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El concurso anual de sombrillas de las Damas Voluntarias de Recife se realizaba durante la última semana de septiembre. Bastante después de los ruidosos desfiles del Día de la Independencia, a principios de mes, como para no ser ensombrecido por ellos, pero también bastante antes del bochornoso calor de octubre. Ese año, la competición se iba a realizar en la playa de Boa Viagem.
Degas condujo su coche rumbo a la ceremonia. Emília iba sentada en el asiento trasero del Chrysler Imperial al lado de doña Dulce, que se agarraba al reposabrazos de cuero. Degas prefería la velocidad a la prudencia. Esquivaba carros tirados por burros y chocaba contra los bordillos. El doctor Duarte, inquieto, cambió de posición en el asiento del acompañante.
– La imprudencia no es necesaria -masculló.
Con cada viraje brusco, con cada sacudida, la cara del doctor Duarte se ponía roja y se agarraba con fuerza a los laterales del asiento. Varias veces amenazó con contratar un chófer. Degas son rió. Los automóviles eran todavía una novedad en Recife y se consideraba que conducir un coche era un lujo, como leer y pintar. Había pocos conductores hábiles en Recife, y Degas se consideraba uno de ellos. El doctor Duarte dejó escapar un gruñido. Emília era la única que valoraba la velocidad de su marido. Estaba ansiosa por ver el mar.
Hacía unos años, el gobierno de la ciudad había construido un puente hacia la región pantanosa de Pina, con lo cual consiguió que la playa de Boa Viagem fuera accesible para automóviles y carruajes. Pronto se instaló la línea del tranvía y más tarde se pavimentó la avenida principal. Para cuando Emília se familiarizó con Recife, la playa de Boa Viagem ya era famosa como lugar elegido por muchas familias para las vacaciones de verano. Las chozas de hojas de palmera de los pescadores que bordeaban la playa estaban siendo lentamente reemplazadas por mansiones de ladrillo y cemento.
La baronesa había invitado a Emília a participar en el concurso de sombrillas. Había dicho que era una competición tonta -cada concursante recibía una simple tela de sombrilla y tenía tres semanas para decorarla-, pero los resultados hacían que el tedioso trabajo valiera la pena. La ganadora era premiada con un puesto entre las Damas Voluntarias. Emília pasó un día entero decorando su sombrilla, cubriéndola con motivos inspirados por el jardín de la tía Sofía: mazorcas de seda amarilla, dalias de crepé rojo, hebras de lluvia hechas con cuentas azules. Emília se atuvo a un diseño lleno de color, pero simple; no quería parecer demasiado cursi. Intuía que el jurado de las Voluntarias habría tomado su decisión mucho antes del concurso. El año anterior habían aceptado a Lindalva, aunque se había limitado a prender con alfileres páginas de poemas a su sombrilla camino de la competición. Su madre era, después de todo, la baronesa. Si no se tenía ningún miembro de la familia en las Voluntarias, tenía que ser aceptada por sus méritos. Había que pertenecer a una familia nueva. Una tenía que tener alguna habilidad, como la costura, la pintura, la música o en el caso de Lindalva la oratoria. Y lo más importante, una tenía que ser interesante, porque las Damas Voluntarias odiaban las reuniones aburridas.
– Pero no hay que ser demasiado interesante -le advirtió la baronesa-, pues entonces una se vuelve vulgar.
En los nueve meses transcurridos desde su primer y desconcertante carnaval en Recife, Emília había conocido a cada una de las integrantes de las Damas Voluntarias. Una por una, habían aparecido en la casa de la baronesa los mismos días que Emília visitaba a Lindalva. Bebieron café juntas en la galería de la baronesa, donde las mujeres Voluntarias inspeccionaron tranquilamente a Emília.
– Oh -le decían, apoyando pañuelos bordados sobre las cejas y eliminando cualquier gota de sudor visible-. Esto debe de ser muy diferente de tierra adentro
Rara vez decían «el campo» o «el interior». Preferían «tierra adentro», una expresión que hacía que Emília pensara en los húmedos recovecos de un cajón o un armario difíciles de alcanzar. Un espacio oscuro lleno de cosas olvidadas, abierto sólo en momentos de necesidad o nostalgia, para luego ser cerrados rápidamente.
Con el tiempo, las Damas Voluntarias le hicieron llegar a Emília invitaciones a tomar el té, a almuerzos y a cenas con baile en el Club Internacional. En cada una de estas ocasiones, las mujeres la miraban con fascinación y un toque de precaución, además de compasión, como a un animal salvaje que uno caza para convertirlo en mascota pero en el que nunca confía del todo. Emília se daba cuenta de que su amistad con la baronesa le daba prestigio social, pero que era la posible inferioridad de sus orígenes lo que la volvía atractiva para las mujeres Voluntarias. La habían declarado «interesante».
Como costurera del coronel y de doña Conceição, Emília había aprendido a ser una excelente criada, observando atentamente a su ama, comprendiendo sus cambios de humor, descifrando sus necesidades y estando disponible de inmediato o, por el contrario, pareciendo invisible, según lo pidiera la situación. Emília usó estas habilidades con las mujeres de Recife. Se reía en los momentos adecuados. Estaba llena de energía, pero no excesivamente ansiosa. Aprendió a escuchar con simpatía cuando correspondía y también a girar la cabeza y fingir que daba privacidad a aquellas mujeres. Pero Emília no podía ser demasiado servicial; las mujeres de Recife se habían pasado toda su vida dando órdenes al servicio doméstico a sueldo. Si Emília adoptaba el comportamiento de una criada, sería tratada como una de ellas. De modo que tenía que atenuar su naturaleza dócil con opiniones fuertes.
Emília sacó libros de los estantes de la biblioteca de los Coelho y se impuso la obligación de leerlos. Las novelas, los poemas y los libros de geografía fueron difíciles de comprender al principio, pero ella avanzó tenazmente. Buscó palabras largas en el muy usado diccionario de Degas. Leyó incontables periódicos y estudió las revistas internacionales del doctor Duarte y los manifiestos de los boletines feministas de Lindalva. A través de sus lecturas, Emília aprendió que la distinción entre lo que era vulgar y lo que era aceptable fluctuaba tanto como el estilo de los vestidos de las mujeres. Lo que era impropio un mes se convertía en vanguardia al mes siguiente, y antes de que pasara mucho tiempo estaba absolutamente de moda.
Recife, como otras capitales brasileñas, se estaba modernizando. Las señoras salían de sus casas con portales de hierro para entrar en oscuros cines a ver películas mudas. Estaban cambiando los cuidados jardines de la plaza del Derby por la Rúa Nova para celebrar sus encuentros. En esa calle había salones de té y bandas de jazz. En Río, fotografías de la playa mostraban a mujeres con trajes de baño sin mangas y escotes peligrosamente pronunciados. Y gracias a la campaña presidencial y la proximidad de las elecciones, hasta el sufragio femenino se volvió aceptable. Lindalva convenció a las Voluntarias para que emprendieran una campaña para conceder el voto a las mujeres que supieran leer y escribir. Votar, argumentaba, era un deber moral como cualquier otro: parir, cuidar la casa y educar a los jóvenes líderes del futuro. Las sufragistas no añadieron a sus demandas el derecho a divorciarse o a tener propiedades, separando tales libertades de su campaña tan estrictamente como doña Dulce separaba la comida en su despensa, cambiando de lugar frijoles negros y codillos de jamón para ubicarlos en la sección de los criados, aunque había admitido ante Emília que, en las tardes frescas y lluviosas, con frecuencia ansiaba esas comidas grasientas. Como la mayoría de las señoras, nunca cedió a sus antojos. Según doña Dulce, eran impropios, y ver a una esposa consumir tales artículos sería demasiado desagradable para cualquier marido.
Doña Dulce no era sufragista. Leía los artículos periodísticos con desagrado y un temblor de miedo. No sólo anónimas mecanógrafas, maestras y telefonistas, sino también elegantes niñas de familia iban cayendo en lo que doña Dulce llamaba «el remolino de la vida moderna». Creía que Emília era también una víctima de esto. Emília fingía ignorar a su suegra, pero secretamente usaba a doña Dulce como un mensaje de advertencia para no avanzar demasiado con sus opiniones y ambiciones. Emília, como las mujeres Voluntarias, tenía que mantener el delicado equilibrio entre ser vulgar y ser respetable.
En la playa de Boa Viagem, las integrantes de las Damas Voluntarias iban de un lado a otro saludando a las concursantes, que exhibían sus sombrillas. Sobre la arena compacta, cerca del camino, había filas de sillas de madera en las que se sentaban jueces e invitados. Emília se quedó en los bordes externos de la multitud, cerca de un cocotero. No se mezcló con los demás. Su sombrilla permaneció cerrada, olvidada en sus manos.
Delante de ella se extendía el océano, vasto y oscuro, con el color de un moretón infinito. No era verde, como había imaginado alguna vez. Al igual que todo en Recife, no era lo que Emília había previsto. Toda aquella cantidad de agua la sobrecogió. Cerca de la orilla, olas gigantes y espumosas avanzaban y retrocedían. Emília cerró los ojos. El batir de las olas sonaba como tela rasgada.
– ¡Emília! -gritó la voz de una mujer sin aliento y con urgencia.
Abrió los ojos. Lindalva corrió hacia ella.
El estilo anteriormente descuidado y bohemio de su amiga había sido reemplazado por una falda plisada verde y una chaqueta deportiva haciendo juego. Un «conjunto de dos piezas», lo llamó Emília cuando lo vio por primera vez usado por una estrella del tenis británico, en una de las revistas de actualidad del doctor Duarte. La joven quedó fascinada con las cuidadas faldas y las prácticas prendas superiores de la tenista. Inspirada por esto, se encerró en su dormitorio, se sentó ante su Singer recién comprada y cosió para sí un conjunto de dos piezas. Cuando Lindalva vio el resultado, quiso tener uno. Emília le dio instrucciones acerca del diseño a la costurera de la baronesa, y le enseñó a hacer el plisado. Varias Damas Voluntarias se acercaron a Emília y le preguntaron si ellas también podían compartir el modelo con sus modistos. En poco tiempo, toda mujer influyente en Recife tenía un conjunto de dos piezas. En las reuniones sociales, estas mujeres dejaron de hacer referencia a los orígenes de Emília y no volvieron a preguntarle sobre la vida tierra adentro. En cambio, la consultaban sobre moda. En estas conversaciones, el comportamiento de las mujeres cambió -asentían con la cabeza, sonreían, se volvían más corteses- y Emília se dio cuenta de que la admiración venía no sólo del estatus social o los finos modales, sino también de las ideas: el talento podía borrar su pasado.
Lindalva le dio a Emília un beso en la mejilla. Con un rápido movimiento cogió la sombrilla de manos de su amiga y la abrió de un golpe. Lindalva inspeccionó su trabajo.
– ¡Motivos campestres! ¡Oh, al jurado le va a encantar esto! -exclamó-. En cuanto este tonto asunto esté terminado, tendrás un lugar entre las Voluntarias y podremos concentrarnos en temas más importantes. He encontrado a una muchacha interesante, que parece llena de energía. Dice que sabe coser. Tú tendrás que ver si realmente es buena, por supuesto. Luego necesitaremos un espacio. No puede ser la casa de mi madre. Allí todos nos verían ir y venir con telas y costureras. Debemos tener nuestro propio local.
– Sí -interrumpió Emília, cogiendo la mano a Lindalva. Se había acostumbrado a frenar el parloteo constante de su amiga-. Quiero que las costureras tengan un lugar bonito para trabajar: una habitación con ventanas y aire fresco. Y no podemos tenerlas sobre las máquinas desde la mañana hasta la noche. Quiero que las Damas Voluntarias se ofrezcan para organizar clases. Para enseñarles a leer.
– ¡Eso es brillante! -dijo Lindalva con una amplia sonrisa, mostrando la exagerada separación entre sus dientes-. ¡Nos dará más votos!
Apretó la mano de Emília y la condujo hacia donde estaba la gente.
Durante los meses de invierno, cuando la lluvia caía en pesadas cortinas inclinadas, haciendo crujir los cables de los tranvías en sus líneas eléctricas, Emília y Lindalva, sentadas en la galería de la baronesa, habían leído las publicaciones sufragistas. Se habían reído tontamente y sin poder controlarse cuando Lindalva enseñó a Emília a bailar el tango -un baile que los periódicos llamaban «lujurioso»-, apretando sus mejillas una contra otra, extendiendo los brazos y yen do de aquí para allá en la sala de estar de la baronesa. Y después de que Emília creara sus triunfantes conjuntos de dos piezas, Lindalva y ella conspiraron para abrir su propio taller de costura. Iban a copiar las modas más recientes y más audaces de Europa para presentarlas en Recife, confeccionando ropa que incluso las mujeres de Río y Sao Paulo iban a desear tener. Emília sería la fuerza creativa, mientras que Lindalva manejaría las finanzas. Como mujer casada, Emília era considerada una pupila de su marido, como un niño o un pariente sin juicio. Cualquier negocio que crearan tendría que estar a nombre de Lindalva; de esa manera, no necesitarían el permiso de Degas y no tendrían que compartir con él las ganancias si tenían éxito. Pero si fracasaban, Lindalva se llevaría la peor parte de la carga.
Emília agradecía la generosidad de su amiga. De todas maneras, sentía cierta desconfianza. Recordaba la advertencia de doña Dulce: las mujeres de Recife forjaban alianzas, no amistades. En presencia de Lindalva, la joven esposa de tierra adentro temía decir demasiado, caer en sus viejos hábitos o hablar con su acento provinciano. Emília jamás mencionó a Luzia. No le gustaba hablar de su pasado, aunque Lindalva le rogaba que le contara cosas acerca de «la vida de una mujer que trabaja». Emília sentía envidia de la buena fortuna de Lindalva; su amiga nunca tenía que preocuparse por cometer errores sociales. Lindalva no estaba casada y no tenía por qué estarlo. Podía comprar su propia ropa, organizar manifestaciones por el sufragio, reírse de la sociedad de Recife y a la vez seguir siendo aceptada por ella. Lo peor era que Lindalva creía que esa libertad estaba disponible para cualquier mujer. Sólo tenía que desearlo lo suficiente.
En el concurso de sombrillas, Lindalva condujo a Emília hacia el jurado, que admiró su trabajo. No lejos de allí, el doctor Duarte departía con los maridos de las Voluntarias. Degas fumaba y miraba su reloj de bolsillo. Doña Dulce observaba a la multitud. Llevaba un vestido y un sombrero color de habano. Había guardado sus vestidos azules y verdes cuando comenzó la campaña electoral y había optado por los tonos neutrales. La política era vulgar, opinaba doña Dulce, y quería apartarse de ella. La ciudad se había dividido en dos bandos, el verde y el azul. Todos los días aparecían las fotografías del candidato de la oposición, Celestino Gomes -con arrugado uniforme militar y altas botas que cubrían la mayor parte de su rechoncha figura-, codo con codo con su compañero de candidatura, José Bandeira.
Las viejas familias no eran partidarias de Gomes. Temían que fuera un populista, con sus promesas de salario mínimo, de sufragio femenino y de voto secreto. La mayoría de los jefes de las familias nuevas, incluyendo al doctor Duarte, creían que Gomes y su Partido Verde iban a modernizar Brasil. Las mujeres de Recife, viejas y nuevas, no se metían en política, pero apoyaban fieramente a los elegidos por sus maridos. Durante sus paseos por la plaza del Derby, Emília vio que las matriarcas de las viejas familias llevaban joyas con zafiros y aguamarinas. Lucían vestidos azules y hacían que sus sombrereras colocaran iridiscentes plumas azules en sus tocados. En la playa de Boa Viagem, sin embargo, el color predominante era el verde. Las integrantes de las Damas Voluntarias preferían las esmeraldas. Sus maridos, incluso el doctor Duarte, llevaban corbatas de color menta, verde hoja y verde salvia.
Emília también estaba vestida de verde. Su nuevo sombrero tenía una única pluma verde oliva prendida en la cinta. El sombrero era un obsequio de Degas. Le había hecho muchos regalos en los meses posteriores al carnaval. Muchas telas para vestidos nuevos, chales bordados con cuentas, un par de zapatos de piel de reptil cuyo cuero era tan blando que las manos de Emília lo percibieron como tela. Le regaló un joyero grande forrado de terciopelo, con la promesa de llenarlo con los productos que vendía el señor Sato, el joyero japonés que aparecía a la puerta de los Coelho una vez al mes y cuidadosamente desparramaba su selección de broches, anillos y colgantes en la mesa de doña Dulce. Degas mostraba sus obsequios antes de las comidas, en presencia de todos. Durante estas incómodas situaciones, el doctor Duarte sonreía radiante al lado de su hijo y doña Dulce tenía puesta su máscara tensa y sonriente. Emília sabía qué se esperaba de ella.
Querían un niño. Todos ellos -Degas, el doctor Duarte, doña Dulce- la interrogaban todas las mañanas, preguntándole cómo se sentía, y la observaban para ver si tomaba su desayuno. Cada mes, cuando Emília pedía que fueran a la farmacia en busca de elementos femeninos, veía que la espalda de doña Dulce se volvía más rígida y sus labios pálidos se ponían tensos. El doctor Duarte atribuía la esterilidad de Emília a un trastorno uterino. Comenzó a darle cucharadas de aceite de hígado de bacalao con cada comida.
– ¡Fortificaremos tus frágiles órganos! -manifestó el doctor Duarte la primera vez que Emília se tapó la nariz y bebió de un trago el acre aceite amarillo.
Incluso llamaron a un médico, uno de los colegas del doctor Duarte, para examinarla. El hombre le apretó el vientre mientras Emília permanecía tendida y paralizada debajo de la sábana. La declaró sana y dijo que quizá el húmedo clima de Recife no le sentaba bien. Le recetó pastillas de vitaminas, que Emília escondía debajo de la lengua todas las mañanas y que después escupía. Sacaba sin pedirlos billetes de mil reales de los bolsillos de los pantalones de Degas y se los daba a Raimunda, quien compraba en secreto corteza de cajú rojo en el mercado. Con esa corteza Emília hacía una infusión y la bebía todos los días. Era un viejo remedio que la tía Sofía les había recetado a algunas de sus dientas, casadas y desesperadas, que no querían seguir pariendo más hijos. Emília había visto cómo aquellas muchachas campesinas -sus ex compañeras de escuela- se volvían cada vez más pálidas y demacradas a causa de los embarazos. Había visto sus pechos que se encogían y se estiraban, como papayas maduras. Y recordaba a su propia madre, que había muerto porque las manos grandes y capaces de la comadrona sólo estaban entrenadas para salvar a los bebés. Incluso las mujeres de Recife, con sus dietas meticulosas y atentos médicos, morían de parto en una proporción que asustaba y repugnaba a Emília. No era sólo la posibilidad de la muerte lo que la disuadía, pues con gusto habría corrido el riesgo si hubiera querido tener un hijo. Pero no era así. Allá en Taquaritinga, Emília se había visto a sí misma como una mujer casada, pero nunca como una madre. Había creído que el deseo de tener un niño finalmente le iba a llegar, como un repentino antojo por una comida diferente. Pero después de un año en Recife se dio cuenta de que un hijo la obligaría a permanecer en la casa de los Coelho precisamente cuando estaba aprendiendo a alejarse de ella.
Degas todavía pasaba las mañanas en la facultad de Derecho de la Universidad Federal, las tardes estudiando con Felipe y las noches enclaustrado en su dormitorio de cuando era niño escuchando discos para aprender inglés. Una vez por semana iba al dormito rio de Emília. Ella llevaba puesto el camisón con abertura delante y Degas, cuando terminaba, regresaba a su habitación, al otro lado del corredor. El ya no prometía bodas ni lunas de miel y Emília se lo agradecía. En público, Degas y ella eran directos y corteses entre sí. Todos los domingos asistían a las cenas y bailes del Club Internacional y durante las pausas de la orquesta, cuando las parejas se acercaban a su mesa para elogiar los vestidos de Emília con sus elegantes caídas en la espalda y los irregulares dobladillos del chal, Degas acercaba su silla a la de ella. Molesta, Emília apartaba la suya. Había ocasiones en que sentía arrebatos de cólera y aversión por Degas. Otras veces le daba lástima, y si Degas se daba cuenta de ello, fruncía el ceño y le decía con brusquedad:
– No uses tanto perfume. Hueles como un hotel de mala muerte.
– ¿Cómo lo sabes? -replicaba Emília con un siseo, triste por el modo en que se trataban. Eran como dos gallos forzados a vivir en el mismo corral; ambos orgullosos, ambos obligados a picotearse para conservar su dignidad.
Durante toda su vida, la tía Sofía le había advertido a Emília que los hombres eran unos brutos. Una mujer debe soportar los deseos de su marido hasta que se acostumbre a ellos, hasta que se vuelvan algo tan natural como lavar una camisa o limpiar un pollo. Esto le parecía plausible a Emília, y hasta tolerable. Si una persona obtenía placer y la otra una noble sensación de sacrificio, entonces por lo menos ambos ganaban algo. Pero si no había ningún deseo, no podía haber sacrificio, ninguna rendición honorable. Si tanto el marido como la mujer veían el deseo como un deber, entonces sólo había temor. Había únicamente un obligado y torpe manoseo, y después odio. Odio que se iba acumulando en sus vientres como se acumula el cieno. Se amontonaba hasta volverse muy pesado. Hasta que ninguno podía soportar la visión del otro. En el cine, las escenas funden a negro después de que las parejas se besan. Degas decía que la hacían por decoro, pero Emília creía que lo hacían a propósito. Habían captado la verdad. Más allá de ese aterrador primer beso, no había nada que valiera la pena mostrar.
Después de semanas de silenciosa presión en busca de un niño por parte de los Coelho, Emília decidió devolver la presión. Detestaba ir a la modista con doña Dulce. Se sentía incómoda con sus aburridas vestimentas. Emília quería coser su propia ropa. Doña Dulce le había enseñado el arte de pedir sin parecer que estaba pidiendo y Emília siguió las enseñanzas de su suegra. Habló a Degas y al doctor Duarte de su nostalgia, de cómo echaba de menos el traqueteo de su vieja máquina de coser, el tacto de la tela debajo de las yemas de los dedos, de cómo a ella y a su hermana les gustaba hacer baberos de bebé y vestidos de bautizo. Finalmente, Degas comprendió. Hizo que llevaran a la casa de los Coelho una máquina de coser Singer a pedal. Doña Dulce no aprobaba las creaciones plisadas de Emília. Decía que eran demasiado atléticas. Pero el doctor Duarte las consideró modernas y simpáticas, y a Degas le agradaba la atención que provocaban. Pronto aparecerían en la sección de sociedad, decía con entusiasmo.
Tenía razón. Donde se desarrollaba el concurso de sombrillas, antes de que los jueces revelaran el nombre de la ganadora, un fotógrafo del Diario de Pernambuco condujo a las concursantes a la playa. Las hizo formar una línea, con sus sombrillas abiertas, delante de una nueva imagen de Nuestra Señora de Boa Viagem. Los pies de Emília se hundían en la arena de la playa. Tuvo la sensación de que ésta tenía vida, de que se movía debajo de ella. Se le metió en los zapatos e hizo que los dedos de sus pies dentro de las medias se sintieran ásperos. No le gustó.
Los pescadores habían levantado, hacía unos años, una simple estatua de la Virgen para que bendijera sus viajes. La imagen vieja seguía estando debajo de una choza de hojas de palmera, a pocos pasos de la nueva. Esta estaba hecha de yeso, sobre un pedestal de piedra. Había estrellas de mar esculpidas a sus pies y su túnica parecía agua, con espuma en el dobladillo. Tenía los ojos azules y la cabeza inclinada a un lado, como si estuviera intrigada por algo que hubiese mar adentro. No parecía misericordiosa o compasiva, sino aburrida. El rostro carecía de toda expresión. Emília quiso ver la estatua vieja -por cierto, tenía aspecto de más sabiduría-, pero las otras concursantes se arremolinaron alrededor de ella, cortándole el paso y chocando contra su sombrilla.
Emília volvió la cabeza. Al borde del agua se había reunido un grupo de esposas de pescadores. Las olas lamían sus grandes pies descalzos y a veces salpicaban hacia arriba, mojando los dobladillos de las descoloridas faldas de aquellas mujeres. Estaban todas juntas, los brazos bronceados cruzados sobre sus simples blusas, y observaban a Emília y a las otras concursantes. Las caras de aquellas mujeres pescadoras estaban arrugadas, con una expresión de preocupación permanente. Emília les sonrió. Las mujeres la miraron con dureza, recelosas de la extraña banda que había invadido esa playa que era de ellas.
– Miren hacia delante, señoras -ordenó el fotógrafo-. Miren hacia delante.
Las concursantes gorjeaban y sonreían alrededor de Emília. No prestaban atención a sus zapatos llenos de arena. No se acomodaban los guantes. Vivían sin cargar con las lacras de la vida, sin manchas de sudor, ni pelo revuelto, ni uñas mordisqueadas. Emília quería decir todo esto en voz alta. Quería que alguien la escuchara. Doña Dulce la regañaría por semejante comentario. Lindalva lo consideraría simpático. Sólo Luzia lo habría comprendido.
Durante todo el invierno se habían publicado artículos acerca de la brigada de tropas enviada a capturar al Halcón. A Emília le resultaba difícil leer el periódico en la casa de los Coelho. El doctor Duarte tenía prioridad, y éste con frecuencia recortaba los artículos relacionados con criminales para reforzar sus teorías criminológicas y artículos políticos para llevarlos a sus reuniones en el Club Británico. Cuando terminaba con el diario, tenía más agujeros que algunos de los encajes de doña Dulce. La suegra de Emília era otro obstáculo.
– Una dama no lee periódicos en cualquier parte, donde alguien la pueda ver -insistía doña Dulce. Las damas no podían mostrarse preocupadas por vulgares noticias.
Doña Dulce era siempre la segunda persona que leía el periódico, y ella se encerraba en la sala de estar para que nadie pudiera verla estudiando detenidamente la sección de sociedad. Degas obtenía sus noticias en la facultad de Derecho de la Universidad Federal, de modo que Emília tenía el tercer turno para el diario, pero para el momento en que se le permitía mirarlo, ya era tarde y la mayoría de los artículos que le interesaban habían sido retirados. Emília no podía pedirle al doctor Duarte las hojas que había recortado; una dama no podía mostrarse interesada por los cangaceiros, esos bandoleros, y sus vulgares delitos. De modo que cada vez que Emília visitaba la casa de la baronesa, revisaba con atención los periódicos de la semana. Lindalva guardaba los ejemplares del Diario para su amiga, creyendo que Emília estaba interesada en la política. Pero ésta no se preocupaba por Gomes o su «nuevo Brasil». Ella buscaba a Luzia.
Las noticias sobre las tropas disminuyeron cuando la campaña presidencial se volvió más enconada. Emília creía que el capitán Higino y sus soldados estaban perdidos en la selva, hasta que un día, en la segunda página del diario, apareció un artículo. Se decía que el Buitre -llamaban erróneamente al cangaceiro que se había llevado a Luzia- había hecho una emboscada a las tropas gubernamentales en el rancho del coronel Clovis Lucena, para luego escapar a Bahía. Emília recortó el artículo y lo guardó con llave en su joyero, junto con su foto de comunión. Sola en su habitación, leyó el artículo una y otra vez. El periodista decía que entre los cangaceiros fugitivos había una «acompañante» de sexo femenino. «Acompañante». Sonaba a algo sórdido. ¿Esa mujer sería Luzia? ¿Estaba retenida contra su voluntad? La idea preocupó a Emília, pero no podía convencerse de ello. Luzia era una mujer muy decidida, más decidida que cualquier otra mujer que Emília hubiera conocido. Si no había muerto ni se había escapado, entonces su hermana se había quedado por propia voluntad. Esta posibilidad preocupó todavía más a Emília.
Para quitarse esos pensamientos de la cabeza, cerró los ojos. Y ni siquiera al escuchar el clic del flash del fotógrafo los abrió. Sintió que sus pies se hundían en la arena.
Cuánto le habría gustado tener a Luzia junto a ella en aquel arenoso escenario, para disfrutarlo y reír juntas. Emília había sido comparada toda su vida con Luzia. Por decirlo así, su hermana la definía. Allá en Taquaritinga, la torpeza de Luzia sacaba a relucir el aplomo de Emília. Los enojos de Luzia destacaban la suavidad de Emília; su lengua afilada, los silencios de ésta. En Recife Luzia no estaba presente, pero Emília la recordaba todos los días, en su interior resucitaba a la hermana lista y fuerte. Emília sentía que ella no era así de ninguna manera, y la reconfortaba saber que Luzia sí lo era. Compartían la misma sangre y quizá algo de la fuerza de Luzia se mezclaba con la suya, de modo que Emília podía cultivar la fuerza de su hermana dentro de sí. Pero desde que leyó el artículo del periódico sobre los cangaceiros y su «acompañante» sentía que la presencia de Luzia se desvanecía. Los recuerdos que Emília tenía de su hermana parecían empañados. ¿En quién se había convertido Luzia? ¿Y quién era Emília, comparada con una mujer como ésa?
Decidió compararse con otra imagen. Las mujeres que aparecían en las revistas feministas de Lindalva eran cultas y modernas. Lindalva adoraba la «idea» de la modernidad, pero lo que a Emília le gustaba era su aspecto, su brillo. Le agradaban los sombreros elegantes, los vestidos audaces, la imagen triunfadora de la mujer. Soñaba consigo misma conduciendo un automóvil, o entrando con paso firme hacia una mesa electoral con el voto cuidadosamente doblado en la mano. Y sobre todo, Emília imaginaba un taller con muchas ventanas con una docena de máquinas Singer a pedal zumbando, a sus órdenes.
Si Emília adoptaba el brillo de la modernidad, usaba los vestidos adecuados, expresaba las opiniones correctas, actuaba con diligencia y creatividad, se ganaría la admiración de Recife. Se había liberado de sus sueños juveniles de poseer un hogar y convertirse en una matrona. Había aceptado el hecho de que Degas nunca sería un maestro amable ni un marido cariñoso. Y ya que no podía ser amada, decidió entonces que sería admirada.
– La ganadora es… ¡la señora de Degas Coelho! -gritó una mujer. Se produjo una ola de discretos aplausos y luego de risas-. ¡La señora de Degas Coelho! -gritó otra vez la voz.
Emília abrió los ojos.