38619.fb2 La costurera - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 65

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6

Una red de ramas quebradizas se cruzaba en su camino. Viñas secas se enroscaban como serpientes negras alrededor de los árboles. Mientras avanzaban por la maleza, el Halcón se apoyó en Luzia. Un viso de sudor brillaba en su rostro; respiraba jadeando, con dificultad. Avanzaron lentamente. El cielo adquirió un tinte metálico. Los pájaros piaban vacilantes, como si quisieran asegurarse de que aún podían cantar. Cuando salió el sol, guardaron silencio una vez más. Luzia halló sombra bajo un raquítico juazeiro. Unas horas antes, el Halcón se había quitado los morrales y había atado con fuerza la chaqueta alrededor del muslo herido. La sangre había empapado la tela. Caía goteando sobre su alpargata, manchando el cuero de la sandalia y cubriéndole el pie. Luzia se arrodilló a su lado. Se desabrochó la chaqueta. Se avergonzó de la camiseta que llevaba debajo…, había cortado la parte de abajo de un camisón viejo, pero seguía usando la pechera. Estaba amarillenta y deshilachada. Luzia no pensó en ello, no había tiempo para la vanidad. Desató la chaqueta tiesa, empapada de sangre de su pierna, y la reemplazó por la suya. El Halcón se estremeció cuando anudó las mangas de un tirón.

– Toma -dijo, sacando una navaja corta de su funda-. Usa esto. Entierra la chaqueta ensangrentada.

Luzia cogió el cuchillo y comenzó a cavar. El Halcón tosió; gotas de sudor poblaban su frente.

– El río no está muy lejos -dijo el cangaceiro herido-. Alrededor de doscientos metros. Necesitamos cruzarlo. Estaremos a salvo en Bahía.

Luzia oía el rumor del caudal del San Francisco. Lo olía. Habían andado en paralelo al río durante toda la noche, pero no se habían acercado a él, cuidándose de las tropas que aún pudieran rondar cerca. Caminarían río abajo hasta que el Halcón juzgara que era seguro cruzarlo. Cuando terminó de enterrar la chaqueta, cortaron un pedazo de carne seca. Con las manos temblorosas, el Halcón le enseñó a partir por la mitad un cactus bonete y a comer la pulpa suave de su interior. Luzia quería limpiarle la herida; aún tenía la mercromina en el morral desde sus primeros meses en la caatinga. El Halcón negó con la cabeza e insistió en seguir.

Se apoyó en ella durante todo el día. Algunas veces sentía la piel ardiendo. Otras, cuando ponía la mano contra su cuello, estaba frío y húmedo, como el de un sapo. Cuando llegó la tarde no podía arrodillarse, pero aun así rezó, apoyándose contra un árbol de tronco liso y aferrando con las manos las medallas de sus santos. Cuando terminó, se desplomó sobre el suelo. Luzia le puso la cantimplora en la boca. La fiebre le provocaba sed. Bebió y cerró los ojos. Sus labios se movían, para rezar o delirar, Luzia no pudo saberlo. Tragó con dificultad y habló:

– Cuando era niño, antes de que me hicieran esto -dijo, señalando la cicatriz-, arrojé una piedra a una colmena. Fue algo estúpido. Eran abejas italianas, por lo que tenían aguijones. Oí un zumbido. Sentí aleteos en mis orejas, en la nariz. En todos lados. Luego todo comenzó a arder. El cuerpo quemaba tanto que yo me daba palmadas en los brazos, el cuello. Sentía cómo se aplastaban bajo mis manos, pero era como si ya no tuviera piel. Era otra piel; una piel de abejas. La gente me echó agua encima, me llevaron a casa. Mi madre encomendó mi alma a todos los santos que existían. El agua, los vecinos, la oración… Casi no recuerdo nada de eso. Sólo oigo el zumbido, aquel terrible zumbido. Todavía lo oigo.

Su voz se debilitó con cada palabra. Alarmada, Luzia se agachó junto a él. El ojo enfermo lagrimeaba y se le habían formado costras en los párpados. Luzia lo limpió con un pañuelo. De pronto parpadeó y abrió los ojos; Luzia se echó hacia atrás. El se agarró a su mano.

– ¿Sabes por qué te llevé conmigo? -preguntó.

Tenía menos fuerza en la mano que antes, cuando lo había alcanzado la bala y él la había arrastrado hacia la maleza. Ahora cogió sus dedos con suavidad y Luzia se preguntó si era por debilidad o por afecto.

– Para tener suerte -murmuró Luzia.

El Halcón esbozó lentamente una sonrisa torcida.

– Que Dios me ayude. Eso es lo que pensé cuando te vi por primera vez en esa montaña. Que Dios me ayude.

Apartó la mirada de sus ojos, y la posó sobre las manos entrelazadas de ambos.

– Antes de subir a la montaña, a Taquaritinga, había estado sintiendo algo… extraño… dentro de mí. Algo oscuro, amargo. Como si me hubiera comido un montón de frutas de cajú. Estaba cansado, eso es todo. Parecía que todas las personas con las que me cruzaba me pedían algo. Pero tú no. Me miraste en la cresta de aquella colina y no me pediste nada. Ni piedad, ni dinero, ni protección. Que Dios me ayude, pensé. Después no quise mirarte más. Te eché y clavé el puñal a esos soldados y esos capangas. Me dirigí a la casa de ese maldito coronel y comí y bebí. Toqué el acordeón. Nada me tranquilizó. Me sentí peor que nunca. Agitado, como si las avispas me estuvieran atacando de nuevo, persiguiéndome, picándome. Provocándome ardor en la piel. No pude dormir en toda la noche. Estaba recostado sobre un colchón de plumas y no pude dormir. Me fui al porche, y miré hacia el poblado. Nada parecía estar como debiera, ni las malditas buganvillas. Había visto esas flores cientos de veces en mi vida, pero esa noche estaban diferentes. No supe explicarlo. Sólo podía preguntarme: ¿Dónde está? ¿Dónde está esa costurera?

Está en algún lado durmiendo, y no sé dónde. No sé si está en una hamaca o en una cama. Si está sola. Si tiene una almohada bajo la cabeza. No sabía nada. Y me puso de un pésimo humor no saber nada. Quería saber, tenía que saber. Y no sólo ocurrió esa noche, sino todas las noches. Por eso te llevé conmigo.

Luzia soltó su mano. Nunca le había oído hablar tanto y sintió vergüenza por la avidez con que lo había escuchado.

– No me llevaste -dijo bruscamente-. Me fui con vosotros porque quise.

El Halcón soltó el aire por la nariz. Tragó con dificultad y cerró los ojos.

– Hubo mujeres más bellas que desearon venir conmigo -dijo-. Dios sabe cuántas.

Luzia quería sacudirlo para que reaccionara. Siempre hacía lo mismo: le mostraba un rayo de esperanza, y cuando estaba a punto de ilusionarse, venía el desencanto.

Desató la chaqueta que hacía de venda alrededor de su pierna. La herida había dejado de sangrar, pero el muslo estaba tan hinchado que la pernera del pantalón se pegaba a él como otra capa de piel. Luzia miró dentro de su morral y encontró los instrumentos de oro para el afeitado. Extrajo las tijeras para la barba, y con cuidado cortó a lo largo de la costura del pantalón. Aflojó la pernera del pantalón con agua y luego la despegó tirando hacia atrás. Una costra marrón y amarilla cubría la herida. Rayos rojos como venas irradiaban por todo el muslo. Despedía un olor acre. Le recordó a Luzia el olor a óxido mezclado con una dulzura embriagadora, como el olor de un mercado de carne por la tarde, cuando se habían vendido los mejores cortes y sólo quedaban pedazos descoloridos, cubiertos de moscas. Luzia revisó su macuto. Encontró sal y pimienta malagueta, restos de la temporada pasada en la hacienda de Clovis, cuando no confiaba en el aderezo de nadie, sino en el propio. Luzia recordó a Lía y la manera en que la muchacha había preparado una pasta de cenizas, malagueta y sal para curar el cordón umbilical cortado de un cabrito recién nacido. No tenían cenizas, pero Luzia machacó la pimienta picante y la sal. La pimienta la hizo llorar. Cuando la pasta estuvo lista, echó mercromina en la herida. El Halcón se despertó sobresaltado. Lanzó un grito sofocado. Luzia retuvo la pierna. El lado izquierdo de su rostro se contraía con espasmos. El medicamento aflojó la costra y Luzia la levantó con los dedos. El orificio era grande y redondo como un carrete de hilo. Los bordes rosados estaban inflamados. Un poco más abajo de la herida, bajo la piel del muslo veteada de rojo, había un enorme bulto. Luzia echó mercromina en el orificio. El Halcón maldijo y tembló. Ella comprimió la pasta de sal y pimienta y la envolvió con un trapo. El Halcón se desplomó hacia atrás, rendido.

Dentro de su morral, junto con las lujosas cosas de afeitar, encontró sus prismáticos, sus hojas con oraciones y una docena de rollos de billetes de mil reales. Había suficiente para comprar diez Singer a pedal, suficiente para comprar un automóvil, para darse un banquete, para acudir al doctor. Pero esos billetes no tenían ningún valor en la estepa. Todos sus anillos de oro, todas las medallas de santos e instrumentos de afeitar no alcanzaban para salvarlos. Luzia colocó un odre de agua al lado suyo. Se peinó el cabello con los dedos y lo volvió a trenzar. Sus manos estaban manchadas de rosa por la mercromina, pero no había manera de lavarlas. Metió el largo revólver reluciente en su pistolera de hombro, cogió un rollo de billetes de su morral y echó a andar hacia el río.