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6

Las escaleras de servicio conducían a los tranvías. Lo coches formaban una línea, con sus indicadores de ruta normales cubiertos con carteles blancos que decían: «Campo de Jiquiá». Gente de la zona de clase media que escapaba llenaba el sendero. Los conductores de los tranvías hacían sonar sus silbatos de bronce y orientaban a la gente para que subiera. Emília se sentía mareada, tenía la boca muy seca. Se asió con fuerza a la mano de Lindalva y subió a un coche.

A Emília le habían dicho que nunca subiera a un tranvía. Si había una emergencia, si se encontraba sin dinero, doña Dulce le había aconsejado que sólo viajara en la primera clase de la Cristaleira. Los coches de la Cristaleira tenían ventiladores eléctricos, ventanas de vidrio y normas de vestimenta: guantes para las damas, corbata y chaqueta para los caballeros. Su suegra decía que había peleas en los coches de segunda clase. Había pervertidos que espiaban las faldas de las mujeres.

Todos los tranvías del Campo de Jiquiá eran de segunda clase, con barandillas de metal y simples asientos de madera. No había lugar donde sentarse. La gente se fue amontonando hasta que el centro del coche se llenó y faltaba el aire. Lindalva agarró el brazo de Emília. Los hombres iban colgados de barandillas laterales del tranvía, balanceando los pies sobre el escalón de la entrada. Emília los envidiaba. Allí seguramente se estaba más fresco que dentro. El revisor dio una vuelta por fuera alrededor del coche. Su uniforme azul marino daba la impresión de ser muy caluroso. Hizo sonar el silbato para indicar que el coche estaba lleno. Nadie le escuchó. La gente pasó junto a él a empujones para poder subir, y casi le hicieron perder su cartera de cuero para los billetes. En la aglomeración, Emília creyó ver a Felipe, sus mejillas pecosas arrebatadas, la mano encima del sombrero de fieltro para no perderlo. Luego desapareció.

– ¡Arranque! -le gritó al conductor uno de los hombres de la orquesta-. ¡O nos van a aplastar!

El revisor saltó con un solo pie a la plataforma trasera del tranvía. El conductor tocó la campana del coche y, con una sacudida, el tranvía comenzó a moverse.

Los músicos de la orquesta estaban amontonados cerca de Emília. Llevaban abiertas las chaquetas de sus trajes y se habían desabotonado el cuello de la camisa. Algunos todavía llevaban la faja de raso azul que el alcalde había decidido que vistieran todos los que iban a trabajar en el pabellón. Al lado de Emília, un niño sostenía una mazorca de maíz asada comida a medias. Otro niño pequeño se abrazaba a la pierna de su madre. La mujer miró con desconfianza el sombrero de Emília. Más allá de aquellos viajeros amontonados cerca de ella, Emília sólo veía las hileras de manos que se agarraban de los pasamanos del tranvía y las axilas de chaquetas y camisas manchadas por el sudor. Quería quitarse el sombrero -su pelo estaba chorreando-, pero no tenía dónde ponerlo. Se agarraba con una mano y con la otra sujetaba su bolso. No había nada en el bolso, aparte de algunas horquillas, un pañuelo y un billete de mil reales que le había sacado a Degas. Prácticamente carecía de valor, pero le resultaba cómodo llevar el bolso. Emília esperaba que fuera suficiente para pagar su billete.

No sabía cuánto costaba el tranvía. ¡Quién lo iba a imaginar! Cuando vivía en Taquaritinga, había soñado con viajar en tranvía. Era, después de todo, la manera en que la mayoría de la gente de Recife viajaba. Comparado con las mulas de doña Conceiçáo, aquello era un lujo. A lo largo de todo el techo del tranvía había coloridos anuncios pintados. ¡Tome Elíxir de Vitaminas Nogueira! ¡Use jabón Dorly! ¡Haga que su pelo brille con Crema de Aceite y Huevo para el cabello! ¡Fume cigarrillos Flores: están hechos en Recife!

El tranvía salió de los terrenos bajos y pasó junto a las líneas de casas blanqueadas, carpinterías, puestos de zumos y cafeterías al aire libre. En las colinas estaban los mocambos, hileras y más hileras de humildes chozas hechas con hojas de palma levantadas por los inmigrantes que venían del campo. El sol ya había desaparecido del todo y el cielo adquirió un color gris oscuro. Los grillos cantaron. Dentro del tranvía, los pasajeros se habían tranquilizado. Suspiraban y sonreían después de su huida. Gritaban al conductor al acercarse asu parada: «¡Aquí!». El revisor bajaba de un salto y guardaba el dinero del pago en la cartera de cuero. Lindalva continuaba con los ojos cerrados y la mano aferrada al brazo de Emília. Ésta no sabía hasta dónde iba el tranvía ni dónde se detenía, pero no estaba asustada. Estaba mareada. ¿No era esto lo que había supuesto que era Recife… las muchedumbres ruidosas, aquel sonido de la campanilla del tranvía, estos olores, aquel parloteo? ¿No era ésta la ciudad con la que había soñado?

A medida que la gente bajaba, el tranvía iba quedando con más espacio libre. Emília prestó mayor atención a Lindalva. Su amiga sonrió débilmente y le secó la cara con un pañuelo.

– Ya casi estamos llegando -le aseguró Emília, aunque no podría decir a dónde estaban llegando. No quería regresar a la casa de los Coelho. No quería bajarse en la plaza del Derby.

– ¡Santo cielo! -gritó enojada una mujer en la parte de atrás del tranvía-. ¡Tengan cuidado!

Se produjo una pelea. Emília vio cómo uno de los músicos de la orquesta empujaba a un borracho vestido con andrajos. Hubo gritos. Se veían caras rojas y gestos airados. Se pegaron. Los otros músicos alentaron con gritos a su amigo. El borracho arrancó la faja azul del músico. El revisor hizo sonar su silbato. Los demás pasajeros del tranvía se apartaron de la pelea y se amontonaron junto a Emília, impidiéndole ver lo que pasaba.

– ¡Santa María! -gritó una mujer.

– ¡Detenga el tranvía! -chilló un hombre.

El conductor miró hacia atrás.

– Tenemos que esperar hasta la próxima parada -gritó-. Podría provocar una colisión si nos detenemos en las vías a mitad de camino.

Hubo otro grito. El borracho bajó del tranvía de un salto. En la luz del anochecer, Emília vio que algo brillaba en sus manos.

– ¡Viva Gomes! -gritó desde abajo.

Otro de los músicos saltó del coche, luego otro y otro. Persiguieron al borracho y sus figuras se fueron convirtiendo en sombras decrecientes a medida que el tranvía avanzaba y se alejaba. Los restantes pasajeros se retiraron del centro del tranvía, apretándose contra los laterales del vagón, que llegaban hasta la cintura. El niño que estaba junto a Emília dejó caer su mazorca. Lindalva respiró hondo y agarró el brazo de Emília con más fuerza.

«Me hará un moretón», pensó Emília.

La mazorca rodó hasta el centro del coche. El músico de la banda que había estado peleando se arrodilló. Cruzó los brazos sobre el vientre, como un niño con dolor de barriga. Sus restantes compañeros de banda observaban, con los instrumentos en sus manos ahora relajadas. Una mancha como de tinta se extendió sobre su camisa. Respiró hondo y se tambaleó hacia atrás. Sus brazos se aflojaron. Tenía un enorme corte oscuro a la altura de la cintura. Sus tripas salieron por el corte como una flor que se abriera desde el vientre.

Emília escuchó el chirrido del tranvía. Sintió que se iba hacia delante. Vio la mazorca de maíz, ya manchada, que rodaba hacia ella. El charco oscuro y brillante debajo del músico caído se extendía poco a poco hacia sus zapatos. Lindalva se desmayó. Cayó sobre Emília, arrancándole el aire de los pulmones. Emília trastabilló hacia delante con Lindalva en sus brazos. Estaba a punto de caer. A punto de golpear el suelo ensangrentado. Cerró los ojos, pero no sintió el impacto.

Cuando el tranvía se detuvo, Emília abrió los ojos. Había una mano en su cintura y otra en su espalda, acunándola. Sosteniéndola. Las manos eran fuertes y, por un instante, Emília recordó a sus héroes de la infancia, aquellos hombres románticos y pensativos de las páginas de Fan Fan. Rápidamente, recuperó el equilibrio y levantó a Lindalva. Entonces se volvió para encontrarse cara a cara con su salvador.

Emília no se encontró la frente ancha y el cuerpo imponente de alguno de sus héroes románticos. En cambio vio una cara cubierta de pecas. Los ojos castaños estaban bordeados por pestañas claras. Le hizo recordar las antiguas pullas de Luzia: «¡Ojos de cerdo! ¡Ojos de cerdo!». Emília retrocedió.

– La ayudaré -dijo Felipe.

El pelo rojizo estaba enmarañado; durante el apretado viaje en tranvía había perdido su sombrero de fieltro. Juntos, Emília y él bajaron a Lindalva del tranvía. Estaban en un barrio de clase obrera. La calle estaba bordeada por pequeñas tiendas con fachadas blanqueadas y carteles pintados con letras torcidas. En la esquina había un restaurante. Los dueños del lugar y los clientes habían abandonado sus mesas y estaban en las entradas abiertas del local observando el tranvía. Emília y Felipe llevaron a Lindalva adentro y la sentaron en una silla.

– Veré si puedo conseguir un poco de vinagre. -Emília asintió con la cabeza, aliviada de estar con alguien conocido, aunque fuera él.

Fuera, las luces eléctricas del tranvía se habían encendido. El conductor gritó. Entre él y los restantes miembros de la orquesta sacaron al muerto. Emília quiso pedir una vela encendida y ponerla entre sus manos para que guiara su alma. Quería correr hacia los callejones oscuros del barrio, lejos de Felipe, pero tenía que pensar en Lindalva. La joven cogió un periódico de la mesa y abanicó la cara de su amiga. Felipe regresó con la esposa del dueño del restaurante, quien agitó una botella de vinagre debajo de la nariz de Lindalva. Cuando ésta despertó, bebió dos tazas de agua azucarada. Tenía el rostro pálido y le temblaban las manos.

Felipe le dio también a Emília una taza de agua azucarada.

– Usted también debería beber un poco -le dijo.

Debajo de las lámparas de gas del restaurante, sus pecas adquirieron el color de la leche condensada cocida, calentada y revuelta hasta que se convertía en caramelo. Emília sintió que le faltaba el aliento.

– No, gracias -replicó, rechazando la taza.

– Bébala -insistió él suavemente-. Puede que usted se sienta bien, pero lo que hemos visto… supone una impresión terrible.

De pronto, sintió que la cortesía de él la enojaba.

– Yo sé lo que necesito y lo que no necesito. Gracias -le aseguró Emília, imitando el tono indiferente que doña Dulce usaba con sus criadas.

– Perdóneme, señora Coelho -se excusó Felipe. Dejó la taza con agua azucarada y volvió la mirada hacia Lindalva. Esta había cerrado los ojos otra vez y estaba respirando hondo, atendida por la esposa del dueño del restaurante.

– Degas bajó por la escalera principal con ese piloto. Yo lo vi -la informó Felipe.

– La verdad es que no lo busqué -respondió Emília-. Me alejé yo sola.

Felipe levantó la taza de agua azucarada que inicialmente era para Emília. Tomó un sorbo largo. Frunció sus labios sonrosados y finos, bordeados de pecas desordenadas. El hombre abrió la chaqueta y hurgó en los bolsillos para sacar un lápiz pequeño y el billete para el Graf Zeppelin. Los billetes para la clase media estaban diseñados para ser guardados como recuerdo, impresos en papel grueso con un dibujo del dirigible y la fecha, 22 de mayo de 1930, estampada en ambos lados. Felipe se agachó sobre la mesa de madera del restaurante y escribió sobre el billete. Cuando terminó, lo dobló en cuatro partes y le entregó el grueso cuadrado a Emília.

– Por favor, ¿podría entregarle esto?

Emília miró a Lindalva. Su amiga seguía con los ojos cerrados y bebió otro sorbo de agua azucarada que le ofreció una camarera.

– Entrégueselo usted mismo -dijo Emília-. Usted es su amigo.

– No se me permite ni siquiera acercarme a la facultad de Derecho -explicó Felipe, con la mirada fija en el papel doblado. Le temblaba la boca-. Degas me evita desde hace tiempo. Doña Dulce no quiere que visite su casa.

Felipe se inclinó hacia delante. Emília sintió el olor a sudor y humo de cigarrillo en la chaqueta de su traje. Él puso su mano sobre la de ella. Con movimientos bruscos, giró la muñeca de Emília y le movió los dedos hasta que quedaron en un extraño apretón de manos. Metió el cuadrado de papel en su mano enguantada.

Emília pensó en el profesor Celio, en sus intercambios de notas, en lo ansiosa que había estado ella a la espera de sus respuestas, en lo desesperadamente que había deseado verlo todos los meses. Vio esa misma avidez, ese mismo extraño entusiasmo en Felipe, y sintió una corriente de compasión por él. Pero cuando el hombre le soltó la mano, Emília la retiró instintivamente y dejó caer el billete doblado sobre la mesa.

– No lo haré -insistió ella.

Felipe asintió con la cabeza rígidamente. Sus ojos castaños estaban muy abiertos, con las pupilas dilatadas, como si tuviera fiebre.

– Usted trabajó en mi casa -dijo él, en voz baja-. No hace mucho. Usted era muy risueña. Pero su hermana no lo era. No podía permitirse tonterías con ese brazo defectuoso. Es una lástima lo que le pasó.

Emília sintió un agudo dolor en el pecho. Fue como si una aguja le hubiera pinchado los pulmones, desinflándolos. Dejó escapar un largo suspiro. Emília cogió la taza medio vacía de agua azucarada y se la terminó.

– Usted no tiene por qué recordarme que ya nos conocemos -dijo ella dejando la taza y cogiendo el billete doblado-. Usted nunca me habló en Taquaritinga. Ahora usted sabe lo que se siente al ser evitado.

Emília miró a Lindalva; los ojos de su amiga continuaban cerrados, la cabeza inclinada. Emília metió el papel en un guante, empujándolo más allá de la muñeca, hasta colocarlo en la palma de su mano.

Fuera, el tranvía se había ido, moviéndose antes de que se produjera una colisión en las vías. Lindalva había dejado su bolso dentro del vehículo. Emília no tenía suficiente dinero para pagar los billetes hasta la plaza del Derby. No podía llamar por teléfono a la casa de los Coelho, pues no había líneas telefónicas en ese barrio.

– Necesitamos dinero para el viaje en tranvía -dijo Emília, sobresaltando a Felipe, sumido en sus pensamientos-. Degas no me da dinero para mis gastos.

Felipe asintió con la cabeza. Cuando Lindalva se sintió más fuerte caminaron hasta la siguiente parada del tranvía, donde Felipe les compró los billetes y luego discretamente saludó con la mano y se marchó. Emília y Lindalva viajaron hasta la plaza del Derby en silencio. Cada vez que Emília cerraba la mano, los bordes puntiagudos de la nota se hundían en su piel. Su compasión había sido reemplazada por el enfado…, enfado con Felipe por convertirla a ella en mensajera, con su marido por su irritante escapada y con ella misma por su debilidad, por su vergüenza.

En los meses posteriores a la aparición de los primeros artículos sobre la Costurera, Emília estaba convencida de que sólo Degas conocía las coincidencias entre la cangaceira y Luzia, y las sospechas de él no podían ser confirmadas. Se había hecho la ilusión de que Felipe -que jamás había estado siquiera cerca de la sala de costura de su madre y rara vez regresaba a Taquaritinga desde que comenzó la universidad- no recordaría a Luzia. Pero no era así. Cuando él la mencionó, Emília no pensó en defenderla. El consuelo y el orgullo que había sentido cada vez que leía un artículo sobre la Costurera fueron reemplazados por vergüenza, por miedo. Emília recordó las largas lecciones de doña Dulce, sus muchos paseos por la plaza del Derby con la esperanza de ser aceptada. Pensó en su ingreso en las Damas Voluntarias y en la muy real posibilidad de abrir su propio taller, ese lugar limpísimo y con muchas ventanas con el que había soñado tantas veces, con filas de costureras bien alimentadas trabajando con sus diseños. Todo su trabajo, todos sus planes se iban a perder si la gente se enteraba de la desgracia de Luzia. Emília podía imaginar las conmocionadas voces de las mujeres de Recife: «¿Qué clase de familia permite que una de sus hijas le sea arrebatada por los cangaceiros?». Sólo los más pobres tienen a sus hijas sin ninguna protección; sólo gente sin ninguna base, sin dinero y, lo que es peor, sin ninguna decencia. Ninguna mujer decente compra vestidos a un pariente de delincuentes. Nadie, ni siquiera la baronesa y Lindalva, iba a tener contacto con una persona de tan bajo nivel. El doctor Duarte iba a querer medirla otra vez, para corregir el error, estudiarla como estudiaba a las familias de los presos en el Centro de Detención de la ciudad. Doña Dulce no iba a querer que ella permaneciera en la casa de los Coelho. Emília iba a ser arrojada a la calle.

Su cuerpo se estremeció y se apoyó sobre el pasamanos de madera del tranvía. Las tachuelas de las maderas se hundían en su espalda. Junto a ella, Lindalva mantenía los ojos cerrados y sus manos apretaban con fuerza una servilleta del restaurante que le habían dado a manera de pañuelo. Emília se preguntaba si su amiga estaba todavía afectada por el asesinato en el tranvía o si simplemente la estaba ignorando. ¿Habría escuchado algo de la conversación con Felipe? Emília respiró hondo y miró hacia las calles de la ciudad. Cuanto más se acercaban a la plaza del Derby, menos oscuridad se veía. Las farolas de gas de la calle formaban círculos amarillos de luz. Las modestas viviendas de un solo piso fueron desapareciendo para ser reemplazadas por casas más altas, más voluminosas, con vallas decoradas. Perros guardianes gruñían detrás de las verjas. A Emília le ardían los ojos.

Le había fallado a Luzia una vez, cuando los cangaceiros se la llevaron. Emília no había abierto la boca, no había defendido a su hermana, no se había ofrecido ella en lugar de Luzia. En ese momento, aunque las circunstancias eran diferentes, sintió que había hecho lo mismo. La nota guardada en el guante estaba húmeda por el sudor. El corazón de Emília latía con fuerza en su pecho. Lo sentía demasiado grande, pesado y torpe, como el Graf Zeppelin. «Voy a tener que aprender a anclarlo -pensó-. Voy a tener que amarrarlo con sogas».

En la casa de la baronesa, una criada llamó por teléfono a los Coelho. Lindalva, todavía conmocionada por el asesinato, abrazó a Emília con fuerza y lloró.

– ¡Sólo puedo pensar en aquel pobre hombre del tranvía! -dijo Lindalva entre sollozos-. No puedo dejar de ver su imagen. Todo lo demás se desvanece después de eso. Espero no haberte causado demasiados problemas. -Emília negó con la cabeza, aliviada por la falta de memoria de Lindalva.

Treinta minutos después, Degas llegó en el Chrysler Imperial. Durante el viaje de regreso a Madalena, recordó el caos en el pabellón del Zeppelin y le explicó cómo el capitán Chevalier y él fueron conducidos de inmediato al coche del alcalde. Emília ni pensó en preguntar por el doctor Duarte y por doña Dulce, si habían salido del pabellón, si habían llegado sanos a casa. Degas conducía a gran velocidad, como siempre. Las calles de Recife habían sido acondicionadas para los automóviles muy recientemente. Hubo pocas detenciones. En el único semáforo, en la intersección de Vizconde de Albuquerque y Rúa José Osorio, Emília se quitó el guante y le entregó a Degas el papel doblado que tenía en él.

– Aquí tienes -le dijo.

– ¿Qué es esto?

– Una nota. De Felipe.

Degas la miró a los ojos. El semáforo, montado sobre un poste en la esquina, proyectó un brillo rojo sobre su cara.

– Estaba en el tranvía -explicó Emília, su voz trémula y claramente irritada-. Cógela.

Como había hecho Felipe, metió el billete en la mano de Degas.

– ¿Qué dice? -preguntó él.

– No lo sé. No leo las notas para otras personas.

Degas permaneció inmóvil. Sostuvo el mensaje de su amigo con una mano y agarró el volante con la otra. Cuando la luz cambió, no aceleró. La brisa entró por las ventanillas del coche, trayendo consigo el olor fétido y mohoso del río Capibaribe, que acababan de cruzar.

– Me dijo -explicó Emília- que tenía dificultades para encontrarte, ahora que lo han expulsado.

– Fue una estupidez por su parte -espetó Degas-. Se preocupa más de Gomes que de cualquier otra cosa. Igual que mi padre. -Pasó su mano por el volante-. Mi padre me ha prometido darme una parte de su empresa. Si termino los estudios, si no cometo ningún error, tendré una participación en los negocios. Tendré responsabilidades. Va a dejarme dirigir sus propiedades, Emília. No puedo arriesgarme a perder eso.

Degas arrojó la nota al regazo de ella.

– Rómpela -dijo-. No la quiero.

– Pensará que no te la he entregado.

– ¿Y qué?

– Mencionó Taquaritinga -respondió Emília-. Me habló de mi hermana. El la recuerda.

Degas miró hacia delante, al camino. Le tembló la barbilla, como si estuviera apretando y aflojando los dientes. Sin mover la cabeza, Degas estiró la mano hasta el regazo de Emília y, enredándose con la falda de su vestido, volvió a coger la nota.

– No le digas a mi madre que has montado en un tranvía -recomendó. Luego cambió la marcha y aceleró.