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El sol se elevó lentamente sobre el campanario amarillo de la iglesia. Luzia caminó a paso rápido. Se colgó el costurero sobre el brazo doblado. Había encontrado modos sutiles de sacarle provecho al brazo gramola, como si lo prefiriera así. Emília intentó mantenerse al paso de las largas zancadas de Luzia, pero le dolían los pies. Tenía un par de zapatos negros de charol que alguna vez habían sido de doña Conceiçáo. Las tiras y los estrechos costados del zapato se le incrustaban en los pies. Caminó con cautela por el sendero de tierra.

Las clases de costura tenían lugar en Vertentes, un pueblo de verdad. Había un angosto camino de tierra que lo conectaba con Surubim y luego iba más allá. Tenía el primer médico oficial de la región y el primer abogado, ambos diplomados de la Universidad Federal de Recife. Emília sabía que en Vertentes la gente era juzgada por los zapatos. La gente respetable usaba alpargatas con tiras de cuero y suela de goma. Los granjeros usaban chancletas de esparto. Los pobres no usaban zapatos, directamente; tenían que rasparse las plantas de los pies cubiertas de barro seco con los filos romos de sus cuchillos antes de entrar en las tiendas o asistir a misa. Los caballeros usaban zapatos con cordones, y las damas -las damas de verdad- llevaban zapatos con tacón. Tía Sofía no aprobaba los zapatos con tacón, así que Emília escondía los zapatos en su bolsa de costura y se los ponía después de salir de casa.

Luzia redujo la marcha. Miró con desaprobación los zapatos de Emília, pero no dijo nada. Emília agradeció el silencio de su hermana; no quería volver a discutir. Dos mujeres barrían las escaleras frente a sus casas, levantando una nube de polvo alrededor de sus pies. Se apoyaron sobre sus escobas cuando vieron pasar a Emília y Luzia.

– Buenos días -dijo Luzia, con un gesto de la cabeza.

– Hola, Gramola -respondió la mujer mayor.

– Hola, Emília -dijo la más joven de las dos, y luego se tapó la boca para reprimir la risa. La mujer mayor sonrió y sacudió la cabeza. Emília asió fuerte el pañuelo que cubría su cabeza rapada.

– Estás muy bien -susurró Luzia. Dirigió una mirada de repudio a las mujeres que se escondían tras sus tontas risitas, y gritó-: ¡Si queréis reír, comprad un espejo y mirad vuestra propia cara!

Emília sonrió. Dio un apretón a la mano de su hermana. Unos meses antes, Emília había visto un sombrero en Fon Fon, una hermosa creación con plumas que se sujetaba al pelo con horquillas, como un pequeño casquete. Emília quedó tan prendada del sombrerito que confeccionó uno para ella. No pudo hallar plumas negras suaves como las que había en el sombrero de la modelo, así que cuando tía Sofía sacrificó un gallo, Emília guardó las plumas más bonitas: rojas, naranjas y algunas negras moteadas de blanco. A pesar de las objeciones de tía Sofía, Emília usó su casquete con plumas para ir al mercado. Se sentía muy elegante, pero a medida que caminaban entre los puestos del mercado la gente se reía y la llamaban gallina exótica. Emília quería arrancarse el sombrero de la cabeza de pura vergüenza, pero Luzia le susurró: «No te lo quites». Le ofreció el brazo doblado y Emília lo agarró. Mientras dejaban atrás los puestos de verduras y rodeaban los de los carniceros, Luzia miró hacia delante, con el cuerpo alto y erguido y el rostro ferozmente quieto. Luzia no tenía el aspecto pálido y delicado de una modelo Fon Fon, pero había adoptado su aire de elegancia, su ademán de confiado desdén. Emília había intentado copiar esa mirada en su pequeño espejo. Jamás pudo conseguirlo.

– ¿Sabes?, Lu, eres bastante buena manejando la nueva máquina de coser -susurró Emília.

Luzia se encogió de hombros:

– Tú lo haces mejor. Siento lo de tu jabón.

Emília asintió. Podría haber sido peor. Al menos Luzia no había revelado nada acerca de las notas. Emília había comprado un fajo de tarjetas azules en la papelería de Vertentes. Todos los meses enviaba una al profesor. Afilaba el grueso lápiz de costura hasta lograr una punta perfecta (no tenían pluma de escribir, aunque Emília deseaba fervientemente una) y componía sus mensajes sobre pedazos de papel de estraza antes de transcribir cuidadosamente las palabras a la tarjeta. Los mensajes eran dubitativos al principio:

Me gustaría felicitarlo por sus habilidades para enseñar.

Sinceramente,

María Emília do Santos

El profesor Celio le respondió:

El motivo es que tengo alumnas con talento.

Y los mensajes de Emília se volvieron más audaces:

Estimado profesor:

Mi corazón late con fuerza cada vez que se pone al lado de mi máquina de coser.

Y él replicó de forma adecuada, en su nota favorita hasta el momento:

Mi querida Emília:

He observado la manera en que guías la tela a través de la máquina.

Tienes dedos hermosos y ágiles.

Atentamente,

Profesor Celio Ribeiro da Silva

Emília le dio una palmadita a su bolsa de costura. El sobre que estaba dentro tenía dos círculos húmedos en donde Emília había rociado su perfume -agua de colonia de jazmín que había compra do con una parte sustancial de sus ahorros-. Esta tarjeta era la más audaz hasta el momento, y sugería un encuentro después de la clase. Emília sintió que un temblor nervioso la recorría. Se aferró más fuerte a su bolso.

La casa del coronel Pereira estaba situada a una distancia prudencial del ajetreo del mercado. Era una enorme mansión blanca en la cima de una colina, detrás de la iglesia. Una cascada de buganvillas rojas y naranjas caía sobre los lados de la cerca. Dos capangas del coronel estaban de pie a ambos lados de la verja delantera, con los pies separados, los sombreros ladeados y las manos sobre las fundas de las pistolas. A su lado, el canoso peón del coronel ajustaba las monturas de dos mulas.

Al principio, doña Conceiçáo le había ofrecido las clases de costura a tía Sofía. Ella rehusó, alegando que ya sabía coser.

– Pero acompañaré a las niñas -dijo tía Sofía. No era seguro que las jóvenes viajaran solas. El trayecto a Vertentes llevaba tres horas para descender de la montaña y cuatro horas de regreso. Emília pasó una noche sin dormir, preocupada por la presencia de tía Sofía en clase. Su tía no se quedaría quieta; interrumpiría al instructor diciéndole cómo coser una puntada u otra, avergonzando a Emília. Antes de que comenzaran las clases, la muchacha habló confidencialmente con doña Conceiçáo, que convenció a tía Sofía de que su anciano peón era un hombre fiable y siempre atento. El viejo estuvo a la altura de su reputación. Si llovía durante el trayecto, detenía las mulas y sacaba un paraguas de su bolso. En Vertentes no permitía que Emília y Luzia llegaran a pie a la clase: no era decoroso que las jóvenes deambularan solas, y guiaba sus mulas hasta la puerta de entrada de la clase. Emília odiaba llegar sobre el lomo de una mula. Luzia y ella montaban al estilo amazona, como damas decentes, apretadas entre los salientes de la silla de montar, que golpeaban sus caderas, y con las grandes canastas de carga rozando sus piernas. Emília debía ajustarse constantemente la falda del vestido, que se le subía durante el accidentado trayecto.

Emília hubiera preferido llegar a la clase en los caballos del coronel, dos purasangres cuyos trotes eran lo suficientemente fluidos como para agradar a doña Conceiçáo. ¡O en automóvil! El coronel guardaba su coche en Vertentes. Era un Ford negro, con una manivela de arranque en la parrilla delantera. El coronel lo subió a Taquaritinga sólo una vez, sobre un carro de bueyes. Cuando llegó, tía Sofía se mostró desconfiada. Insistió en que había un animal o un espíritu que trabajaba dentro de la máquina. ¿Cómo era posible que un dispositivo de metal funcionara por sí solo? El coronel insistía en darle a la manivela de arranque él mismo. Su Ford era uno de los cinco automóviles que se hallaban fuera de la capital, y no se arriesgaría a que sus empleados lo rompieran. Se quitó la chaqueta del traje. El sudor se le metía en los ojos. Le perlaba el bigote gris. La manivela traqueteó dando vueltas hasta que, de repente, del vientre del auto salió una explosión, y luego un rugido. El coronel se subió al asiento del conductor. Condujo el Ford alrededor de la plaza. Ancianos, niños, hasta Emília, todos corrieron detrás del coche, esperando poder tocarlo. El coronel tocó la bocina. Sonó como un ronco gemido que llamaba a Emília por encima del estrépito de la multitud. Jamás olvidaría ese sonido.