38619.fb2 La costurera - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 63

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4

Las predicciones de santa Lucía eran funestas. A la mañana siguiente, sólo dos montículos de sal habían sido disueltos por el rocío. El resto estaban intactos. Durante varios días, los cangaceiros sólo hablaban de la lluvia. A Luzia no le importó. Le preocupaba la seda de color amarillo. La había vuelto a meter en su envoltorio de papel de estraza y la había ocultado en el fondo de su morral, pero aún sentía su presencia. Recordó la textura escurridiza en sus manos. Sentía vergüenza de haber aceptado un regalo del coronel, y más vergüenza aún por haberse alegrado pensando que provenía del Halcón. Pero no podía devolverla. El coronel Clovis era un viejo verde, pero seguía siendo su anfitrión. Finalmente, Luzia entró sigilosamente en la cocina del coronel y la dejó en su despensa, esperando que la cocinera o la criada la hallaran y se la llevaran.

Todo lo que había en la casa del coronel, la despensa, las cortinas de encaje, la pila de sábanas recién lavadas, olía a humo. Cuanto más procesaba la planta desmotadora, más humo había en Sao Tomé. Los montículos negros que Luzia había visto ardiendo fuera de la planta eran semillas de algodón. Con el correr de los meses, el humo dio al pueblo pintado de blanco el color del hollín. Provocaba que los cabritos en el corral de Clovis jadearan y lanzaran una tos ronca y seca. Todas las tardes, las cabras que habían parido regresaban de pastar con el pelaje cubierto por un fino polvo negro. Los cencerros de bronce se balanceaban bajo sus cuellos, emitiendo un sonido metálico cuando corrían. Los cabritos se congregaban en la verja de entrada. Balaban salvajemente mientras el rebaño de cabras avanzaba enloquecido a través de ellos, cada madre olisqueando a las crías y apartándolas con la cabeza hasta encontrar la propia. Los cabritos eran idénticos, todos moteados de marrón y negro con las orejas colgantes y los cuerpos macizos. Luzia se maravilló de la habilidad de las madres para distinguir a su cría en medio del rebaño.

Mientras su hijo Marcos galopaba por los prados, sin conversar demasiado y montado en su yegua de raza, el coronel Clovis parecía disfrutar de la presencia de los cangaceiros. Los exhortó a permanecer más tiempo. Una vez que hubieran desmotado, embalado y transportado el algodón, Marcos y él irían a Salvador a negociar el precio. Cuando volvieran, le aseguraron al Halcón que recibiría un porcentaje. Todas las noches, cuando las últimas cabras volvían de pastar, los cangaceiros se turnaban para ir al poblado. Allí cantaban y tocaban música festiva. Compraron un rollo de seda para hacer pañuelos para el cuello nuevos. Observaron a los trabajadores mientras cargaban las balas de algodón en las barcazas que se dirigían a Salvador. Y visitaron los establecimientos de mujeres de la mala vida, de lo que los cangaceiros alardeaban más tarde en el campamento. Hasta el coronel Clovis los acompañó en esas excursiones.

– Los hombres tienen necesidades -dijo el viejo una vez, acorralando a Luzia cerca del cercado de las cabras-. No se pueden reprimir.

Luzia comenzó a irritarse con el comportamiento extravagante de los cangaceiros. Pronto, hasta las tropas más inútiles los encontrarían. El Halcón no parecía estar preocupado. Fomentaba las expediciones de los hombres al poblado. Cuando se marchaba un grupo, aguardaba ansiosamente que regresaran, andando de un lado a otro como si sus piernas extrañaran las caminatas diarias en el matorral.

Cuando llegaban los hombres, la mitad daba un rodeo para llegar al campamento, evitando la verja de entrada del coronel. No querían que el hacendado viese que llegaban cargados con pesados tardos de municiones, las suficientes como para entregar a cada hombre quinientas balas.

Cuando hallaban un periódico, lo compraban.

Luzia leía los periódicos en voz alta. No había noticias sobre las tropas. Sólo una vez, una breve mención a un telegrama enviado por el capitán Higino asegurando a los lectores que estaba tras la pista de los cangaceiros. Fuera de eso, la persecución se había olvidado en favor de las elecciones. El Halcón se aburría rápidamente con este tipo de noticias, pero Luzia escudriñaba los artículos con la esperanza de encontrar alguna mención a Emília. Leyó sobre los nuevos colores del partido: verde para Gomes y azul para el actual líder. Analizó el programa electoral de Gomes, que defendía un salario mínimo, el sufragio femenino y la renuncia al poder por parte de los barones cafeteros de Sao Paulo y de los coroneles. Los discursos reproducidos daban cuenta del llamamiento de Gomes a la modernización: nuevas industrias, mejores puertos y, lo más importante, una gran carretera que atravesara el país. Comunicaría a la nación con su capital, como las arterias conectan un cuerpo con el corazón, dando vida a los miembros olvidados de Brasil. Sus palabras sonaban poéticas y convincentes, y distrajeron a Luzia de la sección de sociedad, en donde, una tarde, casi saltó una breve reseña sobre el carnaval. Sin embargo, algo le atrajo en una fotografía de un salón de baile fuertemente iluminado en el Club Internacional. No reconoció a ninguno de los juerguistas disfrazados, pero debajo de la foto había un resumen de las festividades de la noche. Incluidas en ese comentario informal estaban estas líneas:

Desgraciadamente, en su primera aparición en el club, la misteriosa señora Emília Coelho se marchó temprano. Su esposo, el señor Degas Coelho, adujo cansancio como motivo de la huida de su flamante esposa. ¡No es de extrañar que una muchacha del interior tenga dificultad para aclimatarse a nuestras horas cosmopolitas! Sin embargo, el señor Degas Coelho no tuvo ningún problema en ese sentido: permaneció y disfrutó de los festejos con su amigo de la facultad de Derecho, el señor Felipe Pereira.

Luzia arrancó la noticia.

– ¿Has leído algo importante? -preguntó el Halcón, sobresaltándola. Estaba espiando.

– No -dijo Luzia-. Sólo una nota.

– ¿De qué tipo?

– Acerca de una fiesta -replicó Luzia. Debería haberle dicho que era una nota necrológica o un comentario de cine: sólo las mujeres idiotas recortaban los anuncios de fiestas. Luzia dobló el periódico toscamente. Odiaba que la espiara. Cada día que pasaba en la propiedad del coronel lo volvía más paranoico. Se negaba a comer, salvo que cocinara Canjica. Caminaba incesantemente. Hablaba en tono quedo a Baiano. Tenía ojeras bajo los ojos por falta de sueño. Luzia se preguntaba todos los días por qué el Halcón permanecía en la estancia del coronel si desconfiaba de él.

– Vamos a pasear -dijo el Halcón-. Guarda el periódico.

Luzia se puso de pie. Metió la hoja arrancada en su morral. Si le preguntaba por qué lo guardaba, le mentiría. Había conocido a Emília en Taquaritinga, pero Luzia no sabía si recordaba el nombre de su hermana. Pero en caso de que el Halcón lo recordara, Luzia no quería que supiera que Emília se había casado con un hombre rico de la ciudad. Sintió la necesidad de proteger a su hermana… ¿De qué? Luzia no estaba segura. No tenía pruebas de que la mujer que salía en el periódico fuera su Emília. Pero Felipe Pereira, el hijo del coronel de Taquaritinga, también era mencionado en el artículo. Luzia supuso que no sería una coincidencia. La señora Emília Coelho tenía que ser su hermana.

Durante el paseo, el Halcón no mencionó el artículo del periódico. Permaneció en silencio. Tomaron el camino largo que se abría al otro lado del corral de las cabras. Las cabras sueltas habían escarbado en la zona, masticando toda hoja o toda raíz, y la habían dejado pelada. A lo lejos vio un árbol ipé florecido. Las flores resplandecían, amarillas. El Halcón se detuvo diez metros antes de llegar al tronco. Se desabrochó la hebilla de la pistolera y sacó un revólver. Con un movimiento rápido del dedo abrió la recámara circular y la inspeccionó. Cogió dos pequeñas balas de su cinturón cartuchera y las metió dentro de los agujeros vacíos de la recámara. Había seis tiros. Luzia dio un paso atrás. El Halcón cerró la recámara y apuntó el revólver hacia el suelo. Se lo dio a Luzia con la culata hacia delante.

– No sirve de nada tener un revólver que no se puede usar -dijo.

– No tengo revólver.

– Ahora sí. -Se plantó a su lado. Sostuvo su brazo sano y puso el revólver en su mano. Sus dedos estaban tibios. Levantó el brazo.

El revólver era más pesado de lo que creía. La muñeca de Luzia se venció. El Halcón se la sujetó con firmeza.

– Mantén la muñeca rígida, como si fuera de madera -dijo, y luego le tocó el brazo tullido-. Usa el brazo rígido para sostener el bueno, para mantenerlo firme. Con la práctica tendrás suficiente fuerza para disparar con una sola mano.

Sintió su aliento sobre el cuello. La mano de Luzia sudaba. La culata se le resbaló entre los dedos.

– Cuando dispares, contén la respiración -dijo-. No lo olvides, o las balas no irán en la dirección que deseas.

Ella asintió. El quitó el seguro.

– Mira el tronco de ese árbol -susurró-. Dispara.

El tronco gris y las flores amarillas eran para ella una imagen borrosa. Luzia cerró los ojos. Olía a brillantina para cabello y a clavo de olor; también a sudor. El retiró la mano de su muñeca.

– Dispara -repitió, más fuerte esta vez. Se acercó aún más, presionando el pecho contra su espalda.

Luzia apretó el gatillo. Sonó un fuerte estallido. Un temblor recorrió su mano y su brazo. Se había movido involuntariamente.

– Has respirado -dijo el Halcón con tono severo-. No malgastes balas con errores simples. Las balas son un tesoro. Ahora vuelve a disparar.

Luzia quitó el seguro. Con el brazo rígido se aferró aún más al brazo sano. Incluso así, el retroceso del revólver hizo que la mano se desviara hacia arriba. El Halcón suspiró.

– Debes acostumbrarte a la pistola -dijo-. Debes conocerla como te conoces a ti misma: la distancia de tiro, el impacto sobre tu brazo. La pistola te salvará, pero sólo si la conoces. -Se apartó, y se quedó parado a un lado-. Eso vendrá con el tiempo. Ahora -dijo sonriendo-, tenemos que practicar la puntería.

Luzia apuntó el revólver hacia el suelo. El Halcón se tocó el cinto, y desenganchó la honda que usaba para matar rolinhas y otros pajarillos del matorral. Se agachó y se puso a buscar guijarros.

– ¿Por qué me estás enseñando esto? -preguntó.

El se encogió de hombros y miró los guijarros, eligiendo los más redondos.

– Es útil. Especialmente ahora.

– ¿Por qué ahora?

– Pronto llegarán los soldados.

– ¿Cuándo? -preguntó Luzia, alto de lo que pretendía-. ¿Cómo lo sabes?

El Halcón suspiró. Dejó caer los guijarros al suelo.

– La primera noche, la noche de Santa Lucía, Marcos se marchó. Fue al pueblo y envió un telegrama a la capital. «Las vacas están pastando», decía. Intentaba ser discreto.

– ¿Cómo lo sabes?

– Baiano habló con el empleado de la oficina. Esas malditas máquinas son una peste. El empleado es tan sólo un muchacho: nos lo contó todo. Pero no era necesario, porque yo lo habría adivinado. Clovis insiste en que nos quedemos. Ningún momento le parece bueno para que nos vayamos. Me ofrece mi parte incluso antes de que el algodón sea embarcado. Ahora dice que no tiene el dinero. Que debemos esperar todos estos meses.

Luzia se notó la boca reseca. El revólver colgaba, pesado, de su mano.

– ¿Esperarás hasta que te pague? -preguntó-. ¿Estás poniendo en peligro a tus hombres por dinero?

El Halcón levantó la mirada. Frunció la ceja sana. Tenía el ojo inerte vidrioso, y parecía más grande e infantil. Luzia vio un destello de tristeza, de dolor, en el rostro del Halcón. Luego respiró hondo y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, parecía viejo y cansado, como si jamás hubiera sido un niño.

– El dinero es útil -dijo-. Es lo que Clovis más ama. Cogeré todo lo que pueda. Si amara así a su ganado o sus cabras, entonces me llevaría eso. Ha hecho un trato, estoy seguro de ello. Lo que no sé es con quién… Con Machado o con los políticos. De cualquier manera, no importa. Nos quedaremos y los sorprenderemos. Quiero que vean que estoy enterado. Que lo he sabido desde el comienzo.

– Pero sólo tienes veinte hombres -dijo Luzia.

– Sabemos cómo pelear aquí. Llegarán por la verja de entrada. I lasta donde ellos saben, esta hacienda tiene una sola entrada. Y un lugar con una sola entrada equivale a una tumba. Te lo cuento porque si te encuentran… -Hizo una pausa y miró hacia abajo. Cuando levantó la mirada, sus palabras fueron enérgicas-: No pueden en contraríe. Ya sabes lo que les hacen a las mujeres. Así que tendrás que disparar. También puedes marcharte ahora.

Luzia apretó más fuerte la culata del revólver. Respiró profundamente, pero no podía dejar de temblar. El quería publicidad. Quería estar en la primera página del Diario de Pernambuco. Ella había abandonado a su familia. Se había destrozado los pies, las manos, la reputación… ¿Para qué? Para escapar, sí. Para ver el mundo. Para ser cualquier cosa menos Gramola. Se había convencido de ello durante todos esos meses, durante las interminables caminatas y las noches frías. Pero ahora se daba cuenta de que se había marchado por el motivo más ridículo de todos: por él. Para estar cerca de él. No es que olvidara su altura y su brazo tullido; jamás se permitió albergar deseos románticos. No esperó su amor, ni siquiera su interés. Simplemente quería observarlo. Oír cómo la llamaba por su nombre, su nombre de pila, de manera sonora y bella. Y ahora le decía que se podía marchar. Que no tenía valor ni como amuleto ni como mujer.

– Me iré -dijo.

El Halcón se puso de pie.

– ¿Adonde irás?

– A casa.

– No es buena idea. Ningún hombre se casará contigo.

– No me quiero casar.

– ¿De qué vivirás?

– De la costura.

– Nadie quiere que una cangaceira le cosa la ropa.

– No soy una cangaceira.

El hizo un gesto con la cabeza señalando el revólver que la joven tenía en sus manos.

– Podrías matarme -dijo-. Entregarme a las tropas.

Luzia negó con la cabeza.

– ¿Por qué no? -preguntó, avanzando hacia ella.

Sintió que le fallaba la voz. Cerró los ojos, furiosa con su cuerpo por traicionarla.

– ¿Por qué no? -volvió a preguntar él en un susurro.

– Si mueres, será porque Dios lo desea, no yo -dijo Luzia-. Tal vez no pueda casarme ni ser una costurera. Pero no me maldecirás. No dejaré que lo hagas.

El Halcón se apartó. La contempló como había hecho con los montículos de sal de los santos, los papelitos con las oraciones escritas, las cruces improvisadas en las paredes de las capillas de la estepa…, no con temor ni deseo, sino con reverencia.

Luzia le devolvió el revólver y echó a correr.