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Estas últimas semanas, ya desde antes de venir a París, he estado buscando un argumento para la novela que quiero escribir: una novela de aventuras, sucesiva, llena de prodigios e invenciones. Hasta ahora no se me ocurrió nada, fuera del título, que tengo desde hace años y al que me aferro con la obstinación del vacío: "La costurera y el viento". La heroína tiene que ser una costurera, en la época en que había costureras… y el viento su antagonista, ella sedentaria, él viajero, o al revés: el arte viajero, la turbulencia fija. Ella la aventura, él el hilo de las aventuras… Podría ser cualquier cosa, de hecho debería ser cualquier cosa, cualquier capricho, o todos, si empiezan a transformarse uno en otro… Por una vez, quiero permitirme todas las libertades, hasta las más improbables… Aunque lo más improbable, debo admitirlo, es que este programa funcione. A uno no lo arrastra el soplo de la imaginación sino cuando no se lo ha propuesto, o mejor: cuando se ha propuesto lo contrario. Y además, está la cuestión de encontrar un buen argumento.
Pues bien, anoche, esta mañana, al amanecer, medio dormido todavía, o más dormido de lo que creía, se me ocurrió un asunto, rico, complejo, inesperado. No todo, sólo el comienzo, pero era justo lo que necesitaba, lo que había estado esperando. El personaje era un hombre, lo que no constituía un obstáculo porque podía hacer de él el marido de la costurera… Sea como sea, cuando estuve despierto lo había olvidado. Sólo recordaba que lo había tenido, y que era bueno, y que ya no lo tenía. En esos casos no vale la pena exprimirse el cerebro, lo sé por experiencia, porque no vuelve nada, quizás porque no hay nada, nunca hubo nada, salvo la sensación perfectamente gratuita de que sí había… Con todo, el olvido no es completo; queda un pequeño resto vago, en el que me ilusiono que hay una punta de la que podría tirar y tirar… aunque entonces, para seguir con la metáfora, tirando de esa hebra terminaría borrando la figura del bordado y me quedaría entre los dedos un hilo blanco que no significaría nada. Se trata… A ver si puedo ponerlo en unas frases: Un hombre tiene una anticipación muy precisa y detallada de tres o cuatro hechos que ocurrirán encadenados en el futuro inmediato. No hechos que le pasarán a él sino a tres o cuatro vecinos, en el campo. Entra en un movimiento acelerado para hacer valer su información: la prisa es necesaria porque la eficacia del truco está en llegar a tiempo al punto en que los hechos coincidan… Corre de una casa a otra como una bola de billar rebotando en la pampa… Hasta ahí llego. No veo más. En realidad lo que menos veo es el mérito novelesco de este asunto. Estoy seguro de que en el sueño esta agitación insensata venía envuelta en una mecánica precisa y admirable, pero ya no sé cuál era. La clave se ha borrado. ¿O es lo que debo poner yo, con mi trabajo deliberado? Si es así, el sueño no tiene la menor utilidad y me deja tan desprovisto como antes, o más. Pero me resisto a renunciar a él, y en esa resistencia se me ocurre que hay otra cosa que podría rescatar de las ruinas del olvido, y es precisamente el olvido. Apoderarse del olvido es poco más que un gesto, pero sería un gesto consecuente con mi teoría de la literatura, al menos con mi desprecio por la memoria como instrumento del escritor. El olvido es más rico, más libre, más poderoso… Y en la raíz de esta idea onírica debió de haber algo de eso, porque esas profecías en serie, tan sospechosas, desprovistas de contenido como están, parecen ir a parar todas a un vértice de disolución, de olvido, de realidad pura. Un olvido múltiple, impersonal. Debo anotar entre paréntesis que la clase de olvido que borra los sueños es muy especial, y muy adecuada para mis fines, porque se basa en la duda sobre la existencia real de lo que deberíamos estar recordando; supongo que en la mayoría de los casos, si no en todos, sólo creemos olvidado algo que en realidad no pasó. Nos hemos olvidado de nada. El olvido es una sensación pura.
El olvido se vuelve una sensación pura. Deja caer el objeto, como en una desaparición. Es toda nuestra vida, ese objeto del pasado, la que cae entonces, en los remolinos antigravitatorios de la aventura.
En mi vida ha habido poca aventura. Ninguna, de hecho. No recuerdo ninguna. Y no creo que sea casualidad, como cuando uno lo piensa y advierte con sorpresa que en lo que va del año no ha visto un solo enano. Mi vida debe de tener la forma de esta falta de aventuras, lo que es lamentable porque serían una buena fuente de inspiración. Pero yo me lo he buscado, y en el futuro lo haré deliberado. Hace unos días, antes de partir, reflexionando, llegué a la conclusión de que no volveré a viajar nunca más. No saldré a la busca de la aventura. En realidad no he viajado nunca. Este viaje, lo mismo que el anterior (cuando escribí El Llanto) pueden volverse nada, una voluta de la imaginación. Si ahora escribo, en los cafés de París, La Costurera y el Viento, como me he propuesto, es para acelerar el proceso. ¿Qué proceso? Uno que no tiene nombre, ni forma, ni contenido. Ni resultados. Si me ayuda a sobrevivir, lo hará como habría podido hacerlo un pequeño enigma, una adivinanza. Creo que siempre debe quedar ese extraviado punto intrigante para que un proceso se sostenga en el tiempo. Pero no se descubrirá nada al final, ni al principio, la resolución está tomada de antemano: nunca volveré a viajar. De pronto, estoy en un café de París, escribiendo, dando expresión a resoluciones anacrónicas tomadas en el corazón mismo del miedo a la aventura (en un café de mi barrio, Flores). Uno puede llegar a creer que tiene otra vida, además de la suya, y lógicamente cree que la tiene en otro lado, esperándolo. Pero le bastaría hacer la prueba una sola vez para comprobar que no es así. Un solo viaje basta (yo hice dos). Hay una sola vida, y está en su lugar. Y sin embargo, algo tiene que haber pasado. Si he escrito, ha sido para interponer olvido entre mi vida y yo. Ahí tuve éxito. Cuando aparece un recuerdo, no trae nada, sólo la combinatoria de sí mismo con sus restos negativos. Y el torbellino. Y yo. De algún modo la Costurera y el Viento tienen que ver, son lo más apropiado, casi diría lo único adecuado, a esta cita extraña. Querría que fueran la pura invención de mi alma, ahora que mi alma ha sido extraída de mí. Pero no lo son del todo, ni podrían serlo, porque la realidad, o sea el pasado, los contamina. Levanto barreras que quiero formidables para impedir la invasión, aunque sé que es una batalla perdida. No tuve una vida aventurera para no cargarme de recuerdos. "…Quizás sea un punto de vista exclusivamente personal, pero experimento una irreprimible desconfianza si oigo decir que la imaginación se hará cargo de todo.
"La imaginación, esta facultad maravillosa, no hace, si se la deja sin control, nada más que apoyarse en la memoria.
"La memoria hace subir a luz cosas sentidas, oídas o vistas, un poco como en los rumiantes vuelve un bolo de hierba. Puede estar masticado, pero no está ni digerido ni transformado." (Boulez)
No es azar, dije. Tengo un motivo biográfico para sostener estas razones. Mi primera experiencia, el primero de esos acontecimientos que dejan huella, fue una desaparición. Yo tendría ocho o nueve años, jugaba en la calle con mi amigo Omar, y se nos ocurrió subirnos a un acoplado de camión, vacío, estacionado frente a nuestras casas (éramos vecinos). El acoplado era un rectángulo muy grande, del tamaño de una habitación, con tres paredes de madera muy altas y sin la cuarta, que era la de atrás. Estaba perfectamente vacío y limpio. Nos pusimos a jugar a darnos miedo, lo que es extraño porque era el mediodía, no teníamos máscaras ni disfraces ni nada, y ese espacio, de todos los que hubiéramos podido elegir, era el más geométrico y visible. Se trataba de un juego puramente psicológico, de fantasía. No sé cómo pudo ocurrírsenos semejante sutileza, al par de niños semisalvajes que éramos, pero así son los chicos. Y resultó que el miedo fue más eficaz de lo que esperábamos. Al primer intento, ya fue excesivo. Empezó Omar. Yo me senté en el piso, cerca del borde trasero, él fue a ubicarse de pie junto a la pared delantera. Dijo "ya" y comenzó a caminar hacia mí con un tranco pesado y lento, sin hacer caras ni gestos (no era necesario)… El terror que sentí fue tal que debo de haber cerrado los ojos… Cuando los abrí, Omar no estaba. Paralizado, estrangulado, como en una pesadilla, yo quería moverme y no podía. Era como si un viento me apretara por todos lados a la vez. Me sentía deformado, retorcido, con las dos orejas del mismo lado, los dos ojos del otro, un brazo saliéndome del ombligo, el otro de la espalda, el pie izquierdo saliendo del muslo derecho… Acuclillado, como un sapo octodimensional… Tuve la impresión, que tan bien conocía, de correr desesperadamente para huir de un peligro, de un horror… del monstruo agazapado que ahora era yo mismo. Sólo podía detenerme en el sitio más seguro.
De pronto, no sé cómo, me encontré en la cocina de mi casa, detrás de la mesa. Mi madre me daba la espalda frente a la mesada, mirando por la ventana. No trabajaba, no hacía la comida ni manipulaba cosas, lo que era rarísimo en un ama de casa clásica que siempre estaba haciendo algo, pero su inmovilidad estaba llena de impaciencia. Lo supe porque yo tenía una comunicación telepática con ella. Y ella conmigo: debió de sentir mi presencia, porque repentinamente se dio vuelta y me vio. Soltó un grito como no le he oído otro jamás, se llevó las dos manos a la cabeza con un gesto y un gemido de angustia, casi de llanto, que nunca antes había manifestado frente a mí pero que yo había sabido que estaba dentro de sus capacidades expresivas. Era como si hubiera sucedido algo inimaginable, imposible.
Por los gritos que me propinó cuando pudo volver a articular supe que Omar había venido, al mediodía, a decir que yo me había escondido y no quería aparecer pese a sus llamados y declaraciones de que no jugaba más, de que tenía que irse. Esas obstinaciones eran típicas en mí, pero a medida que pasaban las horas empezaron a alarmarse, mamá participó en la busca, y al fin había intervenido papá (era el último grado de alarma) y todavía estaba buscándome, con ayuda del padre de Omar y no sé qué otros vecinos, una batida en regla por las inmediaciones, y ella no había podido hacer nada, no había empezado a preparar la cena, no había tenido ánimo siquiera para prender las luces… Noté que en efecto la luz ya era gris oscuro, ya casi era de noche. ¡Pero yo había estado ahí todo el tiempo! No se lo dije porque la emoción me impedía hablar. No era yo, estaban equivocados… ¡El que había desaparecido era Omar! Era a su madre a la que había que decírselo, ésa era la busca que había que emprender. Y ahora, pensé en un espasmo de desesperación, sería mucho más difícil porque caía la noche. Me sentía culpable por el tiempo perdido, del que por primera vez comprendía la cualidad de irrecuperable.
Es increíble la velocidad que puede tomar la sucesión de hechos a partir de uno que se diría inmóvil. Es un vértigo; directamente los hechos ya no se suceden: se hacen simultáneos. Es el recurso ideal para desembarazarse de la memoria, para hacer de todo recuerdo un anacronismo. A partir de aquel lapsus mío, todo empezó a pasar a la vez. En especial para Delia Siffoni, la madre de Omar. La desaparición de su hijo la afectó mucho, le afectó la mente, cosa que habría debido sorprenderme porque no era de tipo emocional; era de esas mujeres, tan abundantes entonces en Pringles, en las afueras pobres donde vivíamos, que antes de dejar de parir para siempre tenían un solo hijo, un varón, y lo criaban con cierto desapego severo. Todos mis amigos eran hijos únicos, todos más o menos de la misma edad, todos con esa especie de madres. Eran maniáticas de la limpieza, no dejaban tener perros, parecían viudas. Y siempre: un solo hijo varón. No sé cómo después llegó a haber mujeres en la Argentina.
Delia Siffoni había sido amiga de mi madre en su infancia. Después se había ido del pueblo, y cuando volvió, casada y con un hijo de seis o siete años, vino a alquilar por pura casualidad una casa al lado de la nuestra. Las dos amigas se reencontraron. Y nosotros dos, Omar y yo, nos hicimos inseparables, todo el día juntos en la calle. Nuestras madres en cambio mantenían esa distancia teñida de malevolencia típica de las mujeres locales. Mamá le encontraba muchos defectos, pero eso era casi un pasatiempo para ella. En primer lugar, que estaba loca, desequilibrada: todas lo estaban, cuando se ponía a pensarlo. Después la manía de limpieza; hay que reconocer que Delia era un dechado. Mantenía herméticamente cerrada la salita, a la que nadie entraba nunca bajo ningún pretexto. El único dormitorio resplandecía, y la cocina también. En esos tres ambientes se terminaba la casa, que era una réplica exacta de la nuestra. Barría varias veces por día los dos patios, el delantero y el trasero, incluyendo el gallinero; y la vereda, de tierra, estaba siempre asperjada. Se dedicaba a eso. Le habíamos puesto de apodo "la paloma", por la nariz y los ojos; mi madre era especialista en encontrar parecido con animales. Ahí contribuía el modo de hablar de Delia, un poco susurrante y precipitado, lo mismo que sus modales y desplazamientos cuando estaba en la vereda (siempre estaba afuera: otro defecto), esos pasitos ligeros con los que parecía alejarse, y volvía hacia su interlocutora, mil veces, se iba, volvía, se acordaba todavía de algo más que decir…
Delia tenía una profesión, un oficio, y en eso era una excepción entre las mujeres del barrio, sólo amas de casa y madres, como era el caso de la mía. Era costurera (costurera, justamente, ahora me doy cuenta de la coincidencia), podría haberse ganado la vida con su trabajo y de hecho lo hacía porque su marido tenía no sé qué empleo vago de transportes y en líneas generales no podía decirse que trabajara. Ella era una costurera de fama, confiable y prolijísima, aunque de un gusto pésimo. Lo hacía perfecto, pero había que darle instrucciones muy precisas, y vigilarla hasta el último minuto para que no lo echara a perder siguiendo su inspiración nefasta. Pero rápida, era rapidísima. Cuando las clientas iban a probarse… Había cuatro pruebas, eso era canónico en la costura pringlense. Con Delia, las cuatro pruebas se confundían en un instante, y además la prenda ya estaba hecha antes. Con ella no había tiempo de cambiar de idea, ni mucho menos. Había perdido mucha clientela por ese motivo. Siempre estaba perdiendo clientas; era un milagro que le quedaran. Es que siempre estaban apareciendo nuevas. Su velocidad sobrenatural las atraía, como la luz de una vela a las polillas.
En el verano, me despertaban los pájaros. Teníamos un solo dormitorio para toda la familia, en la parte delantera de la casa, a la calle. Mi camita estaba bajo la ventana. Mis padres, gente de campo, tenían el hábito de dormir con la ventana cerrada; pero yo había leído en el Billiken que era más sano tenerla abierta de noche, así que cuando todos dormían me ponía de pie en la cama y la abría, un centímetro apenas, sin hacer el menor ruido. El griterío de los pajaritos en los árboles de enfrente me caía encima antes que a nadie. Era el primero en despertarme, sobresaltado por ese polvillo de puntos agudos, así como había sido el último en dormirme al cabo de una interminable sesión de horrores mentales. Pero siempre sucedía que mi mamá se había dormido después que yo, y se había despertado antes. Me enteraba indirectamente, por algún comentario, y además sabía que ella se quedaba levantada hasta después de la medianoche, tejiendo, cosiendo, escuchando la radio, tocando el piano -curiosa ocupación esta última, pero ella había sido concertista de pueblo, de día no tenía tiempo ni ganas de practicar, y a mí no me despertaba. Cuando me despertaban los pájaros a la mañana ella ya trajinaba desde hacía rato. No sé cómo podía ser, porque sin negar una realidad, yo seguía creyendo en la otra: yo velaba mientras ella dormía, inclusive la veía dormir (creo verla todavía), dormir profundamente, abandonada al sueño, que la embellecía. Su vigilia se traspapelaba en el sueño. ¿No sería sonámbula? Apuntaba en ese sentido el hábito tan curioso de tocar el piano (Clementi, Mozart, Chopin, Beethoven, y una transcripción de Lucia de Lammermoor) en lo profundo de la noche. Eso nunca lo oí, ella debía de asegurarse de que yo estuviera bien dormido, pero hasta hoy puedo evocar la sensación sobrenaturalmente sedante de esa música nocturna, cada nota desatando todos los nudos de mi vida. De ahí debe de datar mi pasión torturada por la música, por la música que no entiendo, la más extraña, absurda, vanguardista -ninguna me parece lo bastante avanzada e incomprensible. De adulto, descubrí que mi madre dormía inmensamente, era una privilegiada, una Reina del Sueño, de las que podrían dormir siempre, toda la vida, si se lo propusieran. Pero entonces, ella tenía la coquetería del insomnio, y cuando por casualidad se refería a la noche era para decir "No pegué un ojo". Como todos los chicos, yo debí de creerle al pie de la letra. Yo también he sido un Rey del Sueño, un verdadero lirón.
En verano me despertaba tempranísimo, con los pájaros, porque amanecía muy temprano, mucho más que ahora. Antes no se cambiaba la hora según las estaciones, y además Pringles estaba muy al sur, donde los días eran más largos. A las cuatro, creo, empezaba el coro de los pájaros. Pero había uno, un pájaro, que era el que me despertaba en esos amaneceres de verano, un pájaro con el canto más bello y extraño que pueda soñarse. Nunca volví a oír algo así. Era un gorjeo atonal, locamente moderno, una melodía de notas al azar, agudas, límpidas, cristalinas. Las hacía tan especiales lo inesperadas que eran, como si existiera una escala, y el pájaro escogiera cuatro o cinco notas de ella en un orden que burlaba por sistema cualquier expectativa. Pero el orden no podía ser inesperado siempre, no hay un método así; el azar mismo debía contribuir a que se cumpliera alguna expectativa, la ley de las probabilidades lo exige. Y sin embargo, no.
En realidad no era un pájaro. Era el camión del señor Siffoni, cuando le daba manija. En aquel entonces a los autos había que darles manija por delante para poner en marcha el motor. Éste era un vehículo viejísimo, un camioncito cuadrado, de lata roja, que no se sabía bien cómo podía seguir funcionando. Después del trino maravilloso, venían las toses patéticas del motor. Me pregunto si no sería eso lo que me despertaba, e imaginaba el canto previo. Suelo tener, todavía hoy, esas ensoñaciones del despertar. Aquello les dio el modelo.
El camioncito rojo se recortaba en los colores limpios y hermosos del amanecer pringlense, el cielo perfecto de azul, el verde de los árboles, el dorado de la tierra de nuestra calle. El verano era la única estación en que Ramón Siffoni trabajaba en cargas. El resto del año descansaba. Tampoco en la temporada trabajaba mucho, según mis padres, que lo criticaban por eso. Ni siquiera se levantaba temprano, decían (pero yo sabía la verdad).
Justo al lado de casa, del otro lado, vivía un camionero de profesión, uno verdadero. Tenía un camión modernísimo, enorme, con acoplado (en ese acoplado justamente habíamos jugado aquel mediodía fatídico Omar y yo), y hacía largos viajes hasta los más lejanos confines de la Argentina. No sólo en verano, esas cargas de ocasión y buen clima de Siffoni en su camión de juguete, sino en serio. Se llamaba Chiquito, era medio pariente nuestro, y a veces cuando yo salía para la escuela en pleno invierno, con el cielo todavía oscuro, él me había dejado un muñeco de nieve en la puerta, señal de que había partido en un largo viaje.
El muñeco de nieve… La bella postal del camioncito rojo en el amanecer celeste y verde… La fiesta de los sentidos. Y todo eso se balanceó de pronto en la desaparición.
Mis padres eran gente realista, enemiga de las fantasías. Todo lo juzgaban por el trabajo, su patrón universal para medir al prójimo. Todo lo demás se inclinaba ante ese criterio, que yo heredé en bloque y sin discusión: siempre he venerado el trabajo por encima de cualquier otra cosa; el trabajo es mi dios y mi juicio universal; pero nunca trabajé, porque nunca tuve necesidad de hacerlo, y mi devoción me eximió de trabajar por mala conciencia o por el qué dirán.
En las conversaciones familiares en mi casa era habitual pasar revista a los méritos de vecinos y conocidos. Ramón Siffoni era uno de los que salían mal parados en ese escrutinio. Su esposa no escapaba a la condena porque mis padres, realistas como eran, nunca hacían de las esposas víctimas del ocio de los maridos. Que ella también trabajara, cosa rarísima en nuestro medio, no la eximía, por el contrario la hacía más sospechosa. Esa costurera delgada, pequeña, con rasgos de pájaro, neurótica en grado sumo, de la que era imposible adivinar los horarios de costura ya que siempre estaba en la puerta comadreando, ¿qué hacía en realidad? Misterio. El misterio era parte del juicio, porque mis padres, por realistas, no podían ignorar que las recompensas del trabajo eran caprichosas, con demasiada frecuencia inmerecidas. La divinidad enigmática del trabajo se encarnaba, en una suspensión negativa del juicio, en Delia Siffoni. Mi mamá podía reconocer las prendas hechas por ella en cualquier mujer del pueblo (es cierto que las conocía a todas), perfectas, prolijas hasta la locura, sobre todo los sábados a la noche en la "vuelta al perro", y después se lo comentaba a Delia; a mí me parecía un poco hipócrita, pero no entendía bien sus mecanismos. Con todo, las epifanías, y la hipocresía, son parte del tratamiento divino.
En aquel preciso momento de su vida profesional, y de su vida a secas, Delia había caído en una especie de trampa hecha a su medida. Silvia Balero, la profesora de dibujo, pretendida mosca muerta y candidata a solterona, se casaba de apuro. En nombre de las apariencias, lo haría por iglesia, de blanco. Y el encargo del vestido de novia se lo llevó a Delia. Como era artista, la Balero hizo ella misma el diseño, atrevido, nunca visto, y trajo de Bahía Blanca, adonde viajaba con frecuencia en su autito, los quintales de tules y plumetí, todo de nylon, que era la última novedad. Trajo hasta el hilo para coserlo, también sintético, trencilla de banlon perlado. Sus dibujos contemplaban hasta el menor detalle, y además se hizo el deber de estar presente en el corte y los hilvanes preliminares: ya se sabía que a la costurera había que vigilarla de cerca. Ahora bien, Delia era especialmente mojigata, más que el común. Era casi malévola en ese sentido; durante años había estado atenta a cada irregularidad moral en el pueblo. Y cuando las conocidas, con las que departía el día entero, empezaron a hacerle preguntas (porque del caso Balero se hablaba con fruición) se sintió molesta y empezó a hacer amenazas, por ejemplo de no coser ese vestido, el traje hipócrita de la ignominia blanca… ¡Pero sí que iba a coserlo! Un pedido así, se daba una vez por año, o menos. Y con el inútil de marido que tenía, según el consenso del barrio, no estaba para moralismos. La situación estaba cortada a medida para ella, porque una velocidad se superponía a la otra. Ya dije que cuando ella ponía manos a la obra las pruebas se superponían a la puntada final… Un embarazo tenía plazo y velocidad fijas, es decir una lentitud; pero aquí no se trataba del ajuar de un bebé; en el caso de Silvia Balero había un anacronismo de precisión, al que en la vida de pueblo se le hacía mucho caso. La ceremonia, el vestido blanco, el marido… Todo debía realizarse de pronto, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, y sólo así funcionaba. En realidad no funcionaba, porque ya todos los detentadores de opinión que a Silvia podían importarle estaban sobre aviso. Es como para ponerse a pensar, por qué se tomaba tanto trabajo. Probablemente porque estaba obligada.
Era una chica cuyos veinte años habían pasado, sin novio, sin casamiento. Una profesional, a su modo. Había estudiado dibujo, o algo así, en una academia de Bahía Blanca; daba clases en el colegio de monjas (su empleo estaba en peligro), en el Colegio Nacional, y a alumnos privados, organizaba exposiciones, todo eso. No sólo era profesora de dibujo diplomada, sino una amiga de las artes, casi una vanguardista. Es cierto que había llegado hasta los Impresionistas nada más, pero no hay que ser demasiado severos en ese punto. A los pringlenses en aquel entonces había que explicarles el Impresionismo, y recomenzar toda la historia, con valentía. A ella no le faltaba valor, aunque quizás sólo fuera su inconsciencia de tonta. Y era linda, inclusive muy linda, una rubia alta con maravillosos ojos verdes, pero a las solteronas siempre les pasaba eso: ser lindas sin ningún efecto. Haberlo sido, en vano.
El verdadero problema no era ella, sino el marido. ¿Quién sería? Misterio. Para casarse se necesitan dos. Ella se casaba, por amor según decía (o le hacían decir en los relatos: todo era muy indirecto), no por necesidad… Muy bien, era mentira pero muy bien. Al menos era coherente. Salvo que, ¿con quién? Porque el sujeto, el responsable, era casado, y tenía tres hijas. Histéricas de las que se tomaban sus fantaseos nupciales por realidad era lo que sobraba entre las solteronas de Pringles. Representaban casi una magia. Y de la Balero bien podía esperarse algo así, aunque nadie se lo hubiera esperado antes. Todo esto eran suposiciones, comentarios, chismes, pero convenía prestarle atención porque por regla general eran ciertos como la verdad.
Loca ya, a Delia Siffoni la desaparición de su único hijo la volvió loca. Entró en un frenesí. Espectáculo prodigioso, postal perenne, cine trascendental, escena de las escenas: ver a una loca volverse loca. Es como ver a Dios. La historia de estas últimas décadas ha hecho más y más rara esa ocasión. Aunque fui testigo, no me atrevería a intentar una descripción. Me remito al juicio del barrio; en él, la última palabra la tenían los miembros del mismo sexo que el enjuiciado. Los hombres se hacían cargo de los hombres, las mujeres de las mujeres. Mi mamá era entusiasta partidaria de la desesperación, tratándose de los hijos. Según ella, no quedaba otra cosa: aullar, perder la cabeza, hacer escenas. Nunca tuvo que hacerlas, por suerte; tenía sangre alemana, era en extremo discreta y reservada, no sé cómo se las habría arreglado. Cualquier otra cosa equivalía a ser "tranquila", lo que en su idioma alusivo, pero muy preciso, significaba no amar a su prole. Más allá de la desesperación no veía nada. Después sí vio, vio demasiado, cuando nuestra felicidad se hizo pedazos; pero en aquel entonces era muy estricta: la escena, el telón del grito, y atrás nada. En realidad, ni a ella ni a ninguna de sus conocidas le había sido necesario nunca volverse locas de angustia; la vida era muy poco novelesca entonces… La locura de una madre sólo podía desencadenarla, hipotéticamente, algún accidente horrendo que les pasara a los hijos. A nosotros los chicos, libres y salvajes, nos pasaba de todo, pero no lo definitivamente horrendo. No nos perdíamos, no desaparecíamos… ¿Cómo perderse en un pueblito en el que todos se conocían, y casi todos estaban más o menos emparentados? Extraviar un hijo sólo podía pasar en laberintos que no existían entre nosotros. Aun así, aun siendo un temor nada más, el accidente existía: una fuerza invisible lo arrastraba hacia la realidad, y seguía arrastrándolo aun allí, dándole las formas más caprichosas, reordenando todo el tiempo sus detalles y circunstancias, creándolo, aniquilándolo, con toda la potencia inaudita de la ficción. En eso consistía, y debe de seguir consistiendo, la felicidad de Pringles.
No puede extrañar entonces que, en el trance aquel, Delia se haya visto ante el abismo, ante los campos magnéticos del abismo, y se haya precipitado. ¿Qué otra cosa podía hacer?
El abismo que se abrió ante Delia Siffoni tenía (y sigue teniendo) un nombre: la Patagonia. Cuando les digo a los franceses que yo vengo de ahí (mintiendo apenas) abren la boca, me admiran, casi incrédulos. Hay mucha gente en todo el mundo que sueña con viajar alguna vez a la Patagonia, ese extremo del planeta, desierto bellísimo e incomunicable, en el que podrían pasar todas las aventuras. Todos están más o menos resignados a no llegar nunca tan lejos, y en eso debo darles la razón. ¿Qué irían a hacer allá? Y además, ¿cómo llegar? Se interponen todos los mares y ciudades, todo el tiempo, todas las aventuras. Es cierto que hoy las compañías de turismo simplifican mucho los viajes, pero por alguna razón sigo pensando que ir a la Patagonia no es tan fácil. Lo veo como algo distinto de cualquier otro viaje. Mi vida fue llevada a la Patagonia de un soplo, en un momento, aquel día de mi infancia, y se quedó allí. Creo que viajar no vale la pena si uno no lleva consigo su vida. Es algo que estoy confirmando a mis expensas durante estos días melancólicos en París. Es paradójico, pero un viaje se soporta sólo si es insignificante, si no cuenta, si no deja huella. Uno viaja, se va al otro lado del mundo, pero deja su vida en casa, guardada y lista para recuperarla a la vuelta. Salvo que cuando uno está lejos se pregunta si por casualidad no habrá traído su vida consigo, sin querer, y allá no habrá quedado nada. Basta con la duda para crear un miedo atroz, insoportable, sobre todo porque es un miedo a nada, una melancolía.
Siempre se usa una razón para precipitarse. Para eso sirven las razones. La que usó Delia no sólo era correcta en sí: también se adecuaba a lo que había pasado, en líneas generales, haciendo a un lado algún detalle. Ese mediodía, justo cuando estábamos jugando en la calle, el Chiquito había partido en su camión con rumbo a Comodoro Rivadavia, a cargar no sé qué, seguramente lana. Mi tía Alicia, que le daba pensión en su casa, lo había visto partir, después de un almuerzo temprano preparado para él solo. En efecto, había montado al camión ya listo para la travesía, el tanque lleno (se había ocupado de eso a la mañana), lo puso en marcha y partió rápido… ¿Qué más natural que un chico que estuviera jugando en la caja vacía quedara aprisionado del movimiento, no atinara a hacerse oír, y fuera llevado sin querer, quién sabe hasta dónde, en un rapto perfectamente involuntario? No era probable que el camionero se detuviera hasta la noche, ya pasado el Río Negro, en plena Patagonia. El Chiquito era de una resistencia formidable, un toro, y en este caso inclusive había hecho algún comentario (si no lo había hecho, Alicia bien podía inventarlo), en el sentido de la urgencia con que lo esperaban para esa carga, la conveniencia de salir después de un buen almuerzo para hacer un trecho larguísimo todo de una vez, etcétera.
Ya habían pasado varias horas, y el barrio entero estaba en ascuas por el caso del niño perdido. El señor Siffoni había tomado cartas en el asunto, aunque más no fuera para disminuir la histeria de su esposa. Pero justo cuando estaba ausente hizo crisis la suposición, nada descabellada, de la partida forzada en la caja del camión o el acoplado. Fue algo casi demasiado obvio. Las vecinas fueron un poco culpables de presentárselo así a Delia. Hicieron entonces algo absolutamente insólito: llamar un taxi, para no perder un solo minuto más y dar caza al camión. En Pringles había dos taxis, que se usaban sólo para ir a la estación del Ferrocarril Roca. Uno de ellos, el de Zaralegui, acudió llamado por teléfono. No debió de entender bien de qué se trataba, de otro modo no habría agarrado viaje. Era absurdo, porque su viejo Chrysler de los años treinta no podría alcanzar nunca la velocidad crucero de un camión un cuarto de siglo más moderno. Pero no les pareció extraño que el perseguidor fuera más lento que el perseguido. Por el contrario, les parecía que según la lógica del largo plazo tenía que alcanzarlo, ¿qué otra cosa podía pasar?
En el apuro de la partida, Delia, que estaba como loca, le dio un zarpazo al vestido de novia en el que estaba trabajando, y a su costurero, porque se le ocurrió que podía seguir trabajando durante el viaje, ya que la labor comportaba tanta urgencia. Ahora, si tal era el caso, si el trabajo urgía, pudieron preguntarse las vecinas, ¿por qué no trabajaba, en lugar de pasarse el día en la calle, manteniéndose al tanto de todo lo que pasaba? No estaba en sus cabales en ese momento crítico; un enorme vestido de novia, con su superposición de blancuras vaporosas y su volumen que superaba al de Delia, tan escaso, era lo más incómodo que podía haber escogido para llevar. (Quiero dejar anotada aquí una idea que más adelante puede ser útil: el único maniquí adecuado que se me ocurre para el vestido de novia es un muñeco de nieve.) Además, coser un vestido de novia en el asiento trasero de un taxi, bamboleándose por esos caminos de tierra que iban hacia el sur… Adónde iría a parar su famosa prolijidad. Y allí partió, como loca… Las vecinas la vieron irse y se quedaron donde estaban, haciendo comentarios y esperando que volviera. Tan irracional era la situación que realmente pensaban que estaría de vuelta en cualquier momento. Es que ni siquiera había cerrado la casa, ni siquiera le había avisado al marido… Eso justificaba que las vecinas se quedaran en corrillo en la vereda, esperando a Ramón Siffoni para decirle que su mujer había partido, desesperada, loca (como una buena madre) y todavía no regresaba…
Todo esto puede parecer muy surrealista, pero yo no tengo la culpa. Me doy cuenta de que parece una acumulación de elementos disparatados, según el método surrealista, de modo de obtener una escena que lo tuviera todo de la perfecta invención, sin el trabajo de inventarla. Esos elementos. Breton y sus amigos los traían de cualquier parte, de lo más lejano, de hecho los preferían tan lejanos como fuera posible, para que la sorpresa fuera mayor, el efecto más efectivo. Es interesante observar que en su busca de lo lejano hayan ido, por ejemplo en los "cadáveres exquisitos", apenas hasta lo más cercano: el colega, el amigo, la esposa. Por mi parte, no voy ni cerca ni lejos, porque no busco nada. Es como si todo hubiera sucedido ya. En realidad sucedió; pero a la vez es como si no hubiera sucedido, como si estuviera sucediendo ahora. Es decir, como si no sucediera nada.
Durante el viaje en taxi Delia no cosió una puntada, ni abrió la boca. Iba tiesa en el asiento trasero, con la vista fija en el camino, esperando el camión, contra toda esperanza. El silencio de Zaralegui, que tampoco habló, tenía otra densidad, porque ésa fue la última tarde de su vida. Podría haber dicho sus últimas palabras, pero se las guardó para él. Iba concentrado en la conducción, que si no exigía demasiada atención por la cantidad de vehículos circulando (ninguno) sí lo hacía por lo poceado del camino. Era un buen profesional. Debía de estar intrigado, o al menos confuso, por lo que estaba pasando. Nunca antes lo habían tomado para un trayecto tan inexplicable, y debía de estar preguntándose hasta dónde, hasta cuándo. No se lo preguntaría mucho tiempo más, el pobre, porque muy pronto iba a morir.
Sucedió que, muchas horas de marcha después, de pronto un camión enorme se precipitó contra ellos, contra Zaralegui al volante, bien de frente. Salvo que no de frente para el camión, sino de atrás. O sea que fueron ellos los que se precipitaron contra el camión, y a toda velocidad, a esa velocidad multiplicada que sólo sucede cuando dos vehículos vienen muy rápido y chocan. Quién sabe cómo pudo ser, si los dos iban en el mismo sentido. Quizás el camión aminoró un poco la velocidad, muy poco, y eso ya equivalía a una fantástica aceleración en contra para el que venía atrás. (Para explicarme este episodio, como tantos otros, estoy presuponiendo, con poco realismo, grandes velocidades.) Lo cierto es que el Chrysler se incrustó de la manera más salvaje contra la parte trasera del acoplado del camión, y quedó deshecho, reducido a un cascarón de lata retorcida. No sólo eso: quedó pegado, como un meteorito que hubiera hecho impacto en un planeta. Y siguió viaje allí, colgado. El camionero, treinta metros adelante, no lo advirtió siquiera. Aquellos camiones eran realmente como planetas. El que los conducía no podía saber jamás lo que pasaba en sus extremos inabarcables. Sobre todo cuando llevaba un acoplado, que era otro planeta a la rastra.
Zaralegui murió en el acto, no tuvo tiempo de pensar nada. A Delia, que iba atrás ocupada en pegar una valenciana con sus puntadas minúsculas, no le pasó nada. Pero el choque, el salto, la adhesión al planeta, y sobre todo el brinco hacia atrás que dio Zaralegui, ya muerto, que vino a quedar en sus brazos, en el pimpollo de tules, como un bebé, le produjeron un shock de proporciones. Perdió el conocimiento, y siguió viaje dormida, sin ver el paisaje. Más que sueño fue un coma histérico, del que salió distinta, loca por tercera vez. Ni se enteró, pero el camionero estacionó al borde del camino y durmió toda la noche en la cucheta, en el pequeño departamento que tenían aquellos camiones detrás de la cabina, prosiguió la marcha al amanecer, y no se detuvo en todo el día siguiente.
Cuando Delia se despertó, el sol se ponía sobre la provincia de Santa Cruz.
La Patagonia… El confín del mundo… Sí, de acuerdo; pero el confín del mundo sigue siendo el mundo. Todo el cielo rosa como el pétalo de una flor titánica, la tierra azul, un disco inmóvil sin otro límite que la línea… Eso era el mundo entonces. Eso era todo el mundo, ese lugar al que Delia había sido llevada por accidente, por la fuerza loca de los hechos, y del que parecía totalmente impensable que fuera a salir alguna vez. Primero se sintió como una niña en una calesita, montada en el lomo de un escarabajo de cristal negro. Hasta le parecía oír la música, y la oía realmente, sólo que era el silbido del viento.
Después, de pronto, la horrible circunstancia de la que era víctima y protagonista se le hizo presente. Soltó un grito y agitó los brazos espantada, con lo que el cadáver de Zaralegui abandonó su regazo y salió volando. Un bache debió de haber contribuido, porque ella no tenía tanta fuerza.
Y además del bache, con toda seguridad, el torbellino del viento. El camión en plena marcha desplazaba una masa de aire del volumen y peso de una montaña. Las montañas que no había en esa meseta infinita las creaba el aire. Pero también había viento, y no poco; la Patagonia es la tierra del viento. En realidad había varios, que se disputaban el polvo que levantaba el camión, y combatían fieramente con el viento propio del vehículo, la envoltura de su velocidad. A ese paquete lo desplegaban mil veces por segundo, con un ruido de papeles de aire, deshacían los moños de gravedad, desgarraban, en el apuro, como niños apremiados por ver los juguetes, sus pliegos acartonados y fluidos a la vez.
Zaralegui dio dos vueltas carnero a cuatro metros de alto; con la columna rota como la tenía, sus piruetas no habría podido imitarlas ningún acróbata del mundo. Después salió volando hacia un costado. Como los brazos se movían, agitados por la misma fuerza que lo transportaba, parecía vivo. ¡Qué espectáculo! Pero la conjunción de bache y torbellino debió de ser toda una mecánica de lanzamiento, porque Zaralegui no fue el único en salir volando: le siguieron el vestido, Delia, y la carcaza del auto, en ese orden. Cuando el vestido abrió su enorme ala blanca, la cola, y se elevó, a una velocidad supersónica, hacia el costado, Delia se sintió despojada. Era su trabajo el que se iba, y ella quedaba fuera del juego, sin función. Pensó que no lo recuperaría nunca. Ahora bien, cuando fue ella misma la que levantó vuelo, todos sus sentimientos se contrajeron en el terror. Era la primera vez que volaba.
La tierra se alejó, el camión también (lo último que vio de él fue la pared trasera de la caja, de la que se desprendía el capullo negro que había sido el Chrysler para echarse a volar a su vez), el cielo se acercó vertiginosamente. Cerró los ojos y al cabo de un instante los volvió a abrir.
El sol, que ya se había puesto en la superficie, se le apareció otra vez allá en el fondo del mundo; era la primera vez que volvía a ver el sol después de que se hubiera puesto. Era rojo como una pelota de hule rojo mojada de aceite luminoso. Y estaba en un lugar extraño: aunque visible, seguía bajo la línea del horizonte, en un nicho. Era el sol de la noche, que nadie había visto nunca.
Y no es que Delia se demorara en la contemplación. Ni siquiera podría decirse que lo haya mirado. Ni siquiera pensaba, lo que siempre es previo a mirar. Volar era una ocupación absorbente para ella. Tanto, tan absorbente de vida, que se le hizo una convicción absoluta que no sobreviviría. ¿Y cómo iba a sobrevivir? Los giros contradictorios del viento la habían llevado, en dos o tres volteretas, a más de cien metros de altura. El círculo del horizonte cambiaba de posición como si el compás hubiera caído en manos de un loco. Los vientos parecían gritar, excitadísimos: "Tomala vos", "Dámela a mí", entre carcajadas escalofriantes. Y Delia saltaba de aquí para allá, vibrando, vibrando, como un corazón en los altos y bajos de un amor, o en el vacío.
"Son mis últimos segundos", se gritaba a sí misma sin mover los labios. Los últimos segundos de su vida, y después no habría más que la negra noche de la muerte… Su angustia era indecible. Hablar de segundos era una retórica, pero también una gran verdad. Esos vientos locos parecían tener cuerda suficiente para hacer de los segundos minutos, y hasta horas, y no estaba fuera de lugar decir días, si se les antojaba. Pero aun así serían segundos, porque la angustia comprime el tiempo, cualquier lapso de tiempo, a la dimensión dolorosa de los segundos.
Debería aprovechar al menos esta experiencia, ya que no habría otra que la siga, pudo haberse dicho.
Pero eso era de todo punto de vista imposible. Gozar es imposible cuando todo es imposible; además, no había punto de vista alguno; no lo tenía el espectáculo que estaba dando, sin nadie que lo viera. Daba tantas vueltas, a una velocidad que superaba la del sonido, allí en las alturas límpidas del crepúsculo, que ya no tenía posiciones relativas. Era un collage, una figura recortada y movida por un artista caprichoso, filmada en cámara rápida, sobre el fondo más rosa y liso del mundo, o del cielo, iluminada por un reflector rojo. La experiencia inmediatamente anterior a la muerte no se disfruta, nunca. Ahora bien, como la muerte es lo inesperado por excelencia, de ninguna experiencia puede decirse que sea la última. Siempre está la posibilidad de que sea la anteúltima. Ese fue un error de Delia (¡sus últimos segundos!), el primero de una serie inusitada que la llevaría muy lejos.
Hay cosas que parecen eternas, y sin embargo pasan. La muerte misma lo hace. Delia había perdido de vista la tierra hacía rato, ya no sabía si estaba al derecho o al revés, si caía o se elevaba, si seguía la vertical o se iba de costado… ¿Qué importancia tenía, a esa altura? Siempre había un viento nuevo para tomarla en sus manos y jugar al yo-yo con ella. ¿De dónde salían, los vientos? Parecía haber un agujero en el cielo, de donde salía el chorro. Ese agujero era invisible.
Pero, como digo, de pronto había pasado. Delia se encontraba de vuelta en la tierra, y caminando. No sabía realmente cómo podía ser. Estaba caminando sobre sus dos piernas, en la tierra llana, despojada. No se veía un árbol, una altura, nada. Se olvidó de inmediato del peligro de muerte que había corrido.
Delia adoraba hacer el papel de la fatalista a ultranza, la dama de la muerte, cada tarde dispuesta a pasarse la noche en un velorio; su conversación estaba llena de cáncer, ceguera, parálisis, coma, infarto, viudas, huérfanos. Había encarnado con tanto entusiasmo ese personaje que ya era ella, era su temática, su posición. Era una preferencia electiva, porque la vida segura y protegida que llevaba, el capullo de la clase media pueblerina, la ponía al margen de cualquier prueba seria en la que estuviera en juego su supervivencia. El deseo de vivir quedaba exento de cualquier comprobación. Eso también formaba parte de su ser definitivo. Mientras volaba, sin tiempo para pensar o reaccionar (que es lo mismo) se había aferrado a su retórica personal. Ahora que estaba caminando sana y salva el tiempo se abría bajo sus pasos; sus piernas eran la tijera que recortaba el pimpollo traslúcido del tiempo, y seguían abriéndolo y desplegándolo. Con lo que se vio ante la perentoria necesidad de dar curso a ciertas ideas sobre la realidad y renunciar momentáneamente a ese "qué me importa, total ya estoy muerta" que constituía su elegancia.
No sabía dónde estaba, ni adonde se dirigía. Ni siquiera qué hora era. Para empezar, ¿cómo era posible que siguiera siendo de día? Era de noche, eso lo sentía su cuerpo y su mente. Y aun así, era de día. ¿En qué astronomías locas había caído?
¿Esto es la Patagonia, entonces? se decía perpleja. Si esto es la Patagonia, ¿yo qué soy?