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Sólo tía Sofía y Emília empleaban el nombre de pila de Luzia. Todos los demás la llamaban Gramola.

El nombre se había originado en el patio de recreo del padre Otto. Emília había sido la primera niña de la clase de Religión en desarrollarse -sus caderas y sus pechos crecieron tan rápido que tía Sofía tuvo que rasgar sus vestidos por la mitad y agregar unas tiras de tela-. Cuando cumplió 13 años, un muchacho la cogió durante el recreo y apretó los labios con violencia contra su cuello. Emília chilló. Intentó escabullirse, pero el chico volvió a abrazarla.

Luzia contempló la escena, y sus gruesas cejas se contrajeron. Caminó a grandes zancadas hacia ellos. Sólo tenía 11 años, pero ya era más alta que la mayoría de los chicos de su clase. Aquel invierno se había vuelto tan delgada y desgarbada como un árbol de papaya. Tía Sofía había dejado de soltar el vuelo de sus vestidos y, en cambio, comenzó a agregar tiras de tela mal emparejadas alrededor del dobladillo.

– Suelta a mi hermana -dijo Luzia con una voz grave y ronca. Olía a leche cortada. El rígido codo estaba envuelto en tela y embadurnado con manteca y grasa de cerdo. Tía Sofía y la curandera aún creían que se podía aflojar la articulación con grasa.

El muchacho sonrió maliciosamente.

– ¡Gramola! -gritó-. ¡Brazo de gramola!

Sólo dos ciudadanos en Taquaritinga poseían el lujoso tocadiscos de cuerda así llamado. Una vez al año, durante la fiesta de San Juan, llevaban las gramolas a la plaza pública. Los altavoces de bronce de las máquinas parecían enormes flores de campana. Tocaban música a todo volumen, y cuando terminaba una canción, sus dueños movían cuidadosamente el brazo doblado de bronce sobre un disco de pasta nuevo.

– ¡Gramola! ¡Gramola! -gritaron riendo los demás niños. Luzia dejó caer la cabeza sobre el pecho. Emília creyó que estaba llorando. De pronto, Luzia se irguió, encabritada. Cuando iban al colegio, las dos hermanas pasaban a menudo delante de cabras que pastaban entre la hierba. Cuando los animales peleaban, embestían al enemigo con la frente, y luego levantaban la cabeza hacia arriba para perforar un ojo o una barriga con sus cuernos. Luzia embistió al muchacho de esa forma, de cabeza. Hubiera retrocedido y vuelto a hacerlo si su maestro, el padre Otto, no la hubiera detenido. Llevó al muchacho, sumido en llanto, con la boca y la camisa ensangrentadas, al interior de la capilla. Después del incidente, la gente comenzó a llamar Gramola a Luzia. Al principio, lo hicieron en secreto, pero el nombre se impuso rápidamente y todos, hasta el padre Otto, lo empleaban. Al poco tiempo, Luzia desapareció y Gramola ocupó su lugar.

Antes del accidente, había sido una niña alegre y llena de vida. La gente la llamaba la Yema y a Emília, la Clara, un sobrenombre que había irritado a Emília, porque implicaba que su hermanita tenía más concentración nutritiva, más poder. Después del accidente, el nombre de Luzia fue reemplazado por el de Gramola, y era una chiquilla callada y taciturna. Le gustaba sentarse sola y bordar retazos de tela amontonados en su casa. Sobre esos trapos desechables bordaba armadillos con cabezas de gallina, panteras con alas, halcones y búhos con rostros humanos, cabras con patas de rana. En el colegio, Gramola no sentía interés alguno por las clases. No había buenos pupitres en las aulas, tan sólo largas mesas con bancos de madera que, a media mañana, ya le provocaban dolor en la espalda. Un crucifijo colgaba de la pared delantera, sobre el escritorio del padre Otto. La pintura a los pies del Cristo se había descascarillado, dejando a la vista un yeso gris. El los miraba fijo, con ojos compasivos, mientras hacían las tareas. Gramola lo miraba a su vez. Se rascaba el rígido brazo, como si pudiera reanimar los huesos, y miraba a Jesús con los ojos entornados. El padre Otto sabía que Gramola no prestaba atención durante las clases, pero, como creía que estaba consumida por el dolor de Cristo, no la castigaba como lo hubiera hecho con Emília o cualquier otro niño de la clase. Pero cuando Emília veía que los ojos de su hermana se ponían vidriosos sabía que la mirada de Luzia estaba yendo más allá de Jesús, perdida en su propio mundo. Su hermana entraba a menudo en ese estado en su casa. Quemaba el arroz o derramaba el agua o cosía torcido hasta que Emília la sacudía y le decía que se despertara.

Aunque Luzia sobrevivió al accidente, había dejado atrás una parte esencial de sí en algún otro mundo al que nadie podía acceder. Desamparó a Emília cuando tuvo que lidiar con la feroz maledicencia del pueblo, las supersticiones de su tía y su propio cuerpo que se transformaba, volviéndose, de un día para otro, exuberante y suave. Emília ya no quería agacharse en la tierra y hurgar en los hormigueros ni romper los nidos de arcilla de las avispas con las muchachas de su edad. Esos juegos le parecían monótonos y vulgares. Luzia tampoco deseaba participar en sus juegos, pero por motivos diferentes. Las niñas se burlaban de su brazo, de su tamaño, y Luzia terminaba por atacarlas, por tirarles del pelo, y dejaba a los niños con la nariz ensangrentada. Emília era la única que podía calmar a su hermana. Por ello, las dejaban tranquilas, aisladas en la sólida casa de tía Sofía, en compañía de la costura y los retratos familiares.

Tres retratos familiares colgaban en el salón delantero de la casa de tía Sofía. De niña, a Emília le gustaba subirse a la mesa de costura de madera donde tía Sofía medía y cortaba la tela. Apoyaba sus manos a cada lado de las fotos enmarcadas. La pared encalada se notaba fría y tersa bajo sus manos.

La primera fotografía era un retrato matrimonial de sus padres en blanco y negro. En los bordes estaba abombado por el agua de lluvia que se había escurrido del techo y filtrado dentro del marco. Estaban sentados el uno al lado del otro, y la mano de su padre aparecía, borrosa, sobre la de su madre. Parecían asustados. El pelo de él estaba peinado con gomina, con raya al medio. Su piel era de un pálido gris, mientras que la tez de su madre, ligeramente oscurecida por el velo que le llegaba hasta el mentón, era oscura, del color de las cenizas o la piedra. En la fotografía aparecía mordiéndose los labios, como si estuviera temblando. Su madre había muerto desangrada inmediatamente después de dar a luz a Luzia, y tras el entierro tía Sofía quitó las sábanas y el colchón manchado relleno con hierba y los quemó en el patio, allá por donde estaba el excusado.

Su padre era el hermano menor de tía Sofía. Era un hombre alto que se ganaba la vida como colmenero; tenía varias colmenas sobre el lado rocoso de la montaña, y vendía miel, polen y propóleo; Emília tenía recuerdos nebulosos de haber jugado con el propóleo… haciendo una pelota con la sustancia pegajosa en sus manos, antes de que su padre cogiera el trozo y lo colocara dentro de la caldera de metal. Recordaba el improvisado traje de colmenero de su padre: guantes de cuero, gruesa chaqueta de lona y un sombrero con un velo de tela metálica estirado y ajustado alrededor del cuello. Algunos colmeneros podían meter las manos descubiertas dentro de la colmena sin recibir una sola picadura. Su padre no era uno de ellos.

Cuando Emília tenía cinco años y Luzia tan sólo tres, las dejó en casa de tía Sofía y nunca más volvió a buscarlas. Prefería sentarse delante de las chozas de chapa a la vera del camino y consumir licor de caña. Se transformó en un borracho con voz rasposa y aspecto abandonado que gustaba de recostarse sobre los troncos de árbol o sentarse en las esquinas de las calles, hablando consigo mismo o con los transeúntes. Cuando tenía un buen día, visitaba la casa de tía Sofía, oliendo a vómito y a colonia barata. Sus ojos asombrosamente verdes brillaban entre los pliegues arrugados de su rostro, que se había vuelto opaco y tosco como una silla de montar de mulero.

Cada vez que Emília le preguntaba a su tía sobre el mal que aquejaba a su padre, Sofía le respondía lo mismo:

– Tiene un temperamento nervioso.

Luego hacía girar la rueda de su máquina de coser con más fuerza, o revolvía más rápidamente una olla con frijoles sobre el fogón, dando por terminada la conversación.

Si tenía un mal día, el padre veía a sus pequeñas hijas cuando se dirigían caminando a la escuela del padre Otto, y confundía a Emília con su esposa muerta. Las uñas de sus pies estaban rotas, con un reborde de sangre reseca por sus constantes tropiezos. Tendía a perder los zapatos, y una vez al mes tía Sofía le compraba sandalias baratas de esparto. «¡María!», llamaba a voces, arrastrando las últimas letras del nombre de su madre, y Emília miraba hacia abajo, hacia sus sandalias, y seguía caminando, asustada de la mirada de su padre.

Cuando Emília tenía 14 años y Luzia 12, volvió a sus colmenas. El sendero de la montaña estaba cubierto de maleza. Las tapas de las cajas de las colmenas chorreaban propóleo. Las abejas se habían vuelto iracundas y salvajes. Dos granjeros tuvieron que vestirse de pies a cabeza con la ropa de cuero de vaqueiro para trasladar a su padre cuesta abajo. Llevaban su cuerpo macilento -que para Emília tenía el aspecto de un saco de piel lleno de agua- cuesta abajo por el sendero principal, hacia el pueblo. Emília y Luzia le cosieron el traje mortuorio.

Cada domingo, Luzia y ella ponían flores sobe la tumba de sus padres. Ella colocaba flores decentes: ramos de dalias mezcladas con largas varas de crestas de gallo de color rojo sangre, al lado de los ramilletes de florecillas que le gustaba recoger a Luzia. Una vez al año, el Día de Difuntos, Emília y Luzia llevaban un cubo de cal y brochas al cementerio y blanqueaban la sepultura. Cada vez que pasaba y repasaba el líquido calcáreo sobre la tumba de sus padres, Emília sentía cierto malestar, pues creía que los demás cuerpos inertes que había en ese camposanto la estaban observando y deseaban una nueva mano de pintura sobre sus propias moradas de reposo. Había hileras de diminutas sepulturas -del tamaño del costurero de Emília- para los «ángeles», como los apodaban sus madres desconsoladas, que habían nacido demasiado débiles para sobrevivir. Había tumbas más grandes, decoradas con rosarios y fotografías de los muertos, en su mayoría hombres, al lado de cuyos retratos se veían las fundas de cuero de sus puñales. Taquaritinga era como cualquier otro pueblo del interior: poseer un cuchillo era más común que tener un par de zapatos. Los llamaban peixeiras, y sus breves hojas se afilaban sobre rocas planas para lograr una lámina cortante y pulida. Cortaban gruesas sogas; troceaban tallos de maíz; seccionaban melones; rebanaban pescuezos de cabras y novillos, y luego los desollaban y destripaban. Cuando había una discusión, se resolvía con los cuchillos. Taquaritinga no tenía un comisario, tan sólo un sargento de la Policía Militar, que aparecía dos veces al año y cenaba con el coronel. El padre Otto alentaba a los hombres a resolver las diferencias con palabras, y Emília sentía lástima por él durante esos sermones. Antes de que llegara, no había escuela. Las palabras eran esquivas, torpes, difíciles de comprender. Con el cuchillo era mucho más fácil. La gente hallaba cuerpos apuñalados y abandonados sobre senderos apartados. Casi siempre el muerto había insultado a la esposa de otro hombre, o había robado, o había comprometido el honor de alguien y debía ser castigado. Algunas veces las peleas se transformaban en disputas familiares, y una familia entera perdía a sus hombres, uno por uno, dejando a las mujeres vivas para enterrarlos. Las mujeres también corrían riesgos. Los partos eran a menudo seguidos de entierros, y una de las amigas que Emília había hecho en su infancia en la escuela de la iglesia -una niña callada, con dientes prominentes- había sido víctima de la ira de su esposo. La muerte, con todos sus ritos y rituales, su incienso y sus oraciones, sus largas misas y blancas hamacas para enterrar al difunto, era común, mientras que la vida era excepcional. Vivir era algo aterrador. Hasta Emília, que les tenía aversión a las supersticiones tanto como al aspecto descuidado, terminaba sus frases, sus planes y sus oraciones con la expresión «si Dios quiere». Parecía que no había certeza de nada. Cualquiera, en cualquier momento, podía ser alcanzado: un brazo atrapado en una prensa, una coz de burro imprevista o un accidente semejante al del tío Tirso.

El segundo retrato sobre la pared de tía Sofía era una pintura del tío de Emília. El hombre del cuadro era joven, la boca se le torcía hacia abajo y levantaba el mentón en un gesto serio. Tenía un grueso bigote y un sombrero de gamuza de ala corta sujeto con una correa debajo de la barbilla. La pintura había sido encargada por el primer coronel Pereira, que había muerto en 1915, dejándole a su único hijo, el segundo y actual coronel Pereira, mil cabezas de ganado, ochocientas hectáreas de tierra y su título. Muchos murmuraban por lo bajo que el primer coronel Pereira había comprado el título sobornando a un político en Recife. Los coroneles no eran oficiales militares, aunque tenían pequeños grupos de hombres que les eran leales. En las tierras paupérrimas, los coroneles eran los principales terratenientes. Por ello, creaban y dictaban sus propias leyes y se ocupaban de hacerlas cumplir. Muchos coroneles empleaban redes de capangas, hombres silenciosos y leales entrenados para dar un castigo ejemplar a ladrones, disidentes y rivales políticos, cortándoles una mano, marcándoles la cara con hierro candente o haciéndoles desaparecer por completo, enviando a los ciudadanos locales el mensaje de que su coronel podía ser magnánimo o cruel, dependiendo de su grado de obediencia.

Emília sabía que había dos tipos de coroneles: aquellos que habían heredado o comprado sus títulos, como el actual coronel Pereira, y aquellos que los habían obtenido a la fuerza, granjeándose reputaciones indómitas, contratando pequeños ejércitos de hombres leales y después forjando una trayectoria sangrienta mediante la adquisición de tierras, más adelante dinero y por fin influencia. Ambos tipos de coroneles eran sumamente ricos, pero uno era más poderoso que el otro. El coronel Chico Heraclio de Limoeiro era tan rico que se rumoreaba que tenía la boca llena de dientes de oro. El coronel Clovis Lucena disparó a un hombre por ensuciarle los zapatos. Y se decía que el coronel Guilherme de Pontes, que dirigía Caruaru, era el más poderoso de todos, dueño de una parte tan grande del estado que se rumoreaba que tenía reuniones privadas con el gobernador.

El tío Tirso había trabajado de vaqueiro, conduciendo ganando para el difunto coronel Pereira durante la gran sequía de 1908. De acuerdo con tía Sofía, las personas y los animales subsistían con cactus, por igual. Las vacas del viejo coronel se desplomaban.

«Perder una vaca o un caballo era más trágico que perder a un hombre», solía explicar tía Sofía a Emília y Luzia. Les contaba la historia de tío Tirso por la noche, mientras les masajeaba los dedos y las manos antes de irse a la cama. El masaje de tía Sofía se volvía invariablemente menos entusiasta, la presión más ligera y menos concentrada cuando se perdía en sus recuerdos. A su fallecido le gustaba el café negro. Su fallecido se peinaba el bigote antes de ir a la iglesia. Su fallecido cuidaba el ganado del coronel como si fuera el propio. Y un día no regresó con la manada. Nadie supo qué le había sucedido: si lo habían capturado los cangaceiros, si había sido picado por un escorpión o una víbora, o si sencillamente había muerto de frío.

El coronel envió a otros dos vaqueiros a buscarlo. Recorrieron los espesos matorrales de la base de la montaña, gritaron su nombre; otearon el horizonte en busca de buitres. Tres días más tarde, hallaron su cuerpo sepultado en los pastizales áridos, completamente despedazado. El primer coronel encargó un retrato y una caja de madera para los huesos. El padre Otto bendijo la caja, admitiendo que, siempre que enterraran a tío Tirso algún día, no le perjudicaría permanecer cerca de sus seres queridos. A Luzia le parecía romántica la caja de huesos, pero la muchacha no sabía nada del amor. Prenderse el pañuelo del ser amado en la parte interior de la blusa era romántico. Intercambiar notas perfumadas era romántico. Vivir con la llama del amor no correspondido en el corazón, como las mujeres de las novelas de Fon Fon, era romántico. Pero guardar huesos, pensó Emília, era algo que hacían los perros.

El tercer y último retrato que colgaba sobre la pared frontal era una fotografía de Luzia y ella. Era el retrato de su primera comunión. El padre Otto estaba de pie entre ellas, posando una mano blanca sobre un hombro de cada una. Tía Sofía decía que cuando el padre Otto llegó al pueblo por primera vez había sido un espectáculo, subiendo la montaña en un carro de bueyes lleno de libros, baúles y mapas enrollados. Sonreía y sudaba, y su cara era de un fuerte color rosado por encima del alzacuellos de sacerdote. Tía Sofía jamás había visto a un hombre de ese color, que era como la pulpa de la guayaba. Pero en la foto no parecía de color rosa: en el retrato era tan blanco como sus vestidos de comunión.

El padre Otto había llegado de Alemania durante la Gran Guerra. Todas las mañanas tocaba las campanas de la iglesia de Taquaritinga y esperaba que los pocos estudiantes se dirigieran a su escuela. La escuela del padre Otto era la única que había en el pueblo, pero sus bancos jamás estaban totalmente ocupados. El coronel Pereira contrataba tutores privados para sus hijos, y muchos otros residentes de Taquaritinga creían que la escuela era un desperdicio. Los niños terminarían siendo inevitablemente lo mismo que sus padres: granjeros o vaqueiros, o el capanga del próximo coronel. No necesitaban leer o escribir. En cuanto a las labradoras, la alfabetización era un obstáculo más que un valor. Las esposas que sabían leer podían presumir de ser mejores, engañar a sus maridos analfabetos y, lo peor, ser capaces de escribir cartas de amor. Sin embargo, unos pocos residentes -mercaderes, carpinteros y otros comerciantes- valoraban la escuela del padre Otto. Aunque no sabía ni leer ni escribir, tía Sofía estaba entre ellos. Los patrones de vestidos impresos se estaban volviendo cada vez más populares y la mayoría de las máquinas de coser venían con gruesos y detallados manuales de instrucciones. Tía Sofía quería que Emília y Luzia estuvieran a tono con la época.

La Geografía era la asignatura preferida de Emília. Debajo del crucifijo había un mapamundi con los países pintados en colores pastel y los nombres escritos en letra cursiva. El padre Otto tomaba la lección todos los días a la clase, y todos, excepto Luzia, recitaban los nombres de los países al unísono. Cuando gritaban «¡Alemania!», Emília siempre imaginaba un lugar lleno de personajes como el padre Otto, hombres y mujeres bajos y rechonchos con caras sonrosadas, ojos azules y el pelo tan fino y rubio que parecía harina de mandioca.

Había también un enorme mapa de Brasil. El padre Otto señalaba el estado de Pernambuco muchas veces durante cada lección. Estaba cerca de la parte superior de la república, y era más largo que ancho. Emília pensaba que parecía un brazo estirado que se extendía hacia la costa. A la altura del hombro se encontraba el inmenso espacio de matorral, la caatinga -a menudo llamado el sertáo-, donde escaseaba el agua y sólo crecía el cactus. El padre Otto decía que los esclavos fugitivos, los soldados holandeses y los indios que se alejaban de la costa se habían establecido allí, protegidos por el inhóspito clima del desierto. Emília intentaba imaginarse a esas tribus oscuras y claras de hombres que habitaban juntos, cazando víboras y halcones para subsistir. En el codo del estado estaba su pueblo, Taquaritinga, situado sobre una pequeña cadena de montañas, la puerta de entrada a la caatinga. En la muñeca estaban las plantaciones, las extensiones de bosque atlántico que habían sido taladas y quemadas para dejar sitio a la caña de azúcar. En los nudillos se situaba la capital -Recife-, con sus calles de adoquines, sus hileras de casas estrechamente amontonadas y su inmenso puerto, que Emília imaginaba lleno de barcos de guerra y cañones humeantes, por los cuadros que representaban la invasión holandesa que había visto en uno de los libros de Historia del padre Otto. Y en las puntas de los dedos de su estado se hallaba el mar. Emília soñaba con visitar aquel océano, con meter el pie en el agua salada. Se lo imaginaba verde, verde oscuro, aunque los océanos del mapa estuvieran todos pintados de azul pálido.

Taquaritinga estaba a una semana de viaje de la costa, sobre la cima de una montaña, cerca de la frontera con el estado de Paraíba. Lo primero que veía la gente cuando trepaba por el sendero curvo de montaña era el campanario de la iglesia; pero durante la estación lluviosa del invierno sólo podían ver una nube de bruma. La plaza principal, alrededor de la iglesia, había sido de tierra hasta que el coronel encargó que fuera empedrada, y durante meses hubo montones de rocas y se escucharon los sonidos de trabajadores levantando los mazos y machacando la piedra contra la tierra. Emília preguntaba a menudo al padre Otto cómo eran las ciudades de verdad.

– Atiborradas de gente -respondía él, y Emília lo imaginaba con la oscura capa de sacerdote abriéndose paso a través de multitudes de mujeres y niños que llevaban vestimentas coloridas y sombreros decorados con plumas de avestruz-. Atiborradas de gente y ni la mitad de hermosas que Taquaritinga -le aseguró el padre Otto. Emília no lo creía.

En su primera comunión, el padre Otto les había regalado a Emília y Luzia dos biblias blancas del tamaño de la palma de la mano, especialmente encargadas en Recife. Tenían las biblias abrazadas al pecho cuando posaron para su retrato de comunión. Tía Sofía había ahorrado durante tres meses para pagar al fotógrafo. El hombre delgado tomaría tan sólo una instantánea. Emília quería que el retrato fuera perfecto. Se quedó quieta durante lo que le pareció una eternidad, esperando que pulsara el botón disparador. Las comisuras de sus labios temblaban. Intentó permanecer totalmente quieta, para que el rosario que colgaba de sus dedos no se meciera. Luzia no se quedó quieta. Tal vez estuviera avergonzada de su brazo doblado, que el fotógrafo disimuló cubriéndolo con un retazo de encaje. Tal vez no le agradara el tímido hombre que se ocultaba bajo la tela negra de la cámara. O quizá fue porque Luzia no se dio cuenta, como Emília, de que tenían una sola oportunidad para que saliera bien la fotografía, de que con un clic quedarían plasmadas para siempre.

Justo en el momento en que se disparó el flash, Luzia se movió. Su rosario se balanceó, su velo de comunión se torció, y el retazo de encaje se deslizó de su brazo y se cayó al suelo. Cuando el retrato volvió del laboratorio del fotógrafo, Emília se sintió amargamente decepcionada. Su hermana aparecía borrosa. Parecía como si hubiera un fantasma que se movía detrás de Luzia, como si hubiera tres niñas en la foto en lugar de dos.