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A ella nunca le gustaron las fotografías. Nunca le gustó la manera en que las personas salían en ellas: los cuerpos rígidos, las caras congeladas, los ojos oscuros dentro de las órbitas como dos hoyos sin alma. Las pinturas, por lo menos, estaban hechas por manos de seres humanos. Y las canciones, como las que cantaban aquellos artistas ambulantes acompañándose con sus pequeñas guitarras, contaban historias. Las fotografías provenían del interior de una caja negra, producto de una creación misteriosa y sin dioses. No contaban historias. No se sabía qué había ocurrido antes de que se sacara la fotografía o qué iba a suceder después. Sólo se podía adivinarlo, y Luzia odiaba la adivinación. Prefería la precisión. Un centímetro era la diferencia entre unos pantalones que resultaban cómodos y otros que quedaban mal. Entre un bordado perfecto y otro desastroso. Entre un tiro en el corazón y otro en un pulmón, o en un músculo, o en un hueso.
Después de unas pocas semanas de marcha cerca del río San Francisco, encontraron un pueblo de dimensiones decentes, que tenía una capilla, un activo mercado y un fotógrafo. Luzia vaciló ante la idea de hacerse un retrato.
– Conocerán tu cara -señaló-. Conocerán la mía.
– Eso es lo que quiero -replicó Antonio.
Cuarenta cangaceiros se alinearon en tres filas. Los nuevos reclutas se inclinaron sobre una rodilla, con sus sandalias de cuero bien abrillantadas, las alas de sus sombreros recién dobladas y sostenidas hacia arriba en forma de media luna. La segunda fila estaba formada por hombres en cuclillas, apoyados en el suelo sobre sus rifles. En la tercera fila estaban de pie. La integraban los miembros más antiguos del grupo: Baiano, Canjica, Inteligente, Orejita, Zalamero, Medialuna, Cajú, Sabia, Ponta Fina. Los anillos brillaban en sus dedos oscuros. Ajustaron las bufandas de seda en sus cuellos y torcieron sus morrales hacia delante para mostrar a la cámara los bordados de Luzia. Todos estaban cubiertos con los dibujos de ella, el de Antonio sobre todo. Llevaban los puñales metidos en ángulo en las cinturas de los pantalones, de modo que las asas de los cuchillos sobresalían por encima de sus grandes cartucheras. Delante de los cangaceiros arrodillados se colocaron los dos cartógrafos. Estaban sentados en el suelo, con las piernas cruzadas y las manos atadas a la espalda. Las vendas que Eronildes les había puesto en los pies estaban manchadas y rotas.
Luzia estaba en el centro de la tercera fila, al lado de Antonio. Al igual que los hombres, no sonreía. Había mascado corteza de juá de manera obsesiva, pero sus dientes todavía seguían enfermos. Después de dejar el rancho de Eronildes, uno de sus dientes superiores había empezado a dolerle. Cuando pasaba la lengua por él, notaba sabor a podrido, como a leche acida. Empezó a tener mal aliento. Durante sus viajes, habían encontrado a un vaqueiro que tenía pinzas para dientes. El hombre le había hecho beber a Luzia una taza de licor de caña de azúcar y luego, mientras Antonio le sujetaba los brazos, le arrancó el diente podrido. En ese momento le dolía otro diente. A causa del niño, había cambiado su sombrero por un frasco de melaza pura. Odiaba su sabor tan dulce, pero todos los días se ponía una cucharada de ese jarabe en la boca. Había tenido antojo de tierra otra vez y hasta llegó a ponerse un polvoriento trozo de arcilla de la orilla del río en la boca, pero de inmediato lo escupió. Era peligroso. La tierra contenía gusanos invisibles que podían apoderarse de su vientre y devorar la comida de su hijo. El consumo constante de melaza le estropeó los dientes, pero disminuyó sus antojos. Le daba la energía necesaria para levantarse y salir de su manta todas las mañanas y caminar junto a Antonio.
El fotógrafo a quien Antonio había contratado era asustadizo y desorbitado, como los mocos, esos roedores que vivían en las rocas y que a los cangaceiros les gustaba cazar. No se parecía en nada al hombre impaciente y presumido que había fotografiado a Luzia y Emília para su primera comunión. La joven recordó la vergüenza que había sentido cuando le cubrió el brazo lisiado con una tela que sacó de un recipiente lleno de adornos y complementos. Cuando el flash lanzó su destello, Luzia se movió sólo para fastidiarle. Emília nunca la perdonó por arruinar esa fotografía.
El fotógrafo de Antonio no se atrevió a esconder el brazo lisiado de Luzia. Si ella se movía, parpadeaba o hacía cualquier cosa que normalmente hubiera que corregir, sacaría otra fotografía sin protestar. Esta vez Luzia no tuvo que llevar guantes ni un traje de comunión almidonado. En cambio llevaba puesto un vestido de lona diseñado por ella misma. Estaba sólo en el cuarto mes de gestación, pero los pantalones ya le apretaban demasiado. Después de abandonar el rancho del doctor Eronildes, Luzia había cortado la tela que éste le había regalado y confeccionado con ella un vestido. Era cómodo y amplio, para ocultar su vientre en los meses que se avecinaban. Le había hecho muchos bolsillos en la parte delantera de la falda, de modo que no iba a echar de menos el lado práctico de los pantalones. Había guardado una cinta de raso robada en su día a una mujer del Partido Azul. Luzia la usó como adorno de las costuras del vestido. Bordó puntos blancos y rojos a lo largo de los puños y un dibujo en forma de «V» sobre el pecho. A pesar del calor, también llevaba medias gruesas y polainas de cuero.
Delante de ella, el fotógrafo se escondió debajo de la lona protectora de su cámara. El polvo y el sol habían hecho que la tela antes negra se volviera gris. La gente se amontonaba detrás de él. Los habitantes del pueblo se abanicaban la cara. Incluso bien avanzada la tarde, el sol no cedía apenas. Era el 19 de marzo -el día de San José- y no había llovido todavía. Aunque el día no había terminado, la gente ya rezaba a san Pedro con la esperanza de convencerlo de que enviara agua. Varias mujeres piadosas se arrodillaron alrededor del fotógrafo de Antonio para continuar con sus oraciones y, al mismo tiempo, poder ver al Halcón y a la Costurera.
«Chove-chuva, chove-chuva, chove-chuva-canturreabanlas mujeres-. Ten piedad de nosotros, María, madre adorada. De nuestros lamentos y de nuestros dolores. De nuestro orgullo y nuestra terquedad. Moriremos todos de sed porque somos pecadores. Pero te pedimos, Madre Santa de la tierra y del mar, que nos des agua. Concédenos esta gracia para que podamos amarte todavía más».
El fotógrafo levantó su lámpara dispuesto a disparar el fogonazo. El sol de la tarde era tan brillante que ellos no podían mirarlo directamente. Antonio no quería ojos cerrados en su retrato. El fotógrafo los colocó en un ángulo adecuado para que pudieran mantenerlos abiertos. Le aseguró al jefe de los bandidos que sus caras serían claramente visibles; el fogonazo de la cámara eliminaría cualquier sombra. Cuando las fotografías estuvieran reveladas, el fotógrafo prometió llevarlas a Recife personalmente. Antonio le dio dinero para un billete de tren y le dijo al hombre que podía vender las fotos por la suma que quisiera y que se guardara todas las ganancias, siempre y cuando fueran publicadas en los periódicos.
El fotógrafo empezó a echar la cuenta atrás. Luzia se alisó el vestido. Se enderezó las gafas. Junto a ella, Antonio cambió de posición. Para la fotografía había embutido los pies en un par de botas de cuero de caña alta que habían sido de los cartógrafos. Las abrió por el lateral, pero todavía eran demasiado estrechas para él. Tenía que moverse constantemente para no sentir hormigueo en los pies. Pasaron varios segundos antes de que el obturador de la cámara soltara su clic. A Luzia le lloraron un poco los ojos. Podía percibir la ansiedad de los cangaceiros, y también la suya propia. Le ardía el pecho, como si albergara una respiración retenida demasiado tiempo. De pronto se oyó una pequeña explosión. Estalló el brillante chispazo, dejando olor a humo y a magnesio y un silencio de ultratumba durante un instante, que pareció un rato largo, de no saber cuándo moverse o si debían hacerlo.
El fotógrafo apareció desde debajo de su velo gris. Los cangaceiros lo aclamaron. Antes de separarse, se reunieron alrededor de Luzia con las manos extendidas.
– Bendígame, madre -decía cada hombre.
– Estás bendecido -respondía ella.
Los hombres le pedían la bendición a Luzia cada vez que salían a recorrer un pueblo o a atacar la casa de un coronel desleal, o cuando se separaban en la cañada del ganado a la espera de viajeros. Los miembros más viejos del grupo le agarraban los dedos y la llamaban madre, como si Luzia fuera la sustituta de las madres a quienes habían dejado hacía mucho tiempo. Orejita y Medialuna, que todavía desconfiaban de su presencia, recibían sus bendiciones sin demasiado entusiasmo, y sólo para complacer al Halcón. Los miembros más recientes del grupo bajaban los ojos y susurraban como pretendientes avergonzados:
– Bendígame, madre.
En las últimas semanas, los hombres se habían vuelto más fervorosos en su reverencia. Después de cambiar el sombrero por la melaza, Antonio le dio a Luzia un chal de lino largo que llevaba sobre la cabeza para protegerse del sol. El chal y el vientre que crecía habían afectado a los hombres. Besaban los bordes sucios de la tela, ponían pequeñas ofrendas de comida a los pies de Luzia y discutían acerca de quién iba a llevar su máquina de coser. Anteriormente, Antonio había convencido a sus hombres de que la presencia de Luzia los protegía del daño, pero hasta él mismo se sorprendió por la profundidad con que éstos la reverenciaban. También estaba orgulloso. Luzia apreciaba el respeto de los hombres, pero desconfiaba de él. Recordaba las imágenes mutiladas de los santos atadas a los techos de las casas donde vivía la gente, en castigo por sus pobres servicios. La devoción era siempre condicional. Luzia percibía que la adoración de los cangaceiros dependía de la suerte que tuvieran; la querrían hasta que la buena suerte se acabara.
Mientras los hombres recibían sus bendiciones, el fotógrafo puso un telón de fondo con una lona descolorida. Delante de éste colocó un taburete y dos soportes de hierro para el cuello. Los so portes eran verticales, como percheros, sólo que la altura graduable y llevaban semicírculos de metal fijos en el extremo más alto.
– No quiero esas cosas -gritó Antonio-. Son para cadáveres.
Sobresaltado, el fotógrafo desmontó los soportes de hierro rápidamente. Antonio bajó la vista hacia los cartógrafos.
– Y ustedes, señores, quédense quietos. Quiero que la capital vea que están vivos y en buen estado.
El secuestrado más viejo asintió con la cabeza. Su rostro había enflaquecido, lo que había dejado su piel floja y sus mejillas huecas. El más joven mantuvo tercamente la mirada hacia delante, ignorando a Antonio.
– Quite ese taburete también -ordenó Antonio.
El fotógrafo se rascó la cabeza.
– Perdóneme, capitán, pero ¿la señora no debería estar sentada?
– No. Estará de pie. ¿Verdad, mi Santa?
Luzia asintió con la cabeza. Rápidamente recordó que estaba del lado de su ojo malo y miró hacia él.
– Sí -dijo-. Por supuesto.
El fotógrafo se llevó el taburete. Los cartógrafos se sentaron delante del telón de fondo de lona, y Antonio se colocó detrás de ellos. Luzia ocupó su lugar, al lado de su marido. Antonio volvió su ojo bueno para mirarla. Le enderezó las gafas, luego extendió la mano por detrás del cuello y movió la trenza hacia delante. Era gruesa y pesada. Le llegaba casi hasta las caderas. Luzia había roto su promesa de infancia a san Expedito; al cumplir 18 años no se había cortado el pelo para dejarlo en el altar del santo, como le había aconsejado que hiciera la tía Sofía. Con promesa o sin promesa, Antonio no quería ni oír hablar de un posible corte de pelo al estilo de la moda triunfante entre las mujeres de la capital. Se llevó la trenza de Luzia a la boca V la besó. Una vez más, el fotógrafo se agachó por debajo de su velo gris y aprestó la lámpara para disparar su fogonazo. A Luzia le dolía la espalda. Lamentó que Antonio no les hubiera dejado usar la varilla de hierro para reposar la barbilla y mantener el cuerpo derecho.
Como si adivinara sus pensamientos, Antonio dijo:
– Bien erguida, mi Santa.
De nuevo se iluminó la lámpara con su deslumbrante fogonazo. Durante varios minutos, Luzia todavía siguió viendo puntos luminosos. Incluso cuando cerró los ojos, flotaban en la oscuridad detrás de los párpados, como si hubieran quedado atrapados allí.
En lugar de desmontar el trípode y el telón de fondo, el fotógrafo colocó otra placa en la cámara. Detrás de él, Baiano, Zalamero y Ponta Fina hablaban con las mujeres que estaban rezando y se las llevaban con suavidad fuera de allí, hacia la capilla del pueblo. Encima de ellos, el sol era una esfera de color naranja, como la yema de un huevo gigantesco. Los cartógrafos se movieron, muertos de calor bajo sus cálidas ropas andrajosas. Luzia observó al fotógrafo mientras volvía a preparar la cámara.
– No hay color en tu cara -señaló Antonio, cogiéndole el codo doblado-. ¿No has comido?
– Estoy harta de esa basura de harina -respondió ella-. Está rancia.
No era el sabor ácido de la mandioca lo que la descomponía, sino su textura, pastosa y correosa. Se le revolvía el estómago cada vez que los hombres la espolvoreaban sobre los frijoles.
– Trataré de conseguir harina de maíz para ti -prometió Antonio mientras la agarraba del brazo para apartarla del sol-. Debes comer un poco de melaza dura. Eso te dará energía.
– No malgastes comida -respondió Luzia-. Estoy bien. Son las lámparas del fotógrafo, eso es todo. Me hacen daño en los ojos.
– Habrá valido la pena -le aseguró-. Ahora nos verán. ¡Publicarán cosas nuestras y sabrán de nosotros en la capital! Verán que no somos unos vagabundos.
– Sí. -Luzia asintió con la cabeza-. Conseguiremos nuestro rescate.
El lado sin cicatrices de Antonio tembló. Se secó el ojo húmedo.
– Ve a sentarte a la capilla, mi Santa. Reúnete con las mujeres que están rezando sus novenas.
Luzia negó con la cabeza.
– Va a sacar otra fotografía. Le he visto reemplazar la placa.
– No te quiero aquí para esa fotografía.
– ¿Por qué no? -preguntó ella, repentinamente enfadada. ¿Acaso eso del rescate no había sido idea suya? ¿No había escrito ella el telegrama?
– No debes ver sangre -respondió Antonio.
Luzia se puso tensa. Una mujer embarazada no debía ver la muerte. No podía cruzar agua en movimiento. No podía tocar la piel escamosa de una lagartija ni jugar con gatos o perros, por temor a que su niño se pareciera a esos animales. No podía poner objetos sobre su vientre, porque dejarían una marca en la cara del bebé. Llevar una llave colgada del cuello sería la causa de que la criatura tuviese un labio leporino. Ver un eclipse podía teñir la piel del niño, produciéndole manchas o volviéndolo negro. Luzia había escuchado todas esas advertencias. No se creía ninguna de ellas.
– ¿Qué sangre? -insistió Luzia.
– La de esos cartógrafos -explicó Antonio-. Hoy es su último día.
Luzia sintió una opresión conocida en el pecho; era el temor que experimentaba cada vez que disparaba, temerosa de fallar y a la vez temerosa de dar en el blanco.
– No hemos conseguido nuestro rescate -señaló ella.
Antonio hizo un chasquido de disgusto con la lengua.
– ¿Tú crees que van a pagar? El doctor tenía razón. La capital los va a reemplazar. Tenemos que enviar un mensaje. Si no, pensarán que nos tienen dominados. -Posó sus manos en los hombros de ella-. Nunca esperé conseguir dinero. Hice esto para mostrarle a Gomes que podía, que podíamos. Quieren cabezas y las tendrán.
Luzia miró a los cartógrafos. El más joven le devolvió una mirada concentrada, tratando de comprender por qué discutían. El más viejo se secó la frente. Mientras le había enseñado a interpretar los mapas, él se había comportado con seriedad y su voz era suave. Le había explicado la trayectoria propuesta para la carretera, sin hacer que Luzia se sintiera carente de educación o tonta. A cambio de su generosidad, Luzia le había hablado de la petición de rescate. Ella le había aconsejado que fuera respetuoso y paciente, que de esa manera iba a sobrevivir.
– No han hecho nada malo -observó ella-. El viejo nunca te ha insultado.
– El hecho de medir el terreno ya es un insulto para mí.
– ¿Por qué?
Antonio sacudió la cabeza.
– Los hombres como Eronildes piensan que podemos invitar al diablo a sentarse a nuestra mesa. Creen que comerá lo que se le sirva para luego agradecérnoslo amablemente. Yo sé que no es así. Gomes primero quiere una carretera, después querrá dos, más tarde tres. Luego querrá las tierras que hay alrededor de las nuevas rutas, luego las tierras adyacentes a éstas. No le permitiré llegar tan lejos. No dejaré que ese diablo cruce mi puerta.
– Tú no tienes ninguna puerta -señaló Luzia con voz serena-. No hay nada que sea nuestro.
Antonio cerró los ojos. El ojo nublado tardó más tiempo en cerrarse; la miró acusadoramente durante unos segundos después de que el ojo sano desapareciera detrás del párpado.
– Tenemos nuestros nombres -dijo Antonio-. Tenemos las historias que la gente cuenta. Con estos retratos, tendremos caras. Causaremos una fuerte impresión. Eso vale más que una casa o una puerta.
– Debemos dejar que se vayan -sugirió Luzia.
Antonio abrió los ojos. Apretó con fuerza los hombros de ella. Sus pulgares se hundieron por encima de la clavícula.
– ¿Crees que esos cartógrafos te respetarían si no tuvieras un arma? ¿Si no fueras la Costurera?
Luzia negó con la cabeza. La mucosidad se espesó en su garganta.
– Mi Santa -dijo, aflojando la mano que la sujetaba-, esta vida que llevamos no es de quita y pon. No puedes ponértela un día y quitártela al día siguiente. Incluso si tuviéramos tierras, la gente no diría que somos rancheros. Seguiríamos siendo cangaceiros. Peor todavía, seríamos cangaceiros camuflados de otra cosa. Gomes seguiría queriendo nuestras cabezas. Siempre habrá algún coronel que querrá luchar contra nosotros si no puede pisarnos el cuello, y algún otro coronel que nos reconocerá como amigos y nos invitará a comer a su mesa para luego odiarnos por estar ahí. No hay escapatoria para nosotros.
– No estoy preocupada por nosotros -precisó Luzia.
Antonio puso una mano sobre el vientre de su mujer.
– Nacerá. Tienes mi palabra.
– ¿Y después?
– ¿Recuerdas lo que decía el coronel Clovis acerca de sus cabras? Si quería atrapar a la madre, se quedaba con su cabrito.
Luzia se sintió mareada. Se inclinó ligeramente hacia delante, apretando la mano de Antonio. Él la sostuvo.
– La gente siempre se aprovecha de las debilidades -continuó Antonio-. No podemos conservarlo con nosotros. Se lo confiaremos a un amigo…, a aquel sacerdote, el que estaba en Taquaritinga y del que siempre hablas.
– Pronto mi vientre crecerá más -argumentó Luzia-. No podré seguir el ritmo. Ni pelear.
– Podrás hacerlo -aseguró Antonio, poniendo una mano alrededor de su cuello. Tiró de ella suavemente hasta que pudieron mirarse a los ojos-. Lo harás por mí. Necesito tus ojos, mi Santa. Necesito tu puntería.
Le acarició el cuello. Luzia fijó la vista en el centro vidrioso de su ojo enfermo. Tenía un matiz azul y lanzó destellos con la luz del sol, como un charco de agua redondo. ¿Qué veía él con ese ojo? ¿Cómo se vería el mundo a través de semejante lente nublada? ¿Sería un mundo lleno de sombras? ¿Todos los bordes afilados se volverían borrosos de modo que él no pudiera distinguir lo que era peligroso y lo que no lo era, y por eso todo le parecería un misterio y una amenaza? Luzia se compadeció de él, aun cuando ya había escuchado antes a Antonio persuadir a sus hombres de esa manera. Usaba sus defectos para hacer que los demás se sintieran esenciales. Inspiraba lealtad mostrando sus limitaciones, y miedo venciéndolas. Luzia se indignó por su propia susceptibilidad y por la perspicacia de Antonio. Tenía razón, en las tierras áridas hasta los animales aprovechaban las debilidades. El cariño mismo era un defecto; Antonio le había enseñado eso también. Debido a esto, su hijo estaría siempre en peligro. Iba a estar mejor en cualquier otro lugar, lejos de Luzia y de la vida que ella había elegido. Esto era lo que la enfadaba más: había sido su propia elección. Había dejado atrás a Gramola y, en lugar de liberarse, había cambiado ese nombre por uno nuevo. Había elegido convertirse en la Costurera sin comprender a todo lo que se había visto obligada a renunciar. Cosas que ella no había valorado antes -una casa, una vida familiar estable- estaban ya fuera de su alcance. Luzia apartó el cuello de la mano de Antonio.
– Construirán esa carretera -afirmó ella.
Antonio parpadeó.
– ¿Crees que me derrotarán?
Si no respondía lo que él esperaba, le haría daño. Luzia lo sabía, pero no podía evitarlo.
– Sí -respondió.
Antonio se alejó. Llamó a Orejita para que se pusiera junto a él delante de la cámara. Le ordenó al fotógrafo que se preparara para sacar la foto, para levantar la lámpara. Antonio agarró los cuellos de los topógrafos y les hizo abandonar su posición con las piernas cruzadas en el suelo. Les dijo que se arrodillaran, que inclinaran sus cabezas y rezaran. Orejita desenvainó un machete. Antonio cogió el de Ponta Fina. Luzia se volvió, pero aunque podía desviar los ojos no podía cerrar los oídos. Las hojas silbaron al bajar con fuerza. Cuando los machetes golpearon, ella escuchó ruidos sordos, pesados, como dos calabazas llenas de agua que caían sobre la tierra. El fogonazo brilló y humeó.