38619.fb2 La costurera - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 98

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El doctor bajó tres de las portezuelas de su carpa médica para dar privacidad a Emília. La decencia, sin embargo, exigía que una de ellas, la cuarta, permaneciera abierta. Un soldado se quedó de pie junto a esta abertura, de espaldas al área de la consulta médica. Se le había ordenado que mantuviera alejada la fila de flagelados enfermos hasta que doña Emília de Coelho hubiera sido reconocida. La enfermera de Eronildes también permaneció en la carpa. Puso un paño mojado en el cuello de Emília y le sirvió un vaso de agua amarilla con gusto amargo. En el almuerzo, Emília no había rechazado las preocupaciones sobre su salud de la señora Coímbra. Le dijo que se sentía mareada y que tenía un ligero dolor de cabeza, pero se aseguró de no exagerar sus dolencias… Si se declaraba demasiado enferma, Degas tendría que acompañarla a la carpa de Eronildes.

Se sentó en un taburete. La tela mojada en el cuello la alivió. La humedad chorreó por la parte de atrás de su vestido, haciendo que la tela se pegara a su piel. Cuando terminó de tomar el agua, el doctor Eronildes cogió el vaso.

– ¿Puedo? -dijo él, señalándole la frente. Emília asintió con la cabeza.

Puso sus dedos largos y frescos en la frente de ella.

– Usted está sudando, y eso es una buena señal. No tiene la piel roja ni seca.

La enfermera le alcanzó un estetoscopio.

– Por favor -dijo él, señalando los botones de arriba del vestido de Emília. Emília desabrochó dos de ellos. El extremo redondo y metálico del estetoscopio estaba frío al tocarle el pecho. El doctor Eronildes escuchó.

– Su corazón está latiendo rápido -informó, retirando de sus orejas los auriculares del estetoscopio-. Creo que necesita descanso…

Llegó un grito desde la carpa contigua, la tienda privada del médico. Fue un grito agudo y apremiante. Eronildes se irguió. La enfermera abandonó aquella carpa y se dirigió a la otra. Cuando descorrió las portezuelas, Emília vio a una vieja criada que fumaba en pipa cantándole a un bulto que tenía en sus brazos.

– Me he hecho cargo de un niño -informó Eronildes.

– Eso es muy bondadoso -dijo Emília-. ¿Su madre murió?

– No. Pero supongo que para ella es como la muerte tener que entregar a su único hijo.

A Emília empezó a dolerle la cabeza realmente.

– ¿Por qué haría eso la madre?

– Ella sabía que no podría sobrevivir con ella. Era demasiado peligroso.

– ¿Y no es peligroso que se quede con usted en este campamento?

– No puede quedarse conmigo durante mucho tiempo -respondió Eronildes-. Prometí entregárselo a su tía.

La enfermera regresó. Hizo un gesto con la cabeza para indicar que el niño estaba bien. Emília observó el espacio entre las dos carpas, la línea torcida de las portezuelas de tela.

– ¿Cómo la encontrará? -quiso saber ella.

Sin pedirle permiso, el doctor Eronildes presionó suavemente las yemas de sus dedos en el cuello de Emília, palpando las glándulas debajo de la mandíbula. Se inclinó, acercándose.

– Ya la he encontrado -susurró.

El niño dejó escapar otro grito. Emília se puso de pie. La tela húmeda se deslizó de su cuello y cayó al suelo.

– ¿Le gustaría conocerlo? -prosiguió Eronildes.

– Sí.

El médico dio unos pasos hacia la portezuela de la carpa y la abrió. Emília vaciló.

– Ya tiene cinco meses -la informó Eronildes-. No estaba seguro de que fuera a sobrevivir, pero lo consiguió. Es terco. Decidido, como su madre.

Emília miró a la enfermera, al soldado de guardia, a las delgadas paredes de tela de la carpa. En silencio los maldijo a todos. Había tantas preguntas que quería hacer…, pero no podía.

– ¿La conocía usted bien? -preguntó-. A la madre, quiero decir.

Eronildes dejó caer la portezuela. Bajó la mirada hacia sus botas polvorientas de ranchero.

– Hay gente a la que uno nunca llega a conocer. No de verdad. Pero la admiraba, y le tenía lástima.

Emília asintió con la cabeza. Rápidamente abrió la portezuela y se agachó para entrar.

Pasaron varios segundos antes de que sus ojos se adaptaran a la penumbra del lugar. A pocos pasos delante de ella, el niño no dejaba de moverse en los brazos de su niñera. Tenía la cara roja y estaba llorando. Emília se sintió como si estuviera de nuevo en el vagón del Ferrocarril Gran Oeste, avanzando pero sin saber por qué ni cómo. De pronto estuvo delante de la criada. Todo el cuerpo del bebé parecía enrojecido, la piel delgada como una película. Sobre sus párpados y sobre el vientre, Emília vio una red de venas, como hilos rojos y gruesos trazos azules. Tenía los puños apretados. Le temblaban los labios y luego los abrió para dejar escapar un grito tan agudo y fuerte que la sobresaltó. La criada lo puso en los brazos de Emília. Se sacó la pipa de la boca y habló por encima de los gritos del niño.

– Su nombre es Expedito -dijo-. Así es como su madre quiere que se llame.