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Si lo hubiera hecho, le habría sorprendido ver que el autito seguía allí, donde antes estaba su silueta recortada en ala de mariposa. Dentro del autito iba Silvia Balero, la profesora de dibujo, loca de angustia y medio dormida. Había visto desaparecer ante sus ojos al camión rojo de Siffoni, al que seguía como el último hilo que la unía con su vestido de novia, con su costurera. El momento en que la marea de atmósfera hizo invisible el camión la sorprendió en malas condiciones. Porque era, como todas las candidatas a solterona, muy dependiente de sus biorritmos, y después de las doce de la noche ella siempre, siempre, dormía. Nunca en su vida se había pasado. La noche era una incógnita para este ser diurno, impresionista. De modo que a la medianoche, que fue por rara coincidencia el momento en que la luna actuó sobre el camión, ella se puso en piloto automático, igual que una sonámbula. Como en una pesadilla, sintió la desesperación de que la presa se desvaneciera ante sus ojos. En su estado, ese escamoteo representaba el de toda la realidad.
– Tengo hambre -pensó Ramón Siffoni, que no había cenado. Un poco más allá, vio una especie de pequeña montaña bajo la luna, y en su cima un hotel. A pesar de la hora se veían luces en las ventanas de la planta baja, y pensó que no era descabellado que hubiera un comedor. La suposición se hizo mucho más verosímil al ver, ya cuando subía, que frente al hotel había estacionados varios camiones. Todo viajero en la Argentina sabe que donde paran los camioneros se come bien: con más razón entonces, se come.
Cuando echó pie a tierra, una mujer se dirigió hacia él, aunque a la vez parecía huir de él. No se fijó bien, porque le llamó la atención el autito celeste del que ella se había apeado.
Silvia Balero notó que no la reconocía, aunque él le abría la puerta en sus cotidianas visitas a la costurera. Todas las mujeres debían de parecerle iguales. Era esa clase de hombre.
– Disculpe que lo moleste, no sé qué pensará usted de mí, pero ¿puedo pedirle un favor?
Siffoni la miraba con gesto que parecía maleducado pero en realidad era de intriga, porque le resultaba conocida, y no sabía de dónde.
– ¿Podría acompañarme adentro? Quiero decir, como si fuéramos colegas, viajantes. Ya que usted va a alojarse aquí… Me da inquietud entrar sola.
Al fin él reaccionó, y partió rumbo a la puerta:
– No. Voy a cenar nada más.
– ¡Yo también! ¡Después sigo viaje! Se preguntaba: "¿Dónde habrá dejado el camión? Pareció como si bajara del aire vacío."
Pero la entrada estaba cerrada; entre unas cortinillas se veía el lobby oscuro y desierto. Ramón dio unos pasos a lo largo de la fachada, con la mujer atrás. Las ventanas de un salón que bien podía ser el comedor también mostraban al otro lado un espacio negro, pero de algún lado llegaban hasta él unas rayas de luz humosa. Ramón Siffoni retrocedió unos metros. Desde el camino había visto luces encendidas, pero ahora no sabía de qué lado. Trataba de hacerse cargo de la estructura del edificio. No podía concentrarse por la perplejidad que le causaba la compañía: a la luz de la luna, la mujer no parecía muy lúcida. ¿Estaría borracha, sería una loca? Esa clase de hombres siempre está pensando lo peor de las mujeres, justamente porque todas les parecen la misma.
Las dificultades que encontraba se debían a que el plano del hotel era realmente ininteligible, porque se trataba de un establecimiento termal cuya planta se había adaptado a la conformación de los agujeros manantes de la tierra, de las rocas; estas últimas no podían quitarse porque eran tapones.
Pero al fin, dando la vuelta a una esquina en picada, se vio frente a una ventana con luz, y pudo ver adentro. Su sorpresa fue mayúscula (pero su sorpresa siempre era enorme cuando miraba algo esta noche) al encontrarse ante una escena que conocía demasiado bien: la mesa de poker. Ahora, de pronto, recordaba haber oído hablar de ese hotel, parada obligada de todos los jugadores que se dirigían al sur, contrabandistas, camioneros, aviadores… Un viejo hotel termal, de clientela extinta, garito legendario. Nunca había pensado que llegaría a conocerlo un día, o una noche.
Ante ese espectáculo se abstrajo de todo, hasta de la mujer que se empinaba a sus espaldas para ver. Los hombres, los naipes, las fichas, los vasos de whisky… Pero no se abstrajo de todo en absoluto; hubo una cosa que advirtió. Uno de los jugadores era de Pringles, y él lo conocía muy bien, no sólo por ser vecino. Era el llamado Chiquito, el camionero. Fue todo verlo, y comprender que el viaje no había sido en vano, o al menos que no había tomado la dirección equivocada. Si obtenía lo que se proponía de él, no necesitaría seguir adelante. Sabía bien cómo llegar a una mesa de juego, aunque todas las puertas estuvieran cerradas. Sus movimientos se hicieron seguros, y Silvia Balero lo notó. Fue tras él. Ramón dio unos golpes en la ventana, y después en la puerta más próxima. Antes de que vinieran a abrirle, buscó en el bolsillo de la camisa y sacó un antifaz negro. Lo tenía allí desde hacía un tiempo, y no había supuesto que la ocasión de usarlo llegaría tan de pronto. Se lo puso (tenía un elástico que se ajustaba en la nuca). En aquel entonces era frecuente, como lo es ahora, que los jugadores en los garitos oculten su identidad con antifaces. De modo que al portero del hotel que vino a abrirle le bastó verlo para saber qué quería. Entraron. Silvia Balero le tiró de la manga.
– ¿Qué quiere? -dijo él de mal modo, sin poder creer en la inoportunidad de una desconocida que le pedía atención cuando él iba a hacer la apuesta de su vida.
Ella quería un lugar donde dormir. En realidad ya estaba medio dormida, sonámbula.
Sin responderle, Ramón le señaló al portero que los guiaba, pero éste dijo que debían hablar con el dueño del hotel, que estaba justamente sentado a la mesa de juego. Así lo hicieron. Los presentes echaron una mirada apreciativa a la joven profesora, y el hotelero la llevó a una habitación no muy lejos de donde estaban, y volvió. El recién llegado ya tenía su lugar, le habían recitado las reglas, y pedía fichas a crédito. Incluido el patrón, eran cinco. El portero miraba. Dos eran camioneros, el Chiquito y otro tipo de mal aspecto; los dos restantes eran estancieros de la zona, ganaderos, muy solventes. El Chiquito había ganado mucho. A esa hora, ya jugaban por millares de ovejas o montañas enteras.
Para qué detenerse en la descripción de un juego, igual a cualquier otro. Dama, Rey, Dos, etc. Ramón perdió sucesivamente su camión, el autito celeste, y a Silvia Balero. Lo único que le quedaba era pagar los dos whiskys que había tomado. Dejó caer las cartas sobre la alfombra, con los ojos entrecerrados en el fondo del antifaz, y preguntó:
– ¿Dónde está el baño?
Se lo indicaron. Fue, y se escapó por la ventana. Corrió hacia donde había dejado el camión, sacando las llaves del bolsillo… Pero cuando llegó al sitio, entre los demás camiones, todos ellos grandes y modernos (y el del Chiquito, que él conocía bien, con una extraña máquina negra pegada a la pared posterior del acoplado; no se detuvo a ver qué era), allí en la explanada, no lo encontró. Creía soñar. La luna había desaparecido también, sólo quedaba un resplandor incierto entre la tierra y el cielo. Su camión no estaba. Cuando lo había apostado, el segundo camionero, que fue el que se lo ganó, había salido a verlo, y al volver había aceptado la apuesta contra diez mil ovejas, cosa que sorprendió un poco a Siffoni. ¿Lo habría cambiado de lugar en esa ocasión? Imposible, sin las llaves, que no habían salido de su bolsillo. De cualquier modo no podía buscarlo mucho, porque era inminente que advirtieran su escape… Intentó meterse en el autito celeste, pero no cabía: era un hombre corpulento. Oyó, o creyó oír, un portazo… El pánico lo desconcertó por un momento, y ya estaba corriendo a campo traviesa, en cualquier dirección, bajando de la montaña a la meseta, mientras amanecía, a una hora imposible de temprano.
Silvia Balero, de quien los jugadores ignoraban que llevaba un hijo en su seno (de saberlo, lo habrían apostado también) quedó entonces en posesión legal del Chiquito, sin saberlo, profundamente dormida. En cierto momento de esa noche las canillas en el baño de su habitación se abrieron automáticamente, y la tina comenzó a llenarse de agua hirviente de color rojo, que giraba todo el tiempo sobre sí misma y desprendía un vapor también rojo, hirviente, sulfuroso.
Cuando el Chiquito se levantó de la mesa de juego, de la que había sido el único ganador, hizo una recorrida por el hotel (que también había pasado a ser de su propiedad) con paso tambaleante, no por la bebida, que nunca lo afectaba, ni por las muchas horas de inmovilidad, a las que estaba habituado por su profesión, sino por el puro gusto de tambalearse, por coquetería de bruto. Todo era de él; a eso también estaba habituado porque siempre ganaba. Era el jugador más afortunado del universo, y se había tejido una leyenda, sobre él, una leyenda y un gran enigma (¿para qué seguía trabajando?). Desde hacía años estaba en la mira de los jugadores de Pringles, que se habían propuesto, cada uno por su lado, ganarle una partida a los naipes; sabían que uno solo lo lograría, una sola vez, y ese acontecimiento, si llegaba, sería un triunfo muy grande sobre la suerte. Él no lo sabía, y si lo hubiera sabido no se habría preocupado en lo más mínimo. Al contrario, lo habría hecho reír a carcajadas.
Cruzó el lobby oscuro mirando a su alrededor con ojos turbios. Todo era suyo, como tantas veces lo había sido, como siempre. Y no había nada que no fuera suyo, porque no había pasajeros alojados en el hotel… Un momento: sí había alguien, una bella desconocida… que también era suya, porque se la había ganado al hombre del antifaz. Partió en su busca, sin tambaleos. Fue abriendo las puertas de los cuartos, todos vacíos, hasta dar con el de Silvia Balero. Estaba profundamente dormida, en medio de una niebla rojiza. La estuvo mirando un rato… Después fue al baño, y estuvo mirando un rato el agua roja que hervía en la tina. Al fin se desnudó y se sumergió. Nadie habría resistido esa temperatura, pero a él no le hizo nada. El corazón casi dejó de latirle, sus ojos se entrecerraron, la boca se le abrió en una mueca estúpida.
El paso siguiente, fue violar a la dormida. No advirtió que estaba encinta; creyó que era panzona, como tantas mujeres en el sur argentino. El resultado fue que unos deditos celestes allá adentro se asieron de su miembro como de una manija, y cuando lo retiró, intrigado, sacó a la rastra un feto peludo y fosforescente, feo y deforme como un demonio, que con sus chillidos despertó a Silvia Balero y los obligó a huir, dejándolo dueño de la escena.
Fue así como vino al mundo el Monstruo.
Días de ocio en la Patagonia…
Días de turista en París…
La vida lleva a la gente a toda clase de lugares lejanos, y por lo general termina llevándolos a los más lejanos de todos, a los extremos, porque no hay motivo para frenar su empuje a medio camino. Más allá, siempre más allá… hasta que deja de haber más allá, y entonces los hombres rebotan, y quedan expuestos a un clima, a una luz… El recuerdo es una miniatura lumínica, como el holograma de la princesa, en aquella película, que transportaba en sus circuitos el robot fiel, de galaxia en galaxia. La tristeza inherente al recuerdo proviene de que su objeto es el olvido. Todo el movimiento, la gran línea, el viaje, es un arrebato de olvido, que se curva en la burbuja del recuerdo. El recuerdo es siempre portátil, siempre está en manos de un autómata vagabundo.
El mundo, la vida, el amor, el trabajo: vientos. Grandes trenes cristalinos que pasan pitando por el cielo. El mundo está envuelto en vientos que van y vienen… Pero no es tan simple, tan simétrico. Los vientos de verdad, las masas de aire que se desplazan entre diferencias de presión, terminan volviéndose siempre para el mismo lado, y se reúnen en los cielos argentinos; vientos grandes y pequeños, los vientos cosmopolitas y oceánicos tanto como los diminutos soplos de jardín: un embudo de las estrellas los reúne a todos, adornados con sus velocidades y direcciones como cintas en los peinados, y van a parar a esa región privilegiada de la atmósfera que es la Patagonia. Es por eso que allí las nubes son lo momentáneo por excelencia, como decía Leibniz que eran las cosas ("las cosas son mentes momentáneas": una silla es exactamente como un hombre que viviera un solo instante). Las nubes patagónicas acogen y acomodan todas las transformaciones dentro de un solo instante, todas sin excepción. Por eso el instante, que en cualquier parte es seco y fijo como un clic, en la Patagonia es fluido, misterioso, novelesco. Darwin lo llamó: la Evolución. Hudson: la Atención.
No estoy hablando en metáforas patrióticas. Esto es real.
Viajar es real. Abrir la puerta de todos los miedos es real, aunque no lo sea lo que hubo antes ni lo que viene después, ni los motivos ni las consecuencias. En realidad no acierto a explicarme cómo es que la gente puede tomar la decisión de viajar. Quizás me convendría estudiar la obra de esos poetas japoneses que se trasladaban de paisaje en paisaje encontrando temas para sus composiciones algo incoherentes. Quizás ahí está la explicación. "A la mañana siguiente el cielo estaba muy claro, y en el preciso momento en que el sol alcanzaba su mayor brillo, salimos en el bote por la bahía." (Basho)
Los cielos de la Patagonia están siempre limpios. Allí se reúnen los vientos, en una gran feria de transformaciones invisibles. Es como decir que allí sucede todo, y el resto del mundo se disuelve en la lejanía, inoperante, la China, Polonia, Egipto… París, la miniatura lumínica. Todo. Sólo queda ese espacio radiante, la Argentina, hermosa como un paraíso.
¿Cómo viajar?¿Cómo vivir en otra parte? ¿No sería una locura, una autoaniquilación? No ser argentino es precipitarse en la nada, y eso a nadie le gusta.
Y en plena transparencia… Quiero anotar una idea, aunque no tiene nada que ver, antes de que me la olvide: ¿no será que los ideogramas chinos fueron pensados originalmente para ser escritos en vidrio, para poder leerlos del otro lado? Quizás de ahí proviene todo el malentendido.
Y en plena transparencia, decía… un vestido de novia. ¿Una nube? No. Un vestido blanco, claro que sin forma de vestido, o mejor dicho: sin forma humana, la que toma puesto en su dueña o en un maniquí, sino en su forma auténtica, la forma pura de vestido, que nadie tiene la ocasión de ver nunca, porque no es cuestión de verlo hecho un montón de tela tirado sobre una mesa o una silla. Eso es informe. La forma del vestido es una transformación continua, ilimitada.
Y era el vestido de novia más bello y complicado que se hubiera hecho nunca, un desplegarse de todos los pliegues blancos, maqueta blanda de un universo de blancuras. A diez mil metros de altura, volando con lo que parecía una majestuosa lentitud aunque debía de ir muy rápido (no había punto de referencia, en ese abismo celeste de puro día). Y cambiando de forma sin cesar, siempre, macrocisne, abriendo alas nuevas, nunca las mismas, la cola de catorce metros, hiperespuma, cadáver exquisito, bandera de mi patria.
¡Han pasado tantos años que ya debe de ser martes!
…
Había dejado a Delia errando en el crepúsculo desolado. Al cabo de varias horas de paseo incierto, empezaba a preguntarse dónde pasaría la noche. Se sentía perdida, suspendida en un cansancio inhumano. Un poco más, muy poco, y estaría caminando como una autómata, como una loca. Ya ahora daba lo mismo el rumbo en el que iba; si hubiera una visión cualquiera, por cualquier lado, iría hacia allí. Lo que la alarmaba era sentirse en el extremo del interés; cuando saliera al otro lado ya no cambiaría más de dirección. La noche se le antojaba esa especie de desierto uniforme que entraría en ella, y la llenaba de pavor. ¡Una casa, un techo, una cueva, un quincho…! ¡Un rancho abandonado, una tapera, un galpón…! Sabía que aun del fondo de la fatiga podía sacar ánimo para hacer habitable por una noche cualquier ambiente, hasta el más deplorable… Se veía barriéndolo, poniendo orden, haciendo la cama, lavando las cortinas… Eran fantasías absurdas, pero la consolaban un poco, al tiempo que su desamparo seguía creciendo porque la meseta se extendía más y más, y el horizonte desplegaba una nueva franja en blanco, y otra… ¿Tenía sentido seguir?
La noche prácticamente había caído. Lo único que faltaba era que oscureciera. Cada momento parecía el último para ver el signo salvador. Y en uno de ellos, al fin, vio algo: dos paralelogramos largos y bajos posados en el fondo de la distancia, como dos guiones. Fue hacia ellos con alas en los pies, sintiendo todo el dolor del cansancio enroscándose en sus venas. Fue entonces que oscureció (debía ser medianoche) y el cielo se llenó de estrellas.
Ya no veía su objetivo, pero igual lo veía. Se apuró. No le importaba si corría hacia su perdición. ¡Había tantas perdiciones! Nunca había estado extraviada en la oscuridad, precipitándose hacia la primera forma vista con la última luz a mendigar refugio y consuelo… pero alguna vez tenía que ser la primera. No le importaba nada más.
Delia era una mujer joven; apenas si pasaba de los treinta años. Era pequeña, fuerte, bien formada. No es un mero recurso literario decirlo sólo ahora. Para nosotros los chicos (yo era el mejor amigo de su hijo de once años), era una señora, una de las madres, una vieja fea y amenazante… Pero había otras perspectivas. Es el punto de vista infantil el que hace parecer ridículas a las mujeres; más exactamente, las hace parecer travestis, y por ello un tanto cómicas, como artefactos sociales cuya única finalidad, una vez que la perspectiva infantil se desplaza un poco, es hacer reír. Y sin embargo, son mujeres de verdad, sexuadas, deseables, hermosas… Delia era una. Ahora, escribiendo esto, debo hacer la reconversión, y no es fácil. Es como si toda mi vida se agotara en el esfuerzo, y no quedara hombre alguno con la lapicera en la mano, sino un fantasma…: Ya al decir "Delia era una" estoy falseando las cosas, afantasmándolas. No, Delia no es la miniatura lumínica en el archivo de ningún proyector de imágenes. Dije que era una mujer de verdad, y a mis palabras me remito… a algunas por lo menos… a las palabras antes de que hagan frases, cuando todavía son puro presente.
De pronto vio alzarse frente a ella los rectángulos enormes, como muros negros que le bloquearan misericordiosamente el paso. Durante gran parte de los últimos cien metros creyó que eran paredes, pero al llegar reconoció su error: era un camión, uno de esos gigantescos camiones con acoplado como el que estacionaba en la cuadra de su casa, el del Chiquito… Tan alterada estaba que no se le ocurrió ni por un instante que pudiera ser el mismo (como lo era en realidad), con lo que su busca habría terminado…
Tenía las luces apagadas, estaba oscuro y silencioso, como una formación natural emergida de la meseta. Sus treinta ruedas, altas como Delia, hinchadas de atmósferas negras, se apoyaban en la tierra perfectamente nivelada. Debía de ser eso lo que le daba la apariencia de edificio.
La náufraga marchó hacia la parte delantera, y al llegar a la cabina le dio la vuelta mirándola con cautela, empinándose para ver adentro. El parabrisas, del tamaño de una pantalla de cine, cubría la mitad superior de la trompa chata. En el vidrio se reflejaban las constelaciones, y además se había estrellado en él una colección de mariposas que el conductor no se había tomado el trabajo de limpiar. Los pedacitos de ala, celestes, anaranjados, amarillos, todos con un brillo metálico que concentraba la luz del firmamento, habían quedado pegados por su gel fosforescente, recortados en formas caprichosas en las que Delia, aun en su distracción, reconoció corderos, autitos, árboles, perfiles y hasta mariposas.
Adentro no se veía nadie, pero eso no la asombró. Sabía que los camioneros, cuando estacionaban de noche para dormir, se acostaban en un pequeño apartamento que tenían detrás de la cabina, a veces con capacidad para dos personas o más. Al parecer se las arreglaban para estar bastante a sus anchas. Nunca había visto uno, pero le habían contado. Omar, su hijo, le había contado de las comodidades personales que tenía el Chiquito en su camión, sobre el que siempre estábamos trepados jugando. Aun haciendo la deducción correspondiente a la fantasía y la relación de dimensiones de un niño, ella le había creído, porque otros se lo habían confirmado y además era razonable. Estaba segura de que este camión nocturno, tan grande y moderno, no sería menos que el de su barrio (no sabía que eran el mismo).
Fue a la portezuela del lado del conductor y golpeó. Esperó un ratito, y como no hubo respuesta volvió a golpear. Esperó. Nada. Volvió a golpear. Toc toc. Nadie respondía. El camionero no se despertaba. Pero… ¡qué olor a huevo frito! Delia no probaba bocado hacía una enorme cantidad de horas, así que más que sorprenderla, ese aroma incongruente la puso fuera de sí de indignación contra su hado burlón y le dio ánimo para volver a golpear la puerta. "Yo entro", se dijo al ver que persistía el silencio. Aun así, esperó un poco, y volvió a golpear. Era inútil. Golpeó una vez más, ya sin esperanzas, y se quedó un minuto más atenta, expectante. Volvió a sentir el olor. Le resultaba obvio que provenía de adentro del camión, el camionero debía de estar haciéndose la cena. ¡Y ella afuera, muerta de hambre y cansancio, a cientos de leguas de su casa! "Yo me meto, qué me importa", pensó, pero, por un resto de cortesía, volvió a golpear tres veces con los nudillos en la chapa sólida de la puerta, que parecía fierro. Esperó a ver si por casualidad esta vez la oía, pero no fue así.
Entrar, aun tomada la decisión, no era tan fácil. Esos camiones parecían hechos para gigantes. La puerta estaba altísima. Pero tenía una especie de estribo, y desde allí alcanzó a asir la manija. Aunque no estaba puesta la traba, accionar ese picaporte hidráulico exigía una fuerza casi sobrehumana. Terminó colgándose de él con todo su peso, y así pudo. La puerta de un camión, como la de cualquier vehículo, a la inversa de la de una casa, se abre hacia afuera. Y ésta se abrió toda, acogedora, pero se llevó a Delia en su arco… El estribo desapareció bajo sus pies y quedó balanceándose colgada de la manija, a dos metros del suelo. No podía creer que estuviera haciendo esas piruetas, como una niña traviesa. "¿Y ahora qué hago?" se preguntó con alarma. Aquello no parecía tener solución. Podía dejarse caer, confiando en no romperse una pierna, y después volver a subir por el estribo. En ese caso no veía cómo podría volver a cerrar la puerta, aunque eso era lo de menos. Sea como fuera, lo hizo al modo difícil: estiró una pierna en el aire hasta tocar la pared de la caja, se impulsó con fuerza cerrando la puerta, y sin dejar que ésta hiciera contacto, en el momento justo soltó la manija y se aferró de un manotón al espejo retrovisor. Así colgada logró meter el cuerpo por la abertura hasta poner un pie en el interior y con una segunda acrobacia arriesgada soltó definitivamente la manija y se asió del volante. Este no era tan firme como sus apoyos anteriores; giró, y Delia, sorprendida, quedó horizontal de pronto, y en el apuro abrió las dos manos y se las llevó a la cara. Por suerte cayó adentro, en el piso de la cabina, pero la cabeza quedó colgando afuera, y la puerta, en el último vaivén, se le venía encima… La habría decapitado limpiamente si una fuerza desconocida no la detenía a un milímetro del cuello. El borde metálico afiladísimo se alejó blandamente y Delia sacó la cabeza sin esperar a que volviera. Se movió, en extremo incómoda, tratando de subir al asiento. Tan grande era el espacio, o tan pequeña ella, que pudo ponerse de pie, de espaldas al parabrisas.
Quiso dar media vuelta y sentarse a esperar que su corazón se calmara, pero no pudo hacerlo. Con terror sintió una presión de acero que le rodeaba la cintura y no la dejaba moverse. Si se hubiera desmayado, y faltó poco por el espanto que la embargaba, habría quedado de pie sostenida por ese anillo impiadoso. Y no era una ilusión, ni un calambre, porque se llevó las dos manos a la cintura y sintió esa especie de víbora rígida, durísima y muy suave al tacto, que la rodeaba como un cinturón demencial. No gritaba porque no le salía la voz, no porque tuviera la boca cerrada. Podía girar a la derecha y a la izquierda, pero siempre en el mismo lugar; eso no cedía ni un milímetro, aunque curiosamente aceptaba girar un cuarto de círculo con ella cada vez que lo intentaba. Tardó unos agonizantes segundos en comprender que al ponerse de pie había metido el cuerpo por dentro del volante, que ahora tenía a la cintura.