38619.fb2 La costurera - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 96

La costurera - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 96

2

Las mesas-bandeja del vagón de primera clase estaban llenas de vasos vacíos. Saltaban y tintineaban, chocaban unos contra otros, movidos por las vibraciones del tren. Un camarero, con la espalda de su chaqueta de uniforme oscurecida por el sudor, trató de retirar los vasos sin despertar a los pasajeros. Los hombres del gobierno dormían con la cabeza echada hacia atrás y las piernas estiradas. Sus frentes brillaban por el sudor. Los reporteros y los fotógrafos que acompañaban a la delegación habían regresado a su vagón, el de la prensa, de modo que los hombres del gobierno se habían quitado las chaquetas de sus trajes y aflojado las corbatas. Una colección de sombreros de fieltro y de panamás de paja estaba desparramada sobre mesas y asientos vacíos. El sombrero de Degas reposaba sobre su regazo, como si fuera una querida mascota. Estaba despierto. También Emília estaba despierta.

El termómetro del vagón marcaba 40 grados. Las flores colocadas en un florero colgado en la pared estaban marchitas, y sus pétalos dispersos por el suelo. Por encima de Emília chirriaban los ventiladores del techo. Sus aspas giraban, pero no podían expulsar el calor, que era seco y agobiante y hacía que a Emília le picara la cara. Las ventanas del vagón estaban abiertas, las cortinas descorridas. El sol brillaba con tal intensidad que lastimaba los ojos de la joven cuando miraba por la ventana. Pasaban varios minutos antes de que su visión se adaptara a la enorme luminosidad. La vista era siempre la misma. Las plantas de las tierras áridas eran grises y quebradizas, como si hubieran sido resecadas en un horno. Camufladas entre los árboles, Emília podía ver las casas de barro abandonadas, con sus fachadas agrietadas y sus puertas abiertas. Aparte del tren y el tintineo de las copas -como ecos fantasmales de los brindis de la mañana-, no había ningún ruido. Ni siquiera zumbaban los insectos. Era suficiente para volver loca a una persona.

Quizá era por eso por lo que los hombres del gobierno habían decidido dormir. Parecían muy animados cuando el tren partió de la estación central de Recife. Hubo un brindis de celebración. Emília y Degas habían alzado sus vasos posando junto al doctor Duarte y el grupo de representantes del gobierno mientras el fotógrafo oficial de la delegación les sacaba la foto. Después hubo algunos largos discursos en honor del presidente Gomes, del gobernador Higino y del doctor Duarte. Los vasos de los hombres fueron llenados y vueltos a llenar con licor de caña y zumo de lima. Degas estaba en el extremo exterior del grupo, inclinándose para poder escuchar aquellos brindis. Alargó el brazo hacia el interior del círculo para chocar su copa. Emília, con el puñado de mujeres presentes en la delegación, estaba sentada en el extremo opuesto del vagón. Ella no estaba incluida en los prolongados brindis. Bebió solamente agua.

Cuando los brindis se desvanecieron, los periodistas llenaron el vagón e hicieron entrevistas. Los reporteros trabajaban en los periódicos de Recife y también en algunos de los diarios de los estados de Paraíba, Bahía y Alagoas. Todos habían recibido el visto bueno del Departamento de Información y Propaganda (el DIP) de Gomes. Los hombres del gobierno eran los representantes en Recife de todos los ministerios provisionales del presidente: Industria, Trabajo, Educación, Transporte y Salud. Todos los funcionarios estaban dispuestos a que se registraran sus palabras, pero sus discursos acerca de pautas del clima, de vacunaciones, de documentos de identidad de los trabajadores y de distribución de alimentos eran aburridas estadísticas proporcionadas por el DIP, memorizadas por ellos, y ya conocidas por los periodistas. Sólo el doctor Duarte se expresó con franqueza. Periodistas y funcionarios se reunieron alrededor de él cuando habló desde su confortable asiento tapizado en el tren.

– Esta delegación es, ante todo, un esfuerzo caritativo -dijo el doctor Duarte mientras el tren pasaba junto a unos campos de caña de azúcar-. Pero no mermará en nada la generosidad y buena voluntad de nuestro gobierno decir que es también un esfuerzo científico. Poder medir a los hombres y mujeres de la caatinga es una oportunidad de valor incalculable. Debemos medir las diferencias, si existen, entre nuestros pueblos. ¡No para aislarlos! ¡El movimiento de afirmación de lo brasileño del que estamos tan orgullosos se refiere precisamente a la unión de los diversos grupos de nuestro país para constituir una sola nación! Dentro de todos los grupos hay ciudadanos bienintencionados. También hay criminales (comunistas, degenerados, ladrones, pervertidos sexuales) que tienen que ser definidos. Según su grado de criminalidad, deben ser contenidos, controlados o curados. Ésa es la única manera de purificar Brasil y curar sus males sociales.

Mientras su padre hablaba, Degas estaba sentado separado del grupo. Parecía indiferente al discurso del doctor y concentrado, en cambio, en arreglar las abolladuras de su sombrero de fieltro. A medida que el sol se pegaba más fuerte y la jornada se volvía más cálida, las mejillas de los hombres enrojecían. Se abanicaron las caras con los sombreros. Las bebidas de la mañana temprano se combinaban con el calor para dejarlos mareados y cansados. Los periodistas y los fotógrafos regresaron al vagón de la prensa. Cuando el tren dejó atrás los campos de caña de la Zona da Mata y entró en las tierras áridas azotadas por la sequía, los hombres del gobierno lentamente se fueron quedando dormidos.

En el lado del vagón reservado a las mujeres, cinco monjas del convento de Nuestra Señora de los Dolores iban cuidadosamente sentadas, con sus oscuros hábitos marrones. Una monja joven repasaba con los dedos su rosario. Otra más vieja miraba de cuando en cuando a Emília y le dirigía una discreta sonrisa. Nadie del grupo de las Damas Voluntarias se había unido a la delegación. Lindalva y la baronesa estaban en Europa. Las otras Damas Voluntarias pusieron excusas de peso, casi todas relacionadas con la enfermedad de un hijo o del marido. Se diría que una epidemia de gripe había atacado a la élite de Recife sin afectar a nadie más. Sólo las monjas habían respondido al llamamiento de Emília para aquella tarea. Curiosamente, una mujer de una familia vieja, la señora Coímbra, también acompañaba a la delegación. Se había presentado en la casa de los Coelho para informar a Emília de que ella iba a representar a la Sociedad Princesa Isabel.

La señora Coímbra estaba sentada delante de Emília. Era una mujer corpulenta, huesuda, de la que se decía que había pasado de los 60 años, aunque su pelo era del color del carbón. Llevaba un vestido azul oscuro de corte cuadrado, sin marcar el talle, con sólo una faja decorativa atada, floja, a las caderas. Esos vestidos de estilo joven y liberal habían estado de moda cuando Emília llegó a Recife, hacía cuatro años, pero ya nadie los usaba. En Recife, el talle ajustado era en ese momento de rigueur, gracias, en parte, al taller de moda de Emília y Lindalva.

Emília llevaba uno de sus propios diseños, un vestido floreado con cinturón rematado con un amplio cuello. Debido al calor, se había quitado la chaqueta de lino tipo bolero, pero sólo después de que los reporteros y los fotógrafos abandonaran el vagón. Su sombrero de paja tenía el ala más ancha que sus viejos sombreros cloche y estaba sujeto al pelo con un alfiler, inclinado elegantemente a un lado de su cabeza. Los alfileres daban tirones al pelo de Emília. La cinta del sombrero le hacía sudar la frente. Emília se lo quitó y lo dejó en el asiento a su lado. Hacía demasiado calor como para pensar en la elegancia. La señora Coímbra asintió con la cabeza, elogiando el sentido común de Emília.

En las pocas ocasiones en que la señora Coímbra habló, se mostró educada, aunque firme, usando el mismo tono con que la mayoría de las mujeres de familias viejas se dirigía a Emília. Cada vez que la señora Coímbra adoptaba ese tono, Emília sonreía y se concentraba en la fealdad del vestido de aquella mujer. Esos pensamientos eran vanos y mezquinos, y Emília lo sabía. También sabía que muchas mujeres de Recife -de viejas y nuevas familias por igual- la juzgaban por cosas que nada tenían que ver con su carácter: sus restos de acento provinciano, su incapacidad o falta de predisposición para tener hijos, por los asuntos de su marido y sus gustos innombrables. Desde la cena en el teatro Santa Isabel, Emília se daba cuenta de que las mujeres de Recife la consideraban inferior en todos los sentidos, menos en la elegancia. El hecho de darse cuenta de esto hizo que Emília se volviera audaz.

Se vestía como quería, usaba chaquetas estilo bolero, faldas de sirena inspiradas por Claudette Colbert y durante el verano en la playa de Boa Viagem una camisa de tafetán metida en unos pantalones a cuadros. Cuanto más segura se sentía Emília, más la elogiaban las mujeres de Recife. Mientras la joven rústica no cometiera ninguna infracción grave -una aventura romántica, andar en tranvía por la noche tarde, entablar amistad con criminales o negros-, la mayoría de las mujeres de Recife iban a admirar sus diseños de modas y se iban a mostrar dispuestas a comprarlos.

Emília se inspiraba en las revistas de moda editadas en Francia, Alemania, Italia y Estados Unidos. El doctor Duarte la ayudaba a pedir las revistas; llegaban en los mismos envíos que las publicaciones de frenología de su suegro. Cambió algunos estilos, reemplazando telas pesadas por otras más livianas, más aptas para el clima de Recife. Una vez terminado el dibujo con precisión y encontrada la tela adecuada para realizarlo, presentaba el diseño a Lindalva. Si a ambas les gustaba la prenda, llevaban el diseño a su taller.

El doctor Duarte había cedido a las dos jóvenes empresarias el uso de una de sus muchas propiedades. Emília insistió en pagar un alquiler. El taller tenía una ubicación importante, en la Rúa Nova, la calle elegante conectada con el puente Boa Vista, cuya estructura era de acero. La gente cruzaba el puente para ir de compras. La Rúa Nova era la zona conde estaban varias de las mejores tiendas. La Casa Massilon vendía uniformes escolares y vestimentas militares; Primavera era una tienda de artículos para el hogar cuyos dueños eran portugueses; la farmacia Vitoria vendía medicamentos y había consultorios médicos en el piso de arriba; Parlophon vendía radios Philco, discos Odeón, frigoríficos y otros lujos modernos. Instalado entre las mejores tiendas de Recife estaba el taller E & L Diseños. No había ningún cartel en el exterior. Anunciar públicamente los productos era una confesión de necesidad de ganancias, lo cual era una torpeza. Emília y Lindalva eran mujeres respetables y el taller era su pasatiempo, no un negocio empresa. Desde fuera, el taller parecía un domicilio familiar austero, con cortinas blancas y un llamador de bronce al lado de la puerta de la calle. Cuando las dientas llamaban, las atendía una criada y las hacía pasar adentro. A veces Emília o Lindalva estaban presentes, otras veces no. Cuando estaban en el taller, no actuaban como vendedoras, sino que se sentaban y conversaban como si fueran compradoras como las demás. Nadie manejaba dinero; los pagos eran enviados por correo o se realizaban después. No había regateos ni facturas por cobrar, porque ninguna mujer de Recife, de familia nueva o vieja, quería ser considerada una tacaña y menos aún una ladrona.

Emília y Lindalva ofrecían una cantidad limitada de prendas prét-a-porter. No había largas pruebas ni vestidos a la medida. Como había un único modelo para todas las mujeres, Emília empleaba a una costurera para adaptar los conjuntos hechos con anterioridad, después de que habían sido comprados, subiendo un dobladillo para una mujer más baja o adaptando la cintura de un vestido para otra más delgada. Emília fabricaba sólo cinco artículos de cada modelo. Esto obligaba a las mujeres de Recife a comprar las prendas inmediatamente. Los diseños de Emília eran inevitablemente copiados, pero los modelos cambiaban con tal rapidez que, antes de que otra costurera aprendiera a imitarlos, éstos ya se habían pasado de moda; Emília y Lindalva ya tenían nuevas creaciones en su tienda.

Nada más abrir el taller habían contratado a siete costureras. Por aquel entonces, el presidente Gomes había fijado un salario mínimo, la obligación de tener baños para los empleados y una jornada laboral de ocho horas. Cada asalariado recibía una Tarjeta de Identificación del Trabajador que los empleadores tenían que firmar. Ese documento permitía el ingreso de los trabajadores en el sindicato nacional de Gomes. Todos los demás sindicatos fueron disueltos y las huelgas quedaron prohibidas. Gomes decretó que, para gozar de los derechos que él había otorgado, los trabajadores tenían que ser leales al gobierno provisional. Emília cumplía con las leyes de Gomes y hacía todavía más. La sala de costura del taller tenía ventanas, varios ventiladores y una radio para que las costureras la escucharan durante la pausa para comer. Y además no se quejó cuando las costureras colgaron una fotografía oficial de Gomes, con la leyenda «Padre de los Pobres» impresa sobre su rostro sonriente, en la pared del cuarto de costura.

El tren del Ferrocarril Gran Oeste también exhibía la fotografía de Gomes. Miraba a Emília desde encima de la puerta del vagón. En este retrato no era un padre sonriente, sino un presidente de rostro severo vestido con esmoquin y banda. Emília se frotó los ojos. Le picaban por el polvo. Una capa delgada y marrón de ese polvo formaba una película sobre las ventanillas del tren. Los vasos vacíos usados por los hombres habían sido recogidos y el vagón estaba en silencio, salvo por el ruido del tren. Un camarero asomó la cabeza en el vagón y contó los pasajeros; pronto servirían la comida. Emília tenía hambre, pero no esperaba con ansia su comida. Desde que la sequía había empeorado, se sentía culpable cada vez que comía.

El campo siempre había sufrido periodos secos, de modo que no se informaba sobre la sequía en los periódicos de Recife hasta que la carne subía de precio y se volvía escasa. Poco después, aparecieron en la ciudad los refugiados. Vagaban por los caminos de Recife caminando como si les doliera levantar los pies. Habían recorrido cientos de kilómetros con la esperanza de encontrar agua, comida y trabajo en la ciudad. Los refugiados tenían la ropa hecha jirones. Sus cuerpos estaban tan delgados y sus caras tan sucias que a veces era imposible distinguir a los hombres de las mujeres. Los bebés colgaban, débiles, en los brazos de sus madres. Las caras de los niños estaban tan demacradas y arrugadas como las de los mayores. Sus cabezas parecían enormes sobre sus huesudos cuerpos, y sus vientres estaban hinchados como globos de piel llenos de aire y nada más. El sufrimiento de los refugiados hizo que los periódicos los llamaran los «flagelados».

Cada vez que Emília iba al taller veía flagelados tan desorientados por el hambre que cruzaban las calles de la ciudad sin prestar atención a los tranvías ni a los coches. Emília miraba a los refugiados con prevención, temerosa, tal vez, de reconocer a un vecino o a un amigo de Taquaritinga. Una vez, una mujer se acercó a la ventanilla abierta del Chrysler. Llevaba un vestido sucio, la tela casi transparente de lo usada que estaba. La piel de su cara estaba curtida y estirada sobre los pómulos, como si hubiera sido horneada. Se aferró al antebrazo de Emília. La mano de la mujer estaba seca y apretaba con fuerza. Cuando Emília la miró a los ojos, vio que aquella mujer era joven, como ella. Degas rápidamente puso en marcha el coche y se alejó a gran velocidad, ignorando las luces de los semáforos. Después de dejar atrás a la mujer flagelada, Emília escondió la cara entre las manos. Degas, siempre incómodo ante el llanto, dijo que regresaría a la casa de los Coelho para que Emília pudiera lavarse el brazo. Ella negó con la cabeza. Ningún lavado podría borrar el contacto de aquella mujer. Emília todavía podía sentirlo. Sin Degas, sin su matrimonio apresurado, ella habría sido una mujer hambrienta, una flagelada igual que aquélla.

En la siguiente reunión de las Damas Voluntarias, Emília anunció que iba a comenzar una campaña para recoger ropa. Siguiendo el ejemplo de Emília, las Damas Voluntarias donaron telas, hilos y el tiempo de sus costureras. En los campamentos de tiendas de lona levantados para los flagelados en las afueras de Recife, las Damas Voluntarias aparecían con ropa, pañales y mantas. Para no ser menos, las viejas familias, miembros de la Sociedad Princesa Isabel, organizaban reuniones al aire libre y almuerzos en los que recaudaban dinero para que los médicos atendieran a los flagelados.

Cuando Emília distribuía comida y provisiones a los refugiados, no usaba guantes como las otras mujeres de las Damas Voluntarias. Aceptaba los apretones de manos y abrazos de los refugiados. Abrazaba a los bebés esqueléticos con sus manos desnudas. Sentía el impulso de besar a esos niños, de abrazarlos. Ella buscaba afecto en cualquier parte en que pudiera hallarlo. En la casa de los Coelho metía con esfuerzo los dedos a través de las barras de la jaula del corrupiao para poder acariciar sus plumas. Todos los días daba hojas de lechuga adicionales a las tortugas jabotí con la esperanza de que le permitieran acariciar sus caras escamosas. En el taller, Emília cogía las manos de las costureras entre las suyas cuando les enseñaba a refinar un pespunte. Palmeaba las espaldas de sus empleadas y las felicitaba cada vez que ponían las cintas métricas recién compradas sobre las reglas rígidas en busca de posibles errores.

– No confiéis nunca en una cinta de medir que no hayáis usado antes -les decía Emília. Y cada vez que salía del taller y abrazaba a Lindalva para despedirse, Emília prolongaba ese abrazo.

Se suponía que los maridos debían satisfacer las necesidades de cariño de las mujeres, pero Degas no era un marido típico. Después de la revolución, Degas interrumpió sus visitas semanales al dormitorio de Emília. Al igual que otros combatientes revolucionarios, había sido felicitado y se le había otorgado una medalla, pero la confianza que esperaba que se depositara en él después de pelear nunca llegó. El doctor Duarte estaba ocupado con su trabajo como consejero del gobernador, y permitió a Degas administrar las propiedades de los Coelho. Degas cobraba los alquileres y resolvía los asuntos de mantenimiento, demostrando ser un administrador capaz. A pesar de esto, el doctor Duarte no permitía a su hijo comprar ni vender propiedades, y tampoco hacerse cargo de los préstamos de dinero, ni ocuparse de la empresa de importación y exportación. Degas lograba meterse en las reuniones de negocios y luego en las reuniones políticas. El doctor Duarte no podía rechazar a su único hijo abiertamente, de modo que toleraba su presencia. Emília no sabía si su esposo ansiaba la aprobación de su padre, sólo quería molestar al doctor Duarte o ambas cosas. De cualquier manera, él se negaba a ser ignorado. Degas compró su admisión en el Club Británico. Cuando el doctor Duarte y sus colegas empresarios paseaban por la plaza del Derby, Degas se apresuraba a alcanzarlos. En las cenas, se las arreglaba para participar en los círculos de conversación de los hombres. Expresaba sus opiniones, aunque nunca se las pedían y a pesar de que en realidad nadie le hacía caso.

Solamente el capitán Carlos Chevalier prestaba atención a Degas. Emília los veía charlar amigablemente en las reuniones del Partido Verde. El doctor Duarte decía que el piloto era un fanfarrón. El ofrecimiento de Chevalier de hacer los planos de la futura carretera había sido hecho solamente de cara a la prensa; lo cierto fue que el piloto nunca se puso en contacto con el gobernador Higino. Otros hombres de Recife también mantenían las distancias con Chevalier, lo cual facilitó que el piloto se acercara más a Degas.

Cuando Emília era una niña en Taquaritinga, dos jóvenes fueron sorprendidos en una granja abandonada. Qué estaban haciendo cuando los descubrieron era algo que Emília nunca supo, aunque había presionado a su tía para obtener detalles.

– ¡El diablo está en los detalles! -había respondido la tía Sofía. A uno de los chicos lo mató después su padre. El otro huyó y desapareció en la caatinga. Recife era más civilizada que el campo, pero Emília todavía temía por Degas. Comprendía el deseo desesperado de ser querido, y no podía condenar a Degas por tener ese deseo. Hubo noches en que, sola en su enorme cama nupcial, Emília se había acariciado los brazos, las piernas, el vientre y más abajo, ansiando un contacto cariñoso, aunque fuera el que ella misma se proporcionaba. Después se había sentido avergonzada y confundida. Imaginó que, de alguna manera, así era como se sentía Degas.

Lo que había comenzado como un goteo se convirtió en una inundación. Durante la Navidad de 1932 los flagelados llegaron a montones a Recife, incrementando la población de la ciudad en un 52 por ciento. Los periódicos advertían que la llegada masiva de flagelados podía ahogar los proyectos del gobernador Higino. Había creado una Comisión de Planeamiento de Recife que hacía hincapié en el fomento de los edificios verticales y la pavimentación de las calles y caminos municipales. La comisión había aprobado una «ley antimocambo», que promulgaba que la construcción de viviendas precarias dentro de la ciudad estaba prohibida. Los flagelados hacían caso omiso de esta ley. En las afueras de Recife, junto a sus ríos y en sus lodazales, construían barrios de madera y hojalata. El gobernador apeló al presidente Gomes. En unas semanas, 48.765 flagelados fueron trasladados en barcos de pasajeros Lloyd al Amazonas, donde iban a recoger caucho.

– ¡No vayan pensando en hacer fortuna -dijo Gomes-, sino en servir a su país!

El hambre volvía furiosos y rebeldes a los hombres, y Gomes lo comprendía. No quería otra rebelión como la ocurrida hacía poco en Sao Paulo, que había durado dos meses y había requerido setenta mil soldados gubernamentales. Para detener el flujo de flagelados hacia las capitales, ordenó la construcción de siete campamentos de refugiados en las zonas rurales. Los campamentos fueron instalados estratégicamente en las ciudades más populosas de las tierras áridas, donde generalmente había ríos y transporte ferroviario. En Recife se llenaron vagones de trenes con rollos de alambre de espino, comida y suministros médicos. El DIP lanzó una campaña en la que aseguraba que los campamentos eran sitios seguros donde los refugiados podían esperar a que pasara la sequía.

Emília recibió la carta del doctor Eronildes Epifano a finales de enero. La gente ya estaba haciendo sus trajes de carnaval. Un grupo de mandos de las Damas Voluntarias estaba tramando vestirse como flagelados, oscureciéndose las caras con betún marrón y cubriéndose con andrajos. Sus esposas querían imitar a la Costurera. Las mujeres de Recife competían para hacer el traje de cangaceira con más bordados, diamantes falsos y joyas de imitación. Emília resolvió no asistir a ninguna fiesta de carnaval.

Había recortado la fotografía de la Costurera. Apareció en el periódico después de que los primeros topógrafos fueran asesinados. Luzia estaba en el centro de un grupo de hombres, con los hombros derechos, con el cuello estirado. El Halcón aparecía encorvado y pequeño junto a ella. Su trenza gruesa reposaba sobre el hombro y caía casi hasta la cintura: no había cumplido su promesa de la infancia a san Expedito. Su cara estaba oscura. Llevaba gafas y detrás de ellas Emília no podía ver los ojos. El brillo de los cristales le daba a la mujer un aspecto de otro mundo. Su porte era majestuoso. Poderoso. Parecía la reina de una tribu olvidada.

Después del funeral del sexto topógrafo, los periodistas especularon con la posibilidad de que la Costurera, y no el Halcón, hubiera ordenado las decapitaciones. Era despiadada, decían los diarios. No tenía vergüenza. Emília había escuchado esta opinión muchas veces. Allá en Taquaritinga, cuando llevaba zapatos de tacón alto o se ponía colorete en la cara, o cuando Degas y ella salían a pasear sin acompañante durante su breve noviazgo, Emília escuchaba que la gente murmuraba sobre ella y decía: «¡Esa niña no tiene vergüenza!». La vergüenza era una cualidad en una mujer. Incluso en Recife era importante que las damas tuvieran vergüenza, aunque no la llamaran de esa manera: la llamaban compostura.

La carta del doctor era curiosa. Emília la leyó siete veces. El papel estaba doblado y manchado. En una parte, la tinta se había corrido. Emília intuía desesperación en las palabras del médico. También ternura. Recordaba a aquel hombre en el vestíbulo del teatro como alguien considerado, inteligente y ligeramente ebrio. La carta revelaba aspectos diferentes de su personalidad. Era una persona extraña. ¿Qué más hombres que ella conociera utilizaban como término de una comparación una puntilla de encaje? ¿Y por qué en su carta manifestaba no ser religioso y luego lo desmentía, terminando la carta con una imploración a san Expedito? El había alabado su «gran corazón» y su «firme» voluntad. Emília se preguntaba quién le habría contado esas cosas. A pesar de las peculiaridades de la carta, Emília le creía. Algo que el médico había dicho en el vestíbulo del teatro se le había quedado grabado a Emília todos esos años: «La vida en la ciudad es buena, pero es una vida sin esfuerzo». Después de abrir su taller, Emília pensó que finalmente iba a estar contenta, pero esto no ocurrió. Seguía sintiendo que su vida estaba desnuda, que sus logros eran pequeños. Cuando recibió la carta del doctor, vio una oportunidad de ampliar el horizonte de su vida.

Se había convertido en una experta en poner ideas en la cabeza del doctor Duarte y hacerle creer que se le habían ocurrido a él. Una delegación que se hiciera cargo de un envío humanitario daría al teniente Higino y al presidente Gomes una publicidad positiva y generaría lealtad entre «las masas». Para el doctor Duarte, el campamento de Río Branco representaba una gran oportunidad para la medición craneal. En unas semanas, el gobierno organizó un tren del Ferrocarril Gran Oeste y llenó sus vagones de carga con comida, medicinas y paquetes de productos de higiene que contenían jabón, polvo dental y peines. Cada botiquín llevaba también una fotografía del presidente Gomes, el «Padre de los Pobres».

Antes de la partida, Emília y la señora Coímbra posaron para las fotografías. Las instantáneas serían impresas en los periódicos de todo el noreste, y también en sitios tan alejados como Río de Janeiro y Sao Paulo. Emília y la señora Coímbra eran llamadas «espíritus valientes», dispuestas a afrontar el peligro para llevar a cabo sus actos de caridad. Se habían registrado ataques en toda la caatinga. Después de decapitar al segundo equipo de topógrafos del gobierno, el Halcón había desaparecido de los periódicos. Había rumores de que su grupo se había roto a causa de la sequía. Algunos refugiados de los que acababan de llegar a Recife afirmaban que el famoso cangaceiro había sido apuñalado y muerto por uno de sus propios hombres. Este rumor apareció en los titulares, pero fue desmentido rápidamente. El grupo del Halcón atacó algunos trenes que llevaban provisiones para los campamentos de refugiados de Gomes. Los cangaceiros distribuyeron los alimentos robados entre los hambrientos y, después, algunos flagelados dijeron que habían visto al Halcón distribuyendo harina y carne. Otros dijeron que no lo habían visto, que había demasiados cangaceiros como para distinguir a un hombre de otro. La mayoría estaban seguros de haber visto a la Costurera, aquella mujer alta y solitaria con un brazo lisiado, atacando los trenes y dirigiendo a los hombres.

En la Navidad de 1932 el gobernador Higino había enviado soldados recién instruidos a proteger los campamentos de refugiados. Cualquier soldado que matara a un cangaceiro obtendría dos galones en su uniforme. En esa época, el Halcón se había desdoblado, por así decirlo. Había ahora dos grupos rivales de cangaceiros que se disputaban el liderazgo. Un grupo tenía a la Costurera; el otro grupo, más violento, tenía a un hombre que marcaba a hierro la cara a las mujeres como castigo por llevar pelo corto o vestidos indecentes. Emília vio a una de las víctimas retratada en el periódico. La niña tenía una cicatriz reciente en su mejilla. La marca hecha a fuego sobre su piel era la inicial «O». La niña declaró que el hombre que le había aplicado el hierro en la cara era bajo, con orejas muy grandes. Emília recordaba vagamente a ese cangaceiro. Era el que había ido a la casa de la tía Sofía y les había ordenado llevar su equipo de costura a la casa del coronel. Aquel hombre no era el Halcón, por lo menos no el que recordaba Emília.

Circulaban historias sobre la Costurera. Había rumores de que había estado embarazada; algunos refugiados en Recife dijeron que la habían visto con un enorme vientre. Cuando el doctor Duarte escuchó esto, añadió parte de su propio dinero para aumentar la recompensa. El vástago de dos infames criminales sería un valioso ejemplar. Si el rumor era verdadero, si la Costurera estaba de verdad embarazada, el doctor Duarte quería tanto el niño como a su madre. Vivos o muertos.

El rumor más escandaloso sobre la Costurera involucraba a su ejército de cangaceiros; la gente decía que su grupo incluía mujeres. La gente decía que habían secuestrado a niñas jóvenes -víctimas de la sequía- y las habían obligado a casarse con ellos.

Emília cogió su bolso y se lo puso en el regazo. En él había metido el retrato de comunión. Como le preocupaba que su compañera de asiento, la señora Coímbra, le pidiera ver la foto, Emília no la sacó de donde podía permanecer oculta. En cambio, abrió al máximo el cierre de su bolso y observó a las dos niñas en la fotografía. «Por si acaso», eso fue lo que pensó cuando incluyó en el equipaje el retrato de comunión. Por si el tren fuera detenido, por si la delegación fuera atacada. Emília sentía una fuerte y secreta emoción cada vez que miraba por la ventanilla del tren y creía distinguir algún movimiento entre la enredada maleza y los árboles de las tierras áridas. Se preguntaba si los cangaceiros podrían detener un tren en movimiento o si tendrían que esperar hasta que llegara a la estación de Río Branco, con la protección de la noche. El tren viajaba cargado de provisiones, y además el viaje de la delegación había sido ampliamente anunciado. Quizá el grupo del Halcón habría decidido esperar y atacar el campamento de refugiados, aunque había soldados que lo protegían. Emília sintió miedo y cierta excitación ante la posibilidad de un ataque. En secreto, deseaba que eso ocurriera. Aunque nunca lo iba a admitir, su razón principal para hacer ese viaje no era la caridad ni la aventura, sino la posibilidad de encontrarse con la Costurera.

Emília pasó con suavidad la yema de los dedos por las caras de las niñas en el retrato de comunión. Siguió los ángulos borrosos del brazo lisiado de Luzia.

A las tres de la madrugada, el tren entró sin incidentes en la estación de Río Branco. Una banda pequeña dio la bienvenida a la delegación tocando el himno nacional. El sargento del campamento de refugiados les daba la mano a los funcionarios del gobierno a medida que bajaban del tren. Los soldados hicieron funciones de mozos de equipaje, poniendo la serie cada vez más grande de bultos en carros tirados por burros extremadamente flacos. A la luz de las linternas de gas de la estación, Emília pudo ver las costillas de los animales debajo de su piel. Los fotógrafos de la delegación no sacaron fotos de la llegada; todos en el tren estaban cansados, con los cuerpos entumecidos, las ropas arrugadas, las caras brillantes. El doctor Duarte proclamó que era mejor dejar las fotos para el día siguiente, cuando hicieran su entrada oficial en el campamento. Los delegados dormirían en los hogares de los últimos ciudadanos decentes de Río Branco, aquellos comerciantes y propietarios que se habían quedado a pesar de la sequía. Las esposas de los hombres de Río Branco que quedaban dieron la bienvenida a Emília, a la señora Coímbra y a las monjas con abrazos y ramos de flores de tela. No quedaba una sola flor natural en Río Branco. Mientras la banda seguía tocando, las monjas unieron sus manos y rezaron una oración por haber llegado a salvo. El doctor Duarte saludó efusivamente a los funcionarios del campamento. Degas se mantuvo cerca, detrás de su padre. Junto a su marido, Emília vio al doctor. Tenía el pelo mal cortado, las mejillas quemadas por el sol. Llevaba gafas y tenía una nariz larga, como si fuera el pico de un ave. Avanzaba con aire resuelto entre la gente amontonada, se detenía y rápidamente les daba la mano a los hombres con los que se iba encontrando, para luego seguir su camino hacia Emília.

Cuando llegó junto a ella, el doctor observó detenidamente su cara. La gente que los rodeaba los empujó, acercándolos, haciendo que Emília y Eronildes chocaran uno con otro. El doctor se ruborizó.

– Señora de Coelho -dijo finalmente, apretando con fuerza su mano-, no tengo palabras.