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9

El doctor Eronildes Epifano era de la ciudad capital de Salvador, en la costa de Bahía. Había estudiado Medicina en la Universidad Federal, donde también hizo prácticas, pero había abandonado el ejercicio de la profesión y se había comprado un enorme terreno junto al río San Francisco.

– Sufría de mal de amores -susurró la criada.

Ésta fumaba una pipa de maíz y la movía de un lado a otro entre sus oscuras encías. El doctor Eronildes había tenido una novia en Salvador, prosiguió la anciana criada, pero la muchacha contrajo la fiebre del dengue y no pudo curarla. Después de su muerte, se marchó de la ciudad, asqueado de la vida. Aún conservaba un enorme retrato de la muchacha sobre la repisa de la chimenea. Luzia lo había visto al entrar en la casa. La muchacha tenía el cuello largo y una palidez extrema.

– ¡Era blanca -se rió la vieja criada- como un gusano tapuru!

Luzia se estremeció. No le gustaban los insectos, especialmente los blancos gusanos traslúcidos que perforaban las guayabas. La criada le dio a Luzia una barra de jabón perfumado y una esponja. Había una bañera en medio del cuarto de invitados del doctor Eronildes. La criada la había llenado con agua hirviendo. El cuarto era sobrio, y sólo tenía una cama maciza de madera y un tocador con espejo. Esa noche, después de la operación del Halcón, lo trasladaron a una pequeña habitación al lado de la cocina. Durmió sobre un catre de vaqueiro, hecho con una piel de vaca estirada sobre cuatro palos de madera. Luzia durmió sobre el suelo, a su lado. No se dio cuenta de lo cansada que estaba hasta que se acostó. Todos los músculos de su cuerpo parecían latir bajo la piel. Durmió hasta después del amanecer, cuando la criada la despertó sacudiéndola y le dijo que debía bañarse. El doctor Eronildes insistía en ello.

Luzia no tenía parásitos. Los cangaceiros tenían un remedio para los piojos: una pasta que hacían con semillas de pina y aceite de pequi, que untaban sobre sus cabezas y exponían al sol. Aun así, Luzia no puso pega alguna a las órdenes de Eronildes; hacía meses que no se daba un baño de verdad. En el matorral se había acostumbrado a bañarse rápida y sigilosamente, arremangándose las perneras del pantalón todo lo que podía y salpicándose agua, luego poniéndose en cuclillas, desatando los pantalones y haciendo lo mismo. Cuando se debía lavar el torso se dejaba la túnica y maniobraba debajo de ésta, echándose agua bajo los brazos, en el pecho y la espalda. Cuando escaseaba el agua, no se bañaba.

La anciana criada de Eronildes no se retiró del cuarto de huéspedes. Se sentó sobre una banqueta de espaldas a la bañera y habló mientras Luzia se bañaba. La criada estaba deseosa de hablar con otra mujer, aunque fuera una cangaceira con pantalones. De vez en cuando, la mujer echaba un vistazo por encima del hombro. Si Luzia la estaba mirando, la criada se volvía rápidamente. A Luzia no le molestó la curiosidad de la mujer. Ella también sentía curiosidad por sí misma. Enfrente de ella, sobre la pared, colgaba el espejo redondo y grande del tocador. Luzia observó su reflejo. Parecía una muñeca de trapo mal confeccionada. Sus manos, los pies y el rostro eran de un color; el resto, de otro. Y en la parte interior de los muslos tenía un sarpullido, donde los pantalones habían rozado. Tenía el cabello enredado y las puntas más claras. Las mejillas y la nariz estaban cubiertas de pecas allí donde la piel se había quemado por el sol y se había pelado. Sus ojos tenían un verde más intenso ahora que el rostro estaba más moreno. Los pechos eran pequeños; los pezones, del mismo color moreno que sus manos. Tenía callos sobre los hombros, pequeños, de cargar los morrales y los odres de agua. Los huesos de su cadera sobresalían bajo la piel, y recordó a las cabras que tenían crías, con el pellejo estirado sobre las caderas por el peso de las ubres. Debajo del escote oscurecido, la clavícula formaba una profunda hendidura triangular.

Cuando Luzia terminó, la criada le entregó una tela floreada.

– Es un vestido -dijo la anciana-. No es correcto que una mujer use pantalones. No son los designios del Señor.

Los pantalones de Luzia estaban sucios y manchados de sangre. El vestido le quedaba holgado alrededor de la cintura y corto, pero tendría que ponérselo. Después Luzia y la criada llevaron un cuenco con agua caliente a la cama del Halcón. La vieja le levantó la cabeza. Gimió, pero no se despertó. La sangre formaba costras sobre sus manos; una mancha de tierra le embadurnaba el cuello. La criada intentó quitarle la túnica manchada, pero no podía hacerlo sola.

– No es momento de ser tímidas, muchacha -dijo la anciana bruscamente, con la pipa aún moviéndose en la boca-. Ayúdame.

Luzia le quitó la túnica. Tenía la piel ardiendo por la fiebre. La criada cogió un cuchillo afilado y le cortó lo que quedaba de los pantalones manchados. Debajo llevaba pantalones cortos de lona. La criada le entregó a Luzia un lío de trapos y una barra de jabón.

– Debes ocuparte tú -dijo-, yo tengo mis propios quehaceres.

La anciana cogió la ropa sucia y se marchó. Luzia se quedó mirando la puerta, y luego el cuenco de agua hirviendo. El agua se enfriaría si no comenzaba pronto. El se enfriaría. Respiró hondo. Lo lavaría como había medido a los muertos en Taquaritinga: rápida y eficientemente, concentrándose en las partes y no en el todo. Comenzó con los medallones de los santos, desenredando los hilos rojos y las cadenas de oro. El Halcón se movió, pero no se despertó.

Luzia le pasó un trapo húmedo alrededor de los ojos, por el puente aplastado de la nariz, alrededor de la cicatriz blanca, sobre el cuello moreno.

Apretó el trapo con fuerza. No dejó que se le resbalara de los dedos. Tenía partes oscuras: sus manos, sus gruesos dedos, sus tobillos y sus pies. La piel era gruesa y estriada, como la cáscara de una naranja. Otras partes no habían sido expuestas al sol ni a los espinos del matorral. La parte más estrecha de su espalda, el interior de las piernas y de los brazos eran pálidos y suaves, como la piel de un niño. Sus pezones eran pequeños y redondos, con un tinte púrpura, como si le hubieran puesto dos moras sobre el pecho. Tenía dos tipos de vello: uno era dorado y suave, otro negro y grueso como el hilo. Alrededor de la cintura, en el lugar donde solía llevar el cinturón cartuchera, la piel era más oscura y callosa. El cinturón le había rozado la piel y tenía una aureola alrededor. También tenía otras cicatrices. Algunas eran brillantes y redondas, como monedas. Otras tenían forma de estrella y los bordes dentados, como las plantas de macambira. Y muchas eran diminutas y deformes, picaduras de insectos que habían sido rascadas demasiadas veces. O tal vez eran las picaduras de abeja que había sufrido de niño.

Luzia apartó el trapo. Presionó el dedo sobre una de esas picaduras redondas.

Una vez, hacía mucho tiempo, había hojeado las revistas Fon Fon de Emília. Leyó las oraciones ridículas, las recetas, los trucos mágicos. Todo estaba dirigido a conquistar a un hombre. El corazón, decía, era el instrumento del amor. Luzia no creía en nada de eso. Había visto muchos corazones, los había tenido en las manos. El de una vaca era grande como la cabeza de un recién nacido; el de una gallina tenía forma de lágrima y era elástico, del tamaño de una ciruela. El de una cabra estaba entre los dos, como un mango en miniatura. No importaba el tamaño, todos eran gruesos y musculosos. Estaban hechos para trabajar, para la eficiencia, no para el amor.

Cuando era niña, tía Sofía le había enseñado a trocear una gallina. Su tía le advertía siempre sobre un órgano pequeño, del tamaño de una uña, adherido a los riñones. Era verde y viscoso. Tía Sofía no sabía cómo se llamaba ni por qué existía. Sólo sabía que si se dejaba en el animal o se perforaba, se arruinaba la carne; le daba un gusto amargo. Luzia siempre había querido saber si existía un órgano así en los hombres y las mujeres. Ahora sabía que sí. Ese órgano, frágil, reluciente, peligroso, era lo opuesto a un corazón. Luzia creía que era el instrumento del amor.

– Tiene una herida asombrosa.

El doctor Eronildes estaba de pie en la entrada. Luzia sacó deprisa la mano de la pierna del Halcón y cogió el trapo. El doctor se acercó aún más. Usaba perfume, pero no era el fuerte aroma del Fleur d'Amour de los cangaceiros. Eronildes olía a jabón y a frescura, como una camisa almidonada.

– ¿Sabes qué le pasó? -preguntó el doctor, ajustando sus gafas sobre la nariz.

– Le pegaron un tiro -respondió Luzia-. Ya ha visto la bala.

Su interrupción la puso nerviosa y por descuido le tuteó en vez de llamarle doctor.

– No me refería a su pierna -continuó Eronildes, sin inmutarse-. Me refiero a su cara. La cicatriz. -Eronildes se acercó más. El Halcón se agitó en su sueño febril-. Le llega hasta la oreja. Creo que cortaron parcialmente el nervio facial, pero no por completo. Por eso conserva todavía algún movimiento en la ceja derecha y en la boca. Si lo hubieran cortado totalmente, no podría hablar con normalidad.

Luzia exprimió el trapo. El agua del cuenco estaba muy turbia. Tendría que calentar más, ni siquiera le había lavado la cabeza. El doctor Eronildes dio un paso hacia atrás, alejándose de la cama. Llevaba botas de cuero hasta la rodilla, como un coronel.

– Este Halcón es un hombre famoso. Estoy suscrito a A Tarde, el periódico de Bahía, y al Diario de Pernambuco. Me los trae la barcaza. Hace poco publicaban una noticia sobre él. Mis peones me han contado que hay una escaramuza en Sao Tomé, en las tierras del coronel Clovis. Parece que hay tropas buscándolo. ¿A ti también te buscan?

Luzia asintió. El doctor Eronildes se entretuvo jugueteando con un hilo suelto sobre el bolsillo del pantalón.

– No te preocupes -añadió el médico-. Están en Bahía ahora. No quiero tropas de Pernambuco en mis tierras. Nuestros gobernadores no están en buenas relaciones, ¿sabes? El nuestro es un partidario de Gomes.

Apartó la mirada de Luzia y puso una mano pálida sobre la garganta del Halcón, y luego sobre la frente.

– Tiene fiebre. Pero tiene suerte: el proyectil no lo atravesó de lado a lado. Estas balas hacen un pequeño agujero de entrada, pero lo destruyen todo cuando salen. Podría haber perdido la pierna. Tendremos que mantenerla limpia. Le diré a mi criada Honorata que le dé infusión de quixabeira una vez cada hora, para limpiar la infección.

Eronildes miró a Luzia. Sus ojos grandes se posaron por un instante sobre el cabello mojado, el vestido nuevo. Carraspeó.

– También le diré a Honorata que ponga otro cubierto para el almuerzo. Rara vez tengo visitas; te agradecería que me acompañaras.

Antes de que Luzia pudiera objetar nada, el doctor salió dando grandes zancadas, y sus botas resonaron sobre el suelo de madera.