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Luzia prefería la compañía del cartógrafo más viejo. Al mediodía, mientras el grupo se amontonaba en las escasas sombras y esperaba a que el sol bajara, la joven desplegó el mapa con el que se había quedado y lo puso delante del topógrafo. Él le enseñó a leerlo. Ella sólo había visto los mapas grandes y coloridos de la escuela del padre Otto; éste era diferente. Estaba dibujado en tinta negra y minuciosamente medido, con signos de más y menos para los niveles del terreno. Luzia le pidió al cartógrafo que le mostrara la ubicación de Taquaritinga, Recife y el Chico Viejo. Algunos de los cangaceiros se apelotonaron alrededor de ellos, intrigados. El cartógrafo más joven fruncía el ceño ante las preguntas de los hombres. Antonio también observaba las lecciones, pero nunca participaba. No le gustaban los mapas. Desconfiaba de todo lo que tuviera que ser escrito en lugar de guardado en la memoria.
Después de capturar a los cartógrafos, habían enviado un telegrama a la redacción del Diario de Pernambuco. Exigían un rescate de doscientos contos, es decir, doscientos millones de reales a cambio de los cartógrafos. Antonio insistió en que había que empezar pidiendo mucho. Dijo que iba a ser como regatear en el mercado semanal. El gobierno de Gomes intentaría que bajaran la cifra. Luzia esperaba no tener que rebajar mucho el precio del rescate. Con esa cantidad, incluso si la recibían íntegra, sólo se podría comprar una propiedad pequeña sobre el río San Francisco. De todas maneras, pensó, poseer legalmente un pequeño terreno era mejor que no tener nada en absoluto.
Antonio le había dictado la exigencia del pago a un tembloroso empleado de telégrafos, que se secaba con un trapo el sudor de los dedos antes de transmitir cada palabra. En el mensaje, Luzia y Antonio no especificaban los detalles del pago del rescate ni las condiciones del intercambio. Primero querían una respuesta del Instituto Nacional de Caminos: si pretendían o no salvar a sus cartógrafos. En el telegrama, exigían que publicaran su respuesta en el Diario. Y por si acaso Luzia y Antonio no podían encontrar el periódico con suficiente celeridad en las tierras áridas, también exigían que los funcionarios del Instituto enviaran telegramas a todas las estaciones más importantes del estado con su respuesta. De esta manera, dijo Antonio alegremente, nadie podría localizar con precisión la ubicación de los cangaceiros y, lo que era más importante, el Instituto de Caminos se vería forzado a acceder. Si decían que no, por el periódico y por los telegramas distribuidos por todas partes, todos iban a saber que no habían tratado de salvar a sus propios hombres. Los cangaceiros obligarían a pagar, por pura vergüenza, al Instituto de Caminos de Gomes.
Mientras Antonio pensaba sólo en la repercusión pública que causaría el secuestro, Luzia cavilaba sobre el próximo telegrama. Todas las noches se acostaba sobre sus mantas llenas de arena y redactaba el mensaje en su cabeza. Si el Instituto de Caminos accedía a sus exigencias, tendrían que tener decidido el punto de intercambio. El gobierno de Gomes perfectamente podía enviar tropas en lugar de dinero, de modo que los cangaceiros tenían que planificar con sumo cuidado el intercambio. No podían caer en una trampa. Luzia pensó en dejar a los cartógrafos en un lugar y recibir el dinero en otro, para tratar de desviar la atención del rescate. Tal vez alguno de sus leales colaboradores, cualquier campesino, podía ser usado para recoger el dinero. Cuando Luzia le contaba sus ideas a Antonio, éste apenas la escuchaba. Quería encontrar los periódicos. Quería ver sus nombres impresos.
Con los cartógrafos a cuestas, el grupo había abandonado la cañada para el ganado para dirigirse al río San Francisco, una abundante fuente de agua. Nadie hablaba de la sequía, como si por el solo hecho de ignorarla ésta dejara de existir. Sólo los coroneles más ricos podían permitirse llevar sus rebaños a las tierras altas -a pueblos como Taquaritinga, Garanhuns o Triunfo-, donde había más agua. Los rancheros más pequeños se veían obligados a soltar a sus animales en las tierras áridas con la esperanza de que las bestias pudieran cuidar de sí mismas. Con el calor seco, las garrapatas se multiplicaban. Infestaban las orejas de las vacas y les cubrían los hocicos como una piel marrón llena de bultos. Los buitres engordaban cada vez más y aumentaban su número. Luzia pudo ver imágenes de santos atadas a los techos de las casas. Las estatuillas permanecían con el rostro al sol. Algunas tenían los ojos vendados. A otras les faltaban las manos o tenían los pies destrozados. La gente devolvería los miembros que faltaban cuando lloviera. Era febrero de 1932, los habitantes iban a conservar sus esperanzas hasta el 19 de marzo. El día de San José era un hito importante. Si llovía el día del santo o antes, todavía se podía sembrar. Si no llovía, no había esperanzas. Los habitantes tendrían que recurrir a sus reservas de alimentos -los que las tenían- y esperar hasta el próximo año. Nadie hablaba de la posibilidad de que, si llegaba una sequía, tampoco lloviera al año siguiente. Pero si sus plegarias para que lloviera eran atendidas, los habitantes de la caatinga desatarían las imágenes de los santos, las repararían y las venerarían otra vez. Sobre el techo de una capilla, Luzia vio al Niño Jesús. Sus brazos y sus piernas habían desaparecido, dejando oscuros huecos en su torso de arcilla.
– No deberían hacer eso -señaló Luzia.
– La gente no sabe hacer otra cosa -replicó Antonio-. Es lo que ellos entienden.
La chica negó con la cabeza.
– La gente entiende las amenazas. Los santos, no.
– En algún momento fueron personas.
– Sí -aceptó Luzia-. Tal vez ésa es la razón por la que no escuchan.
– Sí escuchan. -Antonio se acarició la mejilla con las yemas de los dedos. Lo hizo rápidamente, para que los hombres no lo vieran-. Simplemente no nos dan lo que pedimos. Tienen sus propias razones.
Antonio, como muchos otros habitantes de la zona, creía que había algún motivo que justificara la falta de lluvia. Dios y los santos lo habrían honrado con un mensaje, una advertencia. Antonio creía que la sequía era un presagio: había comenzado después de que Gomes accediera al poder. Las tierras áridas y la gente que habitaba en ellas iban a sufrir bajo el poder de ese hombre. Antonio comenzó a desconfiar cada vez más del presidente.
La comida era escasa, pero los cangaceiros nunca se vieron afectados por ello. Sobre todo pescaban el pez llamado surubí tigre en el río San Francisco. El olor a pescado permanecía mucho tiempo en las manos de Luzia, en la nariz, en la ropa. Odiaba ese pescado lleno de espinas, con su carne blanca e insípida, pero era mejor que la harina de mandioca rancia y la dura carne deshidratada que se vendía en los pueblos. Si el día se daba bien, los hombres cazaban lagartos teu o palomas rolinha. Los cangaceiros estaban acostumbrados a caminar muchas horas con poca comida. Los cartógrafos no. Sus pies pronto se ensangrentaron y se llenaron de llagas. La barba de los hombres crecía descuidada y se enredaba debajo de la barbilla. Parecían santones errantes, sólo que no llevaban los acostumbrados rosarios ni cargaban con pesadas cruces.
Luzia podía dominar su mente para soportar la sequía, pero su cuerpo exigía algo más. La piel de su vientre se estiraba y le resultaba difícil abrocharse los pantalones. Sentía los huesos de la cadera como si estuvieran engrasados y resbaladizos. Se trastabillaba. Tropezaba con los hombres al andar. Se sentía tan torpe e incómoda como una niña que estaba creciendo, con un cuerpo que cambiaba de manera que no comprendía. Se sentía cansada. No era la fatiga acostumbrada de caminar o vivir bajo el caliente sol del desierto, sino algo más profundo. El niño estaba apoderándose de ella, estaba comiéndosela. El estómago le ardía como si tuviera esos parásitos que se meten debajo de la piel de las reses vacunas y las cabras, para luego comérselos desde dentro. Una noche, Ponta Fina le trajo el corazón de una paloma rolinha. Luzia no le había hablado de su estado, pero Ponta lo había adivinado. Conocía la vieja creencia: para predecir el sexo de la criatura, la futura madre pincha un corazón de pollo y lo sostiene sobre un fuego. Si al asarlo el corazón se abre, el bebé será una niña. Si se queda cerrado, será un varón. No tenían un corazón de pollo, pero el de la paloma serviría igual. Luzia puso el corazón diminuto en la punta de su puñal. Lo sostuvo sobre el fuego que habían encendido. Ponta permaneció junto a ella. Cuando sacó el cuchillo de las llamas, el corazón estaba oscuro y prieto, como un puño.
Para mediados de febrero ya habían visitado diez o doce oficinas de telégrafos, pero no había llegado ningún telegrama del Instituto de Caminos. El polvo se levantaba del suelo en nubes de sucio color naranja, cubriendo las ropas de los cangaceiros, desluciendo el brillo del cuero de sus cartucheras y recubriendo el interior de sus bocas, para dejarlas ásperas, resecas. La vista de Antonio empeoraba. En el lado de la cara que tenía la cicatriz, el ojo lagrimeaba y le picaba. No podía quitarse la arena y el polvillo con simples parpadeos. Dado que el agua era demasiado preciosa para ser malgastada, se limpiaba el ojo con un pañuelo. Era inútil, su ojo se volvió oscuro y opaco como las canicas de los niños. Algunas noches, Antonio despertó en estado de pánico, preocupado porque su otro ojo también se estaba nublando. Rezó intensamente a santa Lucía. Finalmente, decidió cruzar el río San Francisco e ir a ver al doctor Eronildes.
El médico, como otros que había cerca de San Francisco, gozaba del lujo del agua. Mientras duraran los abastecimientos de alimentos, los pescadores y los agricultores arrendatarios podían permanecer en sus casas hasta que volviera a llover. A pesar de los beneficios de las aguas de Viejo Chico, la mayoría de los rancheros, y Eronildes también lo era, ya habían abandonado la región. El crash de 1929 y la crisis que le siguió habían sido los primeros golpes recibidos por los agricultores independientes; la sequía los debilitó aún más. La mayoría había abandonado sus granjas, lo que permitió que los coroneles de las cercanías se apoderaran de las tierras. El doctor Eronildes se negó a hacer lo mismo. A pesar de la sequía, se quedó.
Su rancho blanqueado se había desteñido hasta convertirse en una construcción amarillenta y sucia. El sol había desteñido el portón de la entrada hasta dejarlo gris y había hecho que sus maderas se astillaran y se combaran. Eronildes en persona abrió el portón. Las tensiones de la vida en la caatinga habían hecho estragos físicos en el médico. Manchas hechas por el sol salpicaban la piel debajo de los ojos del doctor ranchero. Su barba estaba mal afeitada. Un cinturón de cuerda reemplazaba el de cuero antes usaba. Cuando saludó a Luzia, le temblaban las manos. Ella percibió el olor del alcohol en su aliento.
Inmediatamente reconoció a cada uno de los cangaceiros. Esterilizó unas pequeñas pinzas y arrancó espinas de las dolorosas protuberancias rojas de su piel. Trató las heridas superficiales con algunas preciosas gotas de agua oxigenada y yodo, y advirtió a los hombres que no debían usar cuchillos oxidados. Por lo demás, recetó remedios de hierbas para aliviar la tos o el estreñimiento causado por la pobreza de la dieta. Con sus dedos delgados, inspeccionó los dientes y las encías de los hombres. Algunos estaban flojos y ensangrentados y el doctor Eronildes recomendó a los hombres que comieran cualquier fruta, silvestre o no, que pudieran encontrar. Cuando llegó a los cartógrafos, Eronildes se quedó en silencio. Les limpió los pies con lo que le quedaba de agua oxigenada. Luego echó una solución diluida de ácido carbólico sobre la piel destrozada, lo cual hizo que los cartógrafos respondieran con muecas. El doctor Eronildes le dijo a Ponta Fina que vendara los pies a los rehenes mientras llevaba a Antonio y a Luzia adentro. En su oficina privada, Eronildes le miró los ojos a Antonio.
– El izquierdo está bien -dijo Eronildes-. El otro ojo nunca quedará bien. Tendrás que soportarlo.
Abrió un armario de madera y buscó algo entre lo que allí había. Después de un rato, regresó con una ampolla de vidrio. Tenía una tapa de goma y un gotero para ojos.
– Vas a perder la visión en el ojo derecho -le informó Eronildes-. Pero esto te ayudará con las molestias del polvo. Es una solución para humedecer el ojo.
Antonio revisó la ampolla. Sin pedirle a Luzia que la probara primero, abrió la botella y echó unas gotas en su ojo nublado. Cerró con fuerza los ojos, luego se incorporó. Tenía la mejilla mojada.
– Le estoy muy agradecido -dijo Antonio-. Usted tendrá siempre mi protección.
Eronildes se secó las manos.
– Tengo algo que enseñarles -informó; luego pasó el dedo por el montón de periódicos que había junto a su escritorio. Sacó un Diario de Pernambuco fechado tres semanas antes-. Esto estaba en mi más reciente envío, el último. Ahora el río viene demasiado bajo para permitir navegar a las barcazas.
En la portada había un artículo sobre los cartógrafos. Luzia lo leyó en voz alta.
«Unos cuantos perversos ladrones no le negarán a la gente lo que necesita», habría dicho el teniente Higino Ribeiro, el nuevo líder del estado. Les aseguraba a los lectores que el gobierno enviaría más topógrafos. Iban a construir la carretera Transnordeste. El artículo hablaba de la tarea cumplida por los cartógrafos en beneficio de su país. Habían sido hombres honorables y espléndidos.
Gomes envió una carta desde el palacio presidencial de Río de Janeiro diciendo que los cangaceiros eran un pequeño obstáculo en el camino hacia un futuro más grande: «¡No hay sitio para ellos en el nuevo Brasil!». También se mencionaban las palabras del doctor Duarte Coelho, recientemente nombrado consejero especial del estado para asuntos relacionados con el delito. Ofreció una fuerte recompensa por las cabezas de los cangaceiros: 25 millones de reales por el Halcón y la Costurera. Los funcionarios municipales estaban tratando de definir la mente delictiva para establecer los criterios físicos que usarían para eliminar a futuros delincuentes, para saber cuáles podrían ser rehabilitados y cuáles debían ser condenados a desaparecer.
– Como cabras lisiadas -dijo Luzia-. Como becerras nacidas ciegas o sólo con un pezón. -Tales animales estaban condenados desde el principio, sus destinos establecidos por sus cuerpos y no por sus almas.
– Estamos en primera página; es un éxito -intervino Antonio, no haciendo caso a lo que ella decía.
– No deberías bromear -replicó el doctor Eronildes-. Ese artículo también se puede considerar una nota necrológica para los topógrafos. No pagarán por ellos. No les importan.
– Les importarán -aseguró Antonio-. Haré que les importen.
– ¿Cómo?
Antonio miró a Luzia.
– Nos sacaremos una fotografía todos nosotros. La prueba de que están vivos.
– No lo hagas -aconsejó Eronildes, con voz grave-. Les han puesto precio a vuestras cabezas. Vuestra protección es el anonimato. Si sacáis una fotografía, conocerán vuestras caras. Nunca seréis libres.
– Ya somos libres -replicó Antonio-. Pero si dejamos que esa carretera llegue aquí, no lo seremos. Será como un gigantesco cerco; Gomes lo usará para encerrarnos. Para empujarnos cada vez más hacia la caatinga hasta que ya no quede nada de ella. Y luego nos acorralará para sacrificarnos. Somos hombres, doctor, no ganado vacuno.
Eronildes suspiró. Cogió una botella de whisky White Horse y dos vasos de un estante. El doctor sirvió las bebidas. Cuando Antonio la rechazó, Eronildes rápidamente se bebió ambos vasos.
– Las cosas han cambiado -reflexionó el doctor, secándose la boca.
Antonio asintió con la cabeza.
– El whisky es más abundante que el agua en estos tiempos.
– No es eso lo que quiero decir -replicó Eronildes-. Permanecer aquí, en Bahía, no pondrá fin a los problemas. Bahía, Pernambuco, Paraíba…, todos los estados están unidos ahora bajo Gomes. Ninguno es más seguro que los demás. Si quiere dar un ejemplo de esos topógrafos, la ley tendrá que hacer lo mismo con vosotros.
– Gomes nunca se quejó cuando deteníamos a aquellos prófugos azules -dijo Antonio-. Pero cuando detenemos a sus hombres, pone precio a nuestras cabezas. -Bajó la mirada y jugueteó con el gotero para sus ojos-. Hay algo que quería preguntarle, doctor. ¿Qué es una reliquia?
– ¿Una reliquia? -replicó Eronildes, confundido-. Algo que es viejo. Inútil. Que ha sobrevivido más allá de su tiempo.
Antonio asintió con la cabeza. Sus dedos se apretaron sobre el frasco de gotas; Luzia temió que lo rompiera.
– ¿Por qué lo preguntas? -quiso saber Eronildes.
Antonio miró fijamente el doctor. Sus ojos estaban todavía humedecidos por las gotas; Luzia quería extender la mano y secarle el rostro, pero no se atrevió.
– Nunca molesté a la capital. Nunca llevé a mis hombres más allá de Limoeiro. Dejé tranquila la costa. Nunca me metí en sus asuntos. Ellos deberían mostrar el mismo respeto por mí, por mi territorio.
– No es un asunto de buenos modales, Antonio -explicó Eronildes en voz baja-. Las tierras áridas no son vuestras.
El lado sano de la frente de Antonio se arrugó.
– Los tiempos cambian -continuó Eronildes-. Tenemos que cambiar con ellos.
– ¿ O convertirnos en reliquias?
– Sí.
Antonio se aclaró la garganta como si fuera a escupir. Pero, en lugar de hacerlo, habló:
– Usted es un hijo de la ciudad, doctor. Yo soy un hijo de la caatinga. Y soy un hijo leal.
– ¿Leal a qué? ¿Al viejo estilo? -Eronildes sacudió la cabeza-. Tú quieres que la gente viva bajo el mismo yugo.
– Y usted quiere que ellos se sometan a nuevos yugos.
– La carretera no es un yugo, Antonio.
– La gente estará en contra de ella. Todos se pondrán de mi lado. Me ayudarán porque yo los ayudo. Son leales.
– No -replicó Eronildes-. La gente es inconstante. Convierte en héroe al primer hombre que encuentra hasta que aparece otro mejor. No hay lealtad aquí, Antonio. Sólo hay necesidad. La gente necesita comida. Necesita dinero y seguridad. A quienquiera que le dé más de eso lo considerarán un héroe. La recompensa por tu cabeza borrará toda lealtad.
– ¿Entonces usted es uno de ellos? -preguntó Antonio-. ¿Un hombre de Gomes?
Eronildes levantó sus manos manchadas por el sol, como si quisiera mostrar que estaba desarmado.
– ¿Qué otra cosa se puede ser, eh?
Antonio asintió con la cabeza. Se puso el artículo del periódico debajo del brazo y salió de la habitación con paso majestuoso, olvidando a Luzia. Cuando ella se movió para seguirlo, Eronildes dio la vuelta a su escritorio y la cogió por el codo lisiado. Avergonzado, la soltó rápidamente.
– Puedo pedir unas nuevas lentes para tus gafas -farfulló Eronildes-. Ésas están rayadas.
– Todavía me sirven -dijo Luzia-. Gracias.
– Vosotros…, Antonio no volverá aquí otra vez, ¿verdad? Ésta es la última vez.
Luzia asintió con la cabeza. Antonio recelaba de aquellos a quienes consideraba «hombres de Gomes», incluso si habían sido alguna vez sus amigos. El doctor se retorció las manos.
– Te pregunto esto como médico -susurró Eronildes-. Y como amigo. ¿De cuántos meses estás?
Luzia levantó la vista, sorprendida.
– Es por la cara -explicó Eronildes-. Los semicírculos oscuros debajo de los ojos. Y los pantalones -agregó, haciendo un gesto con la cabeza hacia la cintura de Luzia- apenas te los pueden abotonar.
La mujer sintió que su cara enrojecía. Los hombres -incluso los médicos- no hablan con las mujeres sobre esos asuntos. Sólo las comadronas se ocupan de los problemas femeninos, pero Luzia no tenía ninguna comadrona. No tenía ninguna guía.
– Han pasado tres lunas -respondió-. Desde que… -Sus palabras se detuvieron. No podía completar lo que iba a decir.
– Debes descansar -le aconsejó Eronildes-. Debes comer apropiadamente. Lo perderás si no lo haces.
– No. No éste. Éste se queda.
– ¿Abandonarás el grupo?
Luzia negó con la cabeza, sorprendida de que él siquiera considerara esa posibilidad.
– ¿Cómo criarás a ese niño? -le preguntó Eronildes, indignado. «Ese niño», dijo, como si no fuera de ella.
– Lo criaré como corresponde.
– ¿Dónde?
Ella se tambaleó, luego habló en voz baja:
– En algún sitio cerca del río. Vamos a comprar un terreno con el dinero del rescate.
Eronildes resopló.
– Eres tan terca como él. No pagarán. Y aunque lo hicieran, no serviría de nada. La tierra está muerta. ¡Ninguna plantación de algodón, ni siquiera la mía, aquí junto al río, ha florecido! Y si no llueve este año, ni siquiera la mandioca crecerá. Se morirá de hambre.
– ¿Adonde debo ir, entonces? -balbuceó Luzia, con un tono de voz inexpresivo-. ¿A una ciudad? ¿A la capital? Me moriría de hambre allí también. Nadie quiere contratar a un lisiado. Especialmente a uno con mi barriga.
– Podrías quedarte aquí.
– ¿Como su criada? -Luzia tosió. No dejó que el médico respondiera-. Antonio no me lo permitiría.
– Si te ama, lo hará.
Luzia nunca había escuchado a un hombre pronunciar en voz alta el verbo amar. Emília solía hacerlo, en susurros, antes de dormirse. Pero los hombres, especialmente los hombres de la caatinga, no decían esas cosas. Luzia apartó la cara de la mirada del doctor.
– Me han dicho que eres buena con las armas -dijo Eronildes.
– Sí -respondió Luzia, y su voz sonó demasiado fuerte-. Soy buena disparando.
– ¿Quién te enseñó a disparar?
– Antonio.
– ¿Porqué?
– Para que pueda defenderme yo misma -respondió Luzia, confundida. Sintió una cierta vergüenza por su habilidad para disparar, y estaba enfadada con Eronildes por hacer que se sintiera de esa manera-. Me enseñó porque me iba a ser útil.
– ¿O fue para ayudarse a sí mismo? -insistió el médico-. ¿Para que le fueras útil a él, ahora que su visión está fallando?
El corazón de Luzia latió desenfrenadamente. Era una imprudencia que le dijera a ella esas cosas. ¿Acaso no veía la Parabellum en su pistolera al hombro? ¿Eronildes no sabía de lo que ella era capaz? Las yemas de los dedos de Luzia rozaron la empuñadura de su arma.
– ¿Ahora estás pensando en dispararme? -preguntó Eronildes, con expresión triste-. Eso sería más fácil, ¿no? En lugar de escucharme. Ya lo ves, en cuanto uno recurre una vez a la violencia como solución, ya se siente tentado a hacerlo otra, y otra más. Hasta que un día, Luzia, ya no podrás decidir si usarla o no. Lo harás de manera automática y no podrás contenerte. ¿Cómo vas a criar a otro ser humano, cuando no puedes controlarte tú misma? ¿Qué le enseñará a este hijo suyo?
Luzia sintió que el pecho se le encogía y le cortaba el aliento.
– Usted nunca ha tenido que disparar -le dijo ella-. No sabe nada de eso.
Eronildes asintió con la cabeza.
– Eso es verdad. Pero sé de medicina. Sé lo que significa estar embarazada. Y tú sabes que no se espera que llueva. Sabes que tu marido atacará la carretera que planea construir el gobierno. No le dará paz. El país está cambiando, Luzia. Las regiones más remotas formarán parte del país, le guste a él o no. Si ese niño tiene suerte, morirá el día que nazca.
– ¿Me está echando una maldición? -preguntó Luzia.
– No creo en las maldiciones -respondió Eronildes-. Si tu hijo muere, no le eches la culpa a una maldición. Échate la culpa a ti misma.
Luzia abandonó el consultorio. Atravesó rápidamente los oscuros pasillos de la casa de Eronildes hasta que llegó a la puerta de la cocina. Fuera, desapareció entre la maleza, donde los cangaceiros habían levantado el campamento.