38619.fb2
Un grupo de mujeres se congregaba en la puerta de la clase de costura. Emília se abrió paso a empujones. Luzia la contuvo. Su acompañante había desaparecido en las calles polvorientas de Vertentes, para ir a hacer recados para el coronel.
– Faltemos a clase hoy -dijo Luzia-. Vamos a explorar. Jamás se dará cuenta.
Emília sacudió la cabeza:
– No perderé ni una clase.
– ¿A ti qué te importan las clases? -preguntó Luzia, soltando su brazo-. Sólo quieres ver a tu profesor. No puedo creer que te guste.
Luzia dio una patada a una piedra con la punta de su sandalia. Sus pies eran largos y delgados, lo suficientemente delgados como para que entraran en los zapatos de doña Conceição sin que le apretaran.
– Es educado -dijo Emília.
– Es un afeminado -replicó Luzia-. ¡Y las manos! -Se retorció histriónicamente-. ¡Son como la piel de un sapo!
– Son las manos de un caballero -dijo Emília-. Tú puedes casarte con un bruto con dedos como papel de lija, pero yo no.
Luzia señaló el edificio de la Singer.
– Si se muestra atrevido contigo, lo pincharé con mi aguja.
– Hazlo -dijo Emília, con las mejillas rojas- y arrojaré tus santos al excusado.
Se apartó de su hermana y atravesó la muchedumbre agolpada en la puerta de la clase. Emília siempre había admirado las manos del profesor Celio. No creía que fueran húmedas y frías como la piel de un sapo. No estaban marcadas con cicatrices ni eran ásperas por los callos, y a menudo había imaginado lo que sería sentir esas suaves manos sobre su rostro, sobre su cuello. Emília se calmó y se arregló el vestido. Era su mejor prenda, copiada de un patrón de Fon Fon. Tenía la cintura baja y una falda tubular pensada para llegar a media pierna, pero tía Sofía jamás lo hubiera permitido. Emília cortó la falda del largo de la pantorrilla. Ella y Luzia tenían tres vestidos cada una: un vestido de andar por casa de lienzo ordinario y dos vestidos para salir, de madras y algodón resistentes. Emília rogaba a tía Sofía que le diera un corte de crepé o lino de baja calidad, pero ésta se negaba rotundamente. Cuando tía Sofía tenía la edad de Emília, ella y su hermana mayor no podían ir al pueblo juntas. Una de ellas debía permanecer encerrada en la casa con su hermano bebé, porque sólo tenían un vestido y un par de zapatos para compartir entre las dos.
– Y ese vestido estaba hecho de retazos -decía riendo tía Sofía, pero a Emília la historia jamás le hacía gracia.
Cuando las puertas se abrieron, Emília entró en la calurosa clase y se sentó en su puesto habitual, la máquina 16. -Luzia se sentaba frente a ella, en la 17-. El profesor Celio no las saludó. Examinó cada puesto minuciosamente, mientras arrancaba hilos sueltos y enderezaba sillas. Un mechón de pelo cayó sobre sus ojos. Extrajo un peine de metal del bolsillo interior de la chaqueta y lo peinó hacia atrás. Cuando llegó al puesto de Emília, pasó un trapo por su Singer y le sonrió. Emília sintió que le ardía el rostro. Le entró una risa tonta y se tapó la boca para reprimirla. A su lado, Luzia suspiró ruidosamente y hurgó en su costurero.
El profesor Celio sabía cómo desmontar las máquinas de coser y cómo armarlas de nuevo. Sabía leer y escribir y hablaba con un deje de Sao Paulo que no guardaba ningún parecido con su acento del noreste. No cortaba los finales de las palabras, permitía que la «o» y la «s» se quedaran sobre la lengua, saboreándolas, antes de lanzarlas al mundo. Durante las clases, se sentaba detrás de su escritorio y leía mientras las mujeres cosían. No le inmutaba el repiqueteo de las máquinas. De cuando en cuando paseaba entre los puestos y ayudaba a las mujeres con su trabajo, enseñándoles cómo ajustar los pedales, cómo acomodar linos finos debajo de la aguja de coser sin rasgarlos, cómo evitar que el hilo se enredara mientras descendía hacia la base de la máquina. Ayudaba a todas las mujeres, especialmente a Luzia, que se cruzaba de brazos y apartaba la silla de la máquina mientras el profesor Celio le daba sus consejos.
La habitación estaba caldeada. La pierna de Emília se entumeció de tanto accionar el pedal de la máquina. Luzia revolvió las bobinas que se hallaban en la base de su máquina. Se inclinó sobre la Singer formando un ángulo extraño, usando su brazo gramola para mantener la tela tensa y el brazo bueno para moverla lentamente bajo la aguja. Con el pie daba pequeños golpes sobre el pedal de hierro. Sus rodillas chocaban contra la parte inferior de la mesa de coser. A Emília le gustaba observar a Luzia cuando pensaba que nadie la estaba mirando. No le gustaba ver a su hermana forcejear; le gustaban los momentos en que cesaba el forcejeo, cuando Luzia hallaba una manera hábil de acomodar el brazo o mover el cuerpo para realizar su tarea. Entonces el rostro de Luzia se transformaba, suavizándose, revelando un atisbo de feminidad, una ruptura de su feroz orgullo. Una vez, Emília la había sorprendido bailando sola en su habitación. Luzia había extendido los brazos, con el gramola -que estaba torcido de forma permanente- sobre el hombro de una pareja imaginaria y el derecho agarrándole la supuesta mano. El brazo bueno había caído pesadamente y sus caderas se habían movido tan extrañamente que Emília no pudo contener la risa. Luzia, al verla, se detuvo y salió furiosa de la habitación. Emília no se había reído con malicia, sino de alegría. Siempre había deseado tener una hermana normal, a la que le gustaran los vestidos elegantes y las revistas, el maquillaje y el baile. Una hermana que quisiera marcharse de Taquaritinga tanto como lo deseaba la propia Emília. Ver a Luzia bailar torpemente frente al espejo confirmaba lo que Emília siempre había deseado que ocurriera: que más allá del brazo rígido y la mirada seria, Luzia era una niña normal, después de todo.
Emília dejó de pedalear y sacó un envoltorio de tela de su bolso de costura. La tarjeta perfumada estaba cuidadosamente metida entre sus pliegues. El profesor Celio se inclinó sobre su hombro y metió la tela nueva en la máquina. Estaban aprendiendo a coser bordes dentados, y el éxito de la tarea dependía de que se colocase la tela correctamente. Emília comenzó a pedalear. Celio la ayudó a llevar la tela de adelante atrás, debajo de la aguja. Por un breve instante, sus manos se tocaron. Emília agarró sus dedos fríos y deslizó la tarjeta. Luego el profesor Celio se alejó de su máquina, tosió y se metió el mensaje en el bolsillo del traje.
El corazón de Emília latía locamente. Aminoró la velocidad del pedaleo y apretó las manos contra sus mejillas, para templarlas. Cuando levantó los ojos, Luzia la estaba mirando con ferocidad. Su boca era una línea blanca y delgada. Emília, a su vez, la observó fijamente. No apartaría la mirada. No se dejaría intimidar. Cada vez que triunfaba, cada vez que robaba un pedazo de encaje del armario de costura de doña Conceição para guardarlo como recuerdo, o compraba una botella de perfume, o usaba sus zapatos de tacón, o escribía sus tarjetas, se enfrentaba con aquella mirada. Desde que eran niñas, desde que Luzia se había caído de aquel árbol y había quedado tullida, sentía que tenía el derecho de juzgar a Emília, de arruinar su felicidad antes siquiera de que hubiera comenzado.