38619.fb2 La costurera - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 99

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5

La señora Coímbra lo llamó «hijo de la sequía». Las monjas lo llamaron «huérfano». Los periodistas de la delegación lo apodaron «el abandonado». Los fotógrafos usaron sus últimos rollos de película para registrar a Emília acunando al bebé en sus brazos en el andén de Río Branco. A un lado estaba la señora Coímbra; al otro, el doctor Duarte y Degas. Detrás de ellos, tenso como un caballo listo para salir corriendo de su establo, estaba el tren del Ferrocarril Gran Oeste que los llevaría de vuelta a Recife.

El viaje había sido un éxito. Dos días en el campamento de Río Branco le dieron al doctor Duarte cientos de mediciones craneales para comparar y analizar. El viaje ofreció una imagen positiva del presidente Gomes a las mentes de los habitantes del campamento, que habían colocado retratos del «Padre de los Pobres» en sus tiendas. Las monjas de Nuestra Señora de los Dolores habían cumplido su objetivo de ayudar a los pobres y la señora Coímbra había cumplido con su deber en nombre de la Sociedad Princesa Isabel. Los delegados del gobierno regresaron a Recife con un plan para reiniciar el proyecto de la carretera: poner a trabajar a los hombres del campamento de refugiados. Había miles de maridos, padres e hijos sanos y fuertes que llegaban en oleadas al campamento, donde recibían comida y techo gratis. Una vez que estos hombres se hubieran recuperado del hambre, ¿por qué no ponerlos a trabajar? Se podían incluir herramientas en los envíos semanales de carpas, comida y alambre de espino que hacía el gobierno. Ya había allí soldados para proteger los campamentos. Si los campesinos del lugar trabajaban en la carretera, existía la posibilidad de que los cangaceiros no atacaran… El Halcón y la Costurera no tendrían el valor de matar a su propia gente. Los trabajadores del campamento de refugiados podían construir la ruta Transnordeste desde dentro hacia fuera, desde el interior hasta llegar a la costa. Los hombres del gobierno estaban ansiosos por presentar su plan al gobernador Higino.

Todos los miembros de la delegación sabían que Emília había sido quien más insistió para que se hiciera aquel viaje. El doctor Duarte, las monjas, la señora Coímbra y los hombres del gobierno, todos tenían que agradecerle a ella el éxito. Debido a esto, aquella última mañana en Río Branco, cuando Emília abandonó los confines de alambre de púas del campamento de refugiados llevando al niño abandonado en sus brazos, nadie tuvo el valor de disuadirla. Antes ya había hablado con el doctor Duarte acerca del niño. Su suegro había fruncido el ceño y acariciado su bigote, un hábito con el que subrayaba sus profundas meditaciones. El doctor Eronildes había reconocido al niño y dio fe de su buena salud. Finalmente, el doctor Duarte puso la mano sobre el hombro de Emília.

– Te permitiré tenerlo -dijo, como si Expedito fuera un capricho costoso y poco práctico, como una estola de piel.

– Nos ocuparemos de los papeles de adopción en Recife -continuó el medidor de cráneos-. Será un ejemplo para otras personas, Emília. Los países modernos (Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, todos) han desarrollado el espíritu de la caridad. ¡«Fidelidad, igualdad y fraternidad», como dicen! ¡Cuida a tu hermano! Los brasileños debemos hacer lo mismo. Nosotros, los Coelho, seremos los primeros.

Antes de dejar la carpa de servicios médicos, el doctor Duarte invitó a Eronildes a Recife. Las elecciones nacionales se iban a celebrar en mayo, anunció el eminente frenólogo. Habría muchos puestos bien pagados para hombres brillantes y capaces como Eronildes. El doctor declinó la invitación. Se quedaría en el campamento de Río Branco hasta que pasara la sequía. El doctor Duarte sonrió y le deslizó su tarjeta de visita. Antes de despedirse, el suegro de Emília susurró algo al oído del doctor. Emília no pudo escuchar exactamente lo que dijo; sólo pudo distinguir claramente la palabra «problema». El doctor Eronildes enrojeció y estrechó la mano del doctor Duarte. Cuando se despidió de Emília, el médico se mostró reservado y formal.

– Usted ha cambiado el destino de este niño -le dijo-. Hágame saber cómo progresa.

Emília asintió con la cabeza. Tenía muchas preguntas que hacerle a Eronildes, muchos mensajes que enviar a Luzia, pero no podía hacer nada de eso. El doctor Duarte esperaba impaciente junto a la portezuela abierta de la carpa del médico.

– Fui criada por mi tía -dijo Emília-. Nadie puede reemplazar a una madre. Mi tía lo sabía. Lo hizo lo mejor que pudo.

El doctor Eronildes sonrió. Puso su larga mano sobre la cabeza de Expedito. El bebé bostezó y se movió en los brazos de Emília.

Sólo Degas expresó malestar por la apresurada adopción. Antes de que salieran de Río Branco, miró con preocupación al niño.

– A mi madre no le va a gustar -dijo.

La señora Coímbra, que había adoptado una actitud protectora respecto a Emília, le dirigió a Degas una severa mirada.

– Su madre tuvo un hijo -dijo la señora Coímbra-. Conoce la alegría que eso supone. La naturaleza ha negado esas alegrías a su esposa y ella ha encontrado otra manera de tenerlas. Su madre lo comprenderá.

La señora Coímbra, las monjas, el doctor Duarte y todos los demás componentes de la delegación estaban convencidos de que Emília había encontrado una solución natural para su infertilidad. Emília dejó que expresaran libremente lo que siempre habían pensado, es decir, que su obsesión por las modas, el taller y el sufragio femenino eran en realidad esfuerzos vanos destinados a cubrir una necesidad mayor e instintiva. Al adoptar un niño -incluso un niño refugiado- esa necesidad quedaría satisfecha finalmente. Como la señora Coímbra le susurró a Emília antes de subir al tren:

– El niño es sano y de piel clara. Nadie puede culparla a usted por quererlo.

Cuando el tren abandonó la estación de Río Branco, Expedito comenzó a lanzar gritos frenéticos, acusadores. Se revolvió en los brazos de Emília, se golpeó la tripa con sus diminutos puños. A sus pies, Emília tenía una pesada bota de cuero llena de leche de cabra. Metió a la fuerza la tetilla de la bota en la boca de Expedito. Este se calmó y bebió, con la mirada fija en Emília. Sus ojos castaños estaban húmedos y brillantes por las lágrimas. Su mirada era tan severa que Emília creyó que el niño la estaba estudiando, preguntándose adonde habría ido su fiel niñera con pipa y por qué había sido abandonado una vez más. Expedito chupaba con tanta determinación la bota que Emília temió que se tomara toda la leche antes de terminar el viaje. Se la sacó de la boca. La frente del niño se arrugó y empezó a llorar otra vez. Desde el otro extremo del vagón, los hombres del gobierno la observaban. Se habían reído con los primeros gritos de Expedito; ahora parecían irritados por ellos. Siguiendo la recomendación de la señora Coímbra, Emília y el niño se trasladaron a un vagón de segunda clase vacío. Las monjas y la señora Coímbra fueron con ella.

No había ninguna niñera para alimentar y hacer eructar al niño, ninguna criada para llevárselo cuando ensuciaba sus pañales de tela. En el campamento no usaba pañales. No había forma de limpiarlos. El agua era demasiado preciosa como para malgastarla en hervir pañales de tela. Así que la niñera de Eronildes que fumaba en pipa había hecho lo que muchas madres de la caatinga: observaban atentamente al niño para ver si fruncía el ceño, se ponía tenso o se retorcía. Si algo de esto ocurría, la niñera llevaba de inmediato a Expedito a una pequeña bacina de arcilla y lo sostenía sobre ella, y hacía esto diez, quince, a veces veinte veces al día. No había ninguna bacina en el tren. Emília tenía un montón de tiras de algodón áspero. Al principio del viaje, las monjas y la señora Coímbra ayudaron a Emília a cambiar a Expedito. Se metieron en el pequeño baño del tren y le enseñaron cómo limpiar al bebé, cómo doblar, ponerle y sujetar un pañal limpio. Le entregaron los pañales sucios al camarero del tren, que de mala gana se deshizo de los rollos de tela malolientes. Emília supuso que los habría arrojado por la ventanilla.

Para el anochecer, las otras mujeres ya se habían trasladado a sus asientos en el vagón de la delegación. Tenían la libertad de alejarse del niño, de dormir, de hacer sus comidas con toda tranquilidad. Emília no podía hacer ninguna de esas cosas. Permaneció sentaba, agotada. Su vestido olía a leche de cabra derramada. Su chaqueta bolero estaba manchada con la baba de Expedito. Su sombrero estaba aplastado. En ese vagón de tren vacío, Emília comprendía la soledad que acompañaba a la maternidad.

Expedito dormía en un moisés. Emília lo sacó de él. Sostuvo al niño en su regazo; tenía la cara relajada por el sueño. A veces movía sus manitas, como si quisiera apartar alguna pesadilla. Cada vez que se movía, Emília se ponía tensa. Le preocupaba que se despertara y llorase y ella no supiera cómo calmarlo. La aterrorizaba. Pero por debajo de sus miedos sentía un fuerte afecto. Crecía dentro de ella, haciendo que ignorara su vestido sucio, los calambres de su espalda, su soledad. Había una satisfactoria liberación en eso de olvidarse de sí misma y ocuparse, en cambio, de aquel niño.

Debajo de las mantas del moisés había un pequeño saco de lona que el doctor Eronildes le había dado.

– Es para el niño -le había dicho-. Su madre quería que lo tuviera él.

El saco contenía una navaja con una abeja torpemente tallada en el mango de madera. Emília había retirado el cuchillo de su escondite. Había jugueteado con su hoja poco afilada.

Una puerta se abrió en el extremo del vagón. Una ráfaga de aire atravesó los compartimentos del tren. Emília miró a Expedito. Frunció la boca y su pequeña barbilla se arrugó, pero no se despertó. Degas se acercó andando por el pasillo del vagón. Se sentó al lado de Emília.

– Tú y yo somos los únicos que no estamos durmiendo -dijo, frotándose los ojos-. ¿Por qué será?

Emília sacudió la cabeza, con cuidado para no molestar a Expedito.

– La mala conciencia te mantiene despierto. Eso es lo que mi tía Sofía solía decir.

Degas ladeó la cabeza.

– ¿De qué eres culpable tú?

Emília miró por la ventanilla del tren. El cristal estaba sucio. No había luna, de modo que estaba demasiado oscuro como para observar la maleza. En cambio Emília estudió su propio reflejo. No había protegido a su hermana menor, no había protestado cuando los cangaceiros se la habían llevado. Después, no había tratado de rescatarla. Y por último intentó olvidar a su hermana, negar su relación con ella, sus vínculos.

– De escapar -dijo Emília finalmente-. De olvidar.

– Eso no te hace culpable. Más bien demuestra que eres lista -señaló Degas. Apuntó con un dedo a Expedito-. ¿ Qué nombre le pondremos?

– Ya tiene un nombre.

Degas frunció sus gruesos labios..

– ¿Tampoco tengo nada que decir en esto? Debí haberlo imaginado. ¿Mi padre y tú habéis elegido ya un nombre?

– No. Ya tenía uno.

– ¿Cuál es?

– Expedito -susurró Emília. El niño se movió en sus brazos.

– Ése es un nombre de campesino, no hay ninguna duda -comentó Degas-. Seguramente lo elegiría su madre.

– No lo sé -respondió Emília, que estaba deseando que él se fuera-. Quizá fue el doctor.

Degas sacudió la cabeza.

– Es un ave extraña ese doctor. Entrega bebés en adopción. Se relaciona con los cangaceiros. Comprendo que ellos quieran relacionarse con él: un médico es un amigo útil cuando uno es un bandido. Pero no puedo ni imaginar cuál es el motivo de que ese doctor se arriesgue a mantener tal relación. Nadie lo condena por eso tampoco. Los coiteiros están siendo detenidos por todos lados, pero no nuestro doctor Eronildes. Su delito, contra todo pronóstico, lo convierte en interesante. Un valor. ¿Has visto cómo lo elogiaba mi padre? ¿Cómo lo ha invitado a Recife?

– ¡Chiss! -exclamó Emília-. ¡No lo despiertes!

Degas miró a Expedito. Acarició ligeramente el pie del niño.

– Solías arrugar la nariz cuando oías hablar de niños. Hasta la Costurera tenía instinto maternal, pero tú no.

– Eso es una tontería -susurró Emília.

– No lo es. Estaba embarazada -argumentó Degas-. Eso es lo que los diarios decían.

– Estaba hambrienta, como los refugiados. Todos tienen el vientre hinchado. Es por los gusanos.

Degas la ignoró; movía el dedo en círculos por los pies descalzos de Expedito.

– Supongo que debe de ser difícil dar a luz en medio de la floresta seca. Se necesitará asistencia médica. Un doctor…

– Por eso no quiero tener niños míos -interrumpió Emília, decidida a desviar la conversación-. Los partos son horribles. La señora Coímbra dice que por eso se le arruinó la figura.

Degas sonrió.

– ¿Qué te parece que le pasó?

– ¿A su figura? -preguntó Emília-. Se le ensanchó la cintura.

– No -replicó Degas-. Al niño, al niño bandolero.

Emília lo miró.

– Tal vez lo quiso matar.

– ¿Qué madre sería capaz de hacer eso?

– Una madre muy desesperada.

Degas chasqueó la lengua en señal de desacuerdo.

– Hemos visto la prueba de que eso no es verdad. Todas las mujeres que había en el campamento de refugiados estaban desesperadas. Estaban hambrientas, pero tenían a sus bebés escuálidos con ellas.

Degas estiró la mano hacia el regazo de Emília. Acarició la cabeza de Expedito, pasando un dedo por cada hebra sedosa del pelo del niño.

– Creo que la Costurera entregó a su niño. A un coiteiro, tal vez. A alguien en quien confiaba profundamente. -Degas cubrió con la mano la cabeza de Expedito-. Mi padre querrá medirlo cuando esté completamente formado.

Emília pensó en la niña sirena flotando en su frasco, atrapada en un sueño perpetuo. Rozó la mano de Degas.

– Déjale que lo haga -siseó.

– No puedo -dijo Degas. Miró a Emília, arrugando la cara como si le doliera-. Soy su padre ahora, aun cuando yo no lo haya elegido, aun cuando le preguntaste primero a mi padre, y no a mí. Nadie me tiene en cuenta, ni siquiera mi propia esposa. Pero no me infravalores, Emília. Sé lo que significa ocultar algo. Lo hago a cada momento que paso despierto.

Sus manos se posaban húmedas también sobre la piel de Expedito. Los dobleces de sus codos estaban húmedos por el sudor.

– Lo siento -dijo Emília-. Debí haberte preguntado primero a ti. Temía que dijeras que no.

– ¿Y si así hubiera sido? -preguntó Degas-. ¿Lo habrías traído a pesar de todo?

– Sí.

Degas suspiró y se recostó. Volvió su cabeza hacia Emília.

– Dime la verdad -quiso saber-: ¿qué es lo que es tan especial en este niño?

– Nada -respondió Emília-. Si tú crees lo mismo que tu padre, no hay absolutamente nada especial. De hecho es lo opuesto. Por eso lo quiero.

Degas miró hacia el techo. Se pellizcó el puente de la nariz con aire cansado. Cuando bajó la vista hacia Expedito otra vez, sus ojos brillaron. Se puso de pie abruptamente.

– Hablaré con mi madre cuando lleguemos -dijo Degas-. Le diré que yo lo quería.

Emília vio cómo Degas se escurría por el angosto pasillo hacia adelante y desaparecía en el vagón contiguo. Cuando se perdió de vista, acercó a Expedito a su propio cuerpo. El niño se despertó. Lloró, pero Emília no intentó calmarlo. Apretó la cara contra la suya, inhalando los sollozos con olor a leche del bebé y dejando escapar los suyos. Ambos quedaron unidos en un llanto íntimo.