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Su primer embarazo le había traído antojo de naranjas. Unas semanas después de que Antonio y ella se unieran en el porche del doctor Eronildes, la sangre mensual de Luzia desapareció. El olor a levadura de harina de mandioca le provocaba arcadas. Le dolían los pechos al tocárselos, los pezones se le pusieron firmes y redondos. Una noche soñó con una naranja. Sintió la cascara debajo de las uñas. Se llevó los suaves gajos en forma de medialuna a la boca. Cuando despertó, percibía el olor de la naranja. Lo notaba en las manos, en el aire y hasta en los bordes de su lata de café.
– Necesito una naranja -le dijo a Antonio-. Muy dulce.
Él se rió. Sería más fácil conseguir una pantera. Pero cuando Luzia insistió, comprendió lo que ocurría. Una madre tenía que conseguir la comida por la que sentía antojo, si no el niño que crecía en su vientre moriría. Eso era lo que las mujeres de Taquaritinga creían. Una de las vecinas de la tía Sofía casi había perdido a su hijo porque su marido se había retrasado en traerle el estofado de rabo de buey que se le antojaba. Tampoco había que olvidar la leyenda de la esposa caníbal que la tía Sofía les contaba muchas veces antes de dormir, para asustarlas. La esposa caníbal, embarazada, olió el brazo de su marido, inocentemente al principio, percibiendo su rastro de sudor y polvo. «Esposo mío, quiero un trocito, un pequeño mordisco de tu brazo», le dijo. El marido vaciló, inseguro. Luego estiró el brazo. Ella mordió. El marido gritó. Pero la esposa no estaba todavía satisfecha. «Esposo mío, quiero otro mordisco». Esta vez él dijo que no. Cuando dio a luz, había gemelos en su vientre, uno estaba vivo, el otro muerto. El final de la historia siempre hacía temblar a Luzia. Después de que la tía Sofía apagara la vela, Luzia y Emília se movían debajo de las sábanas y trataban de morderse mutuamente los brazos, hasta que la tía Sofía las regañaba. En secreto, tenían la esperanza de que hubiera algo de verdad en esa historia, y todos los sábados, en el mercado, Luzia y su hermana observaban los antebrazos de los vendedores esperando encontrar marcas de dientes. Nunca encontraron nada.
Durante las siguientes semanas Antonio preguntó a los comerciantes, a los coroneles y a los productores de algodón dónde podría encontrar una naranja de las dulces. Les ofreció joyas, billetes de mil reales, incluso sus prismáticos de bronce, pero nadie pudo conseguirle ninguna. Finalmente, en un mercado al aire libre, cerca de Triunfo, encontró una. El vendedor la envolvió cuidadosamente en papel de periódico y la puso en las manos de Antonio. La cascara estaba arrugada y la fruta, acida. Una semana después, en medio de la noche, Luzia sintió algo así como un terrible nudo en el vientre. Parecía que hubiera comido un montón de plátanos verdes. Se incorporó. Había algo tibio y pegajoso entre sus piernas.
En el suelo, alrededor de ella, en todas las direcciones, vio las formas oscuras de los cangaceiros durmiendo. Escuchó los ronquidos de Inteligente. Las brasas brillaban en la hoguera donde habían cocinado. Los centinelas -Orejita y un joven flaco llamado Jueves por el día en que se unió al grupo- estaban junto a los rescoldos. Al escuchar a Luzia, instintivamente se volvieron hacia ella. Luzia cerró las piernas y apartó la mirada. Odió a Orejita y a su compañero por prestarle atención. De pronto sintió odio por todos aquellos hombres dormidos -incluido Antonio- que nada podían hacer para ayudarla. Necesitaba a una mujer. Necesitaba a la tía Sofía, con su voz enérgica y su cuerpo grueso y sólido, para que la guiara. Luzia recordó las historias de mujeres embarazadas que escuchaba en Taquaritinga. Habían sangrado antes de tiempo y habían perdido a los niños en sus vientres. Con cuidado, se puso de pie. Los calambres del vientre desaparecieron. Más fluidos salieron de ella, mojándole los pantalones. Cogió su morral y rápidamente se dirigió a la maleza. Antonio se incorporó, pero no la siguió.
Cerca del campamento, escondido en una hendidura entre dos rocas grandes, había un manantial. Luzia vio las sombras de las rocas. Se dirigió hacia ellas. La noche estaba fría y oscura. Por encima de ella había una delgada luna, curva como una hoz. Otra oleada de calambres la recorrió. Luzia se agachó y se abrazó el vientre.
En el manantial, se quitó cuidadosamente los pantalones y las bragas. Tenía los muslos pegajosos. Había un olor penetrante y metálico. Extendió las bragas sobre la tierra y las miró detenidamente. Había una mancha oscura. Cuando tocó el sitio mojado, sintió bultos resbaladizos, amorfos. Retiró las manos con un sobresalto. «No es diferente de una hemorragia mensual», se dijo, pero no lo creía de verdad. Al mirar hacia la oscuridad de la maleza, Luzia se puso nerviosa pensando que Antonio u otro hombre podría estar espiándola. Envolvió los pantalones sobre sus desnudos muslos. Otras mujeres, pensó Luzia con amargura, tenían habitaciones con puertas. Podían dejar a los hombres fuera. Podían descansar en camas limpias y lavarse en jofainas de estaño. Luzia quería meterse entera en el manantial, pero no podía; era un crimen contaminar agua potable. Cogió el pañuelo de repuesto que llevaba en su bolso y lo mojó. El agua del manantial estaba fría. Luzia tembló cuando se pasó el trapo por las piernas.
En las semanas siguientes, Antonio le preparó infusiones curativas. Canjica le dio raciones adicionales de frijoles y harina de mandioca. Baiano trató de animarla con concursos de puntería, pero ella lo rechazaba. Una noche, Antonio la llevó lejos del campamento. Tenía la mano cálida. El lado izquierdo de su cara se movía frenéticamente.
– Mi Santa -dijo-, nuestra unión debe ser bendecida. Mientras no lo esté, nuestras vidas tampoco lo estarán.
Días después, cuando llegaron al pueblo de Venturosa, Antonio encontró una iglesia. Era una capilla simple y blanqueada, con suelo de ladrillo. Los reclinatorios eran una serie de bancos de madera torcidos. Antonio puso un fajo de billetes de mil reales en las manos del sacerdote.
– Para construir un confesionario como corresponde -explicó Antonio-. A cambio de un servicio.
El viejo sacerdote, al principio complacido por la donación, se puso repentinamente alerta.
– No necesitamos una boda -continuó Antonio-. Sólo su bendición. Y un certificado.
El certificado era un documento encantador, cubierto con sellos de cera y letras de bella caligrafía. Algunas noches, mientras los hombres jugaban al dominó, Antonio desenrollaba el certificado y le pedía a Luzia que lo leyera.
Antonio José Teixeira, 32 años, católico, capitán, hijo de Verdejante, Pernambuco, Brasil, se casa oficialmente con Luzia dos Santos, 19 años, católica, costurera, hija de Taquaritinga do Norte, Pernambuco, Brasil, en este día sagrado, 28 de abril del año de Nuestro Señor 1930.
La superstición de Antonio pareció dar sus frutos. Después de recibir el certificado y la bendición del sacerdote, sus vidas se volvieron más fáciles. En realidad, fueron Gomes y su revolución los que les trajeron la buena fortuna, aunque Antonio no lo podía admitir.
Los militares no fueron los únicos que abandonaron sus puestos en la caatinga cuando Gomes se hizo cargo de Brasil. Insignificantes funcionarios del Partido Azul que ocupaban puestos en las tierras interiores -un puñado de comisarios, recaudadores de impuestos y algunos jueces- renunciaron y regresaron a la costa para intentar pasarse al Partido Verde, o para esconderse en el anonimato de las grandes ciudades. En las tierras áridas el orden quedó en manos de los coroneles y de los cangaceiros. Esto no era una novedad para la mayoría de los residentes de la caatinga. Para ellos, la revolución era sólo una disputa muy lejana. La gente se sentía aliviada de que no estuviera ocurriendo en sus propiedades. Estaban orgullosos de no tener esos disturbios entre ellos. Y, como ocurre en todas las disputas, sólo las mujeres manifestaban preocupación.
– Si hay una chispa cerca de un montón de sacos de arpillera, el diablo va a soplar seguro -le susurró la esposa de un agricultor a Luzia-. El fuego se extenderá sin remedio.
Los hombres no creían que la caatinga fuera a verse afectada por Gomes ni por nadie que tomara el poder en Brasil. El campo siempre había sido ignorado, y esta vez no iba a ser diferente. Antonio habló con muchos agricultores arrendatarios, y la mayoría reaccionaba curiosa y divertida ante Gomes y su revolución.
– A este Partido Azul lo han cogido por la cola -se burlaban los agricultores-. Ese Gomes es el presidente ahora. -Siempre decían «ese Gomes» y nunca «nuestro presidente», porque Gomes, a la vez que un político, era también un sureño, lo que lo convertía en doblemente ajeno. Incluso el título de presidente parecía remoto, como la elegante marca de un coche extranjero.
En público, la mayoría de los coroneles se reía de Gomes. En privado, creaban alianzas entre sí y buscaban la amistad y protección del Halcón. Incluso los peores coroneles, los que más odiaban a los cangaceiros, de pronto trataban de restablecer los lazos con Antonio. A los coroneles no les gustaba Gomes, debido a sus promesas de derechos para los trabajadores y voto secreto. No creían que el nuevo presidente fuera a conceder efectivamente estas cosas a los habitantes de la caatinga, pero el solo hecho de sacar el tema de tales reformas le daba a Gomes influencia entre la gente común. Los coroneles habían colaborado con gobiernos anteriores, dando los votos del campo a los candidatos a cambio de una casi total autonomía. Gomes no estaba dispuesto a semejantes intercambios; él nunca había tendido la mano a los coroneles y éstos se habían puesto en contra de él en las elecciones, antes de la revolución. Ante la nueva situación, les preocupaba que su antiguo apoyo al Partido Azul se volviera ahora en contra de ellos. O bien Gomes iba a decidir que el campo era demasiado complicado, como habían hecho los otros presidentes, o bien iba a tratar de cambiar las cosas. Si ocurría esto último, los coroneles temían que sus tierras fueran confiscadas. Esperaban a ver qué iba a hacer Gomes. Durante este tiempo, también hicieron planes por si sucedía lo peor. Si tenían que enfrentarse a la pérdida de sus tierras y títulos, los coroneles pelearían, y querían que el Halcón y su pequeño ejército estuvieran de su lado. Los coroneles también armaron a sus vaqueiros, agricultores arrendatarios y pastores de cabras.
– Todos los aldeanos tienen rifle en estos tiempos -decía a menudo Antonio, sacudiendo la cabeza. A él no le gustaba la mayoría de los coroneles y rara vez estaba de acuerdo con ellos, pero en ese momento compartía su preocupación. No quería que el gobierno de Gomes ni ningún otro tomara el control del campo. No creía en las promesas de igualdad de Gomes. Muchos otros políticos habían prometido lo mismo y nunca habían hecho nada. Antonio no veía a Gomes como un presidente, sino como otro tipo de coronel empeñado en adquirir tierras y poder.
Con armas fácilmente accesibles y sin soldados a la vista, creció la población de ladrones en la caatinga. Un coronel le pidió a Antonio que lo ayudara a interceptar a los ladrones de ganado. Un productor de algodón le pidió ayuda para resolver una disputa con su vecino, que había decidido cercar su propiedad. Un mercader le prometió un porcentaje de sus ganancias a cambio del derecho a decir que su negocio estaba bajo la protección del Halcón. Eso bastó para disuadir a los ladrones. El grupo del Halcón era conocido y, como dijo un comerciante, su palabra tenía la fuerza del hierro.
– El hierro se oxida -corrigió Antonio al hombre-. Mi palabra es de oro.
Después de la revolución, aparecieron varios grupos de imitadores de los cangaceiros que afirmaban ser hombres del Halcón.
Secuestraban a los hijos de los coroneles e intimidaban a los pueblos usando la fama de Antonio. También había comerciantes deshonestos que aseguraban estar bajo la protección del Halcón cuando no era así. Durante semanas, Antonio insistió en recorrer todo el estado para descubrir y castigar a esos embusteros. Orejita alentaba esos viajes. Finalmente, en Garanhuns, un pueblo de montaña, Luzia encontró a un fabricante de papel y le encargó seis cajas de blancas y gruesas tarjetas de visita con la letra «H» impresa en ellas. Cuando cerraban un trato, Luzia entregaba una tarjeta de visita a comerciantes y rancheros acompañada de un mensaje escrito con la impecable caligrafía de ella, que confirmaba que su protección era auténtica. Con la tarjeta de visita del Halcón, cualquiera podía atravesar tranquilamente las zonas más peligrosas de la caatinga. Para muchos, las tarjetas se volvieron más valiosas que el dinero.
Cada vez que Antonio castigaba a sus imitadores -los hacía arrodillarse delante de él y les clavaba su puñal en la base del cuello- dejaba una tarjeta de visita junto a los cuerpos caídos. Cuando cortaba las orejas a los ladrones o castigaba a los violadores de la misma manera que los agricultores tratan a los gallos viejos, castrándolos con dos golpes de cuchillo, Antonio dejaba una tarjeta como prueba de su paso. Luzia sabía que esos castigos no eran peores que aquellos que infligían los coroneles. Sabía que no era Antonio quien había enseñado la crueldad a sus hombres, sino las tierras áridas. Lo habían aprendido en sus duras vidas, siempre en el campo. Desde el momento en que habían empezado a andar, se les enseñó a apuñalar, a despellejar, a limpiar y a destripar. Se les enseñó a resolver las disputas por las bravas. Se les enseñó que en la caatinga no existe el ojo por ojo. Nada de venganzas proporcionales, nada de equivalencias. Sólo había que superar, aventajar en la represalia. Una vida por un ojo. Dos vidas por una. Cuatro por dos. Cuando los hombres se hacían cangaceiros ya sabían todo esto. Lo único que Antonio les había enseñado era a dominar su crueldad, a ejercerla de forma controlada. A hacer que fuera útil. Antonio insistía en que las personas a las que ellos atacaban debían haber sido irrespetuosas, o haber humillado a una mujer, o hecho trampa, o mentido, o robado, o cometido tales fechorías que merecieran un castigo. Luzia, al igual que los cangaceiros, tenía una certeza embriagada de la rectitud de Antonio, de su honestidad poderosa y envolvente, como el olor de la caatinga en flor.
Antonio insistía en que sus hombres y él no alquilaban sus servicios; simplemente hacían trabajos para los amigos. A cambio, los amigos les brindaban refugio y obsequios, nunca pagos en moneda. No necesitaban dinero… Sus morrales ya estaban repletos de fajos de billetes de mil reales. Por lo general, los obsequios eran armas de fuego y municiones. Durante la revolución y después de ella, cuando Gomes retenía la mayor parte de las municiones para sus tropas, los envíos al campo se volvieron escasos. Antonio almacenaba todo lo que podía.
Luzia, a su vez, acaparaba periódicos adquiridos en sus robos al Partido Azul. Después de la revolución, el Diario dejó de publicar su sección de sociedad. Sólo había fotografías de Celestino Gomes en el palacio presidencial de Río de Janeiro, donde había establecido su gobierno provisional. Y más adelante aparecieron retratos de los «tenientes», hombres del Partido Verde nombrados para gobernar provisionalmente cada uno de los estados hasta que se redactara una nueva constitución. El capitán Higino Ribeiro se convirtió en el teniente de Pernambuco. Durante semanas, la portada del periódico publicó su fotografía.
Un tiempo después, al poco de acabar el carnaval de 1931, Luzia encontró fotografías de su hermana. El Diario de Pernambuco publicaba instantáneas de ceremonias de inauguraciones, de cenas oficiales y de otros festejos promocionados por el nuevo gobierno. En una de esas fotografías, Emília estaba en el grupo que rodeaba al doctor Otto Niemeyer, un economista extranjero a quien Gomes había invitado a Brasil para crear un plan de progreso económico. En otra foto, Emília aparecía retratada en una cena ofrecida a varios hombres pálidos vestidos de traje, representantes de grupos de empresas extranjeras, petroleras, compañías de electricidad y empresas de caucho. Estos hombres eran el futuro, según decía Gomes. Quería proyectos grandes, visibles, que demostraran que su gobierno estaba trabajando. En cada ceremonia de inauguración o cena de celebración, detrás de los invitados siempre había colgadas pancartas con el lema de Gomes: «¡Urbanizar, modernizar, civilizar!». Emília siempre estaba en los grupos retratados debajo de esos grandes carteles. Tenía el pelo más largo de lo que Luzia recordaba, y su rostro era más delgado. En un artículo, fechado en mayo de 1931, un periodista citaba a Emília. Se había celebrado un congreso de mujeres en Río de Janeiro, donde los delegados de Gomes estaban redactando el borrador de la nueva ley electoral del país. En la versión inicial del documento, el sufragio era concedido sólo a viudas propietarias, y a esposas con el permiso de sus maridos. «Estamos preocupadas -declaraba la señora de Degas Coelho-. Esperamos que esto se cambie. El señor Gomes hizo una promesa, y cuando un hombre hace una promesa a una dama debe cumplirla».
Luzia sonrió cuando leyó esto. Emília todavía creía en el poder del decoro y la cortesía. O fingía creer en ello. Cuando estudió las fotografías de su hermana, notó que la cara de Emília no se correspondía con la bien educada esperanza de sus palabras. La mujer de las fotos rara vez sonreía. Empujaba la barbilla hacia delante. Apretaba los labios en lo que parecía ser una expresión de desafío.
Mientras la señora de Degas Coelho asistía a las ceremonias inaugurales y con visión de futuro de Gomes, Luzia y los cangaceiros celebraban sus propias ofrendas. Antonio entregaba dinero a los pueblos para reparar sus pozos de agua o para restaurar sus capillas. Repartía nuevas herramientas a los granjeros y daba a sus esposas retales de tela. A un sastre ya anciano le dio una maleta llena de billetes para que sus hijos y él pudieran tener su propia sastrería.
El grupo del Halcón adquirió reputación tanto de crueldad como de generosidad. Más hombres querían unirse a ellos. Los nuevos reclutas miraban a Antonio con reverencia y miedo. Luzia sentía lástima por ellos. Pronto iban a sentir los efectos del zumo amargo del xique-xique. Pronto se darían cuenta de que su capitán era un hombre inconstante. A pesar de su éxito después de la revolución, Antonio se volvió irritable. Su cuerpo se debilitó, su ojo se nubló y sus supersticiones aumentaron. El viernes, el día sagrado, no permitía a sus hombres cantar ni jugar al dominó, ni siquiera que hablaran. Luzia no podía tocarlo en ese día. Cada noche, las oraciones de Antonio se hacían más largas y los hombres se movían inquietos sobre sus rodillas. Una vez, Orejita y cuatro nuevos hombres se quejaron por la duración de las oraciones. Antonio puso al subcapitán a realizar el trabajo de basurero durante un mes y le ordenó que realizara la humilde tarea de enterrar los desechos del grupo cada vez que abandonaban el campamento. Después de esto, Antonio dormía poco. Permanecía tendido al lado de Luzia y escuchaba las conversaciones en susurros de los centinelas. Algunas noches esperaba hasta que los cangaceiros se dormían, luego despertaba a Luzia y cambiaba de lugar la ubicación de sus mantas, para que nadie supiera exactamente dónde estaban. El temor de Antonio a ser envenenado también aumentó, y se negaba a comer si Luzia no probaba antes la comida. Si los nuevos reclutas le ponían en cuestión o le decepcionaban, no les permitía rezar con él, que era la forma en la que supuestamente evitarían que sus cuerpos sufrieran daño. Los dejaba sin protección y temerosos. Quedaban sin su aprobación y sin su amor. Para recuperar ambos, hasta Orejita obedecía.
Como contrapartida, Antonio hacía que cada hombre se sintiera importante. Los aconsejaba y los curaba. Les soltaba largos discursos sobre su libertad, su independencia. Luzia permanecía sentada sobre la manta en la oscuridad, y escuchaba impaciente. Sus discursos la frustraban. Su vida no era una vida de libertad, sino que vivían escapando, huyendo de sus viejas vidas, de errores pasados, de los enemigos, de los coroneles, de los soldados o de la sequía. ¿Y para qué servía la libertad por sí misma? ¿Para qué servían aquellas vastas y abiertas tierras áridas que les rasgaban las ropas y les cortaban los rostros? ¿Para qué servía ir de un lado a otro sólo por ir de un lado a otro, sin ninguna causa, sin ningún objetivo, sin ningún futuro a la vista?
Hasta la más pobre y desordenada de las chozas con suelo de tierra y perros merodeando en los rincones tenía cierto orden y sentido de la permanencia en comparación con la vida de Luzia en las tierras áridas. En cada una de esas chozas había un robusto pilar de madera para pisar maíz seco y granos de café para moler. Había ganchos encima de la cocina para curar carne. Había sillas, cunas y hamacas de soga de caroa; objetos todos ellos que pasaban de madres a hijas, cosas que Luzia no podía nunca llevar a través de la maleza. La Costurera poseía bolsos bordados, joyas y una pistola, pero no tenía un hogar.
Al principio, la envidia de Luzia era pequeña, una especie de desazón. Con el tiempo creció. Una sensación de náusea en la boca del estómago aparecía cada vez que entraba en una casa, poniéndola de mal humor para el resto del día. Se avergonzaba de esos celos y nunca hablaba de ellos. Simplemente evitaba las casas. Antonio interpretó su aversión por los espacios cerrados como amor por los espacios abiertos, por las tierras áridas en sí mismas. Y lo aprobaba.
– Tú tienes la mejor casa que puede tener cualquier mujer -le dijo una vez, recogiéndole los cabellos sueltos por detrás de las orejas.
Su casa era vasta. Ríos, y no paredes, dividían sus diversos espacios. En la temporada seca, su techo era tan azul como la cerámica vidriada que se vendía cerca de las orillas del San Francisco. Durante los meses lluviosos su techo se volvía gris, con brillantes estallidos de relámpagos. La cocina de Luzia estaba bien provista de cabras, armadillos, conejos silvestres y palomas rolinha. Su mobiliario era robusto: las rocas pequeñas eran buenos asientos, los árboles juazeiro, siempre verdes, daban muy buena sombra y las formaciones rocosas que se elevaban, redondas y enormes como jorobas de bestias dormidas, eran buenos armarios para guardar municiones y suministros en sus hendiduras, o para enterrarlos junto a ellas.
Éstas eran las cosas que Antonio le susurraba a Luzia cuando estaban solos. Por la mañana, antes de que saliera el sol, la despertaba y la llevaba lejos del campamento. Ella lo seguía en aquella semioscuridad temprana del amanecer. Esperaba a que él limpiara un lugar para los dos en el suelo. Con frecuencia la arena invadía la manta, se les metía en el pelo, recorría su piel. Las hormigas, también. El aire de la mañana era frío. Temblaban y se mantenían uno muy cerca del otro. No podían ser demasiado ruidosos, pues los hombres podrían escucharlos. No podían moverse con demasiada libertad en una dirección u otra, pues los cactus y las ortigas podrían herirles la piel. A veces Luzia temía que hubiera serpientes o jabalíes de largos colmillos. Entonces se abrazaba a Antonio con más fuerza.
El dolor de su primera vez había desaparecido para ser reemplazado por la urgencia, el deseo. Con frecuencia, Antonio iba muy rápido -demasiado rápido- y su cuerpo tomaba el mando muy pronto, su mirada se perdía en la lejanía. Al principio, Luzia se enfadaba con él, porque se iba a algún lugar remoto y la dejaba allí, sobre aquella manta con arena. Luego sentía cómo él se estremecía. La miraba con los ojos muy abiertos. «¡Luzia!», exclamaba con voz urgente e implorante. Luzia sentía un repentino y embriagador orgullo. Este era el hombre al que la gente consideraba un demonio. Era el Halcón, dócil entre sus manos. En ese momento, ella lo poseía. Y como cualquier persona que ha logrado dominar algo salvaje, la joven estaba a la vez encantada y asustada.
Ella nunca iba a admitir su miedo, pero estaba ahí, como la entretela oculta detrás de la tela de la chaqueta de un caballero. La entretela era el elemento áspero e invisible que daba forma a toda la prenda. Con sus hombres, Antonio era un capitán arrogante y temperamental. Cuando entraba en pueblos y ranchos, era, el inmutable Halcón. Con Luzia, era el Antonio apacible, casi sensible, solícito. Era fácil sentir afecto por ese hombre. Sin embargo algunas noches, cuando el suelo debajo de la manta era demasiado áspero o el aire de la noche demasiado frío, o su brazo lisiado le dolía y la mantenía despierta, Luzia observaba la espalda encorvada de Antonio, sus hombros endurecidos y su pelo largo y se preguntaba: «¿Si él, además de Antonio, no fuera también el Halcón, lo amaría yo?».
Su segundo embarazo fue diferente desde el principio. No sintió antojo de naranjas. No hizo que Luzia se sintiera cansada o tuviera náuseas. El feto estaba tranquilo. Era un niño concebido en los meses lluviosos, cuando todo florecía. Por la noche, Luzia creía que notaba cómo se movía en su vientre, como una polilla. Las noches eran frías y húmedas. Luzia se arrebujaba debajo de la manta. Se abrigaba con dos chaquetas. Rezaba a Nuestra Señora del Buen Parto. El niño no podía tener antojo de nada, porque Luzia no le daba la menor oportunidad. Bebía leche de cabra todos los días. Chupaba trozos dulces de melaza. En los pueblos de montaña, devoraba la carnosa y amarilla parte interior del fruto del árbol del pan. Comía todo cuanto encontraba.
A pesar de los esfuerzos de Luzia, el niño la abandonó. A la primera señal de calambres, se detuvieron en la casa de una plantación.
La esposa del granjero le cedió su cama a Luzia. Aplicó paños mojados en la frente de la embarazada. Antonio se paseaba de un lado a otro delante de la puerta. Cuando Luzia finalmente se levantó, vestida con unos pantalones de repuesto, Antonio la estaba esperando.
– Es mejor así. -El Halcón sacudía la cabeza como si ahuyentara otros pensamientos-. Los cangaceiros no deben tener bebés. Son una carga.
Antonio nunca la había golpeado. Nunca le había gritado, ni le había apretado la mano con demasiada fuerza, ni la había empujado. En este sentido, Luzia se dijo que era una esposa afortunada. Sin embargo, sintió que algo se endurecía dentro de ella, como la melaza tibia que se echaba en recipientes de madera y se ponía al fresco de la noche para que se solidificara y convertirla en rapadura.
Después de perder a su segundo niño, bebía infusión de corteza de quixabeira todos los días y tragaba todos los meses un pequeño perdigón de plomo, de los que usan los niños en sus armas de aire comprimido para matar palomas, con el fin de evitar otro embarazo. Empezó a competir con los hombres en los concursos de puntería. Luzia escogió un arma del montón de viejos rifles «panza amarilla» y otras armas que habían robado. A diferencia de los cangaceiros, odiaba las escopetas, con sus gruesos y pesados cañones y sus toscos proyectiles grandes que se dispersaban por todos lados. Los cangaceiros preferían los Winchester, pero también elegían escopetas. Los tiros de estas armas no eran limpios, pero rara vez fallaban.
– Hay que hacer agujeros hondos -aconsejaba Baiano-. Si uno no puede ir muy adentro, entonces cuanto más, mejor. Hacen que la sangre salga y entre el aire.
Al principio, Luzia nunca apuntaba a un blanco humano. En las competiciones de tiro, practicaban sobre los árboles, latas de conserva o de queroseno y botellas vacías. Para estos blancos Luzia prefería la exactitud de una pistola o de un rifle de cañón largo. Copiaba los métodos de los hombres. Se echaba sobre el vientre y apoyaba el arma sobre una roca para mantener el pulso firme. Al anochecer, cuando había demasiada oscuridad para bordar, Luzia se unía al grupo de hombres para limpiar sus armas. Las armas eran algo valioso. A Antonio le enfadaba ver armas oxidadas o sucias, inutilizadas por el descuido de su portador.
– ¡Vosotros recortáis las pezuñas a las cabras! ¡Bañáis a un buen caballo! Entonces, ¿por qué no hacéis lo mismo con vuestras armas? -exclamaba Antonio con frecuencia. Cuando limpiaban las armas, los hombres no hablaban. Sólo se oían los ruidos de los cargadores, el tintineo de las balas y el susurro de los hombres utilizando un trapo o una lata de brillantina. Usaban varillas envueltas en paños suaves para el interior de cada uno de los agujeros de la recámara y los cañones. A Baiano le gustaba engrasar el gatillo con una pequeña cantidad de brillantina.
No pasó mucho tiempo antes de que Luzia ganara todas las competiciones de puntería. Antonio y los hombres -incluido Orejita- elogiaban su precisión. Se maravillaban ante la puntería de Luzia, pero felicitaban siempre al cangaceiro que quedaba en segundo lugar. Los triunfos de Luzia no eran considerados verdaderos, porque nunca había disparado a un hombre. Unos pocos meses después de la revolución, esto cambió. Los cangaceiros regresaron al rancho del coronel Clovis Lucena para tomarse su venganza. Allí, Luzia apuntó a su primer blanco humano. El hijo del coronel, Marcos, se había casado y había dejado a su flamante esposa en la ciudad costera de Salvador; la perfecta puntería de Luzia la dejó viuda.
Después de su primera muerte, disparar se volvió fácil para Luzia. Cuando atacaban la casa de un coronel hostil o cuando sorprendían a un grupo de funcionarios del Partido Azul que huía, Luzia y los demás tiradores primero se escondían en las puertas o detrás de los troncos de los árboles. Al principio, cuando apuntaba con la mira del cañón de su arma, Luzia pensaba que sus disparos iban a provocar en los hombres en los que hiciera blanco una sacudida brusca, un espasmo de sus extremidades. Pero ellos no reaccionaban así. Sólo los disparos poco precisos tenían esos efectos. Si una bala alcanzaba una articulación, o un hueso de la cadera, o rozaba la piel del blanco, volaban hacia atrás y a veces se estremecían o eran presa de convulsiones. Esto era peligroso. Como le gustaba decir a Baiano, incluso después de un disparo mortal un hombre podía vivir diez segundos, y diez segundos eran suficientes como para responder con otro disparo. Así que Luzia sólo quería tiros precisos. Aprendió a apuntar a la cabeza, el cuello y, dado que los órganos vitales estaban más arriba en el cuerpo de lo que ella había imaginado, apuntaba entre las axilas y no más abajo. Dar en el blanco se convirtió en algo placentero. Esto la asustó. De una forma contradictoria, se sentía a la vez bien dispuesta y renuente a seguir disparando, orgullosa y arrepentida, enfadada y asustada.
A principios de 1932, cuando capturaron a los cartógrafos, a pesar de las precauciones que había tomado Luzia, estaba embarazada por tercera vez. Disparar con precisión se volvió aún más importante para ella; de pronto tenía dos vidas que defender en lugar de una. Todos los días esperaba el conocido calambre y la temida expulsión, pero no se produjo. A pesar del calor, de las interminables caminatas y del agua turbia que bebía, el niño seguía allí. Esta presencia hizo comprender a Luzia las implicaciones de algo que Antonio le había dicho una vez: la vida de un cangaceiro era como un globo de fuego, nacido para arder con brillo y morir rápidamente. Tal era la razón por la que los hombres se aferraban a sus colgantes de oro, sus anillos, sus bolsas bordadas y sus prismáticos de bronce, porque en el fondo sabían que esos objetos durarían más que todos ellos. A diferencia de sus pertenencias, el niño de Luzia era un peso viviente. Estaba decidida a que durara más que ella.