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El camino de entrada y de salida de las tierras áridas de monte bajo en realidad no era un camino. Era una cañada para el ganado, un ancho y polvoriento sendero usado por los vaqueiros para llevar sus animales al matadero de Recife. El rumbo de esa cañada no estaba determinado por la distancia ni la eficiencia, sino por el agua. Dos veces al año, los vaqueiros llevaban su ganado cerca del río Navio, del Curupiti, del Riacho do Meio, del Ipojuca, del Capibaribe, y de todos los manantiales y arroyos intermedios. De esta manera, sus animales no morirían antes de llegar a Recife, donde eran engordados en granjas en las afueras de la ciudad y enviados a los mataderos y las carnicerías periódicamente. El resto del año, el ganado era reemplazado en aquel sendero por modestos viajeros: comerciantes con carros de mulas, jóvenes que iban caminando hasta la costa con la esperanza de encontrar trabajo y, después de la revolución de Gomes, caravanas de miembros del Partido Azul que huían.

A finales de enero de 1932, el sendero estaba vacío. Sólo los cangaceiros del Halcón permanecían agazapados en sus márgenes, mal escondidos detrás de los árboles achaparrados y deshojados, entre la maleza. Estaban divididos en cuatro grupos ubicados a lo largo del sendero. En total eran cuarenta cangaceiros. Eran tantos los hombres nuevos que se habían unido al grupo que a Luzia le resultaba difícil recordar cada uno de sus apodos. En el pasado, Antonio no había permitido que los hombres se unieran a la banda por diversión. Quería guerreros, no juerguistas.

– Los hombres que se unen a nosotros por necesidad o por venganza son hombres de fibra -le había explicado una vez a Luzia-. Los otros son mala gente. -Pero después de perder la mayor parte del grupo en la emboscada en el rancho del coronel Clovis, Antonio aflojó sus criterios de admisión. Quería formar un ejército. Algunos nuevos miembros cumplían con los viejos requisitos de Antonio. Eran hombres que habían ajustado cuentas con los coroneles y no podían vivir sin peligro en sus pueblos. La vida había endurecido a estos jóvenes, de modo que comprendieron que el cangaco era la única salida que les quedaba a ellos, y que los cangaceiros eran la última familia que iban a tener. Estos hombres cargaban obedientemente al hombro el peso de sus morrales con provisiones y rifles. Otros jóvenes se unían a la banda porque estaban cansados de trabajar en las granjas de sus padres y les entusiasmaba la posibilidad de vagar por el noreste e invadir los pueblos. Más que malas personas, eran individuos impresionables. Preocupado por ese exceso de entusiasmo, Antonio les dio uniformes y sombreros de tipo medialuna, pero no armas. La disciplina vendría primero, les dijo a los nuevos reclutas, luego llegarían las armas. Nombró a Baiano, a Orejita y a Ponta Fina subcapitanes. Cada hombre era responsable de un grupo de reclutas. Cada subcapitán se escondió a lo largo de la cañada con sus hombres.

Luzia y Antonio se parapetaron detrás de una roca. En el calor del mediodía no había cantos de pájaros ni zumbidos de insectos. La brisa se anunciaba antes de ser sentida en la piel, haciendo crujir las ramas de árboles distantes, sacudiendo hojas secas hasta que un rumor colectivo avanzaba entre la maleza. Luzia cerró los ojos, expectante. Cada vez que soplaba una brisa era un alivio en medio del calor, pero también se levantaba polvo. Los cangaceiros se ataron pañuelos de seda sobre la nariz y la boca para protegerse de él. Luzia se puso el pañuelo que llevaba a la cabeza, pero estaba húmedo por el sudor, lo que le dificultaba la respiración. No podía ver a los otros cangaceiros, pero escuchaba su coro de respiraciones. Trató de hacer coincidir sus inhalaciones y exhalaciones con las de ellos. Esto se lo había enseñado Antonio: ocultar su presencia haciendo que sus ruidos fueran uniformes. De esta manera, las respiraciones unidas de cuarenta hombres lograban sonar como la de una bestia grande, o como la respiración de la maleza misma.

Habían recibido información acerca de posibles viajeros por la cañada para el ganado. Las caravanas bien provistas de funcionarios del Partido Azul habían disminuido en los meses que siguieron a la revolución. Los cangaceiros estaban excitados ante la perspectiva de robar a viajeros nuevos, inesperados.

– Rezagados -sospechó Antonio.

– Tal vez no -replicó Luzia.

Quizá estos nuevos viajeros eran un grupo de nuevos enemigos de Gomes. Los fugitivos del Partido Azul habían pasado tiempo atrás con sus familias a cuestas. Según un fabricante de sillas de montar que Orejita había asaltado al principio de la semana, los nuevos viajeros eran todos hombres. El fabricante de sillas de montar regresaba de un trabajo en Carpina y había pasado a un grupo de hombres de la ciudad. Viajaban con cinco mulas de carga. Los funcionarios del Partido Azul que huían viajaban en carruajes cuyas ruedas crujían bajo el peso de baúles de madera llenos de ropa de cama, juegos de platos, vestidos y joyas. A veces había máquinas de coser. El grupo de Antonio les había bloqueado el paso para exigirles obsequios si querían pasar. La mayoría obedecía sin resistencia, entregándoles monederos de cuero llenos de billetes de mil reales y joyas. Luzia dejaba que los hombres se quedaran con esos lujos; ella sólo quería los periódicos. La mayoría de los fugitivos llevaban montones de ejemplares del Diario de Pernambuco para mostrárselos a sus parientes y anfitriones en el campo. Luzia cogía los periódicos y buscaba noticias sobre Emília.

Pero en ese momento Luzia no quería noticias, quería comida. Las cinco mulas de carga estarían bien cargadas con bolsas de frijoles, buena harina de mandioca y posiblemente harina de maíz. Seguramente tendrían carne, pensó Luzia. Estaría deshidratada, carne seca, por supuesto, pero sería mejor que lo que se podía conseguir en aquellas tierras áridas. Al final de la temporada sin lluvia, la carne estaba tan salada para ocultar la putrefacción que tenía que ser cortada en trocitos pequeños, porque de otro modo era imposible masticarla.

El recuerdo de esa carne produjo un raro remolino en el estómago de Luzia. Estaba a punto de vomitar. Luzia se agachó más aún en su escondite. Se quitó el pañuelo de la cara y respiró hondo varias veces. Antonio se volvió hacia ella. Sin preocuparse por el polvo, no llevaba nada que le tapara la boca.

– ¿Qué te pasa, mi Santa? -susurró él. Este era su nombre ahora. No Luzia. Tampoco la Costurera, como la llamaban los periódicos. Orejita era el responsable de ese nombre absurdo de la prensa. En un pueblo, alguien había preguntado por Luzia. «¿Quién es ésa?», quisieron saber, y Orejita, molesto, respondió: «Es nuestra costurera». El nombre cuajó, pero sólo fuera del grupo.

– Tengo sed -respondió ella-. Eso es todo.

Antonio asintió con la cabeza. Rápidamente, desató su cantimplora de metal -obsequio de un coronel- y se la pasó. Luzia bebió. El agua estaba templada y llena de barro. Los granos de arena le rasparon la lengua, los dientes. Luzia hizo un esfuerzo para tragar. Esperaba no vomitarla. Últimamente, había experimentado momentos similares de náuseas. Una semana antes se había desmayado ante el olor del perfume Fleur d'Amour que los hombres echaban en sus pelos grasientos. La náusea estaba acompañada por dolor de pecho y cada vez que se trenzaba el pelo notaba un hormigueo en el cuero cabelludo. Luzia sabía que esas molestias eran premoniciones, como el dolor de su codo inmovilizado antes de la lluvia.

Últimamente, cada vez que Antonio descubría una nube en el horizonte le preguntaba a Luzia si le dolía el brazo lisiado. De mala gana, ella le respondía que no. Anteriormente, en diciembre, ninguno de los montones de sal preparados para santa Lucía se había disuelto durante la noche. Algunos de los cangaceiros culparon a la sal misma, asegurando que estaba mezclada con harina. Otros culparon a Canjica, por no haberla sacado de la manera adecuada; algunos pensaron que la culpa era de Luzia, y aducían que no había bendecido correctamente la bolsa de sal; y otros, como Orejita, decían que era porque no le habían hecho a santa Lucía la ofrenda correcta. Habían sacado pocos ojos en los años posteriores a la revolución de Gomes. Robar a los alarmados funcionarios del Partido Azul había sido un trabajo fácil, limpio. La mayoría de los fugitivos, cuando llevaban armas, sólo tenían los viejos Winchester 44, los «panza amarilla» con gatillos duros y cañones oxidados. Y gracias a la revolución, el nuevo presidente Gomes había llamado a todas las tropas a la costa para mantener su poder en las ciudades más importantes. Como otros políticos antes que él, Gomes creía que si dominaba las capitales costeras de Brasil, automáticamente controlaría el campo circundante. No había en la caatinga ningún soldado para perseguir a los cangaceiros. Ningún coronel podía reunir un ejército lo suficientemente grande como para defenderse del grupo del Halcón. Orejita instaba a Antonio a aprovecharse de este poder. El nuevo subcapitán quería invadir más pueblos, matar coroneles, apoderarse de sus casas y marcar su ganado con el nombre del Halcón. Antonio no estaba dispuesto a permitirlo; antes de quemar los puentes con los coroneles quería ver lo que el presidente Gomes iba a hacer con sus tropas revolucionarias. Gomes podría demostrar que era diferente de los anteriores presidentes. Después de estabilizar las capitales, podría volver su atención al campo. Los soldados podrían regresar en mayor cantidad, con el objetivo de someter la caatinga a la autoridad del Partido Verde.

– Si esto llegara a ocurrir -decía Antonio-, los cangaceiros y los coroneles van a necesitarse mutuamente.

La paz con los coroneles parecía serenar a Antonio, pero aburría a Orejita y a los nuevos reclutas. Los hombres querían emociones, la oportunidad de mostrar su recién adquirido poder en calidad de cangaceiros. Antonio no podía negarles eso. Permitió a Orejita y su subgrupo que descargaran su frustración con los fugitivos del Partido Azul. Los cangaceiros dieron patadas en el vientre a los funcionarios que escapaban. Golpearon la parte de atrás de las piernas de los hombres con la parte plana de sus machetes. Antonio detuvo a los cangaceiros antes de que hicieran cosas peores. Cada vez que lo hacía, Luzia notaba que a Antonio por momentos le resultaba más difícil captar la atención de los hombres. Recordó al domador de mulas de Taquaritinga. Él decía que hasta los animales obedientes ponían a prueba a sus amos, tirando de las riendas o mordisqueando las manos, y si el líder no detenía estas pequeñas rebeliones iba a tener que enfrentarse a una más grande. Luzia comenzó a observar a Orejita de la misma manera en que miraba el cielo despejado, prestando atención hasta al más leve cambio, preocupada por lo que pudiera significar.

Hasta ese momento, los pronósticos de santa Lucía habían resultado acertados. Las lluvias de diciembre no cayeron. En enero, el mes que generalmente marcaba el principio de la estación de lluvias, la maleza estaba gris y quebradiza. Los agricultores que vivían cerca del sendero estaban preocupados; cada vez que sacaban agua, veían el fondo de sus manantiales. A lo largo del sendero, los viajeros construyeron altares improvisados dedicados a san Pedro. Antonio hacía que su grupo se detuviera y rezara por la lluvia en esos altares. Todos los días observaban el cielo. Todos los días éste aparecía brillante y azul.

A Antonio le gustaba decir que no tenían ni amo ni coronel. Luzia no estaba de acuerdo. Vivían bajo el yugo del clima desértico, y éste era un amo temperamental. Durante los meses lluviosos, cuando el agua caía durante treinta y a veces cuarenta días seguidos, la caatinga era amable. Les daba maíz fresco y frijoles. Les daba flores y miel. Las frutas de las tierras áridas crecían, redondas y espinosas, en los árboles y los cactus. Nacían los terneros y la leche de vaca se volvía tan barata que los cangaceiros compraban litros y litros. Comían puré de calabaza con leche y hacían queso cubierto con las virutas dulces de la melaza hecha de caña. Pero aun en medio de tanta abundancia, todos curaban carne, secaban frijoles y molían maíz, sabiendo que ese amo de carácter variable iba a cambiar. Todos los años, durante los meses secos, la vegetación se volvía mezquina y a menudo cruel. Lanzaba polvo a los ojos, el sol quemaba la piel, les obligaba a buscar agua. Y cuando estaban a punto de no soportarlo más, les ofrecía un manantial escondido o un saludable río. Les daba cabras y dóciles armadillos con barrigas carnosas. Pero sólo regalaba si se prestaba mucha atención. Como buenos sirvientes, los habitantes de la caatinga aprendieron a escuchar a su amo, a anticiparse a sus cambios de humor, a saber que cuando las hormigas salían de sus agujeros formando largas hileras habría lluvia, que un árbol gameleira de hojas verdes creciendo en la hendidura de una roca significaba la primavera, que grandes montículos de termitas significaban sequía y sed. Si aprendían a entender a este amo cruel correctamente durante los meses secos, vivirían para dar la bienvenida a un amo más amable cuando llegaran las lluvias.

Ese año, la vegetación se había quedado insensible.

– ¡Ni siquiera Celestino Gomes puede ordenar que llueva! -le gustaba decir a Antonio, orgulloso de la terquedad de la caatinga. A Luzia no le gustaba que hablara así.

Tapó la cantimplora y la enganchó otra vez en la correa que colgaba del hombro de Antonio. Más allá, en algún lugar del sendero, se oyó un relincho. Luzia escuchó el chasquido de un látigo. Antonio sacó del estuche los prismáticos de bronce.

– ¿Comida para las aves? -susurró Luzia. Así era como los periódicos habían apodado a los fugitivos políticos. El Halcón había atacado tantas caravanas azules que el Partido Verde lo consideraba un aliado; Gomes no envió tropas para vigilar el sendero.

– Hombres -respondió Antonio. Le hizo una seña a Baiano, que estaba agachado al otro lado del sendero.

– ¿Hombres de ciudad? -quiso saber Luzia.

Antonio asintió con la cabeza.

– Llevan chaquetas largas. Y botas de cuero.

– ¿Pero sin familias? ¿No es una caravana?

Antonio la miró y sonrió.

– Siempre he querido un par de botas de cuero.

Le resultaba difícil guiñar el ojo del lado de la cara con la cicatriz. Tuvo que hacer un esfuerzo, y aun así el párpado del ojo casi no se cerró, si es que llegó a moverse. Con el paso de los años, se había formado una película opaca, como si su ojo estuviera cubierto con leche. El insistía en que no estaba perdiendo la vista, pero por la noche, después de las oraciones, se arrodillaba al lado de su manta y susurraba una serie de plegarias a santa Lucía. Antonio también mantenía escondidas otras dolencias. Durante sus caminatas, mientras él observaba el monte bajo, Luzia lo espiaba. Veía cada respiración poco profunda, cada paso dolorido. Su pierna lastimada todavía le molestaba. Por la noche, sentía intensos dolores a cada lado de la parte baja de la espalda. Todas las mañanas, tenía dificultades para levantarse de su manta.

Antonio le pasó los binoculares a Luzia. Observó a través de ellos y vio a un mulero que golpeaba los cuartos traseros de sus animales con un látigo. Había cinco mulas. Dos llevaban suministros básicos: latas de queroseno, un barril pequeño, linternas, soga, un saco de arpillera grande, un gran trozo de carne de res secada al sol. Las otras tres mulas llevaban extraños tubos negros y una máquina de metal. La máquina era larga, con tres patas y una voluminosa parte de arriba cubierta con tela. A Luzia le recordó el trípode y la cámara usados para sacar la foto de su primera comunión, hacía años.

Dos hombres montados sobre unos caballos flacos cabalgaban junto a las mulas de carga. Uno de ellos era un individuo joven y flaco. Llevaba un guardapolvo de viaje que era como una inmensa capa que lo cubría. Su cara brillaba con el sudor. Los ojos estaban oscurecidos por gafas de sol. El otro hombre era más sensato, pensó Luzia. Menos vanidoso. Era de edad madura, corpulento, con piernas cortas y cabeza pequeña, como un armadillo. Había envuelto su guardapolvo de viaje y lo había puesto en su regazo. Llevaba un traje de algodón, manchado de gris amarillento por el polvo y ajustado con un grueso cinturón de cuero. Las gafas de sol colgaban sueltas del cuello. Un sombrero de paja le daba sombra a la cara.

Antonio atrajo a Luzia hacia él.

– Mi Santa -susurró-, hazle un agujero a ese sombrero. ¿Podrás?

Era una pregunta tonta. Después de tres años de práctica, Luzia podía poner una bala en la boca de una botella vacía de cachaza. Podía abollar una lata de brillantina a siete metros de distancia. Podía hacer añicos una rodilla, convirtiendo a un hombre en un lisiado tan inútil como un caballo herido. O podía apuntar con un propósito más definitivo, dejando su marca en una cabeza, una garganta o un pecho.

Luzia enderezó los prismáticos. Sus pestañas rozaron las lentes rayadas. Vio el sombrero de paja del viajero y apuntó más abajo, a la cinta del sombrero, pues sabía que su mano se desviaría hacia arriba. Contuvo la respiración.

Como si hubiera sido arrastrado por una ráfaga de viento, el sombrero voló de la cabeza del jinete corpulento. El caballo del hombre más joven se espantó con el ruido del disparo. El jinete cayó al suelo y giró sobre sí para evitar las pezuñas del caballo, enredándose en su guardapolvo de viaje. El mulero detuvo de un fuerte tirón a sus animales y metió las manos en su bolso de cuero. No tuvo tiempo de coger el arma. Antonio silbó. Un grupo de cangaceiros rodeó al mulero. Le quitaron su pequeño rifle de perdigones. Antonio salió de entre la maleza. Le ordenó al mulero que se desnudara hasta quedarse en ropa interior y que se fuera. El hombre obedeció, corriendo luego entre los árboles grises. Las mulas se agitaron.

El viajero joven con gafas de sol finalmente se puso de pie. Metió las manos entre los pliegues de su guardapolvo de viaje y buscó algo.

– Espero que esté usted buscando su pañuelo -dijo Antonio.

Baiano estaba detrás del joven, encañonándolo con un Winchester. El viajero se quedó inmóvil. Antonio le ordenó que se quitara el guardapolvo de viaje. En el bolsillo tenía una pequeña pistola de cañón corto. Antonio la cogió, luego llamó con un silbido al resto de los cangaceiros. Salieron de la maleza, quitándose los pañuelos para dejar sus caras al descubierto.

La vida en la caatinga había hecho que la piel de los hombres estuviera oscura y curtida. Les había hecho perder los dientes. Ponta Fina se había dejado crecer el bigote. Baiano se había afeitado la cabeza. Canjica había perdido un dedo jugando con el mosquete de caza de un niño, que había explotado en sus manos. La calva de Chico Ataúd había crecido, al igual que los pelos supervivientes, lo que le hacía parecerse a un fraile rebelde. Mechones de pelo rígidos, desteñidos por el sol, salían por detrás de las orejas de Orejita, lo que le daba un aspecto de cactus redondo y grueso. El que llamaban Inteligente todavía tenía la mirada infantil y el paso ágil, pero su cara tenía más arrugas y ya no podía cargar tanto peso al hombro. Debido a esto, los miembros más jóvenes de la banda se turnaban para llevar las dos Singer portátiles del grupo. Aquellas máquinas de coser provenían de los saqueos de las caravanas del Partido Azul. Antonio había hecho equipar una Singer con una aguja del fabricante de sillas de montar para decorar cuero. Ponta Fina, cuyas habilidades para el bordado empezaban a competir con las de Luzia, la ayudó a enseñar a coser a los nuevos reclutas. Ponta se había convertido en un hombre silencioso -ya no era objeto de las bromas del grupo, sino uno de sus miembros fundadores- y daba sus lecciones de costura de una manera seria y profesional. Algunos reclutas al principio rechazaron la costura. Pero después de algunas semanas descubrieron que la vida en las tierras áridas no estaba tan llena de acción como habían imaginado. Durante la temporada seca pasaban muchas horas a la sombra por la tarde, a la espera de que pasara el calor. La costura aplacaba el aburrimiento de los cangaceiros. Al poco tiempo, los nuevos reclutas -con la garganta irritada por el zumo del carnoso cactus xique-xique-solicitaron con voz ronca ser incluidos en las lecciones de Luzia y Ponta.

Luzia, como el resto de los hombres, abandonó su escondite. No volvió a colocar su Parabellum en la pistolera de hombro. Antes de que ella pudiera llegar hasta donde estaba Antonio, el viajero más viejo saltó del caballo. Sus piernas pequeñas hicieron que la operación fuera complicada. Se quitó la alianza y se la arrojó a Antonio.

– Aquí tiene -dijo.

El lado sano de la boca de Antonio se frunció en un gesto de sorpresa.

– ¿Por qué me da usted eso?

– Lléveselo. Es todo lo que tenemos.

– ¿Acaso se lo he pedido?

– No -respondió el hombre.

– Entonces vuelva a ponérselo o le disparo.

El hombre se puso el anillo en el dedo. Antonio sacudió la cabeza.

– Me han decepcionado -continuó-. Ustedes son hombres de ciudad. Sé que no nacieron en un corral de cabras. Sé que sus madres les enseñaron buenos modales. Pero antes siquiera de que yo pudiera presentarme, usted trata de sacar una pistola. Y usted… Ni siquiera he pronunciado una sola amenaza y usted me entrega su anillo de boda. ¿Qué diría su esposa?

El mayor de los hombres se miró las botas. El joven se levantó las gafas de sol. Habían dejado una marca roja alrededor de los ojos, que eran de color de avellana y con párpados pesados, como los de una lagartija teú. Hacían que su mirada pareciera perezosa, como si nunca nada lo impresionara.

– Mi Santa -gritó Antonio-, háblales o perderé la paciencia.

Luzia se situó junto a él. Los hombres de ciudad se quedaron mirándola con los ojos muy abiertos. Antonio sonrió.

– No es de buena educación mirar así a una mujer decente -señaló-, pero lo comprendo. No lo pueden evitar. No estiren sus cuellos.

Detrás de ella, Luzia escuchó la risa ahogada de algunos cangaceiros. Apretó con más fuerza su Parabellum. Al principio, le había gustado la fascinación de Antonio por su altura. Primero le susurraba sus cumplidos sólo a ella, pero a medida que su ojo se fue nublando, que sus hombros se fueron encorvando y su pierna lisiada se arrastraba, empezó a elogiarla delante de los otros. Cuanto más se deterioraba su propio aspecto, más se preocupaba Antonio por el aspecto de ella. Le llenó los dedos con anillos. Le regaló pañuelos de seda y un par de guantes de cuero para proteger sus manos de las espinas. Le regaló una pistolera de hombro y una Luger Parabellum, una pistola alemana semiautomática de ocho tiros, gatillo sensible y feroz culatazo. Hacía que Luzia echara los hombros hacia atrás y se estirara hasta adquirir su plena estatura, que mantuviera su brazo lisiado orgullosamente a un costado, en lugar de acunarlo sobre el pecho. Con el tiempo, la actitud de Luzia se volvió tan segura como su puntería, pero no estaba segura de si Antonio amaba su aspecto o la impresión que causaba.

– ¿Qué negocios les traen por aquí? -preguntó Luzia.

– No tenemos negocios -replicó el viajero más viejo-. Somos topógrafos.

– ¿Qué es lo que son? -quiso saber Antonio.

– Cartógrafos -espetó el más joven.

– Van en dirección equivocada -advirtió Antonio.

– No -dijo el más joven-. Vamos hacia el interior.

– Morirán de hambre. No hay lluvia.

Los cartógrafos se miraron entre sí.

– No les miento -continuó Antonio-. No llegarán muy lejos. Los caballos necesitan agua. Y comida.

Antonio ordenó a los cangaceiros que vaciaran las canastas que cargaban las mulas. A tierra cayeron lápices, frascos de tinta, fajos de papel blanco y una brújula. Luego aparecieron tubos negros. Los cangaceiros los manipularon con cautela, como si fueran armas. Mientras abrían con palancas los misteriosos tubos, el viajero más corpulento movió nervioso las manos. El más joven frunció el ceño. Dentro de los tubos no había ningún tesoro, sólo había papeles. Luzia los desenrolló en el suelo. No eran periódicos, sino grandes dibujos hechos a lápiz, con líneas sinuosas, marcas, extraños símbolos y nombres de ciudades. Mapas. Encima de los dibujos, Luzia pudo leer un nombre: «Instituto Nacional de Caminos». Debajo de éste vio una lista de empresas: Standard Oil, Pernambuco Tramways, Ferrocarril Gran Oeste de Brasil.

Antonio estudió los mapas desenrollados a los pies de Luzia.

– ¿Por qué quieren dibujar este sendero?

– No el sendero -susurró el cartógrafo más viejo-. El sendero es sólo una guía.

– ¿Para qué? -preguntó Antonio, impaciente.

– Una carretera, un gran camino -respondió Luzia, mirando otro mapa. Vio una línea negra y larga que comenzaba en la costa y serpenteaba hacia las tierras áridas. La siguió con el dedo. Parecía un río negro. La Transnordeste.

– Sí. Exactamente -confirmó el cartógrafo más viejo, con unos labios que se convirtieron en una sonrisa-. La señora es perspicaz. Somos sólo simples cartógrafos. Trabajamos para empresas privadas… y para el gobierno, por supuesto -añadió a manera de respuesta al gesto que le hizo su joven compañero de trabajo-. Están construyendo la Transnordeste. Es una carretera. El proyecto es que vaya desde Recife hasta el sertáo.

Antonio se rió. Se secó el ojo lechoso con un pañuelo.

– ¿Una carretera? ¿Aquí? ¿Para qué?

– Para el transporte -explicó el mayor de los cartógrafos-. Para facilitar el transporte de algodón y de ganado. Y para tener acceso.

– ¿Acceso a qué? -quiso saber Antonio.

– A la región -interrumpió el más joven-. El norte no es sólo el litoral. El presidente Gomes dice que no podemos dirigir un país si éste es desconocido.

– Es conocido para la gente que vive aquí -dijo Antonio, acercándose al cartógrafo joven-. Nosotros no necesitamos que dirijan nada. No necesitamos su carretera. Gomes debe mantenerse al margen de nuestros asuntos.

Detrás de ellos, los cangaceiros se rieron. Uno de ellos se probó un guardapolvo de viaje. Ponta Fina cogió las gafas de sol del joven y se las puso sobre los ojos. Baiano miró a través del telescopio de topógrafo. Orejita dio patadas al trípode de metal, con la idea de doblarlo y romperlo. Canjica e Inteligente se ocupaban de la carga de alimentos, repartiéndola entre los morrales de los cangaceiros. Antonio se apoderó de la brújula. Luzia se agachó. Dobló el mapa más grande en cuatro y lo metió en su morral.

– ¡Eso es nuestro! -reclamó el cartógrafo más joven. El más viejo le dio un codazo, pero el otro no se calmó-: ¡Cojan lo que quieran, pero dejen nuestro trabajo!

Luzia quiso hacerlo callar. Si hubiera querido salvar sus mapas, debió haber fingido que no tenían valor. Antonio calculaba el valor de algo no por su valor intrínseco, sino por el afecto que inspiraba. Cuanto más quería una persona algo, más deseaba apoderarse de ello. Antonio sacó una lata de queroseno de uno de los cestos de las mulas. Se puso de pie sobre los mapas y vertió el líquido amarillo. Los cangaceiros se rieron. El mayor de los cartógrafos se llevó las manos a la cabeza. Antonio encendió una cerilla y se apartó.

Los mapas se quemaron rápidamente. El calor hizo que Luzia sintiera un hormigueo en la cara. Se cubrió la boca para protegerse del humo.

– ¡Enviarán más! -gritó el cartógrafo más joven. Su agitación crecía. Los tendones del cuello se le hinchaban con cada respiración.

– ¿Más de qué? -quiso saber Antonio.

– Más hombres como nosotros. La construcción de la carretera ya ha comenzado. Está más allá de Carpina. ¿Cree usted que puede detenerla?

– ¿Por qué no?

– ¡Usted es una reliquia! -gritó el cartógrafo más joven.

– ¿Una qué? -preguntó Antonio.

El mayor de los hombres hizo callar a su compañero.

– Es un joven temerario. No sabe lo que está diciendo.

– Sé muy bien lo que hago -interrumpió el joven-. ¡Viva Gomes!

Orejita avanzó. Agarró la pata de metal rota del trípode, dispuesto a darle con ella al topógrafo.

– Atrás -ordenó Antonio, todavía mirando al joven. El lado izquierdo de la boca de Antonio se elevó. La piel alrededor de sus ojos se arrugó. Enseñó los dientes.

Cuando Antonio sonreía de verdad, sus ojos acompañaban la sonrisa. Pero cuando aparecía esa sonrisa falsa, sus ojos se veían nublados y muertos, como si estuviera en un trance. Luzia lo había observado antes con sus víctimas. Estaban aquellos que imploraban, balbuceaban, y a veces se ensuciaban los pantalones cuando se arrodillaban delante de él. Con éstos se mostraba expeditivo, como si quisiera ahorrarles mayor vergüenza. En sus ojos ella veía tristeza y renuencia, como si estuviera cumpliendo con obligaciones que no comprendía del todo y con las que tampoco disfrutaba. Cuando mostraba piedad, los miraba a los ojos y suspiraba, sacudiendo la mano y diciéndoles que se quitaran de su vista, como si estuviera tratando con niños rebeldes. Alentaba a sus hombres a mostrar piedad, porque eso demostraba que podían dominarlo todo, hasta sus propios impulsos. Pero cuando aparecía su sonrisa falsa, Luzia sentía miedo. Era como si las tablillas de una persiana se abrieran para revelar parcialmente algo inquietante y desconocido dentro de él, una cólera que no podía dominar con la fuerza de su voluntad.

Una conocida oleada de náusea se alzó en la boca del estómago de Luzia. Respiró hondo y la contuvo. Luego puso la mano sobre el brazo de Antonio.

– Podemos obtener más que sus botas y sus chaquetas -susurró-. Podemos pedir rescate por ellos.

Ella sintió que los hombros de él se aflojaban. En los periódicos Que había conseguido de los fugitivos del Partido Azul, Luzia había leído algo acerca de inversores extranjeros. Había estudiado las fotografías de Emília junto a esos especuladores, esos ejecutivos de empresas. Tendrían que pagar para recuperar a sus topógrafos. Tendrían que pagar por el mapa que ella había guardado en su morral.

Luzia calculó el dinero que podían ganar a cambio de esos cartógrafos. No se trataba de las pequeñas sumas que les robaban a los fugitivos del Partido Azul o que obtenían extorsionando a los comerciantes. El dinero que llevaban encima era una fortuna en aquel desierto, pero nunca llegaba a la cantidad imposible que se necesitaba para comprar tierras. Si pedían un rescate por esos cartógrafos, pensó Luzia, tal vez podrían conseguir lo suficiente para comprar un terreno grande cerca del río San Francisco. Aquellos cangaceiros que quisieran establecerse podrían dividir el terreno en partes iguales; podrían construir casas y dedicarse a cultivar. Comprar era diferente de alquilar un terreno a un ranchero o trabajar para un coronel a cambio de vivienda. Comprar quería decir ser dueños, y ser dueños significaba trabajar para uno mismo, dirigir la propia casa y vender los productos que uno mismo cosechaba. Es decir, lujos reservados para hombres como el doctor Eronildes, o para los coroneles, o para los hijos de los coroneles. Por un instante, Luzia dejó volar su imaginación.

Volvió a meter su Parabellum en la pistolera y enderezó los hombros. Se acercó a los topógrafos. Los prisioneros retrocedieron un poco, asustados.

– Si esa carretera es importante, ustedes también deben de serlo -dijo.

Los hombres no la miraron a los ojos. En cambio, dirigieron la mirada a su brazo lisiado, a sus pantalones de lona. Luzia les dejó que miraran bien, sabiendo que se fijaban en su bolso ricamente bordado y no en la carne seca y la mandioca rancia que había dentro. Vieron los dos colgantes de oro que tenía alrededor del cuello, no los dos bebés que había perdido antes de que su vientre ni siquiera se hubiese hinchado. Vieron la brillante pistola en su funda al hombro, no el peso que sentía en ese momento en su pecho, como si su corazón se hubiera vuelto tan tosco y encallecido como sus pies. Veían, en fin, a la Costurera.