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Una buena viuda vestía de negro, cubría su casa con oscuros cortinajes, llevaba dos anillos en su mano izquierda y conservaba un retrato con flores frescas debajo de su marido muerto. Algunas viudas guardaban todas las pertenencias de su marido en un cajón para sacarlas ocasionalmente y recordar el pasado. La relación entre la viva y el difunto era otro matrimonio -un enlace morboso- cuyo fundamento eran los recuerdos. Para Luzia, todas estas tradiciones eran imposibles. No había anillos de boda ni flores, y ningún retrato aparte de los recortes de periódico.
Las tierras áridas habían sido su hogar. Cada árbol, cada colina, cada lagartija y cada roca le recordaban a Antonio. La maleza era el mundo de él, no el de ella. Ella nunca la había amado como la había amado él. Era algo que a ella se le escapaba, la asustaba, la enfadaba. Y a pesar de ello él la había dejado allí sola, con su legión de hombres que la seguían por las llanuras rocosas y las empinadas colinas. No iban hacia Taquaritinga: Luzia había decidido que no quería que el padre Otto cuidara a su hijo. No quería que fuera criado en un lugar donde la gente podía identificar a su madre como Gramola. Los cangaceiros se dirigían al río San Francisco. Después de enterrar en lugar seguro el cuerpo de Antonio, Luzia desplegó el mapa del topógrafo viejo, y le preguntó a Baiano:
– ¿ Sabes cómo llegar al rancho del doctor Eronildes?
Él asintió con la cabeza.
Luzia envolvió un paño alrededor de su vientre para que el niño no saliera antes de tiempo. Había cogido el sombrero de Antonio, su puñal, su cristal de roca. Al atardecer, sacaba la piedra y dirigía las oraciones del grupo. Ella protegía los cuerpos de los cangaceiros.
Por la noche no podía dormir. Estaba atenta a los ronquidos de los hombres. Observaba a Bebé, que dormía acurrucada sobre la manta a su lado. La terca niña no se apartaba de ella, decidida a compensar a Luzia por su pérdida. En las noches en que brillaba la luna, Luzia dirigía su mirada sobre el monte bajo y seco. A la luz de la luna, los árboles sin hojas parecían un bosque blanco. Esa tierra era de ellos, toda de ellos, repetía a menudo Antonio. Era la tierra de Dios. Inmensa. Ilimitada. Él lo decía con alegría, pero cuando Luzia observaba aquellas tierras áridas no podía comprender la felicidad tic Antonio. Las tierras áridas eran demasiado grandes. Estaban demasiado vacías. Su inmensidad la asustaba.
Muchas noches pensaba en la fotografía de Emília que había visto en el periódico, sosteniendo aquel bebé deforme metido en un I rasco. Emília lo acunaba como solía coger a sus muñecas, con cuidado, con amor. Su hermana siempre era amable con sus muñecas de trapo. No como Luzia, que las rompía, las despedazaba, les sacaba el relleno. Era verdad que Emília era severa, pero también apacible. Sabía cómo cuidar las cosas sin excederse. Debajo de la bondad de su hermana había una voluntad firme.
Cuando dormía, Luzia soñaba con un hombre que no era Antonio, pero tenía su nariz aplastada, sus dientes pequeños, sus labios carnosos, sus ojos. Ojos tan oscuros que ella no podía ver las pupilas. Eran oscuros como el carbón brillante.
Por la mañana le dolía la vejiga. En la espalda sentía una prolongada punzada, como si un puñal la estuviera atravesando poco a poco mientras caminaba. Se movía lentamente. Los hombres marchaban delante, a sus órdenes. Baiano y Ponta Fina permanecían a su lado. A medida que las colinas que bordeaban el Viejo Chico se hacían más claras y más grandes, Luzia sentía que estaba siendo llevada hacia un desenlace que desconocía. En cuanto llegara allí, apenas Dios considerara que era la hora del fin, el grano más pequeño de arena o la más irrisoria hoja del árbol más insignificante la pararía. Hasta entonces, nada la detendría.