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El poblado ribereño de Santo Tomé no tenía casuchas precarias de arcilla. Todas sus casas eran de ladrillo, cubiertas de una gruesa capa de cemento blanqueado con cal. Había una oficina de telégrafos, una escuela, y al lado de los cúmulos de semillas de algodón estaba la planta desmotadora, la segunda más grande de Pernambuco. Todo era propiedad del coronel Clovis Lucena.
El viejo coronel pasaba los días en su hacienda enfundado en un pijama azul. Llevaba una peixeira envainada en un estuche de cuero, metido en la cintura fruncida de su pijama. Se rumoreaba que años atrás un capanga habían intentado estrangularlo con su propia corbata. A partir de entonces, el coronel se negaba a usar traje. Luzia había escuchado esta historia en Taquaritinga, pero jamás supo si era verdad.
Cuando los saludó, el coronel Clovis sonrió. Como una cabra, sólo tenía la hilera superior de dientes. La parte inferior era sólo encía. Su único hijo, Marcos Lucena, estaba de pie a su lado. Marcos era un hombre de mediana edad y parecía un sapo cururú: tenía piernas cortas, complexión ancha y sus ojos, aunque vencidos por unos párpados pesados y somnolientos, estaban siempre al acecho.
Como todo buen anfitrión, el coronel Clovis se esmeró en agradar a sus huéspedes. Cuando llegaron, ordenó que degollaran una de sus mejores vacas. Hizo que sacrificaran y asaran dos cabritos. A pesar de las protestas de su cocinero, el coronel Clovis le cedió a Canjica el control absoluto de la cocina. La casa del coronel tenía una amplia galería protegida del sol por hileras de árboles ipé en flor. Pétalos amarillos cubrían el techo y el suelo como una manta dorada. Al lado de la casa había un redil para cabras, el más grande que Luzia había visto en su vida. En uno de sus corrales, los cabritos balaban sin dejar de darse topetazos unos a otros ni de empujarse sus flacas patas.
– Sigues siendo un feo hijo de puta -dijo el coronel, sonriendo al Halcón. Hizo un gesto con la mandíbula hacia Luzia-. ¿Te has conseguido una esposa?
– Un amuleto -respondió el Halcón-. Para darme suerte.
El coronel se rió y se volvió hacia Luzia.
– Mi esposa, que en paz descanse, era una mujer enorme. La mujer más fuerte que ha pisado la tierra. Mi Marcos se quiere casar con una pollita de Salvador. -El anciano pateó el zapato de su hijo de manera violenta-. No sobrevivirá en plena estepa.
– Cuando nos casemos -farfulló Marcos-, no vivirá aquí. -Enfocó la mirada somnolienta en el Halcón-. ¿Vienes a cobrar?
El Halcón sonrió. Su ojo sano emitió destellos.
– ¡No! -se interpuso rápidamente el coronel-. Yo sé por qué estás aquí. ¡Me enteré del desastre que provocaste en Fidalga! Ya era hora de que comenzaras a enfrentarte a Floriano Machado…, ese pedazo de mierda. Envía su algodón hasta Campiña Grande en lugar de vendérmelo a mí. Siempre le ha tenido envidia a mi planta desmotadora, nuestra planta. -El coronel Clovis sonrió y luego le dio un golpecito a Luzia-. Ese Machado es un cabra-de-peia. Sabes lo que significa, ¿no, chica? Es una vieja cabra sin carácter. Sin palabra. No respeta las viejas costumbres, tiene que ir a llorar le al gobernador para que envíe tropas en lugar de arreglar las cosas por sí mismo.
– Según lo que decía el Semanario -interrumpió Marcos-, quieren llevaros a ti y a tu grupo a Recife. El gobernador necesita buena prensa.
El coronel resopló por la nariz.
– ¡Ese pequeño cabrón de Higino no pondrá un pie en mis tierras! Me gustaría ver cómo me obliga el gobernador. Le di más votos que cualquier otro coronel en las últimas elecciones. ¡Conseguí votos hasta de los muertos! Tiene dificultades con el nuevo partido; no puede permitirse el lujo de fastidiarme.
– ¿Un partido nuevo? -preguntó el Halcón frunciendo el ceño, confundido.
– ¿Cuánto tiempo hace que estás en el monte, muchacho? -preguntó el coronel-. Allí en Minas, Celestino Gomes es candidato a presidente y tiene a un joven de Paraíba que se presenta con él para asegurarse el norte. Prometen una carretera que atraviese Brasil y dar a las mujeres el derecho al voto. No me gusta. Pero mientras no se metan en mi negocio, yo no me meto en el de ellos. Por supuesto, su partido nos está rondando, prometiendo esto y aquello si cambiamos de bando. Aún no lo he decidido.
– No se puede confiar en los del sur -dijo el Halcón.
El coronel Clovis asintió pensativamente. Se alisó con la mano los pocos cabellos que tenía sobre las orejas. Las manchas de sol sobre su calva eran marrones y voluminosas, como garrapatas.
– Algunos dicen que si gana Gomes, todos vamos a cagar oro -continuó Clovis-. Otros pronostican lo peor: la muerte de los coroneles. -Suspiró, luego sonrió a Luzia-. El poder de un coronel es como la hierba, muchacha. Cuanto más la cortas, más crece. Es como un cangaceiro.
Muchos grandes cangaceiros habían sido amigos suyos durante su larga vida. Cabeleira, Chico Flores, Casimiro, Zé do Mato. Los había conocido a todos. Todas las generaciones, recordó Clovis, tenían sus cangaceiros gloriosos. Desde la época de su bisabuelo -cuando no había políticos ni vallados malditos, ni líneas de telégrafo- los cangaceiros y los coroneles tenían sus alianzas y sus disputas.
– Son como el mono sagüi y los árboles angico -dijo Clovis-. No pueden vivir el uno sin el otro.
– Los árboles podrían sobrevivir perfectamente -murmuró Marcos.
Su padre lo miró furioso. El Halcón sonrió.
– Ya basta de cháchara-dijo el coronel, sacudiendo su mano arrugada-. Bebamos algo.
Se trasladaron al porche. Una hilera de mecedoras intricadamente talladas descansaban vacías. Luzia se quedó rezagada. Quería encontrar a Ponta Fina e Inteligente, que tenían su máquina de coser. Al llegar, los hombres se habían dispersado. Algunos revisaron la casa y sus alrededores, asegurándose de que no había peligro. Otros plantaron el campamento y ayudaron a Canjica a preparar el banquete. Luzia miró fijamente por encima del laberinto de corrales, buscando algún rastro de los hombres. Sintió un firme tirón en el brazo tullido. El coronel Clovis estaba a su lado.
– No seas una de esas palurdas que se van corriendo -dijo-. Ven y siéntate con nosotros.
Con increíble fuerza, Clovis tiró de nuevo del codo rígido de Luzia, acercándola. La chica se inclinó hacia él.
– ¿Ves eso? -susurró el coronel señalando el corral de chivos-. Ésos son mis cabritos. Pura sangre. La carne más dulce que hayas probado jamás. Sus madres andan sueltas. No tengo cabreros, no los necesito. Te contaré mi truco: si quiero atrapar a la madre, sujeto a su cabrito.
Luzia se echó hacia atrás. El viejo tenía un aliento penetrante, mezcla de dientes podridos y de tabaco masticado. Ella observó el porche. El Halcón volvió sobre sus pasos, acercándose a ellos. El coronel se aferró aún más fuerte a su brazo.
– ¿Cómo es tu nombre? -preguntó.
– Luzia.
– ¡Ah! -suspiró el coronel, como si hubiera dicho algo extraordinario-. Mañana es 19 de diciembre. El día de tu santo.
Luzia no llevaba la cuenta de los días. Cumpliría 18 años y tendría que llevar a cabo la promesa a san Expedito. Su largo pelo era un estorbo en el matorral. Incluso trenzado, se enganchaba en los árboles. Rara vez podía lavárselo, y tenía que peinárselo con los dedos. Aun así, Luzia no se hacía a la idea de cortárselo. Debajo de los pantalones, las mantas, los morrales y el sombrero de cuero, ella era una mujer, no un cangaceiro. San Expedito tendría que esperar.
– ¿Qué tipo de suerte das? -preguntó el coronel, interrumpiendo sus pensamientos-. ¿De la buena o de la mala?
– Ninguna de las dos -respondió Luzia, soltándose la mano.
El coronel exhibió sus escasos dientes vetustos.