quedarle apretados. Emília ya no podía ni siquiera mirar las enormes, redondas canastas que se vendían en el mercado sin sentir una punzada en el alma.

– ¡Gramola! -clamó Emília.

Durante unos segundos, los ojos de Luzia se abrieron de par en par, y sus pupilas, como rayos, atravesaron aquellos brillantes círculos verdes. Luego se entornaron. Luzia cogió el jabón perfumado y lo arrojó por la ventana. Emília se levantó, y casi echa a rodar la palangana. Su jabón de lavanda yacía cerca del excusado, tirado en medio de restos de maíz seco. Las gallinas lo picoteaban. Emília salió corriendo afuera, ahuyentándolas de una patada.

– ¡Menudas dos burras! -gritó tía Sofía. Siguió a Emília y le echó una toalla sobre los mojados rizos-. ¡He criado a dos burras!

La tía Sofía se santiguó y le dirigió la palabra al techo, como si Emília y Luzia no estuvieran presentes:

– Santo Dios, lleno de misericordia y de gracia, haz que estas muchachas se den cuenta de que son de la misma sangre. ¡Que están solas frente al mundo!

Luzia salió de la cocina. Emília le quitó al jabón los pedacitos de maíz. Intentó ignorar la voz de su tía. Había escuchado esa salmodia un montón de veces y en cada ocasión había deseado que no fuera cierta.