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Al día siguiente ocuparon la casa abandonada de un coronel. Antonio, Luzia y los cangaceiros se detenían con frecuencia en los ranchos de algunos coroneles comprensivos, sólo para encontrar que las casas principales estaban cerradas. Habían ordenado a los vaqueiros, criadas y agricultores arrendatarios que se quedaran y protegieran los ranchos, y ellos obedecían por miedo a perder su trabajo. Aquellos hombres y mujeres no ofrecían resistencia cuando Antonio abría las casas abandonadas de los coroneles. Los cangaceiros buscaban comida, periódicos, armas, munición, cualquier cosa útil.

Flanqueado por Ponta Fina y Baiano, Antonio habló con el peón que se había quedado en la propiedad. Orejita y Luzia permanecían cerca. El peón estaba encorvado y le faltaban algunos dientes, pero aún tenía el pelo negro. Llevaba un sombrero redondo de vaqueiro que había inclinado hacia delante en su cabeza para que el ala le diera sombra a los ojos. El barboquejo de cuero del sombrero colgaba suelto por debajo de su delgada cara. Su esposa estaba a su lado, con el pelo recogido debajo de un pañuelo descolorido. Su barbilla era redonda y morena y se adelantaba decididamente por debajo de la boca. Junto a ella estaba la que debía de ser la hija de ambos. La chica era muy joven -no tenía más de 15 años- y muy guapa. Apoyó un pie descalzo en la espinilla y mantuvo el equilibrio sobre una pierna musculosa, como las garzas de alas blancas que siguen al ganado durante la temporada de lluvias. El vestido le llegaba a media pierna, y parecía ser de una tela costosa y gruesa, con dibujos incluidos en la trama del tejido. Sin embargo, ya mostraba los efectos del paso del tiempo, y algunos trozos empezaban a deshilacharse. El corte y estilo moderno del vestido hicieron pensar a Luzia que en otro tiempo habría pertenecido a la esposa o la hija de un coronel, y que la niña campesina lo habría robado en su ausencia. La niña miró a Ponta Fina y luego ladeó la cabeza coquetamente.

Antonio habló respetuosamente al peón, y el hombre se avino, sin rechistar, a que los cangaceiros acamparan cerca y registraran la casa del coronel. Antonio aseguró a la familia que su grupo no iba a llevarse todas sus reservas de alimentos, sino sólo una parte. Mientras los otros hombres instalaban el campamento y registraban el rancho en busca de municiones y suministros, Ponta Fina se ofreció para coger comida de la despensa del coronel.

Los muebles de la casa estaban cubiertos con sábanas blancas, las camas habían sido desmontadas y los mosquiteros descolgados de las vigas del techo y cuidadosamente doblados. Dentro, todo estaba minuciosamente protegido, lo que no sugería una partida apresurada. Era como si el coronel y su familia no hubieran escapado de la sequía, sino que hubieran salido de vacaciones con la intención de volver. Luzia se dirigió al dormitorio del coronel; esperaba encontrar algo para proteger a su niño. Algo cálido y suave, algo que pudiera bordar en las siguientes semanas. Cuando la gente hablaba del parto, usaba la expresión «dar a luz», entregar al niño a la luz. El hijo de Luzia abandonaría la oscuridad reconfortante de su vientre para ser expuesto a la brillante y peligrosa inmensidad del mundo. Cuando esto ocurriera, Luzia quería que el pequeño estuviera envuelto por algo cálido, reconfortante.

En la casa del coronel no había ropa de cama. La cama del amo estaba desmontada, vacía. Junto a ella, junto a revistas de moda, había un montón de ejemplares del Diario de Pernambuco. Luzia los revisó. Había incontables fotografías de Gomes, notas sobre las reformas del Partido Verde y fotos de innumerables mujeres de la sociedad de Recife. Luzia estaba a punto de dejar de buscar cuando descubrió un artículo sobre la inauguración del Instituto de Criminología de Recife. Perdidas dentro de la sección local del periódico había varias fotografías. Luzia se concentró solamente en una. El texto que la acompañaba decía:

La señora de Degas Coelho toma contacto con la ciencia en el nuevo Instituto de Criminología del doctor Duarte Coelho.

Emília tenía en sus manos un frasco de vidrio. En él, flotando en un líquido nublado, había un bebé. Los ojos del niño estaban cerrados. Su cara estaba perfectamente formada, pero el cuerpo era rechoncho y deforme, como un santo de arcilla que el escultor no hubiera acabado de modelar. Un grupo de hombres de trajes oscuros rodeaba a Emília riéndose. Ella parecía no darse cuenta de su presencia. Tenía la mirada fija en el niño metido en el frasco. No sonreía. Su cara parecía la de una madona, congelada en una expresión de tristeza afectuosa.

El periódico cayó a los pies de Luzia. Se apoyó contra la estructura de madera de la cama. La pose de Emília con el niño en el frasco la perturbó; quizá ése era el objetivo de su hermana. Luzia detectó una advertencia en la fotografía de Emília, pero no estaba segura de poder confiar en sus sentimientos. Se estaba empezando a parecer a la tía Sofía, viendo malos augurios por todas partes.

Luzia escuchó una risita divertida. Se olvidó del periódico y giró la cabeza. La cocina estaba vacía. Ponta Fina y la niña campesina habían desaparecido. La puerta de listones de la despensa estaba cerrada, y detrás de ella Luzia escuchó susurros, movimientos y luego más risitas sofocadas. Se dirigió hacia la puerta de la despensa, decidida a interrumpirlos. A Antonio no le iba a gustar ese comportamiento. Pero antes de que su mano tocara la madera, Luzia se detuvo. La niña parecía bien dispuesta. Ponta Fina rara vez acompañaba a los otros cangaceiros cuando visitaban a las que llamaban «mujeres de la calle». «Ha tenido tan pocos placeres en su corta vida… -pensó Luzia-. Dejémosle disfrutar de éste».

Aquella noche, los cangaceiros celebraron un banquete. Baiano e Inteligente atraparon un cuis grande como sus manos. Estos animales, roedores habitantes de las rocas, eran muy carnosos aun después de quitarles la piel. En el fuego, Canjica preparaba un pequeño recipiente de frijoles. Junto a él, amontonados cuidadosamente sobre una roca, había un montón de trozos de rapadura. Una nube gris de moscas sobrevolaba los húmedos bloques de melaza. De cuando en cuando Canjica agitaba su bronceada mano de cuatro dedos para apartar la nube de insectos. Antonio estaba sentado con el peón y su esposa. Entregó a la pareja un fajo de billetes de mil reales a cambio de comida y suministros. El peón acarició el dinero en sus manos.

Lo iba ahorrar, dijo, y si la sequía empeoraba, usaría las reservas para escapar hacia la costa.

Luzia se sentó separada del grupo. Antonio había quitado la cubierta a un sillón de madera en la casa del coronel y lo había sacado para que ella se sentara. El vientre de la joven había crecido tanto que le resultaba difícil sentarse en el suelo sin ayuda. Era agradable sentarse derecha, en un sillón en lugar de sobre una manta. En su regazo sostenía la sábana amarillenta que había cubierto el sillón. La tela era vieja, pero podía convertirse en una manta bonita con el bordado adecuado. Luzia sacó una aguja e hilo y empezó a trabajar. Antes de que hubiera terminado una flor, escuchó pasos y susurros cerca de ella. Luzia levantó la vista de la costura y vio a la niña campesina, de piel morena y guapa, y a Ponta Fina. Estaban uno junto al otro, mirando a Luzia. Ponta Fina se acercó a ella. La niña permaneció detrás, jugueteando con la falda de su vestido robado.

– Madre… -dijo Ponta Fina acercándose con el sombrero en las manos. Gotas de sudor le cubrían la frente.

– ¿Estás enfermo? -preguntó Luzia.

Ponta Fina negó con la cabeza.

– ¿Qué ocurre entonces?

El bajó la vista. Luzia lo miró a los ojos. Había aprendido esa táctica de Antonio: nunca decir demasiado. La gente inevitablemente hablará y revelará lo que quiere.

– Quiero casarme -dijo Ponta-. Como usted y el capitán.

Luzia se rió.

– Casi la acabas de conocer.

– La quiero -respondió Ponta.

– Tráela aquí entonces.

– Tiene miedo. No vendrá.

– Tendrá que hacerlo. Si quiere casarse contigo, no puede tener miedo.

Ponta asintió con la cabeza. Caminó hacia la niña y la persuadió de que se acercara. Cuando estuvo frente a Luzia, mantuvo la cabeza agachada e hizo una reverencia. Sus piernas estaban cubiertas de cicatrices, algunas irregulares, otras redondas.

– Déjame hablar con ella -dijo Luzia mientras ordenaba alejarse a Ponta con un gesto-. ¿Cómo te llamas?

– María de Lourdes -farfulló la joven-. Pero todos me llaman Bebé.

– ¿Sabes coser?

– Sí, señora.

– ¿Y sabes cocinar? ¿Eres capaz de desollar un animal?

– Sí, señora. No me asusta la sangre.

– ¿Y tus parientes -preguntó Luzia, señalando con la cabeza hacia el peón encorvado y su esposa, que estaban a cierta distancia- saben algo de esto?

– No, señora. No son parientes. Mi madre murió cuando nací. No conozco a mi padre. El coronel que vivía aquí me puso en sus manos, me ofreció como regalo, que no tienen hijos. Lo único que hago es trabajar.

Luzia asintió con la cabeza.

– Si te unes a nosotros, no hay vuelta atrás -le dijo, repitiendo lo que Antonio le había dicho alguna vez a ella-. No es como un vestido. No puedes ponértelo y quitártelo cuando quieras.

– No puede ser peor que trabajar para ellos -susurró Bebé-. Esto es un infierno.

– El cangago será peor que el infierno -informó Luzia.

Bebé se mordió el labio; luego asintió con la cabeza.

– Aquí moriría. No me darán de comer cuando llegue la sequía. Además, me gusta Ponta. Es bastante apuesto.

Luzia observó a la chica. Su cara era delicada y redonda, como la de una niña, pero tenía las manos y los pies encallecidos, duros, trabajados. Pensó en su propia terquedad cuando había huido de Taquaritinga porque temía que iba a quedar encadenada a una máquina de coser. Aquel destino ya no le parecía tan terrible. Pero si no hubiera dejado Taquaritinga, Emília y ella podrían haber terminado de la misma manera que Bebé, en deuda para siempre con un coronel.

– Tendrás que tragarte una bala de plomo todos los meses -le dijo Luzia-. No puedes quedarte embarazada; es por tu propio bien. Y no puede haber tonterías. Si estás con Ponta, estás ligada a él; solamente a él. Además, tendrás que aprender a disparar. ¿Me estás escuchando?

– Sí, señora.

Luzia tenía la esperanza de desanimar a la niña, de asustarla; pero se quedó sorprendida por la firmeza de Bebé. Volvió a llamar a Ponta Fina.

– No es a mí a quien debes consultar esto -se excusó Luzia-. Debes hablar con tu capitán.

Ponta asintió con un movimiento de cabeza. Tomó la mano de la niña y se dirigió con paso vacilante hacia Antonio. Luzia quería verlos, ver la reacción de su marido. Pero finalmente se dio la vuelta y siguió bordando. Esperaba escuchar la voz de Antonio reprendiendo a Ponta, tratando de convencerle de que incluir a una mujer como Bebé en su grupo era una idea mala. Luzia tiró del hilo con fuerza a través de la tela de su manta. Ella era una mujer que no había causado problemas. Pero Bebé era guapa, y el grupo de cangaceiros se había hecho más grande y en ese momento incluía a muchos jóvenes.

Luzia notó que llegaba alguien por detrás de ella. Se volvió, pensando que vería a un Ponta Fina desilusionado que volvía a ella en busca de consuelo. Pero era Antonio. Delicadamente, como si le dolieran los huesos, se arrodilló en el suelo junto a ella.

– ¿Estás intentando que mis hombres se casen? -Su voz parecía cansada, pero el lado izquierdo de su boca se alzó en una ligera sonrisa.

Luzia dejó su bordado.

– No le he animado a que lo hiciera.

Antonio asintió con la cabeza.

– Pero debo dejar que ella se incorpore al grupo. Eso es lo que crees.

– No -replicó Luzia, súbitamente enfadada-. ¿Ponta ha dicho eso?

Antonio negó con la cabeza.

– Creía que te pondrías del lado de ella.

– Que ambas seamos mujeres no quiere decir que lo apruebe.

Antonio se acarició la cabeza, pensativo.

– Están siguiendo mi ejemplo. Nuestro ejemplo.

– Entonces, ¿qué dices?

– Entonces digo que sí.

– Es una mala idea -señaló Luzia.

– Lo sé -respondió Antonio. La miró a los ojos; su lado izquierdo sonreía. Luzia le puso la mano en el rostro. Lentamente, Antonio se quitó el sombrero y recostó su cabeza en el regazo de la mujer, la oreja sobre el abultado vientre. Luzia cerró los ojos. Por un breve momento fueron como cualquier otra pareja joven que tuviera un momento de afecto, de intimidad.

Llegaban voces desde el campamento de los cangaceiros. Se incorporaron cuando oyeron gritos. Antonio suspiró. Luzia no quería romper el encanto de aquel momento, pero Antonio se apartó de ella rápidamente. Sus rodillas crujieron cuando se puso de pie. Orejita se dirigía hacia ellos. Detrás lo seguían Ponta Fina, Bebé, Baiano y un grupo de cangaceiros.

– Quiere casarse -dijo Orejita sofocado al tiempo que señalaba a Ponta Fina.

– Lo sé -respondió Antonio. Se había olvidado de ponerse el sombrero. Tenía el pelo enmarañado y extrañamente desordenado, lo que dejaba ver una parte más clara de cuero cabelludo a un lado de la cabeza. Luzia hubiera querido esconder aquella incipiente calva, peinarle con sus propias manos.

– No puede casarse. -Orejita no parecía dispuesto a entrar en razón-. Y si lo hace, que devuelva los cuchillos. Que se marche.

Un grupo se había formado alrededor de ellos y algunos cangaceiros mostraban su acuerdo con Orejita con movimientos de cabeza. El ojo sano de Antonio se entornó. El lado activo de su boca descendió. Estaba prohibido resolver los problemas de ese tipo así, delante de todo el grupo. El Halcón sólo permitía a sus hombres quejarse unos de otros en privado, y únicamente delante de él para impedir luchas internas. Se acercó más a Orejita.

– No permito desertores -dijo.

Orejita asintió con la cabeza.

– Lo sé.

– Parece que sabes mucho últimamente -respondió Antonio.

Luzia se agarró de los brazos de su sillón. Separó bien las rodillas para volcar todo su peso sobre las piernas. Alzó la pelvis, y se levantó del sillón. El grupo entero la observaba ahora, y ella odiaba su torpe cuerpo por hacerla parecer tan torpe. Orejita sacudió la cabeza.

– Las mujeres son un problema -dijo, volviéndose a Antonio-. Tú mismo lo dijiste: tenemos que ser un ejército, no una familia.

– Eso no es asunto tuyo -respondió Antonio.

Orejita se dio golpes en el pecho.

– Claro que es asunto mío. Soy parte de este grupo. No podemos dejar entrar a todas las fulanas que veamos.

Hubo protestas en el grupo. Algunos hombres negaban con la cabeza. Ponta Fina dio un paso adelante con su afilado cuchillo brillando en la mano. Baiano puso un brazo alrededor de Ponta y lo retuvo.

– Discúlpate -ordenó Antonio.

Orejita pasó su mirada de Ponta Fina a su capitán, y de éste a Ponta Fina.

– ¿Qué?

– Discúlpate. Has insultado a su mujer. Una mujer honesta. No hay ninguna fulana aquí.

– No lo haré.

Antonio dio unos pasos hacia él. Orejita alzó las manos como si se estuviera rindiendo, y luego las bajó hasta su cinturón. Al igual que los otros hombres, se había acostumbrado a quitarse las pistoleras y dejar las pistolas y el rifle sobre las mantas todas las noches. Sólo llevaba sus cuchillos. Orejita cogió el puñal metido entre el cinturón y la cartuchera. Su rostro estaba demacrado y triste. Dejó caer al suelo la larga daga de borde cuadrado.

– Me voy -anunció.

Antonio no hizo ningún movimiento para recoger el puñal.

– Te he dicho que no admito desertores.

La barbilla de Orejita tembló. Apretó los labios para controlarla. Había un acuerdo tácito entre los cangaceiros y Antonio. Al unirse al grupo y sellar sus cuerpos con la plegaria del corpo fechado, todo hombre aceptaba ese pacto. Luzia lo aceptaba también. El amor de Antonio, su protección, su liderazgo a cambio de la obediencia, de la confianza absoluta. En el momento en que la confianza de un hombre vacilaba, el apoyo mutuo o en su caso el amor, se retiraba. Orejita había desobedecido a su capitán y lo había hecho delante del grupo. Si Antonio no se atenía a los términos de su acuerdo, si no castigaba a aquellos que desobedecían, perdería el respeto de todos, y eso lo condenaría.

Luzia sintió un estremecimiento en su vientre. Vio el movimiento debajo de la tela apretada de su vestido, sintió un golpe en sus costillas inferiores. Su hijo le dio una patada rápida, como si le estuviera diciendo que actuara, que hiciera algo. Luzia dio un paso adelante. Puso una mano sobre el brazo de Antonio.

– Déjalo partir -dijo.

Orejita bufó:

– La piedad de una mujer.

Antonio se puso tenso. Apartó el brazo de Luzia.

– No me toques -protestó.

Ella retrocedió. La mano de Antonio se alzó cerrada en un puño, los nudillos blancos de tanto apretar. Luzia se abrazó el vientre. No podía pensar con claridad, no podía recordar lo que había querido decirle a Antonio o a Orejita. Sólo podía recordar la iglesia llena de humo en Taquaritinga y al padre Otto de pie delante de ella, pronunciando su sermón anual de Pascua. En aquel sermón no se refería a la Virgen Madre, sino a la otra María, la Magdalena, que se había quedado en la tumba de Cristo durante mucho tiempo después de que todos los discípulos se hubieron ido, desesperanzados. Su recompensa fue la aparición de Él. Pero cuando ella extendió la mano para tocarlo, Él retrocedió. «No me toques», le ordenó. Ya de niña, Luzia pensaba que había sido un gesto desagradable de Cristo. Ya no era un hombre, sino Dios, y esta deificación provocaba que apartara a quien más lo había amado. Luzia había preferido siempre al hombre por encima del dios.

– Arrodíllate -ordenó Antonio.

Orejita negó con la cabeza.

– Soy uno de tus mejores hombres.

– Lo sé -respondió Antonio-. Has desobedecido. Arrodíllate ahora.

Orejita asintió. Se quitó su sombrero y lo arrojó al lado del puñal que había dejado caer. Antonio se colocó junto a él. Los ojos de Orejita miraban hacia abajo, pero no miraban al suelo. Miraban la parte delantera de su chaqueta, el cinturón, la cartuchera. «Mira siempre a los hombres a los ojos», le había enseñado Antonio a Luzia. Él decía que había que mirar a los hombres a los ojos atentamente, porque revelaban sus intenciones. Los hombres miraban siempre hacia donde iban a moverse después. Lo normal era que las mujeres embarazadas apartaran la mirada de la violencia, pero Luzia no podía hacerlo. Miraba a Orejita. Cuando Antonio desenvainó su puñal, la mano de Orejita se movió. Era su mano derecha, oculta a la vista de Antonio debido a su ojo malo. Metido en el cinturón de Orejita había otro cuchillo, uno pequeño de punta afilada, el que usaba para desangrar a los animales. Todos los cangaceiros llevaban cuchillos similares. Nadie se acordó de quitárselo.

Luzia llevó la mano hacia su Parabellum. Estaba en su pistolera, que descansaba cómodamente cerca de la axila del brazo lisiado. Estiró el brazo bueno sobre sus pechos agrandados y su vientre. Empezó a abrir a tientas el cierre de la pistolera. En el suelo, delante de ella, Orejita se alzó. Su brazo se movió en un arco grande y elegante. En su mano, la hoja del cuchillo brilló con luz tenue, reflejando el fuego cercano. Antonio dejó caer su puñal. Luzia finalmente terminó de abrir su pistolera del hombro y con el brazo bueno cogió la Parabellum. No podía apuntar correctamente; Antonio había agarrado a Orejita y ambos hombres gruñían y se movían en un extraño abrazo. El ojo bueno de Antonio estaba muy abierto y se movía en todas direcciones. Parecía una vaca en el matadero mientras buscaba el cuchillo perdido.

Luzia encontró su blanco. Apretó el gatillo. El disparo fue como el descorche de una botella, nadie sabía dónde acertaría. Los cangaceiros se quedaron paralizados. Bebé gritó y todos los ojos se volvieron hacia la muchacha. Por un instante, Antonio apartó la mirada de la punta del cuchillo. Orejita dio un golpe al aire. Luego el pequeño cuchillo cayó junto a sus pies.

– ¡Mierda! -gritó Orejita. Su voz pareció sacar a los hombres de su estupor. Baiano se adelantó, y levantó a Orejita por el brazo. La pechera de la chaqueta de Orejita ya estaba oscura, la mancha crecía. Luzia le había dado en el hombro. Ponta Fina intervino con su machete de hoja gruesa, pero Luzia lo detuvo. Oyeron una tos.

Antonio permanecía inmóvil, de espaldas a Luzia y a los hombres, con las manos en el cuello. Luzia tocó el hombro de Antonio y él se inclinó hacia ella, con las manos todavía agarrándose el cuello.

Su cara era de color morado, como si estuviera enfadado. Tosió otra vez. La sangre corría entre sus dedos.

Mientras caía, Luzia gritó su nombre. Su voz parecía lejana. La Parabellum cayó de su mano. Sintió el olor de algo que se quemaba y se dio cuenta de que era la carne carbonizada de los cuises, que se habían quedado abandonados sobre el fuego de la cocina. El vientre de Luzia la volvía torpe. Se dejó caer junto a Antonio y sus rodillas chocaron contra el suelo duro. Sus manos parecían moverse sin que ella las guiara, desesperadamente, desatando el pañuelo empapado de Antonio, y luego apretando los dedos contra su cara. El lado con la cicatriz estaba sereno, como siempre. La parte sana parecía perpleja. Un ruido húmedo y ronco surgía de la herida irregular de su garganta, cerca de la nuez, donde el cuchillo de Orejita lo había alcanzado. La sangre formaba burbujas al salir que sorprendieron a Luzia por su intensidad. Presionó con las manos el profundo corte. ¡El líquido era tibio! ¡Tan tibio! Como el agua espesa que surgía de los lechos de los ríos muertos cuando ella cavaba en ellos. Luzia apretó con más fuerza. Las moscas que rodeaban los montones de rapadura de melaza se habían espantado con la pelea, pero de pronto regresaron. Se lanzaban sobre el cuello de Antonio y sobre el charco que crecía debajo de él.

Ponta Fina se arrodilló junto a Luzia. Los cangaceiros se amontonaron alrededor de ellos. Los oídos de Luzia estaban aturdidos. Toda ella estaba como en una pesadilla. Pensó que los hombres necesitaban tareas de las que ocuparse. Los cangaceiros tenían que estar ocupados.

– ¡Traedme una hamaca! -gritó-. Una hamaca limpia.

Los hombres corrían de un lado a otro respondiendo a la urgencia de ella, creyendo que si se apresuraban su capitán viviría. Varios entraron en la casa abandonada del coronel. Luzia escuchaba cómo lo revolvían todo allí dentro. Ordenó a Canjica y a Cajú que corrieran a buscar un curandero o una comadrona. Alguien que se ocupara de cosas de medicina, les dijo. Si no podían encontrar a nadie, Luzia decidió atender ella misma a Antonio. Pondría sal, cenizas y pimienta en la herida para detener la hemorragia. Cosería la herida para cerrarla. Luego llevarían a Antonio al doctor Eronildes. Era una larga marcha, pero tendrían que hacerla. Ella sabía por su propia experiencia cuando había matado cabras y otros animales de las tierras áridas que el cuello albergaba un entrecruzamiento vital de tubos y vasos sanguíneos. Antonio tenía que recibir cuidados rápidamente.

La mano del herido temblaba. Sus dedos le rozaban una pierna, como si la acariciara. Luzia trató de acercarse más, pero su barriga se lo impidió.

– Quédate quieto -le ordenó, con sus manos empapadas sobre la herida-. Debes mantenerte despierto.

Cuando los hombres regresaron con una hamaca, Luzia ató una improvisada venda alrededor del cuello de Antonio. Baiano envolvió a su capitán cuidadosamente dentro de la hamaca y él e Inteligente lo levantaron. Aturdidos, esperaron las órdenes de Luzia.

– Vamos adentro -dijo-. Tenemos que limpiarlo adecuadamente. Que no se balancee demasiado.

Pusieron la hamaca, que goteaba sangre, en el vestíbulo de la casa del coronel. Había frijoles secos esparcidos por el suelo de madera, vestigios de la incursión a la despensa de los cangaceiros. La sangre en las manos de Luzia ya se estaba secando. Hacía que le resultara difícil doblar los dedos. Cuando le temblaron, Luzia apretó los puños. No podía permitir que los hombres la vieran temblando.

Le pidió ayuda a Baiano, y con dificultad bajó su cuerpo otra vez al lado de Antonio. Luzia recordó a su propio padre en la iglesia de Otto, envuelto en una hamaca fúnebre blanca. Tuvo miedo de abrir la que envolvía a Antonio, pero los cangaceiros se reunieron alrededor de ella, expectantes. Rápidamente, Luzia abrió la tela de la hamaca.

Los ojos de Antonio estaban abiertos. Sus labios torcidos también estaban abiertos. Ambos lados de la cara tenían un aspecto sereno. Luzia se sintió como si se hubiera tragado una espina de cactus. La hería desde la garganta hasta el estómago en una sola línea ardiente.

Los hombres se acercaron. La joven embarazada sintió sus ojos fijos sobre ella. Se había quitado el chal aquella tarde y sin él se sentía expuesta, con su pelo mal trenzado, su vestido demasiado ajustado alrededor del vientre, sus piernas gruesas, los pechos hinchados. Los hombres lo vieron todo.

Luzia apoyó las palmas de las manos sobre el suelo. Se puso en cuclillas, en incierto equilibrio sobre sus pies. Luego respiró hondo y se levantó. Sus rodillas crujieron por el esfuerzo. De pie, Luzia vio a Ponta Fina. Bebé se acurrucaba cerca de él. Ellos habían provocado el problema, pensó Luzia. Y también Orejita. Con toda la conmoción se había olvidado de él. Lo habían dejado fuera, herido. Tenía que castigarlo, pero esa idea le provocó un vahído. Luzia cerró los ojos para serenarse. Organizaría a los hombres alrededor de ella antes de ocuparse de Orejita. Abrió los ojos y se concentró en Ponta Fina.

– Dame tu puñal -ordenó Luzia.

El obedeció y le entregó su cuchillo más afilado, el que usaba para separar la carne del hueso. Con su brazo lisiado, Luzia sostuvo el cuchillo detrás del cuello. Con su brazo bueno tomó la parte inferior de su trenza. Estaba atada con una cuerda rígida. La parte alta de la trenza, cerca de la base del cuero cabelludo, era muy gruesa. Luzia cortó con fuerza.

Cuando se enfrentó a los hombres, estaba muy erguida. Mantuvo las manos firmes. Miró a cada uno de los cangaceiros a los ojos, asegurándose de no ignorar a ninguno. Con su brazo sano, levantó muy alto la trenza cortada, como si exhibiera en las manos una serpiente recién matada.

No tenía tiempo para sentir miedo. De eso Luzia se dio cuenta después, al recordar aquel momento. Podía haber llorado, haberse lamentado, haber gemido como se suponía que una esposa debía hacer, pero los hombres habrían olfateado su debilidad y la habrían odiado por ello. Se habría vuelto inservible para ellos, ya no sería su bendita madre, su madre, sino simplemente una mujer. Y además preñada. El hecho de verla con el pelo cortado, sus manos manchadas, su rostro tenso, los asustó. Luzia se dio cuenta. En ese instante, le tuvieron miedo. Creyeron en ella.

Después de cortarse la trenza, se sintió débil. Se había levantado con demasiada rapidez. El tremendo cuchillo lambedeira cayó de su mano. Luzia se apoyó en Baiano, que la ayudó a ponerse de rodillas. Los hombres intuyeron que iba a rezar y la imitaron diligentemente. Luzia pronunció todas las oraciones que sabía -un torrente de avemarías y padrenuestros- hasta que se sintió como si estuviera hablando en cien lenguas distintas.

Todo ese tiempo estuvo mirando a Antonio. Esperaba que él hiciera un guiño, se pusiera de pie, se riera de su broma terrible.

– No encenderemos ningún fuego -dijo Luzia, interrumpiendo sus oraciones-. No pondremos ninguna vela en su mano.

Su alma se queda aquí. Con nosotros. Ahora soy vuestra madre y vuestra capitana.

Los hombres agacharon la cabeza.

Cuando finalmente salieron, Orejita había desaparecido. Baiano propuso enviar un grupo para buscarlo, pero Luzia no lo permitió.

– Que se desangre -dijo-. No sobrevivirá ahí fuera.

Luzia sabía que algunos de los cangaceiros creerían que estaba siendo demasiado misericordiosa con Orejita. Otros pensarían que era demasiado cruel dejándolo morir en la maleza en lugar de terminar con su vida rápidamente. Un capitán no tenía que explicar sus decisiones a sus hombres, de modo que Luzia no lo hizo. No podía. Sus razones para dejar que Orejita se fuera no tenían nada que ver con la piedad ni con el castigo; tenían que ver con los cangaceiros mismos. Si ordenaba que saliera un grupo a buscarlo, no podía ir ella. Estaba demasiado torpe y pesada como para ser sigilosa, y demasiado alterada como para guiarlos eficazmente por la maleza. Luzia no quería admitir esto. Tampoco quería que ningún hombre se separara de ella. Ese grupo podía encontrar a Orejita y ayudarlo, incluso unirse a él. Los hombres también habían sido sacudidos por la muerte de Antonio, y su lealtad era débil. La única manera de controlarlos era mantenerlos a la vista.

Luzia pasó la noche despierta, atenta a los susurros y a cualquier señal de discordia. Bebé se plantó junto a Luzia. Unas cuantas veces, la cabeza de la niña cayó por el sueño. Cuando esto ocurría, Bebé se sacudía para enderezarse y toser un poco, para demostrar que permanecía despierta.

La costumbre requería tres días de duelo mientras el alma vagaba alrededor de su cuerpo. La costumbre establecía que los parientes lavaran el cadáver antes de que se entumeciera. Durante el baño, había que hablarle al muerto, diciéndole: «¡Dobla el brazo!» o «¡levanta la pierna!». No se podía pronunciar el nombre del difunto, porque eso significaba llamar al espíritu para que volviera. En la casa del coronel, Luzia lavó a Antonio y lo vistió; todo el tiempo estuvo dirigiéndose a él por su nombre.

– ¡Antonio! -dijo en voz alta para que su espíritu la escuchara. Ordenó que los hombres lo llamaran «capitán» en sus oraciones, como cuando vivía. Dejó los anillos de oro del Halcón en cada uno de sus dedos, aunque a los muertos no les estaba permitido llevar oro al más allá. Ella tampoco le besaría la planta de los pies, lo cual le impediría ir de un lado a otro. Quería que el espíritu de Antonio anduviera de un lado a otro. No limpió la tierra de las suelas de sus sandalias, como era la costumbre, porque el alma -tan atraída por la tierra- iba a extrañar la tierra debajo de sus pies e iba a querer volver. No iba a cerrarle los ojos. Se suponía que cuando lo enterraran ella debía decirle: «Cierra tus ojos y enfréntate a Dios». En cambio, Luzia dijo:

– Antonio, mírame.

Estaba obligando a su espíritu a permanecer aquí, en la tierra. ¿Acaso él no le había dicho una vez que todos estaban condenados, que a pesar de sus oraciones no irían junto a Dios sino a otro lugar más oscuro? ¿No estaría, entonces, mejor aquí, con ella?

– Si alguien pregunta si el Halcón está muerto, la respuesta es que no lo está -dijo Luzia a los hombres antes de que dejaran el rancho abandonado.

Su plan dio resultado: los cangaceiros tenían miedo del espíritu de su capitán. Cada vez que había un movimiento en los árboles o soplaba el viento, los hombres temblaban. Hasta Baiano parecía asustado. Todas las noches, cuando montaban el campamento, Luzia dejaba un poco de comida para Antonio entre los arbustos. Echaba un trago de agua al suelo. Lo estaba tentando cada vez más. Era un gran riesgo, porque las almas eran como las personas, pero peores. Podían enfadarse, enfurecerse con sus seres queridos. Podían atormentarlos para siempre. Sin embargo Luzia quería ser atormentada. Prefería sentir la ira de Antonio antes que su pérdida.