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Aquella noche, en honor a santa Lucía, los cangaceiros hicieron una fogata en el jardín del coronel. Los peones y sus familias se agazaparon cerca del fuego, pero no bailaron ni cantaron. Observaron a los cangaceiros y lanzaron miradas de preocupación al coronel Clovis, que se balanceaba en su mecedora sobre el porche. Las esposas de los peones trajeron un gran recipiente de metal, tiznado por el hollín. Lo llenaron con vainas de castañas de cajú y lo pusieron sobre el fuego. Las llamas se elevaron a los lados de la cazuela, y luego se metieron dentro. Las vainas de semillas estallaron; el aceite goteó de las cascaras y chorreó sobre el fuego. Algunas mujeres revolvieron las castañas envueltas en llamas con largos palos, apartando el rostro del humo ponzoñoso.
Luzia se sentó lejos del fuego, pero le lloraban los ojos. Apartó la cabeza del humo y miró hacia el porche. Allí estaban sentados el Halcón, Marcos y el coronel Clovis, meciéndose. Los pies del coronel, enfundados en sandalias, apenas tocaban el suelo. El cuerpo amplio de Marcos se derramaba fuera de los bordes de la silla. Incómodo con el movimiento de la mecedora, el Halcón estaba sentado en el borde de una silla con los pies apoyados en el suelo. El respaldo de la mecedora se inclinaba peligrosamente alejándose del suelo. Luzia temió que se volcara. El Halcón era un huésped cauto. Cuando una criada sirvió un líquido de color ámbar, sacó una cuchara de plata de su morral y la metió en su vaso. La cuchara estaba bien lustrada, brillaba en su mano. Antes, Luzia le había visto meter el utensilio en bolsas de harina de mandioca en la despensa del coronel y en cualquier otra comida que pareciera sospechosa. Si la cuchara se oscurecía, eso quería decir que había veneno. El whisky del coronel no estaba en ese caso, pero incluso después de que el Halcón secara la cuchara y la volviera a meter en el morral, esperó a que su anfitrión bebiera el primer sorbo.
Esa tarde, ante la insistencia del coronel, Luzia se sentó en el porche al lado de los hombres, pero no bebió. Sólo escuchó. Hablaron del precio del algodón, de cuánto había procesado la planta, cuánto tardarían las balas de algodón en llegar a Recife y cuánto pagarían las fábricas textiles. La cosecha había sido muy abundante, dijo el coronel, y sin duda las fábricas pagarían menos. El Halcón elogió las habilidades de negociación del coronel. Dijo que su planta obtendría una buena ganancia. El coronel Clovis movió la mandíbula de un lado a otro, como si estuviera acomodándola dentro de su boca. Marcos se meció aún más rápido en su silla. Luzia miró atentamente al Halcón. Sostenía el vaso con ambas manos, como un niño. No parecía un terrateniente, pero esa tarde había hablado como uno de ellos. El coronel había dicho que la planta también era del Halcón. Y Luzia se dio cuenta de que el Halcón y sus cangaceiros no habían acudido al coronel para que los protegiera, sino para cobrar su parte.
Desde el comienzo supo que los cangaceiros no eran pobladores aislados de la caatinga. Dependían de los habitantes del matorral -ricos y pobres- para proveerse de ropa, alojamiento y protección. Esa red de conexiones era frágil: se basaba en la reputación que el jefe cangaceiro tuviera de ser un hombre justo, y podía quebrarse fácilmente si flaqueaba aquel sentido de justicia. Otros bandidos podían ser innecesariamente brutales, pero el Halcón y sus cangaceiros no podían permitirse ese lujo. Sus acciones jamás carecían de sentido. Si sus hombres cercenaban la oreja a un comerciante, se debía a su grosería; si le cortaban la lengua a otro, era por dar un soplo a los soldados o calumniar a los cangaceiros; y si usaban sus puñales se debía a ofensas mayores contra ellos o contra sus amigos. Lo más importante, solía decir el Halcón, era que el honor de una mujer era el tesoro de su familia. Él y sus hombres respetaban a las familias; dependían de ellas.
– Sólo los pájaros cagan donde comen -decía-. Y nosotros no somos pájaros; somos cangaceiros.
Ese día, en el porche del coronel, Luzia se dio cuenta de que además eran hombres de negocios. Tuvo una extraña sensación de confianza. Los hombres de negocios tenían planes, tenían un futuro. Los cangaceiros, no. Recordó el relato de Ponta Fina de su incorporación al grupo, la advertencia del Halcón de que era un callejón sin salida. Los planes de futuro que había oído expresar a los hombres eran efímeros: bailar, disfrutar de una buena cena, amar a una mujer. Más allá de eso, esperaban morir en un combate justo. Pero si el Halcón era dueño de algo, si era socio de la planta desmotadora, eso significaba que tenía influencia y un ingreso anual. Un flujo constante de ingresos significaba que podía hacer planes por adelantado, podía ahorrar dinero, podía comprar tierras para él y sus hombres. Y con la tierra venía la respetabilidad. Con la tierra sobrevenía la esperanza de algo más que la supervivencia y una muerte segura.
Las castañas ya estaban listas. Con rápida precisión, las mujeres colocaron los palos con los que habían movido a ambos lados del cuenco de metal y lo levantaron del fuego. Luego volcaron el cuenco. Las castañas ennegrecidas cayeron sobre la tierra. Los niños rodearon la pila humeante y la enfriaron con arena. Cerca de ella, Sabia cantó sin el acompañamiento del acordeón. Su canción era rápida; el ritmo, entrecortado. Respiraba profundamente entre verso y verso:
Los cuerpos son mi jardín, mi pistola es mi azada, mis balas son como lluvia: soy un hijo del sertáo.
Los cangaceiros bailaron al lado del fuego en dos hileras, portando sus rifles, con una mirada severa en el rostro. Al ritmo de la canción de Sabia, avanzaban tres pasos con el pie derecho, luego se adelantaban rápidamente con el izquierdo. Se habían aflojado las alpargatas para que las suelas se arrastraran sobre el suelo. El cuero bacía un ruido susurrante contra la arena. Los rifles eran sus compañeros de baile y los cogían con rigidez, como habían agarrado a las tímidas muchachas en Fidalga.
Los hombres tenían prohibido beber, aunque el coronel les ofreció licor de caña. Aun así, el interminable suministro de carne y agua de río excitó a los cangaceiros. De repente, el Halcón se alejó del porche. Luzia creyó que iba a regañar a los hombres por bailar. En cambio se unió a ellos. Se puso delante de la primera hilera, pisando fuerte y arrastrando los pies al compás con los demás. Sus movimientos eran más precisos, más controlados. Había una cierta gracia en su regularidad, una extraña fluidez en el ritmo de sus rígidos músculos.
Mi rifle es mi mejor abogado, mis balas son policía, mi puñal, el juez más justo, y la muerte, mi huida.
Luzia lo observó. Deseó que cuando terminara el baile se acercara a ella. Quería darle las gracias. La tarde en la que Ponta Fina y ella habían ido a buscar su máquina de coser al porche trasero del coronel el Halcón le había dejado un regalo. Habían acampado lejos de la casa del coronel Clovis, y habían dejado la máquina de coser sobre el porche para que no se recalentara al sol. Cuando Luzia y Ponta la fueron a buscar, encontraron un pequeño paquete en la base de la Singer atado con una cuerda. Al tirar del papel de estraza, un rollo de seda se derramó en sus manos. Era resbaladizo, como el aceite. Luzia emitió un grito ahogado y lo levantó antes de que tocara el suelo. La seda era del color de la sémola finamente rallada: había dos metros. En Taquaritinga un regalo así le habría parecido inútil y ridículo. Pero hacía mucho tiempo que no sentía algo tan suave. Durante meses sólo había sentido el cuero áspero, las frazadas de lana rasposa, los cardos y los espinos del matorral, y su propia piel llena de callos. Ponta Fina le pidió que le dejara tocar la seda.
– Debe de ser del capitán -dijo. Con motivo de su cumpleaños, imaginó Luzia. Del día de su santa. Toda la tarde la había pasado pensando en dar las gracias al Halcón, pero no sabía cómo.
La canción de Sabia terminó. Los hombres dejaron de bailar.
– Es casi medianoche -anunció el Halcón-. La hora de rezar.
Los peones y los cangaceiros se congregaron alrededor de una gran roca de superficie plana, a pocos metros del fuego. Canjica tenía en la mano una lata de sal y una cuchara de madera. Entregó esos objetos a Luzia, y la guió hacia la roca. El Halcón se arrodilló delante de ella. Los otros hicieron lo mismo. Sacó un papel arrugado del bolsillo de su chaqueta. Miró a Luzia e inclinó la cabeza.
– Mi santa Lucía -dijo lentamente, pronunciando cada sílaba-, haz que yo vea. Tú, que no perdiste la fe ni después de que te desangraran; tú, que no perdiste la visión ni después de que te sacaran los ojos, defiéndeme de la ceguera, conserva la luz de mis ojos, dame la fuerza para mantenerlos abiertos siempre, para poder distinguir el bien del mal, la verdad de la mentira. Tú, que recibiste cuatro ojos en lugar de dos, mira a los cielos y dinos qué nos depararán estos meses.
Canjica sacó una cucharada de sal de la lata que estaba en manos de Luzia y la puso sobre la roca.
– ¡Enero! -gritaron los peones y cangaceiros.
Canjica dejó otra cucharada de sal al lado de la primera.
– ¡Febrero!
Otra cucharada.
– ¡Marzo!
Otra cucharada era abril, otra mayo y finalmente junio.
Era una profecía. Luzia había oído que los vaqueiros y peones hacían esa prueba. Los montículos se dejarían allí fuera hasta la mañana siguiente. Por cada montículo que disolvía el rocío de la noche habría un mes de lluvia. Si los montículos permanecían intactos, habría sequía. El santo debía recibir algo a cambio de su disposición para predecir el futuro. Luzia no sabía nada de profecías, pero sabía de santos. Por cada petición, necesitaban una prueba de fe. Por cada bendición, siempre exigían algo a cambio.
El Halcón se desató un zurrón del cinto. Lo sostuvo entre los montoncillos de sal, y luego lo abrió y lo volcó. Un montón de bolitas del tamaño de canicas se derramó hacia fuera. Algunas estaban arrugadas y con el aspecto de*pasas. Otras, dobladas como monedas torcidas. Algunas conservaban la redondez, pero estaban ligeramente desinfladas; tenían el color cuajado del ojo enfermo de Medialuna.
Luzia se apartó rápidamente del círculo de oración. Recordó a los capangas de Fidalga con los ojos ahuecados, amontonados sobre el porche del coronel Machado. Recordó la copla de su tía Sofía sobre el Halcón caracará: «El caracará busca a los niños que no son listos…».
Luzia esperaba sentir alguna reacción: un dolor en el estómago, un temblor en los dedos. No sintió nada. A lo largo de los últimos meses, su temor, su repugnancia, su compasión se habían evaporado bajo el inclemente sol del matorral. Así como la piel de sus pies y de sus manos se había llenado de ampollas, se había oscurecido, insensibilizado y endurecido, había algo en su interior que también se había curtido. A menudo encontraban cadáveres de cabritos en la maleza. Encontraban reses de ganado y los cadáveres secos y apergaminados de los sapos. Ninguno tenía ojos; habían sido arrastrados por hileras de hormigas saúva o arrancados por pájaros hambrientos. Era inevitable. En el matorral, un depredador no era ni mejor ni peor que otro.
Fuera del círculo, Luzia se arrodilló. Miró el cielo oscuro. Las estrellas sobre el horizonte parecían un puñado de sal esparcido. Todas las noches le rezaba a ese cielo. Todos los días flotaba encima de ella, azul e inalcanzable, morada del inclemente sol. Miró los hombros anchos del Halcón, su cabeza agachada. Cuando rezaba, no miraba al cielo ni a la tierra. Luzia enderezó su brazo sano. Apoyó la mano sobre la tierra. Se sorprendió por su frialdad y su firmeza.
Oyó algo que se arrastraba detrás. Se volvió y vio las alpargatas de cuero del coronel, y en ellas, sus dedos atrofiados. Se apoyaba sobre un bastón de madera.
– No soy ningún santo, pero puedo asegurar que este año no lloverá -dijo-. Cuando mis cabras estornudan, eso significa que lloverá. Aún no han estornudado.
El mango de un cuchillo asomaba inclinado sobre la pretina del pijama. Luzia miró hacia el porche. Marcos había desaparecido. El coronel Clovis sacudió la cabeza.
– Ese muchacho -dijo, señalando al Halcón con su bastón- se lo toma todo en serio. Gracias a Dios que no hay un santo al que le gusten los corazones. O las entrañas. -Rió socarronamente, y luego miró a Luzia-. He visto esa máquina de coser en mi porche. ¿Has estado cosiendo para los muchachos? Se están comenzando a parecer a las costureras de mi esposa. De acuerdo con que les guste el lujo, pero se exceden. ¿Eso hacías antes de escaparte con él? ¿Coser?
Luzia se levantó y se limpió las manos en los pantalones.
– No me escapé.
– ¿Fue él quien te dejó así el brazo?
– No.
El coronel reflexionó un instante, moviendo la mandíbula.
– Tal vez por eso te tenga cariño. Eres una lisiada, como él. -Se acercó más-. ¿Alguna vez has oído hablar del coronel Bartolomeu, el que se hizo famoso cuando él lo asesinó?
– Sí. -Todo el mundo se había enterado de aquel crimen: un muchacho de 18 años había matado a un coronel y había huido.
– Era su padre. -Clovis sonrió-. O al menos eso dice la gente. Su madre era una pobre desgraciada. Una joven que fue deshonrada. Le contó a la gente que el coronel había abusado de ella, que era el padre del muchacho. Nadie la escuchaba, pero ella insistía. Quería dinero. Es lo que quieren todas esas mujeres arrendatarias. Bartolomeu se cansó y envió a sus capangas. Le taparon la boca y le prestaron ese servicio al niño -el coronel Clovis trazó una línea que descendía por el costado de su propio rostro avejentado-. Así es la historia, ¿no?
– Supongo -dijo Luzia.
– ¿No te lo ha contado?
– Jamás se lo he preguntado.
El coronel Clovis agitó el bastón de forma muy expresiva.
– Debes haber hecho algo muy bueno para que rompiera su promesa.
– ¿Qué promesa?
El coronel escrutó el rostro de la muchacha. Sus gruesos carrillos oscilaban como un péndulo, como si toda la masa de su rostro se hubiera descolgado en ellos. Encogió los hombros y apartó la mirada.
– Seguramente ha hecho tantas promesas que es difícil llevar la cuenta. Yo también estaría besando el culo a los santos si fuera él.
– ¿Qué promesa? -insistió Luzia. El coronel sonrió.
– Ahora sí que estás interesada, ¿eh? La primera vez que vino aquí a cobrar, dijo que había recibido una señal de uno de sus santos. Dijo que jamás acogería a una mujer en su grupo, que las mujeres estaban para casarse o para divertirse.
– Yo no -afirmó Luzia.
– Conmigo no te preocupes por el decoro, chica. Conozco a los de tu especie. -Clovis miró al Halcón y sacudió la cabeza-. Todos tenemos que negociar; todos tenemos que pactar.
Golpeó el suelo con el bastón varias veces, como si estuviera llamando a algún habitante del interior de la tierra.
– ¿Te ha gustado esa seda que te he dejado? Es buena tela, ¿no? -preguntó el coronel, arrimándose a Luzia-. Hay más en mi habitación si la quieres. A las mujeres les gustan los regalos. -Le golpeó las piernas con el bastón-. Aunque se vistan de hombre.
Delante de ellos, la multitud de peones y cangaceiros formaron una fila delante de la roca donde estaban los montoncillos de sal. Uno por uno, tocaron la roca y pidieron que la santa los bendijera. Luzia se disculpó y encontró un lugar a su lado.