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Había varias haciendas de gran tamaño a lo largo del San Francisco; los hacendados ricos valoraban las tierras cerca del río, porque siempre contaban con agua. Pero Luzia no quiso poner pie en ninguna de esas propiedades, pues temía que estuvieran albergando tropas. Además había casuchas de pescadores diseminadas en las riberas del río. Una de ellas tenía una mula fuera. El animal rumiaba cactus palmera debajo de un cobertizo con tejado de aluminio. Había dos barcas al lado de la casucha de arcilla: una canoa larga y una balsa de fondo plano, ambas ancladas en la orilla. Cerca de la balsa, una mujer gruesa golpeaba ropa contra las piedras del río. El agua le llegaba a los tobillos y frotaba enérgicamente.
Luzia observó desde la maleza, como solían hacer los cangaceiros, buscando algún indicio de la presencia de soldados. No vio ninguno. Observó sus manos rosadas, las manchas de sangre sobre su camisa, sus pantalones. Por un instante, Luzia se preocupó por lo que pensaría la lavandera al verla. Sacudió la cabeza: no tenía tiempo, no había lugar para la timidez o la vergüenza. Pronto se pondría el sol, y sería más difícil orientarse. Luzia metió la pistolera de cuero que pendía del hombro bajo la axila. Avanzó. La mujer levantó la mirada. Cuando vio a Luzia, soltó la camisa mojada que había estado restregando, y ésta cayó en el agua. Se quedó inmóvil. Su expresión era una mezcla de temor y de asombro, como si hubiera visto a una pantera saliendo del matorral. La mujer abrió la boca. Luzia dio un paso más y levantó las manos.
– Por favor -dijo-, necesito ayuda. -Mantuvo los hombros echados hacia atrás y la voz firme-: Mi esposo está herido. No puedo moverlo sola.
La mujer gritó el nombre de un hombre. Su voz era aguda y fuerte. El hombre que salió de la casucha de arcilla era un típico sujeto del interior, de estatura baja y complexión robusta, con la piel morena y el pelo oscuro. La lavandera salió del agua y se paró a su lado. Luzia repitió su petición de ayuda. Él la miró fijamente un largo rato, con la expresión seria.
– Tenga piedad -dijo Luzia, sin poder evitar que se le quebrara la voz.
El pescador asintió.
– Déjame buscar mi mula -respondió.
Ató la brida de cuerda alrededor del hocico del animal y se adentró en el matorral, siguiendo a Luzia. Cuando llegaron a donde estaba el Halcón, éste seguía desplomado contra el tronco del árbol. Tenía la piel pastosa y amarillenta, del color de un huevo podrido. El pescador echó un vistazo al cuerpo, a la pierna vendada.
– Está vivo -dijo Luzia-, sólo herido. Necesitamos ayudarlo a cruzar el río.
El pescador miró al cielo, como esperando que alguien lo orientara. Suspiró:
– Tendrás que ayudarme a cargarlo.
Juntos, cargaron con esfuerzo al herido sobre la mula. Sus ojos se abrieron sólo una vez, cuando Luzia le golpeó en el muslo por descuido. Lo colocaron boca abajo sobre el lomo sin montura de la mula. El animal tenía las patas cortas: los pies del Halcón casi tocaban el suelo. El pescador llevó de las riendas al animal lentamente, mientras Luzia caminaba a su lado, aferrada al brazo del cangaceiro. Su cuerpo resbalaba de un lado a otro sobre el lomo del animal. Una vez, tuvieron que detenerse y volver a acomodarlo. Cuando llegaron a la orilla, lo cargaron sobre la balsa de fondo plano y lo envolvieron en una manta. Luzia no podía ver el otro lado del río…, todo estaba borroso. El pescador los cruzó al otro lado, metiendo y sacando una larga pértiga en el agua para impulsarse.
El sol se ponía arrojando sus rayos sobre el río, que brillaba como la seda amarilla del coronel Clovis. La balsa se bamboleaba de un lado a otro, y Luzia sintió náuseas. El agua salpicó sus pantalones. La orilla del lado de Bahía era rocosa y desnivelada. Apenas atracaron el bote, el pescador lanzó un silbido. Un joven emergió de una casucha solitaria. Luzia hizo un esfuerzo por erguirse lo más alto que pudo. Mantuvo la postura firme, como la de un hombre, y no bajó los ojos cuando el joven se acercó.
– Necesita que lo ayuden -dijo, señalando el cuerpo envuelto sobre la balsa.
– Hay una hacienda aquí cerca -respondió el joven en voz baja, sin levantar la mirada-. Hay un doctor, uno de verdad. Puedo mostrarte el camino.
Pusieron al Halcón sobre el lomo de la yegua del joven. Luego el viejo pescador volvió a embarcarse en su balsa. Luzia lo detuvo, sacó el rollo de billetes del morral y se lo ofreció. El pescador negó con la cabeza.
– Yo os he brindado ayuda porque soy un hombre de Dios. No quiero problemas -añadió señalando el rollo de billetes-. Un hombre que acepta dinero robado no es distinto del ladrón.
Luego se dio la vuelta y empujó el barco hacia el centro del río.