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– ¡El Omar no se había perdido…! -empezó, pero allí mismo se detuvo, porque sintió que no estaba diciéndoselo a nadie. Era un hombre nervioso y malhumorado, de pocas pulgas, exigente e insatisfecho. Entonces preguntó: -¿Dónde está mi señora?
Era lo que sus vecinas estaban esperando.
– Se fue en taxi a la Patagonia.
Si le hubieran hecho un agujero en la nuca con un taladro no lo habrían sacudido más.
Le dieron la explicación, pero quién sabe si algo le atravesó la costra de rabia. Algo seguramente sí, porque volvió a montar su catramina roja y salió acelerando con ruido de latas sueltas, él también con rumbo al sur, adonde ese día todos parecían dirigirse.
Lo que no vio fue que desde la esquina donde había estado estacionado, un autito celeste individual, de ésos que había que desarmar por arriba para que entrara el conductor, comenzaba a seguirlo. Esto era sumamente inusual, quizás la primera vez, y la última, que sucedió en Pringles.
Y sin embargo, pasó desapercibido. Las vecinas estaban encandiladas con el gesto abrupto, a su modo romántico, del marido enojado. Y Ramón Siffoni… qué lo iba a notar él, en el estado en que se encontraba. Corría, se lanzaba, a impedir que su esposa cometiera el error más grande de su vida. Y si su viejo camioncito rojo no era tan veloz como hubiera debido ser, no le importaba, porque lo que quería en ese momento era tener un cohete interplanetario.
Iba, como puede comprobarlo cualquiera que mire un mapa, en dirección sudoeste. Es decir en las dos direcciones en que el día se alarga, en el verano argentino. Y como estaba fuera de sí, él era el sudoeste. Eso funcionaba. El día comenzó a alargarse como una serpiente, y el camioncito rojo, que en las inmensidades en las que empezaba a resbalar se hacía realmente pequeño, era la cabeza hambrienta y llameante de la serpiente, con la lengua asomando: la lengua era la manija en dos ángulos rectos que en el apuro Ramón había olvidado sacar.
Pero no iba solo. Un kilómetro o dos atrás, la vista de la dama al volante fija en la estela de polvo del camión, corría un autito celeste, uno de los más pequeños que se hayan construido nunca, y de los más livianos. Que fuera liviano como un bostezo no importaba tanto, o no importaba nada, frente a la importancia en el misterio que tenía ese autito. Ahí, lo era todo. Ese autito era el misterio, y era más que eso: era el misterio en marcha. Esos vehículos, hechos para movilizarse en las ciudades, en distancias breves, fueron una excentricidad de los años cincuenta y sesenta, después se los olvidó. Nosotros los llamábamos "ratones". Cabía una sola persona, no muy corpulenta, y bien plegada. A nadie se le ocurría viajar en un auto de ésos. Y sin embargo éste, celeste, que era un espécimen del modelo más minúsculo, se había lanzado en la persecución más larga y peligrosa, casi como una réplica en miniatura de otra cosa, un juguete metiéndose en el mundo adulto. Alrededor de él la Patagonia gigante y desierta comenzaba a abrir su bocaza. Pero no se amedrentaba. Avanzaba, corría, casi como si supiera adonde iba, o como si fuera a alguna parte. O como si no fuera a ninguna parte. Era el autito-imán, la burbuja de la soda del viento, el punto azul del cielo, el misterio en todas sus dimensiones. El misterio no ocupa lugar, dice el proverbio. De acuerdo, pero lo atraviesa.
Muy bien. Ya están en el escenario todos los protagonistas de la aventura. A ver si puedo hacer una lista ordenada:
1) el gran camión con acoplado, el planeta doble, del Chiquito, abriendo la marcha.
2) la carcaza del Chrysler de Zaralegui, a esta altura más parecida que nada a una banadera china de laca negra.
3) el cadáver de Zaralegui.
4) Delia Siffoni, perdida, caminando al azar.
5) el vestido de novia de Silvia Balero, llevado por el viento.
6) Ramón Siffoni en su camioncito rojo (un día antes).
7) y cerrando la comitiva, el misterioso autito celeste.
Por supuesto, no es tan fácil. Hay otros personajes, que ya irán apareciendo… O mejor dicho, no. No es que haya otros personajes (estos son todos) sino que las revelaciones terminaron haciéndolos otros, dando lugar a encuentros que Delia Siffoni no habría sospechado nunca, ni ella ni ninguna de las Delias Siffonis del mundo, con todas las cuales estaba iniciando, allí en la Patagonia, una danza de transposiciones.
Hay borrachos que a partir de cierto momento en sus veladas hacen toda clase de mezclas; toman de todo, un vaso de cada alcohol que tengan a mano, al azar. Nosotros sabemos qué imprudente es esta política, pero ellos se ríen, y siguen adelante; hay que reconocerles un asombroso vigor físico, una resistencia sobrehumana, que quizás tienen originalmente, y con seguridad desarrollan más con este hábito, en la paradoja de la autodestrucción, que por otro lado nunca es tan inmediata. Mezclan todo, y no se preocupan… Total, todo contribuye al mismo efecto, que es la ebriedad, su ebriedad personal, que es una, única. Y si él también es uno, se dice el bebedor, qué le importa cuántos sean los elementos que contribuyen a llevarlo a ese nivel sublime de unidad…
¡Feliz borracho! Si ha llegado a eso, ha llegado a todo, no tiene por qué preocuparse más, porque la idea en que se basa todo su razonamiento es cierta, y no hay más que decir (aunque sea dañino para la salud). Es cierto que él es uno, y es cierto que se trata de un proceso de simplificación: todo va hacia una especie de nada feliz, y nada se pierde en el camino.
"Simplifica, hijo, simplifica". Por algún motivo, yo no puedo hacerlo. Quiero, pero no puedo. Es más fuerte que yo. Es como si fuera abstemio.
Aquí en París bebo más de la cuenta.
Como no soy buen bebedor, el efecto es inmediato, y exagerado. Es el efecto, a secas. El efecto es andar ebrio, sonriendo bobamente por todos estos lugares prestigiosos, acumulando experiencias, recuerdos, para cuando no tenga otra cosa en qué apoyarme. Es un lugar común decir que una gran ciudad ofrece una sucesión continua de impresiones diferentes, todas en un magma de intensidad variable. Es cierto. Pero, ¿no debería ser cierto también para los otros, no sólo para uno mismo? Veo pasar a la gente, desde las terrazas de los cafés donde escribo, y todos sin excepción lucen compactos, cerrados en sí mismos, haciendo muy evidente que el efecto de la ciudad no ha actuado sobre ellos.
¿Pero qué pretendo? No lo sé. ¿Gente desarmada por sus propias visiones, como las mujeres de Picasso, cojos amedusados, devas de mil brazos, gente-agujero, gente fluida?
Quizás lo que espero ver, al cabo de un razonamiento que se sostiene a sí mismo, es gente que, como yo, no tenga vida. En eso estoy condenado al fracaso. Es curioso, pero todos tienen vida, hasta los turistas, que según mis razones no deberían tenerla. Nadie la deja en ninguna parte, todas las vidas parecen ser portátiles. Lo son naturalmente, como algo que va de sí. Tener una vida equivale (para ponerse prácticos y dejarse de metafísicas) a tener negocios, asuntos, intereses. ¿Y cómo va a despojarse uno de todo eso? Muy bien. ¿Y cómo lo hice yo entonces?
No sé.
Me he asomado a todas las bellezas, a todos los peligros. Y la suma no se sumó, ni la resta se restó, ni la multiplicación se multiplicó, ni la división se dividió.
Supongamos un hombre que por causa de una perturbación mental (lo supongo porque ayer lo vi) no pudiera caminar, avanzar, moverse siquiera, sin el acompañamiento o empuje de una música muy sonora, que él mismo se viera obligado a proferir a voz en cuello. Un sujeto incómodo para el prójimo, evidentemente, pero quizás no tanto, al menos para los que no lo vieran muy seguido, que podrían pensar, con toda razón, que el pobre infeliz no lo hace por gusto. Es curioso, pero podría apostar a que quienes tienen que soportarlo todos los días sí tendrían derecho a pensar que lo hace por gusto, y con seguridad lo piensan. Porque bien podría elegir la inmovilidad y quedarse callado.
No se mueve en el silencio, sino en el canto. Es casi como la ópera: el canto se hace gesto, y destino, y argumentación (incoherente, loca), y la gente que lo rodea también se hace destino y fatalidad. Avanza cargado de signos, llevando el carro de su ritmo, que en realidad él es el único en percibir. Se abre camino abriendo su vida con la torpeza demente con que un furioso rompe el envoltorio de un regalo. Salvo que él no encuentra el regalo y sigue abriendo siempre, cantando siempre. El melodrama perpetuo. Ahí está lo que pueden preguntarse sus allegados: ¿por qué insiste? En realidad lo que se preguntan es qué está antes: ¿el movimiento o el canto? ¿Canta para caminar, o camina para cantar? Pues bien, no hay respuesta, como no la hay para el enigma de la ópera. Porque no hay anterior o posterior, no hay sucesión, sino una especie de simultaneidad sucesiva.
Dentro de esa lógica extraña caminaba Delia Siffoni por la Patagonia aquella tarde funesta. Pero ella no lo hacía con la inconsciencia del loco. La pobre había caído en la trampa de un melodrama del que era apenas un personaje más. Justo ella, que siempre estaba hablando de desgracias. Sus palinodias fatalistas ya no la habrían ayudado, porque la fatalidad no dependía de ella. Estaba en una combinatoria, pero estaba sola. No había tercera persona. No había relato.
¿Cómo pudo pasarme esto? se decía. ¿Cómo pude venir a parar sin darme cuenta a este páramo? Quería decir: justamente a mí, ¿por qué tuvo que pasarme a mí y no a otra? Pertenecía a un tipo común; sin ponerse a pensarlo nunca en detalle, se había considerado una señora como todas las demás, a la que no tenía por qué pasarle algo que no les pasara a todas las demás. Es como si esas cosas le pasaran a otra, a una otra absoluta, es decir como si no le pasaran a ninguna. Y sin embargo… Su cerebro un tanto afiebrado en ese momento pasaba revista inopinadamente a toda clase de excepciones. ¡Conocía a tantas mujeres víctimas de lamentables destinos, algunos casi increíbles de tan encarnizados! Tantas mujeres que habrían podido decir "¿por qué a mí?"… y la pregunta quedaba sin respuesta… Tantas, que de pronto parecía que eran todas. En ese sentido, ella, a la que nunca le pasaba nada, era parte de una pequeña minoría de señoras-tipo, tan pequeña que casi era unipersonal. Las señoras inconcebibles que estaban en libertad de narrarlo todo, de ocuparse de todos los destinos. Y si ella era la excepción, la única, si el mundo se daba vuelta en ese sentido, entonces era lógico que le pasara lo excepcional y único. A ella, justamente. Quizás le parecía que eran tantas porque se dedicaba a eso, a los comentarios jugosos, uno tras otro, a exprimirlos hasta la última gota. Era la gran desocupada, la mujer chisme. Por ejemplo, le venía a la cabeza, quién sabe por qué, con una claridad casi excesiva, de microscopio, el caso de una joven que había sido uno de sus temas favoritos del pasado reciente, hasta ser desplazado por el candente affaire de la Balero: la chica se llamaba Cati Prieto; casada hacía un par de años, y madre de un bebé; el marido, con la excusa, justificada o no, eso no se sabía, de un trabajo en Suárez, la había literalmente abandonado, venía los domingos a la mañana, se iba a la noche, no se quedaba siquiera a dormir. Tenía otra en Suárez, eso era de cajón. Y cuando se presentaba, el maldito, sin advertir casi la presencia de su hijo, ella se pasaba las horas haciéndole notar los progresos del nene, la sonrisa, la manito, los gorjeos, mira, viste, oíste… y él fumando todo el tiempo, detrás de su máscara de hielo, su indiferencia. Y ella insistía, pobre infeliz… papá, pa… pá… Para las comentaristas del caso, como Delia, era relativamente simple porque todo iba a parar a la bolsa de lo ignorado, como cuando se dice "cada familia es un mundo", y un mundo entero nadie puede pretender conocerlo. Pero quizás… Esto se le ocurría a Delia ahora, frente a lo cristalino de su visión… quizás esa joven patética tampoco sabía. Tampoco sabía, para empezar, si su marido la había abandonado o no, si ella era estúpida, si conservaba esperanzas, si él tenía o no otra mujer en Suárez, etcétera. Quizás no sabía nada, y quizás no tenía modo de saberlo; ella era la que menos sabía, como cuando se dice "es la última en enterarse", y ahí estaba el error de las comentaristas: en creer que operaban sobre un mar de ignorancia que era un espejismo, hasta que se les rompían las alas y terminaban chapoteando en aguas reales y turbulentas y saladas. Agua maldita, de la que no apaga la sed.
Patagonia maldita, belleza del diablo. Su angustia y perplejidad crecían a medida que pasaba el tiempo. Como toda ama de casa, de aquella época y de todas, Delia era muy apegada a los horarios, de los que era esclava creyendo ser su ama. Y aquí parecía como si los horarios no existieran, directamente. El día continuaba. En realidad la asustaba un poco. Parecían estar sucediendo raros fenómenos atmosféricos: un telón de nubes se había levantado del horizonte, y en lo alto del cielo tenían lugar desordenados movimientos… Mientras que en la superficie reinaba una calma asombrosa. Eso ya era extraño, amenazante. Y sumada la persistencia de la luz, se hacía escalofriante para la náufraga. No podía creer que le estuviera sucediendo a ella. No podía, y ya casi no lo intentaba; pero de todos modos sentía que había pasado, o estaba pasando, al registro de la creencia, y dejaba atrás el de la realidad lisa y llana, su vida de horarios.
¿Adonde estaré? se preguntaba.
La creencia tenía un nombre: la Patagonia.
La circunstancia hizo práctica a Delia. ¡Adiós a sus filosofías funerarias, a sus fantasías de ama de casa de negro! De pronto hubo asuntos más urgentes que resolver. El simple hecho de estar viva y no muerta tenía consecuencias insospechadas. ¡Qué simples son las causas, qué complicados los efectos!
Tenía que encontrar alojamiento. Un lugar donde pasar la noche. Porque la noche, que no llegaba, no tardaría en llegar. Y entonces sí que sería el bailar. Mucho más de lo que se imaginaba, aunque era justamente lo que se estaba imaginando: una noche sin luna, sin luz, en la que todo se transformaría en horrores… Eso era lo que estaba más allá de la imaginación: la materia de las transformaciones. Porque no veía nada a su alrededor susceptible de volverse otra cosa, ni un árbol, ni una roca… ¿Las nubes? No concebía que se le pudiera tener miedo a una nube. En cuanto al aire, no era susceptible de tomar formas.
Pero de todos modos, había cosas. No estaba en el éter. La luz mortecina del crepúsculo ultra postrero estaba ahí mostrándole millones de objetos, pastos, cardos, guijarros, terrones, hormigueros, huesos, caparazones de tatús, pájaros muertos, plumas sueltas, hormigas, escarabajos…
Y la gran meseta gris.
Lo que Delia ignoraba, en aquel crepúsculo perenne, es que había una noche en esta historia suya. Lo ignoraba porque la había pasado en coma dentro de los restos del Chrysler aplastado contra el camión-planeta.
Ramón Siffoni, su marido, había corrido toda la noche en su camioncito rojo sin darse un minuto de descanso. Ni siquiera pensó en detenerse a dormir un rato, todo lo contrario. Vio salir la luna frente a él, un disco anaranjado chorreando luz, y se sintió el dueño de las horas y las noches, de todas sin excepciones ni blancos, en un continuo perfecto. Su concentración al volante era perfecta también. La noche había llegado en esta concentración, mientras el camioncito atravesaba como un juguete los pueblos que se dormían. De pronto era el desierto, y de pronto era de noche. Los pueblos se volvieron unas conformaciones confusas de piedras, de las que irradiaba oscuridad. Las ciudades salían de la tierra. No eran ciudades: nadie vivía en ellas. Pero se parecían a las ciudades como una gota de agua se parece a otra. Que no hubiera nadie sólo significaba que nadie debía orientarse en sus vericuetos. En sus calles corría una orientación general abstracta, como el mapa de la luna. Fue cuando atravesó el Río Colorado que salió la luna, sobre el puente, y Ramón se puso alucinado, los ojos como dos estrellas. Una gran meseta que no conocía se había interpuesto entre él y el horizonte, tomando el lugar de su concentración. Allí no había nada.
Sin que él lo supiera, tuvo lugar entonces un fenómeno no registrado, pero muy común en la Patagonia: las mareas de atmósfera. La luna llena, ejerciendo toda la fuerza de atracción de su masa sobre el paisaje, levanta átomos dormidos en la tierra y los hace ondular en el aire. No sólo átomos, que sería lo de menos, sino también sus partículas, entre ellas las de la luz y las intrincadísimas de la disposición.
Quizás la marea de esa noche tuvo algún efecto sobre el cerebro de Siffoni, quizás no, nunca se sabrá. Sobre el camión, tuvo la consecuencia curiosa de desprenderle el color, el rojo ya medio desteñido con el que había salido de fábrica, cuarenta años atrás, pero que brillaba tanto en los amaneceres de verano, cuando cantaban los pájaros. Y también el color que había bajo la pintura. Se volvió transparente, aunque no había nadie para verlo.
Cuando, horas después, Ramón miró por el espejo retrovisor, vio un autito celeste corriendo un kilómetro atrás de él. El polvo se había vuelto transparente también. La presencia allí de ese vehículo pequeñísimo lo llenó de extrañeza. Por el hilo de la extraneza, se sintió perseguido. Al rato, seguían a la misma distancia. No parecía difícil sacárselo de encima; nunca había visto un auto tan diminuto, pero no creía que tuviera mucho motor. Aceleró. Habría creído imposible poder hacerlo, porque venía apretando a fondo el acelerador, pero de todos modos el camión aumentó la velocidad, y mucho. Se escapó hacia adelante, el camioncito de cristal, como una flecha disparada del arco.
Aquí hago un paréntesis. Porque, pensándolo bien, la luna sí tuvo un efecto sobre Ramón. Fue que se vio como marido. Era un marido como tantos, regularmente bueno, normal, más o menos. Pero lo que vio fue que esta condición en la que él se encontraba con tanta comodidad descansaba por entero en un razonamiento, el de que "podría ser peor". En efecto, hay maridos que les pegan a sus esposas, o se degradan de este modo o de aquel, avergonzándolas, o les hacen toda clase de canalladas, en general muy visibles (nada es más visible para el que contempla un matrimonio), todo lo cual culmina en el abandono: hay maridos que se van, que se esfuman, muchísimos. De modo que si el marido permanece, y persiste en sus infamias, aun así "podría ser peor". Podría irse. Pero las mujeres no son tan idiotas como para conformarse con eso; porque evidentemente "mejor sola que mal acompañada", ya que hay situaciones límite en las que liberarse de un marido monstruo es mejor que conservarlo. En realidad el "podría ser peor" es muy flexible, y hasta muy exigente; la menor falla desacredita a un marido a los ojos de su mujer. "Podría ser peor…" sólo si uno es casi perfecto, si sus faltas son veniales, de tipo humorístico (por ejemplo si no se sube unos centímetros los pantalones al sentarse, y a la larga la tela se estira en las rodillas). Muy bien, así se establece una jerarquía: hay tipos que son monstruos y le hacen un infierno la vida a su esposa, por ejemplo si son borrachos; y hay otros que no, y si uno está en esta última categoría puede permitirse el lujo de mirar retrospectivamente sus pequeños (y grandes) defectos, sentado en el sillón del living leyendo el diario, mientras la esposa prepara la cena, y sentirse muy seguro de sí. Tan seguro que de pronto se abre ante él, como una flor maravillosa, el mundo de los vicios que podría, que puede, practicar con impunidad gracias a su condición de buen marido, de buen padre de familia. La vida se lo permite, a él y a nadie más que a él. ¿No sería una pena, un crimen, desaprovechar semejante oportunidad? El espectro de las canalladas es su escala de Jacob; cada peldaño tendrá su dialéctica sutil de "podría ser peor", y la vida no le alcanzará para llegar a la cima, al monstruo.
Pues bien, Ramón Siffoni tenía un vicio. Era jugador. El matrimonio lo había hecho jugador, pero también el juego lo había hecho un hombre casado. Jugaba desde mucho antes de casarse, desde su primera juventud, pero en el caso del juego, como en el de todos los vicios, no se trataba tanto de haber empezado como de seguir. Él era incorregible. Lo suyo era definitivo. Era la marca de su vida, el estigma. Se jugaba todo, la plata que ganaba, y la que ganaba su mujer también, en forma de deudas impostergables, los enseres, la casa (por suerte alquilaban), el camión. Siempre estaba en cero, pelado, y a partir de ahí se hundía, a profundidades vertiginosas. Siempre perdía, como todos los jugadores de verdad. Era un milagro que sobrevivieran, que se alimentaran y vistieran y pagaran las cuentas y criaran a su hijo. El secreto debía de estar en que a veces, por casualidad, ganaba, y con esa imprudencia maravillosa de los jugadores, que nunca piensan en el mañana, se gastaba toda la ganancia, hasta el último centavo, en ponerse al día y seguir adelante; de modo que el mismo gesto de imprevisión que por las noches actuaba en contra de la familia, de día actuaba a favor. Más milagroso, mucho más, era que no se supiera en el barrio, en el pueblo (todo Pringles era un barrio, y la información circulaba rápido como un cuerpo en caída libre). Por supuesto que actividades de ese tipo se llevan a cabo con cierta discreción; pero aun así, es inconcebible que no se haya sabido, que no lo haya sabido mi mamá, íntima de Delia. Porque, aunque discreto y nocturno, era un pasatiempo por demás sujeto a indiscreciones. Y había venido sucediendo durante años, y seguiría, décadas, antes y después (¿antes y después de qué?). Y, sobre todo, habría bastado muy poco, un dato cualquiera, una ínfima brizna de información, para sacar conclusiones, para explicárselo todo… Y aun así, se supo, pero muchísimos años después (claro que se supo, de otro modo no estaría escribiendo esto), yo ya no vivía en Pringles, un día, no sé bien cuándo, en uno de mis viajes, mamá lo sabía, lo sabía muy bien, estaba cansada de saberlo, ¿cómo se explicarían sin ese dato las vicisitudes de la familia Siffoni, su status quo? ¿Cómo se habrían explicado desde el principio, desde nuestra prehistoria en el barrio? Eso es lo que me pregunto yo: ¿cómo? ¡Si nadie lo sabía!
Las apuestas siempre suben. La luna subía… Pero no subía, como no lo hace tampoco el sol; ese ascenso es una ilusión creada por el giro de la tierra… En el cénit de la apuesta, Ramón Siffoni, el hombre-luna, que por la mera gravitación de su masa hacía subir las mareas de dinero, pondría sobre el tapete, o la había puesto ya, la apuesta suprema: su matrimonio.
Cuando volvió a mirar por el espejito, el pequeño auto celeste seguía tras él, clavado a un kilómetro de distancia. Ramón acentuó la sospecha de que lo estaban siguiendo. ¿Qué hacer? Acelerar más era inútil, y podía ser contraproducente. Levantó el pie del acelerador y dejó que la velocidad cayera por sí sola; siempre lo hacía, era algo automático. De cien disminuyó a noventa, ochenta, setenta… sesenta… cincuenta, cuarenta, treinta… ¡Dios mío! Era peor que una frenada en seco. El paisaje lunar de la meseta había venido huyendo hacia atrás, y ahora huía hacia adelante, el polvo transparente que se levantaba del camino de tierra lo envolvía como una plata fluida… Era casi como avanzar y retroceder en las dimensiones, no en la meseta. Pero cuando echó otra mirada al espejito, ahí estaba el kilómetro, el ratón celeste…
Volvió a acelerar, como un loco: treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta, setenta… ochenta… noventa, cien, ciento diez, ciento veinte… La transparencia tenía dificultades en seguirlo, la luna saltaba… El camión atravesaba su propia estela, su propia dirección…
Cuando volvió a mirar el espejito… No podía creerlo. Pero debía rendirse a la evidencia. El autito estaba allí, siempre a la misma distancia, al mismo kilómetro, que además era el mismo, no otro equivalente. Resolvió volver a disminuir la velocidad, pero esta vez tan bruscamente que su perseguidor no tuviera más remedio que superarlo. Así lo hizo: cien, noventa, ochenta, setenta, sesenta, cincuenta, cuarenta… treinta… veinte, diez, cero, menos diez, menos veinte, menos treinta… Nunca antes había hecho eso. Los torbellinos de la luna lo envolvían.