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Después de que Degas desapareciera más allá de los portones de la casa de los Coelho para ir a la lucha, doña Dulce se puso a registrar desesperadamente toda la casa. Separó la mejor ropa de cama, la cafetera de plata, la porcelana, el cuadro de Franz Post, y lo llevó todo a las habitaciones de servicio. Estaban mal amuebladas y eran oscuras.
– Si entran aquí-dijo doña Dulce, mientras metía los objetos de valor debajo de las camas vacías de las criadas-, quemarán la casa principal. Pero no las alas de servicio.
Emília vio columnas de humo que se alzaban más allá de los portones de los Coelho. Oyó los distantes cañonazos, que sonaban como petardos. Escuchó al corrupião, que cantaba sin parar el himno nacional. Sin energía eléctrica, los Coelho y ella se acostaron temprano, aunque nadie durmió. El doctor Duarte abrió las puertas del salón que daban al patio y se concentró en la radio, tratando inútilmente de captar alguna señal. Doña Dulce barría el patio, puesto que las criadas estaban ausentes. Emília miró por la ventana de su dormitorio. El cielo brillaba con los distantes incendios.
Emília estaba preocupada por Degas, obligado a meterse en el hedor y el humo de la ciudad. Le preocupaban también Lindalva y la baronesa, atrapadas en la plaza del Derby, junto al cuartel general de la Policía Militar de la ciudad. Y estaba preocupada por la ciudad misma. ¿Qué quedaría de ella después de la lucha? ¿Quedaría en ruinas? No conocía Recife de verdad. No conocía las playas, los activos mercados, los estrechos edificios con angostos tejados que bordeaban la calle Aurora. Sólo había pasado en coche junto a aquellos lugares, porque era llevada de un destino a otro. Sólo conocía los alrededores de la casa de los Coelho, el Club Internacional, la tienda de telas y la mansión de la baronesa. Nada más. Y en ese momento la revolución iba a destrozar la ciudad antes de que ella hubiera tenido siquiera la oportunidad de conocerla.
A medida que la noche avanzaba, los pensamientos de Emília se hacían más extraños, sus miedos más exagerados. ¿Qué ocurriría si sólo la casa de los Coelho sobrevivía? ¿Qué pasaría si se quedaba atrapada allí para siempre? «¡La vida es demasiado corta!» era una de las frases favoritas de Lindalva. La usaba como una especie de grito de guerra, como excusa, como motivación. Pero durante esa primera noche de revolución, Emília vio que Lindalva estaba equivocada. Pensó en los minutos, las horas, los días, los años y las décadas que tenía ante ella. Si Degas no regresaba de la lucha, entonces Emília se convertiría en una viuda, como él había pronosticado, pero eso no sería una liberación. Dependería para siempre de la buena voluntad de los Coelho. Pero si Degas regresaba, sus vidas continuarían exactamente como antes. El pecho de Emília se puso tenso. ¿Cómo iba ella a llenar todo ese tiempo?
En las semanas posteriores a la revolución de 1930, cuando volvió la electricidad a la ciudad y las prensas comenzaron a imprimir otra vez, Emília estudiaba detenidamente los periódicos para comprender lo sucedido mientras ella se había quedado atrapada en la casa de los Coelho. En las horas tempranas del 4 de octubre, diecisiete seguidores del Partido Verde -profesores, comerciantes, estudiantes, panaderos, barrenderos, conductores de tranvías- invadieron el arsenal más grande de la ciudad. No estaba claro si los soldados de la guarnición les habían ayudado o simplemente se habían quedado sin hacer nada mientras los otros se llevaban sus armas. Hombres del Partido Verde ocuparon los edificios más altos de Recife y dispararon a la policía del Partido Azul. Cuando llegaron al segundo piso y miraron por las ventanas, vieron sacos de arena y tropas apostadas en el puente Seis de Marzo, el puente Boa Vista y el puente Princesa Isabel. El gobernador y su estado mayor estaban en el palacio al otro lado del río y no querían que los revolucionarios llegaran hasta allí. Los telegrafistas leales a Gomes habían cortado las líneas para que el gobernador del Partido Azul no pudiera comunicarse con el sur. En todo Brasil, en las ciudades principales, Gomes organizaba su revolución.
Al final, Degas regresó. Habló a Emília y a sus padres sobre lo que había visto durante la lucha. Las casas, tanto de gente del Partido Azul como del Verde, habían sido saqueadas; se incendiaron las oficinas del Jornal do Commércio -el periódico oficial del Partido Azul- y las linotipias fueron arrojadas por las ventanas. El cine Arruda, cuyos dueños eran partidarios de Gomes, fue quemado por milicias del Partido Azul. Los camiones de reparto fueron recubiertos con hojalata de botes de conserva y usados como improvisados vehículos blindados por miembros del Partido Verde.
Durante los tres días y cuatro noches de enfrentamientos, Emília no supo nada de esto. Intentó ser útil en la casa de los Coelho. Mientras doña Dulce barría y quitaba el polvo desesperadamente, tratando de mantener su casa «habitable», Emília tenía libertad en la cocina. No había reparto de hielo; la mayor parte de la comida de la nevera se pudrió. La leche se cortó. Los quesos se deterioraron. Las verduras se marchitaron. No sabían cuándo llegaría la próxima entrega de gas, de modo que Emília usaba el fogón de leña para cocinar la poca carne que quedaba. Abrió los frascos de mermeladas, de remolachas y de pepinos. Cocinó grandes cantidades de los frijoles y la harina de mandioca destinados a los criados. Gracias al pozo del patio trasero, la casa de los Coelho disponía de agua potable segura. No había viento para que el molino pudiera propulsar la bomba, de modo que Emília acarreaba cubo tras cubo desde el jardín para mantener el nivel de provisión de agua.
Para el 7 de octubre la ciudad estaba cansada de pelear. El gobernador y unos pocos leales del Partido Azul huyeron de Recife en barca, jurando regresar con refuerzos. Nunca volvieron. Gomes ya se había apoderado de los cinco estados más importantes, incluyendo la capital del país, Río de Janeiro. El rival de Gomes, el presidente recién elegido del Partido Azul, se había atrincherado en el palacio presidencial, sin escapatoria. En Recife, las fuerzas verdes conducidas por el capitán Higino Ribeiro habían instalado rápidamente un gobierno provisional. Se reabrió la Pernambuco Tramways. Volvieron la electricidad y la radio. Los tranvías volverían a funcionar tan pronto como las calles quedaran libres de barricadas y escombros. El capitán Higino Ribeiro quería volver a la normalidad. Pidió a los patriotas que devolvieran todas las armas y prohibió la venta de alcohol. Los periódicos decían que los negocios y los mercados debían funcionar normalmente. Alentaron a los patriotas para que salieran de sus casas y se hicieran presentes en todas partes. Volver a sus vidas normales sería una manera de celebrar y consolidar la revolución.
Cuando Degas regresó -las rodillas llenas de rasguños, los dedos negros de suciedad, los ojos casi cerrados por la fatiga- durmió durante dos días. Al tercero, el doctor Duarte le obligó a levantarse de la cama. Abrió el portón principal e hizo salir a todos a la calle, del brazo, con bandas verdes en las mangas de chaquetas y vestidos. Doña Dulce se puso un vestido negro, como si estuviera de luto. Degas se movía con cuidado, pues tenía el cuerpo todavía dolorido de tanto estar agachado detrás de los sacos de arena. Pasearon por la calle Real da Torre y por el puente. Otras familias andaban por la ciudad junto a ellos, aturdidas y desconfiadas.
Los dueños de las tiendas retiraban los cristales rotos de las aceras. Los vendedores ambulantes cantaban alegres mientras vendían escobas y cubos, los productos más solicitados del momento. Los edificios estaban agujereados por las balas y los huecos eran tantos y estaban tan juntos unos a otros que las paredes parecían hechas de encaje. El aire tenía un desagradable olor a humo, como a pelo chamuscado. Al otro lado del puente, una gran multitud se amontonaba en una plaza. Habían arrancado las ramas de los árboles y las agitaban por encima de sus cabezas. Estaban alrededor de un busto de bronce del gobernador del Partido Azul, que había escapado. Lo habían pintarrajeado y envuelto con un vestido de mujer. Una cinta rosa adornaba su cabellera de metal.
– En cuanto hay la más mínima excusa para cometer vulgaridades, todos salen a la calle -dijo desdeñosamente doña Dulce.
– ¡Es mi hijo! -decía el doctor Duarte con entusiasmo a cualquiera que pasara-. ¡Estuvo en la lucha!
La gente le estrechaba la mano a Degas. Algunos lo abrazaban. Se movía nerviosamente al principio, pero pronto se acostumbró a ser objeto de esas atenciones.
Todos los días los diarios publicaban listas de muertos. Algunos no identificados fueron enterrados en una fosa común, en una granja en las afueras de Recife. Los periódicos dieron las descripciones de los desconocidos, con la esperanza de encontrar a sus familias. Había víctimas inocentes: un hombre en pijama azul, una niña con un lazo amarillo alrededor de la muñeca, un inmigrante alemán encontrado en una casa de huéspedes. Emília estudió esas descripciones, sin saber muy bien qué o a quién estaba buscando. Ciertamente, Luzia no iba a estar allí, entre los muertos. De todas maneras, Emília imaginó a su hermana como la niña del lazo amarillo en la muñeca. ¿Por qué amarillo? ¿Por qué en la muñeca y no en el pelo?
Emília no podía apartar esos interrogantes de sus pensamientos, hasta que encontró dos notas necrológicas más, perdidas entre las últimas secciones del periódico. El coronel Clovis Lucena y su hijo Marcos habían muerto en su rancho en el campo. El cadáver del padre, hallado dentro de la casa principal, tenía una sola herida de bala en la cabeza. La causa de la muerte del hijo no pudo ser determinada, sólo sus huesos fueron encontrados en el jardín delantero. Aunque la causa de la muerte era un misterio, la identidad de los asesinos no lo era: el artículo decía que el coronel y su hijo eran las víctimas más recientes de los cangaceiros. El Halcón y la Costurera le habían escrito una nota a la nueva esposa de Marcos Lucena, que vivía en la costa, informándola de la muerte de su esposo. Los cangaceiros habían regresado al lugar donde habían tendido su emboscada para llevar a cabo su venganza, así como para apoderarse de los documentos de propiedad del rancho del coronel y de la máquina desmotadora. Parecía que nadie salvo Emília prestaba atención a este artículo. Las insignificantes disputas entre coroneles y cangaceiros no les importaban ahora a los habitantes de Recife, que estaban demasiado ocupados llorando las muchas bajas de la revolución.
La mayoría de las muertes se produjeron en el interior del Centro de Detención de la ciudad, donde grupos del Partido Verde habían entrado con la esperanza de encontrar al asesino de José Bandeira. El edificio era demasiado pequeño como para contener a la muchedumbre que lo invadió, y muchos presos, junto a ruidosos invasores, fueron pisoteados y muertos. En la lista de muertos identificados aparecía un conocido. La nota necrológica no dejaba lugar a dudas:
El joven Felipe Pereira, estudiante de leyes, es llorado por su padre, el coronel Pereira, y su madre, doña Conceição Pereira, de Taquaritinga do Norte, un pueblo pequeño en el interior del estado. Su cuerpo fue trasladado a su lugar de nacimiento.
Degas tosió con fuerza cuando el doctor Duarte leyó esto. Se disculpó y se levantó de la mesa del desayuno para encerrarse en el dormitorio de su infancia, donde estuvo escuchando sus discos de inglés durante el resto del día.
En las semanas siguientes, Celestino Gomes se apoderó del palacio presidencial. Los jinetes gauchos que habían luchado con él en el sur recorrieron a caballo la avenida principal de Río de Janeiro y ataron los animales en el obelisco. Las fotografías de los periódicos mostraban a Gomes llegando al palacio con su uniforme y sus características botas altas. Fumó un cigarro y luego posó para un retrato con sus generales y consejeros, que se amontonaban a su alrededor. Era el hombre más bajo del grupo. Tenía el cinturón torcido, con la hebilla demasiado ladeada a la izquierda. Sin ninguna razón, Emília recortó este retrato y lo puso junto a su foto de comunión y el montón creciente de artículos sobre la Costurera.
Después de la noticia de la muerte de Felipe, Degas dormía más. Llevaba puesto el pijama incluso para la comida y la cena, derramaba el café, se encerraba en su dormitorio de niño durante horas y horas. Doña Dulce atribuyó su letargo a las «barbaridades» que seguramente habría visto durante la revolución. El doctor Duarte le recetó una dieta vigorizante, con abundantes coles, verduras y pimienta malagueta, picante. Degas apenas probaba la comida.
Antes de la revolución, el doctor Duarte habría regañado a su hijo por sus muchos remilgos. Doña Dulce lo habría regañado por su aspecto descuidado. Pero ni sus padres, ni las criadas, ni el puñado de seguidores del Partido Verde que lo visitaron durante su convalecencia hicieron comentario alguno acerca de su comportamiento. Todos lo miraban con respeto y preocupación. Aunque finalmente había conseguido la atención que esperaba, no parecía disfrutarlo. Apartaba la mano que su madre le ponía en la frente. Cuando el doctor Duarte o uno de los hombres del Partido Verde lo felicitaban, Degas se mostraba tan indiferente como una de las tortugas del patio.
La única ocasión que Degas aceptó vestirse y salir de la casa fue para asistir a la cena de celebración revolucionaria en el teatro Santa Isabel. El doctor Duarte insistió en ello. Habían sido invitados combatientes y patrocinadores financieros del Partido Verde de todos los estados del noreste. Parecía que el doctor Duarte había contribuido con una importante cantidad a la causa.
El teatro Santa Isabel era un edificio enorme, pintado de rosa pálido, con bordes blancos alrededor de sus puertas y ventanas de arco. En el interior, la sala principal era circular. Las butacas del teatro habían sido retiradas y en su lugar se había colocado una serie de mesas largas para la cena. Los manteles eran de lino y se colocaron frondosos centros de mesa verdes. En las mesas principales sólo había hombres: oficiales, combatientes, donantes. En los bordes de la circunferencia, cerca de las puertas, donde se colgaban los abrigos, estaban las mesas para las esposas y las hijas. Emília se sentó al lado de doña Dulce, que comprobó la calidad de los manteles con los dedos y chasqueó la lengua. Al otro lado de la sala, en el otro extremo de las mesas de las mujeres, Emília descubrió a Lindalva y la baronesa. Su amiga saludó con la mano y sonrió.
Por encima de ellos, los invitados menos prestigiosos se amontonaban en las filas circulares de los palcos blancos del teatro. Se habían colgado banderas de los verdes en largas y coloridas hileras. Había varias banderas del estado de Pernambuco, con su arco iris, el sol y la cruz roja. Había muchas banderas brasileñas, con su diamante amarillo y las palabras «orden y progreso» cosidas en relieve atravesando el globo azul estrellado. Y había banderas verdes, decenas de banderas verdes, colgadas de los palcos y encima de las puertas de entrada. La más grande estaba colocada sobre el escenario del teatro, donde la mesa más importante se alzaba por encima del resto. Allí, el capitán Higino Ribeiro y funcionarios del Partido Verde que venían del sur como invitados hicieron los brindis y comenzaron a cantar el himno nacional.
Emília jugueteó con la comida. Las verduras estaban pasadas y amargas; el pollo, demasiado correoso. Después de cada largo brindis, los hombres de las mesas del centro gritaban: «¡Aquí, aquí!», y golpeaban entusiasmados con los tenedores las copas de cristal. Emília pudo ver a Chevalier con su cabellera despeinada en una de las mesas. Degas estaba sentado a poca distancia de él, junto al doctor Duarte. El marido de Emília estaba pálido y visiblemente nervioso. Bebía una copa de vino tras otra.
Se esperaba que antes del postre el capitán Higino diera a conocer un mensaje personal de Celestino Gomes. Pero después de que se llevaran los platos de la cena el capitán continuó charlando con sus acompañantes en el escenario del teatro. Las mujeres, en sus sitios en los bordes de la sala, permanecieron en los asientos mientras en el centro del teatro los maridos, hijos y hermanos se movían de grupo en grupo. Los hombres abandonaban sus asientos y se daban la mano, se palmeaban las espaldas. Degas hizo caso omiso de los codazos de su padre y se dirigió directamente hacia Chevalier. Emília se puso en pie.
– ¿Adónde vas? -preguntó doña Dulce. Una mancha oscura de vino le bordeaba los labios.
– A saludar a Lindalva -respondió Emília.
– Ahora no, querida -afirmó doña Dulce, moviendo la cabeza y sonriendo a las mujeres que tenían a ambos lados-. Emília siempre quiere ser la primera en todo. Si los hombres abandonan sus asientos para saludarse entre ellos, ella también quiere hacerlo. -Doña Dulce volvió su mirada a Emília-. Siéntate. La esposa del capitán Higino es la anfitriona. Debemos esperar a que se levante ella antes de hacerlo nosotras.
Emília observó la hilera de mujeres.
– Creía que la reconocerías inmediatamente -continuó doña Dulce-. ¡Con todos los periódicos que lees!
Emília se sentó.
– No sé qué quiere decir usted.
– Seu Tomás me ha dicho que has estado comprando periódicos en el puesto de su amigo de la esquina. Dice que los escondes dentro de tus revistas de moda.
Emília sintió que se le subía la sangre a la cabeza. Jugueteó con los guantes.
– No los escondo. Estoy siendo discreta como usted me enseñó. Usted dijo que una dama no debe ser vista leyendo el periódico.
– Eres una discípula muy aplicada -dijo doña Dulce riéndose. Sus pequeños dientes brillaron. Junto a ella, las otras mujeres sonrieron cortésmente.
– Comprendo, querida -continuó doña Dulce-. Tienes que mantenerte al día para ayudar al doctor Duarte. No tengo paciencia para esos asuntos. Me hace muy feliz que estés ayudándolo otra vez, con sus ciencias y esas cosas. Odiaría tener que contratar a una de esas desagradables secretarias. Sobre todo cuando ya te tenemos a ti. -Doña Dulce se volvió a sus compañeras de mesa-. Las mujeres que no pueden ser madres deben encontrar otra ocupación.
– Y los hombres que no pueden ser padres -replicó Emília- encuentran sus propias distracciones.
Doña Dulce tomó otro sorbo de vino.
– Así es. Desgraciadamente, lo hacen. A diferencia de vosotras, las jóvenes modernas, no tienen tantas diversiones para mantenerse ocupados. Vosotras tenéis vuestras modas, vuestros cortes de pelo y vuestros tés especiales. Emília bebe un té especial para la piel. Así es como la mantiene tan suave y clara. Es uno de tus remedios campesinos, ¿no?
– Sí.
– Deberías contarnos qué es. -Doña Dulce sonrió-. No seas avara con tus secretos de belleza. Raimunda no quiere decírmelo. Tuve una charla con ella, una conversación muy sincera. Dice que compra una especie de corteza en el mercado, pero nada parecido figura en mi lista de la compra. Dice que tú le das tu propia lista. Me encanta que estés asumiendo responsabilidades, Emília. Haciéndote cargo del personal, ordenando compras en la tienda de comestibles. Debería dejar en tus manos las riendas de todo. Serían unas buenas vacaciones para mí, podría descansar de tantas preocupaciones.
Mientras hablaba, la voz de doña Dulce se iba volviendo más fuerte. Las mujeres que estaban cerca de ella apartaron la mirada y se concentraron en observar sus platos de postre.
– Usted encontrará enseguida algo nuevo de que preocuparse -dijo Emília-. Siempre lo encuentra.
– Así es la vida de una buena esposa. Cuando tengas tu propia casa lo comprenderás.
– No creo que eso ocurra. A Degas le gusta demasiado la casa que usted dirige. Y no puede pasar sin su padre.
Doña Dulce recorrió con la mirada la larga mesa de mujeres. Cogió la servilleta de su regazo.
– He visto a doña Ribeiro ponerse de pie en su sitio -dijo-. Emília, acompáñame al servicio de damas. Discúlpennos.
Las mujeres que estaban cerca de ellas asintieron cortésmente con la cabeza. Cuando Emília se puso de pie, doña Dulce le cogió el brazo con fuerza y lo puso debajo del suyo.
Salieron de la sala y se dirigieron al vestíbulo. Varios camareros se movían de un lado a otro. Lámparas eléctricas zumbaban por encima de ellos y su luz se reflejaba en la colección de espejos dorados del vestíbulo. Ordenados en filas sobre el suelo de cerámica había sofás circulares. Cubiertos de terciopelo y con hoyuelos hechos por botones, parecían grandes pasteles rojos. En el centro tenían cojines tapizados de la misma manera, destinados a dar apoyo a las cansadas espaldas de los asistentes al teatro. Doña Dulce avanzó entre ellos y se detuvo junto a uno que estaba lejos de las puertas del teatro, pero de ninguna manera cerca del baño de damas.
Soltó el brazo de Emília. Detrás de su suegra, sentado en un sofá circular y parcialmente oculto por su cilíndrico respaldo, había un hombre sentado. Doña Dulce no lo vio. A ella le temblaban los labios. Los frenó con un pellizco de sus dedos. Emília se sentía pequeña y asustada, como se había sentido el primer día en la sala de estar de los Coelho, pero no desvió la mirada de su suegra. No se iba a dejar amedrentar.
Cuando doña Dulce finalmente habló, su aliento era ácido a causa del vino.
– Tal vez creas que sólo porque ganaste un concurso puedes hablarme en ese tono. Que puedes andar por ahí con tus absurdos vestidos. Que puedes hacer insinuaciones acerca de mi hijo. Pero no te sientas tan envalentonada. Esas mujeres de las familias nuevas se burlan de ti cuando no estás cerca de ellas. Te consideran pintoresca, por el modo en que tratas de ser una dama. Piensan que eres una chica divertida. Lo sé. Las he escuchado. Y las criadas me lo dicen. Las criadas escuchan lo que hablan sus amas, ¿no? Se cuentan todo entre ellas. ¿Crees que los cotilleos sobre la esposa provinciana de Degas Coelho no van de casa en casa? No te engañes. Permíteme decirte esto de una manera que tú comprenderás, siendo de tierra adentro. ¿Sabes lo que le ocurre a una hormiga cuando le salen alas? Se siente superior. Vuela como un ave, pero siempre será un insecto. Y tú siempre serás una costurera.
Las piernas de Emília temblaron. Apretó las rodillas, queriendo parecer más alta.
– No vuelvas a mi mesa -dijo doña Dulce, arreglándose la falda-. Les diré que te sientes indispuesta.
Una vez que su suegra se hubo alejado, Emília se dejó caer en el sofá que estaba detrás de ella. Había un espejo colgado en la pared opuesta. Era grande y ancho, no como el pedazo de vidrio que tenía en Taquaritinga. Podía verse entera y no en fragmentos. No se veía para nada diferente a las otras mujeres de las Damas Voluntarias: su piel era oscura, pero no demasiado; era regordeta, pero no demasiado; su pelo era rizado, pero no crespo. Las mujeres de las Damas Voluntarias le copiaban la ropa. Se sentaban junto a ella en los círculos de costura y la invitaban a tomar café. Pero ¿qué hacían cuando Emília salía de sus casas? ¿Hervían la taza de café que ella había usado? Las había visto hacer eso con la taza que usaba el señor Sato, el joyero ambulante, porque aunque era demasiado refinado como para usar la vajilla de los criados, se le consideraba sospechoso. Impuro.
Emília se cubrió la cara con las manos enguantadas.
Cuando le había dado lecciones, doña Dulce había simplificado las cosas deliberadamente. Emília podía memorizar cómo poner la mesa, podía aprender a caminar, a limpiarse la boca, a sostener una taza de café, a escuchar sólo con el interés adecuado, a reírse sólo con el regocijo oportuno. Pero había cosas que nunca podría aprender, códigos que le estaban vedados, motivos que nunca podrían serle explicados. El camino hacia la respetabilidad no era tan recto como el pliegue de un mantel, como doña Dulce le había hecho creer. Era irregular y misterioso como los dientes metálicos de sus cierres de cremallera, que se unían de manera sencilla pero no por ello dejaban de estar separados entre sí.
– Ella no ha dicho correctamente el refrán.
La voz era apacible. La voz de un hombre. Se sentó en el sofá frente a ella, sin quedar oculto ya por el respaldo. Tenía el cuello delgado y estaba encorvado, su cuerpo se perdía dentro del traje, que le quedaba grande. Los pantalones formaban arrugas sobre las altas botas de ranchero, aunque no parecía ranchero. Su pelo era lacio y castaño. Lo tenía más largo de lo que estaba de moda entre los hombres de Recife, y parcialmente alisado hacia atrás, como si hubiera hecho un intento de aparentar formalidad. No parecía mayor que Degas, pero su piel pálida estaba cubierta de pequeñas manchas. A diferencia de las pecas de Felipe, las de este hombre no parecían ser una parte natural de él, sino el producto de muchas quemaduras de sol. Unas gafas de bronce se apoyaban en su amplia nariz. Tenía los ojos vidriosos, como si hubiera participado en los numerosos brindis de los hombres bebiéndose una copa de vino entera cada vez.
– Perdón -dijo Emília, y se secó la cara.
– No tiene por qué pedir perdón. La perdonaré sin que lo pida -replicó él, y sonrió-. Ella se equivocó con ese refrán de las hormigas. A mi padre le gustaban los refranes. Los coleccionaba, si es que se pueden coleccionar esas cosas. «Cuando a una hormiga le salen alas, desaparece». Así es el dicho. Independientemente de lo que quiera decir, eso depende de quién lo escucha. Algunos podrían interpretarlo como que hasta lo más insignificante puede superar sus propias circunstancias. Pasar a ser otra cosa.
– Los caballeros no escuchan las conversaciones de otras personas -le reprendió Emília. Cerró los puños para que las manos no le temblaran. Quería escapar, encontrar el servicio de damas y sentarse allí un rato, en paz.
– No soy un caballero, me gano la vida trabajando. Estudié para ser médico.
– Usted no parece médico -señaló Emília, inspeccionándolo otra vez. Había conocido a muchos colegas del doctor Duarte, incluyendo al médico que le había palpado el vientre debajo de la sábana y le había recetado vitaminas, y todos eran hombres serios, barbudos, con modales distantes y cajas metálicas con termómetros que sobresalían de los bolsillos de sus trajes en lugar de pañuelos.
– Gracias -respondió el hombre-. En realidad ahora soy un ranchero, allá en Bahía. Pero a nadie en Recife le importa mi ocupación actual. Sólo les impresiona mi vieja profesión. Así que la uso cuando me presento.
Emília asintió con la cabeza. Se miró los guantes, deseando que la dejara sola.
– Siento haber escuchado, ha sido por casualidad -se disculpó-. No era mi intención. Tuve que escapar de la sala. Es demasiado ruidosa. Toda la ciudad lo es.
– Ya se acostumbrará.
– De ninguna manera. Hice un largo viaje para acudir a esta celebración, pero no veo la hora de regresar al campo.
– Aquello también es ruidoso, pero no por los tranvías o la gente. Allí son las cabras y las ranas.
– ¿Ha estado usted en el campo?
Emília asintió con la cabeza.
– De allí vengo. Me escapé. Creía que había llegado a oír esa parte de la conversación.
El hombre se puso rojo. Pareció contener la risa.
– No creo que necesitara escapar.
– Usted puede ir de un lado a otro como le plazca. Pero sin medios o sin una profesión, uno está atado a su lugar. Yo tuve suerte. Era costurera.
– ¿Y ahora?
– Soy una esposa. Una esposa pobre, según mi suegra. -Emília sonrió. El hombre se rió entre dientes.
– Yo soy un ranchero pobre, si eso le sirve de consuelo.
– Creía que todos los rancheros estaban en contra de Gomes.
– No todos. -El hombre frunció el ceño-. Los coroneles sí, pero su lealtad tendrá que cambiar. Tendrán que apoyar a Gomes ahora. Y espero que éste acabe con ellos. El campo se transformará. Sin embargo, los coroneles no quieren eso.
– ¿Y usted sí? -quiso saber Emília.
– Sí. Por supuesto. No hay caminos. Ni escuelas. Es una vida miserable la de las zonas rurales. Usted lo sabe mejor que yo.
– Pero usted ha dicho que le gustaba. Dejó la vida de ciudad para irse al campo.
El hombre se colocó bien las gafas. Se adelantó en su sofá. Sus rodillas casi tocaban las de Emília. Bajó la voz:
– El campo, tierra adentro, la caatinga, lo llame usted como lo llame, me asusta. Siempre me ha asustado. Ya cuando era un niño, allá en Salvador, me aterrorizaban las historias que la gente contaba. Me aterrorizaban la zona y todo lo que tenía relación con ella: las serpientes, los bandidos, las sequías, la gente. La gente de la ciudad vuelve la cabeza y mira hacia otro lado. Quieren ver el mar, las palmeras. Pero yo nunca quise darme la vuelta. La vida en la ciudad es buena, pero es una existencia sin esfuerzos. Todo ha sido resuelto, las carreteras ya están pavimentadas. Pero en la caatinga todo es nuevo todavía. Todavía puede ser moldeado. Es posible transformarlo en otra cosa. En algo mejor. Los coroneles ya han tenido su oportunidad. Ahora es el turno de Gomes.
Aquel hombre hablaba con tal convicción, con tanta esperanza pura, que Emília se sintió conmovida por sus creencias y avergonzada de las propias. Ella había abandonado el lugar que él quería cambiar. Y donde él descubría una tierra nueva, ella sólo veía una tierra antigua, tan obstinada en sus creencias como lo había estado la tía Sofía con las suyas. Pero lo que más conmovió a Emília fue el hecho de que él al menos hablaba del campo. No lo ignoraba, como hacían los habitantes de Recife. No se encerraba en sus tradiciones como hacían los coroneles. ¿Por qué el campo no podía tener telégrafo, teléfonos, escuelas y carreteras como las ciudades? ¿Qué tenía de malo, coincidía Emília, poner el interior al mismo nivel que la costa?
Antes de que pudiera responder al médico, se oyó una salva de aplausos dentro del teatro.
– Higino va a dar a conocer el mensaje de Gomes -informó el médico mientras abandonaba su asiento en el sofá-. Deberíamos entrar y escuchar.
Emília asintió con la cabeza. Siguió al médico hasta la puerta de entrada a la sala, pero no pasó con él. No quería esconderse en la parte de atrás, condenada como estaba al exilio por orden de doña Dulce. En lugar de ello, Emília subió por la escalera al primer piso. Allí se abrió paso entre la gente de clase media -muchos de los cuales quedaron admirados por su vestido verde y los guantes de seda- y se instaló cerca de un palco. Desde arriba pudo ver claramente al capitán Higino, de pie junto a su mesa y con un telegrama amarillo en las manos. Vio las filas de hombres sentados delante de él, vio las coronillas de sus cabezas, con sus calvas y su pelo peinado con fijador. Vio a las mujeres de las familias nuevas en el perímetro de la sala; sus cabezas se habían vuelto, obedientes, hacia el escenario, pero sus ojos seguían revoloteando por sus propias mesas, observándose entre ellas.
En un primer momento, las palabras de doña Dulce habían entristecido a Emília. Pero pasado un rato se sintió aliviada por ellas. Fue como si hubiera tenido ante sí una hoja de vidrio, tan limpio e inmaculado como las ventanas de la casa de los Coelho, y el discurso de doña Dulce hubiera dejado una mancha reveladora. Como un insecto que hubiera volado hacia una ventana para dejar allí pruebas de su presencia, mostrándole a Emília que se alzaba una barrera delante de ella. En lugar de sentirse decepcionada, la joven se sentía liberada. Era liberador comprender finalmente cuál era su lugar. Ver que había permitido que los menores cumplidos se convirtieran en victorias y los más insignificantes errores en derrotas. Si ella se permitía ser tan fácilmente persuadida y creer que no existía ninguna barrera entre ella y las mujeres de Recife, iba a fracasar siempre. Caería en la trampa, continuamente observándolas e imitándolas a través del vidrio, en lugar de conseguir que las otras la miraran a ella.
En su discurso, el capitán Higino expuso los objetivos de Gomes para la región. En Recife iba a reemplazar toda la iluminación de gas con luz eléctrica. Los obreros municipales iban a abrir carreteras en la periferia pantanosa de Recife. Iban a rellenar los pantanos para generar solares donde construir «viviendas populares», verdaderas estructuras de ladrillo que iban a reemplazar a los mocambos de hojas de palmera instalados precariamente en las colinas y en las riberas de los ríos. Gomes pensaba en la necesidad de un nuevo sistema de alcantarillado. Prometía campañas de vacunación para combatir el cólera, la lepra y la difteria.
– El hombre ideal llevará solamente una marca: la cicatriz de la vacuna -anunció el capitán Higino.
Finalmente, reveló el plan más ambicioso de todos los de Gomes: la Transnordeste iba a unir los estados del norte y atravesar el estado de Pernambuco. Iba a abrir el interior. Iba a conectar la costa con el campo. El este con el oeste.
Mientras el capitán hablaba, Emília sintió escalofríos. Se imaginó esa carretera, amplia, suave y plana como una cinta negra. Sería una línea limpia que daría unidad al estado. Iba a obligar a la gente a mirar hacia el interior, hacia el campo, en lugar de mirar hacia fuera. Si esa carretera hubiera estado allí hacía muchos años, Luzia y ella podrían haber elegido otro destino. Sus vidas no habrían estado tan cerradas, tan escasas de oportunidades. No habrían tenido que escapar de manera tan desesperada.
– «La carretera -leyó el capitán Higino- será una fuerza de unificación, una fuerza civilizadora».
Emília miró hacia abajo, adonde estaban todos los hombres. Trató de encontrar al médico ranchero, pero no pudo verlo. En cambio descubrió a Degas y al doctor Duarte. Su suegro estaba de pie. Aplaudió con vehemencia el proyecto. Emília sintió un revuelo en el estómago. Por debajo de su entusiasmo descubrió un sedimento de temor, frío y pesado. Recordó a la niña sirena. Recordó el cráneo de porcelana en la oficina del doctor Duarte, el cráneo minuciosamente marcado por la serie de líneas negras que separaban la razón de la emotividad, el idealismo de la cautela, la benevolencia del coraje.