38624.fb2 La dama y el unicornio - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

La dama y el unicornio - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

1. París

Cuaresma-Pascua de Resurrección de 1490

Nicolas des Innocents

El mensajero dijo que tenía que ir de inmediato. Así es Jean le Viste: espera que todo el mundo haga al instante lo que pide.

De manera que sólo dediqué unos momentos a limpiar los pinceles antes de seguir al mensajero. Encargos de Jean le Viste pueden significar comida en la mesa durante semanas. Únicamente el Rey dice que no a Jean le Viste, y yo, desde luego, no soy rey.

Por otra parte, ¿cuántas veces no me habré apresurado a cruzar el Sena hasta la rue du Four, para luego regresar a casa con las manos vacías? No es que Jean le Viste sea una persona veleidosa, todo lo contrario; es tan sobrio y enérgico como lo era en otro tiempo su amado Luis XI. Sin sentido del humor, además. Nunca bromeo con él. Es un alivio escapar de su casa a la taberna más próxima, para volver a animarme allí con una jarra de cerveza, una carcajada y algún que otro manoseo.

Sabe lo que quiere. Pero, a veces, cuando voy a hablar con él de otro escudo de armas con el que decorar la chimenea, pintar en la portezuela del coche de su esposa o incorporar a un fragmento de vidriera para la capilla -la gente dice que las armas de Le Viste se encuentran con tanta facilidad como un montón de estiércol-, se detiene de repente, mueve la cabeza y dice, frunciendo el ceño: «No hace falta. No debería estar pensando en cosas tan poco importantes. Vete». Y así lo hago, sintiéndome culpable, como si fuera el responsable de hacerle perder el tiempo, cuando ha sido él quien me ha llamado.

Como digo, ya había estado otras veces en la casa de la rue du Four. No es un lugar que impresione. Pese a todo el campo a su alrededor, está construida como si se hallara en medio de la ciudad, con habitaciones largas y estrechas, las paredes demasiado oscuras, los establos demasiado cerca (la casa siempre huele a caballos). Se trata de la mansión típica de una familia que ha llegado a la Corte gracias al dinero: suficientemente espléndida pero mal situada. Jean le Viste piensa -es muy probable- que ha sido todo un éxito conseguir un sitio así para vivir, mientras que la Corte ríe a sus espaldas. Tendría que estar cerca del Rey y de Notre Dame y no fuera de las murallas, en los campos cenagosos en torno a Saint-Germain-des-Prés.

Cuando llegué, el mayordomo no me llevó al despacho particular de Jean le Viste, una habitación con las paredes cubiertas de mapas donde trabaja para la Corte y el Rey y atiende los asuntos familiares, sino a la Grande Salle, donde los Le Viste reciben visitas y dan fiestas. Nunca había estado allí. Era una estancia larga con una gran chimenea en el extremo contrario a la puerta y una mesa de roble en el centro. Aparte de un escudo de armas de piedra colgado sobre la campana de la chimenea y otro pintado sobre la puerta, carecía de adornos, aunque el techo era un hermoso artesonado de madera tallada.

No tan espléndida, pensé mientras miraba a mi alrededor. Aunque los postigos de las ventanas estaban abiertos, no se había encendido el fuego y la habitación, con sus paredes desnudas, resultaba fría.

– Espera aquí a mi señor -dijo el mayordomo, lanzándome una mirada iracunda. En aquella casa, la gente o bien respetaba a los artistas o les manifestaba su desprecio.

Le volví la espalda y miré por una ventana estrecha desde donde había una buena vista de las torres de Saint-Germain-des-Prés. Algunos dicen que Jean le Viste tomó esta casa para que su piadosa consorte pudiera cruzar sin problemas a la iglesia todas las veces que quisiera.

La puerta se abrió y me volví dispuesto a hacer una reverencia. Era sólo una criadita, que se sonrió al sorprenderme medio inclinado. Me enderecé y la miré mientras recorría la habitación, golpeándose la pierna con un balde. Luego se arrodilló y empezó a limpiar las cenizas de la chimenea.

¿Era ella? Traté de recordar: la noche estaba muy oscura detrás de los establos. Me pareció más gorda de lo que recordaba, y hosca, debido al espesor de sus cejas, pero con un rostro lo bastante agradable como para merecer unas palabras.

– Espera un momento -le dije cuando se incorporó con dificultad y se dirigió hacia la puerta-. Siéntate y descansa los pies. Te contaré un cuento.

La muchacha se detuvo de golpe.

– ¿Te refieres al del unicornio?

Era ella. Abrí la boca para responder, pero se me adelantó.

– ¿Llega a decir el cuento que la mujer queda embarazada y quizá pierda su trabajo? ¿Es eso lo que sucede?

De manera que por eso había engordado. Me volví hacia la ventana.

– Deberías haber sido más cuidadosa.

– No tendría que haberte escuchado, eso es lo que tendría que haber hecho. Cortarte la lengua y metértela por el culo.

– Será mejor que te vayas, como una buena chica. Ten -me busqué en el bolsillo, saqué unas monedas y las arrojé sobre la mesa-. Para ayudar con lo que venga.

La chica cruzó la habitación y me escupió en la cara. Para cuando me quité las babas de los ojos ya se había marchado. Con las monedas.

Jean le Viste no tardó en aparecer, seguido por Léon le Vieux. La mayoría de los clientes utilizan a un mercader como Léon para que haga de intermediario, para regatear sobre las condiciones, redactar el contrato, proporcionar el dinero inicial y los materiales, asegurarse de que el trabajo se lleva a cabo. Ya había tenido tratos con el viejo mercader sobre escudos de armas pintados para la campana de una chimenea, una Anunciación para la cámara de la esposa de Jean le Viste y algunas vidrieras para la capilla de su castillo cerca de Lyon.

Léon disfruta del favor de los Le Viste. Lo respeto, aunque no me gusta. Pertenece a una familia que fue en otro tiempo judía. En lugar de ocultarlo lo ha utilizado para beneficiarse, porque Jean le Viste también procede de una familia que ha cambiado mucho a lo largo del tiempo. Por eso prefiere a Léon: son dos desconocidos que han logrado abrirse camino. Por supuesto Léon tiene buen cuidado de oír misa dos o tres veces por semana en Notre Dame, donde muchas personas lo ven, de la misma manera que Jean le Viste se esfuerza por comportarse como un verdadero aristócrata, y encarga obras de arte para su casa, da fiestas espléndidas y exagera las manifestaciones de afecto y cortesía hacia el Rey.

Léon sonreía entre la barba y me miraba como si tuviera monos en la cara. Me volví hacia Jean le Viste.

– Bonjour, monseigneur. Deseabais verme -me incliné tanto al hacerle la reverencia que las sienes me latieron con fuerza. Nunca es perjudicial inclinarse mucho.

La mandíbula de Jean le Viste era un hacha, los ojos, cuchillos que, veloces, recorrieron la sala antes de descansar en la ventana, por encima de mi hombro.

– Quiero que hablemos de un encargo, Nicolas des Innocents -dijo, tirándose de las mangas de la túnica, que estaba adornada con piel de conejo y teñida del rojo carmesí que usan los abogados-. Para esta sala.

Recorrí la habitación con la mirada, sin dejar traslucir mis pensamientos. Con Jean le Viste era mejor así.

– ¿Qué idea tenéis, monseigneur?

– Tapices.

Reparé en el plural.

– ¿Quizá un juego con vuestro escudo de armas para colgar a ambos lados de la puerta?

Jean le Viste puso mala cara. Habría hecho mejor callándome.

– Quiero tapices que cubran todas las paredes.

– ¿Todas?

– Así es.

Volví a recorrer la habitación con los ojos, esta vez con más cuidado. La Grande Salle tenía más de diez pasos de largo por cinco de ancho. En una de las paredes largas -muy gruesas, hechas con la piedra de la zona, áspera y gris- se abrían tres ventanas y, de la situada frente a la puerta, la mitad estaba ocupada por la chimenea. Un tejedor necesitaría varios años para cubrir toda la sala con tapices.

– ¿Cuál sería el tema, monseigneur? -había diseñado ya un tapiz para Jean le Viste: un escudo de armas, claro está. Un encargo bastante sencillo: ampliar el escudo a tamaño de tapiz y dibujar alrededor un poco de fondo vegetal.

Jean le Viste se cruzó de brazos.

– El año pasado me hicieron presidente de la Corte de Ayudas.

Aquel cargo no significaba nada para mí, pero sabía lo que tenía que decir.

– Sí, monseigneur. Un gran honor para vos y vuestra familia.

Léon alzó los ojos al artesonado del techo, mientras Jean le Viste movía la mano como para apartar un humo imaginario. Todas mis palabras parecían molestarlo.

– Deseo celebrar ese éxito con una colección de tapices. He reservado esta sala para una ocasión especial.

Me limité a guardar silencio.

– Por supuesto es necesario que el escudo de armas esté presente.

– Por supuesto, monseigneur.

A continuación, Jean le Viste me sorprendió.

– Pero no él solo. Ya hay demasiados ejemplos del escudo de armas sin nada más, tanto aquí como en el resto de la casa -señaló con un gesto los escudos sobre la puerta y la chimenea y algunos tallados en las vigas del techo en los que no había reparado-. No; quiero que sea parte de una escena más amplia, que refleje mi lugar en el corazón de la Corte.

– ¿Una procesión, quizá?

– Una batalla.

– ¿Una batalla?

– Sí. La batalla de Nancy.

Mantuve una expresión pensativa. Incluso sonreí un poco. La verdad es que sabía bien poco de batallas, y nada sobre la de Nancy, ni sobre quiénes habían tomado parte, quién había muerto y quién había resultado vencedor. Había visto cuadros de batallas, pero nunca había pintado ninguno. Caballos, pensé. Tendré que pintar al menos veinte caballos para cubrir las paredes, mezclados con brazos, piernas y armaduras. Me pregunté entonces qué había llevado a Jean le Viste -o a Léon, más probablemente- a elegirme para aquel trabajo. Mi reputación en la Corte es de miniaturista, pintor de retratos diminutos que las damas regalan a los caballeros para que los lleven consigo. Esas miniaturas, alabadas por su delicadeza, están muy solicitadas. Pinto escudos y portezuelas de coches de damas para ganarme unas monedas, pero mi verdadera especialidad es pintar rostros del tamaño de un dedo gordo, utilizando unas pocas cerdas de jabalí y colores mezclados con clara de huevo. Se necesita tener buen pulso, y eso no me falta, incluso después de haberme pasado la noche bebiendo en Le Coq d’Or. Pero la idea de pintar veinte caballos enormes… Empecé a sudar, aunque la habitación estaba fría.

– Estáis seguro de que queréis la batalla de Nancy, monseigneur -dije. No llegaba a ser una pregunta.

Jean le Viste frunció el ceño.

– ¿Por qué no iba a estar seguro?

– Por ningún motivo, monseigneur -respondí muy deprisa-. Pero serán obras importantes y tenéis que estar seguro de que habéis elegido lo que queréis -me maldije por la torpeza de mis palabras.

Jean le Viste resopló.

– Siempre sé lo que quiero. En cuanto a ti, sin embargo…, no parece interesarte mucho este trabajo. Quizá sea mejor buscar otro artista que esté mejor dispuesto.

Volví a hacer una profunda reverencia.

– No, no, monseigneur, me llena de gratitud, por supuesto, que se me proponga para una obra tan espléndida. Estoy seguro de que no soy digno de vuestra amabilidad al pensar en mí. No debéis temer que no ponga todo mi corazón y toda mi cabeza en esos tapices.

Jean le Viste asintió, como si arrastrarse a sus pies fuese la cosa más natural del mundo.

– Te dejo aquí con Léon para arreglar los detalles y medir las paredes – dijo mientras se daba la vuelta para marcharse- espero ver los dibujos preliminares antes de Pascua, el Jueves Santo, y los lienzos para la Ascensión.

Cuando nos quedamos solos, Léon le Vieux rió entre dientes.

– Qué idiota eres.

Con Léon lo mejor es ir directamente al grano y no hacer caso de sus pullas.

– Mis honorarios son diez livres tournois; cuatro ahora, tres cuando termine los dibujos y tres al acabar la obra.

– Cinco livres parisis -respondió Léon muy deprisa-. La mitad cuando termines los dibujos, el resto cuando entregues los lienzos y monseigneur los encuentre satisfactorios.

– De ninguna manera. No puedo trabajar si no se me da un anticipo. Y cobro en livres tournois -era muy de Léon intentar una cosa así-. Las livres de París valen menos.

Léon se encogió de hombros, los ojos alegres.

– Estamos en París, n'est-ce pas? ¿No es lógico usar livres parisis? Al menos yo lo prefiero así.

– Ocho livres tournois, tres ahora, tres con los diseños y dos al final.

– Siete. Te daré dos mañana, luego otras dos y tres al final.

Cambié de tema: siempre es mejor dejar que los mercaderes esperen un poco.

– ¿Dónde se harán los tapices?

– En el norte. Probablemente en Bruselas. Allí están los mejores artesanos.

¿Norte? Me estremecí. Tuve que ir una vez a Tournai por razones de trabajo y me gustó tan poco la luz sin matices y lo desconfiada que era la gente que juré no volver nunca a ningún sitio que quedara al norte de París. Me consoló saber que sólo me correspondía preparar los dibujos y que eso podía hacerse en París. Una vez terminados, no tendría nada más que ver con la fabricación de los tapices.

– Alors, ¿qué sabes de la batalla de Nancy? -preguntó Léon.

Me encogí de hombros.

– ¿Qué más da? Todas las batallas son iguales, n’est-ce pas?

– Eso es como decir que todas las mujeres son iguales.

Sonreí.

– Lo repito: todas las batallas son iguales.

Léon movió la cabeza.

– Me compadezco de tu mujer, el día que la tengas. Ahora dime, ¿qué vas a poner en los tapices?

– Caballos, soldados con armadura, estandartes, picas, espadas, escudos, sangre.

– ¿Qué llevará Luis XI?

– Armadura, por supuesto. Quizá un penacho especial en el casco. No lo sé, a decir verdad, pero conozco a gente que me puede asesorar sobre ese tipo de cosas. Alguien llevará el estandarte real, supongo.

– Espero que tus amigos sean más listos que tú y te cuenten que Luis XI no estuvo en la batalla de Nancy.

– Ah -era el estilo de Léon le Vieux: dejar por idiotas a todas las personas que tenía a su alrededor, excepto a su señor. A Jean le Viste no se le ponía en ridículo.

– Bon -Léon se sacó unos papeles del bolsillo y los dejó sobre la mesa-. Ya he hablado del contenido de los tapices con monseigneur y he realizado algunas mediciones. Tú tendrás que hacerlas con mayor exactitud, como es lógico. Veamos -señaló seis rectángulos que había esbozado muy someramente-. Hay sitio para dos largos aquí y aquí, y cuatro más pequeños. Éste es el orden de la batalla -procedió a explicármela cuidadosamente, sugiriendo escenas para cada uno de los tapices: la distribución de los dos bandos, el ataque inicial, dos escenas del caos de la contienda, la muerte de Carlos el Temerario y el desfile triunfal de los vencedores. Aunque escuché e hice esbozos en el papel por mi cuenta, una parte de mí permaneció al margen, preguntándose qué era lo que me estaba comprometiendo a hacer. No habría mujeres en aquellos tapices, nada en miniatura ni delicado, nada que me resultara fácil pintar. Ganaría mis honorarios con mucho sudor y largas horas.

– Una vez que hayas hecho las imágenes definitivas -me recordó Léon-, tu trabajo habrá terminado. Me encargaré de llevarlas al norte, al tejedor, y su cartonista las ampliará para utilizarlas en el telar.

Debería haberme alegrado de no tener que pintar caballos grandes. Lo que hice, en cambio, fue preocuparme por mi trabajo.

– ¿Cómo sabré que ese cartonista es un buen profesional? No quiero que eche a perder mis dibujos.

– No cambiará lo que Jean le Viste haya decidido; sólo hará modificaciones que ayuden al diseño y la fabricación de los tapices. No te han encargado muchos hasta ahora, ¿verdad que no, Nicolas? Sólo un escudo de armas, si no recuerdo mal.

– Que amplié después yo mismo; no tuve necesidad de cartonistas. Seguro que también soy capaz de hacerlo en este caso.

– Estos tapices son una cosa muy diferente de un escudo de armas. Necesitarán un cartonista de verdad. Tiens, hay una cosa que había olvidado mencionar. Asegúrate de que el escudo de armas de Le Viste figura en todos los tapices. Monseigneur insistirá en eso.

– ¿Participó monseigneur en la batalla de Nancy?

Léon se echó a reír.

– Ten la seguridad de que Jean le Viste estaba en el otro extremo de Francia durante la batalla de Nancy, trabajando para el Rey. Eso no importa: limítate a poner sus armas en banderas y escudos que lleven otros. Quizá quieras ver alguna representación de esa y de otras batallas. Ve a la imprenta de Gérard en la rue Vieille du Temple; te podrá mostrar un libro con grabados de la batalla de Nancy. Le avisaré de que irás a hacerle una visita. Ahora te voy a dejar solo para que tomes medidas. Si tienes problemas, ven a verme. Y tráeme los dibujos el Domingo de Ramos; tal vez quiera que introduzcas cambios, y necesitarás tiempo para hacerlos antes de que monseigneur vea los resultados.

No había duda de que Léon le Vieux era los ojos de Jean le Viste. Tenía que complacerlo, y si le gustaba lo que veía, Jean le Viste estaría de acuerdo.

No me resistí a hacer una última pregunta.

– ¿Por qué me habéis elegido para este encargo?

Léon se recogió la sencilla túnica marrón que llevaba, en su caso sin adornos de piel.

– No he sido yo. Habría elegido a alguien con más experiencia en tapices, o habría ido directamente al tejedor; tienen dibujos preparados y pueden trabajar con ellos. Resulta más barato y los dibujos son buenos -Léon era siempre sincero.

– ¿Por qué me ha elegido Jean le Viste, entonces?

– No tardarás en saberlo. Alors, ven a verme mañana; tendré preparados los papeles que has de firmar, y el dinero.

– Todavía no he aceptado las condiciones.

– Me parece que si. Hay algunos encargos a los que un artista no dice que no. Y éste es uno de ellos, Nicolas des Innocents -me miró significativamente mientras salía.

Tenía razón. Había hablado como si estuviera dispuesto a hacerlos. De todos modos, las condiciones no eran malas. De hecho, Léon no había regateado demasiado. De repente me pregunté si al final me iban a pagar o no en livres de París.

Me puse a examinar las paredes que iba a vestir de manera tan suntuosa. ¡Dos meses para dibujar y pintar veinte caballos y sus jinetes! Me coloqué en un extremo de la habitación y caminé hasta el otro y conté doce pasos; a continuación la crucé, y conté seis pasos. Puse una silla junto a una de las paredes, me subí, pero incluso alzando un brazo todo lo que pude, aún quedaba muy lejos de tocar el techo. Retiré la silla y, después de vacilar un momento, me subí a la mesa de roble. Volví a alzar el brazo, pero aún faltaba la altura de un hombre para llegar al techo.

Me estaba preguntando dónde podría encontrar una vara lo bastante larga para hacer las mediciones cuando oí que alguien tarareaba detrás de mí y me volví. Una muchacha me contemplaba desde la puerta. Una joven encantadora: piel blanca, frente alta, nariz larga, cabellos color de miel, ojos claros. No había visto nunca una chica así. Durante unos momentos no supe qué decir.

– Hola, preciosa -conseguí articular por fin.

La chica se echó a reír y saltó de un pie a otro. Llevaba un sencillo vestido azul, con un corpiño ajustado, cuello cuadrado y mangas estrechas. Estaba bien cortado y la lana era delicada, pero carecía de adornos. Llevaba además un pañuelo sencillo y el cabello, largo, le llegaba casi hasta la cintura. En comparación con la muchacha que había limpiado el hogar de la chimenea, era a todas luces demasiado elegante para ser una criada. ¿Quizá una dama de honor?

– La señora de la casa quiere veros -dijo; luego se dio la vuelta y escapó corriendo, sin dejar de reír.

No me moví. Años de experiencia me han enseñado que perros, halcones y mujeres vuelven si te quedas donde estás. Oí el ruido de sus pasos en la habitación vecina, pero acabaron por detenerse. Al cabo de un momento se reanudaron y la joven reapareció en la puerta.

– ¿Venís? -aún sonreía.

– Lo haré, preciosa, si caminas conmigo y no corres por delante como si fuese un dragón del que tienes que huir.

Rió.

– Venid -me llamó; y esta vez me bajé de la mesa de un salto. Tuve que darme prisa para mantenerme a su altura mientras corría de habitación en habitación. Su falda ondeaba, como si la empujase un viento secreto. De cerca olía a algo dulce y picante, subrayado por el sudor. Movía la boca como si estuviera mascando algo.

– ¿Qué tienes en la boca, preciosa?

– Dolor de muelas -la joven sacó la lengua; sobre su punta sonrosada descansaba un clavo de olor. El espectáculo de aquella lengua me excitó. Tuve ganas de montarla.

– Ah, eso debe de molestar mucho -yo la libraría mucho mejor de aquella molestia-. Vamos a ver, ¿para qué me quiere ver tu señora?

Me miró, divertida.

– Imagino que os lo podrá decir ella.

Aflojé el paso.

– ¿Por qué tanta prisa? A tu señora no le importará, ¿no es cierto?, que tú y yo charlemos un poco por el camino.

– ¿De qué queréis hablar?

Empezó a subir por una escalera circular. Salté para ponerme delante de ella y cortarle el paso.

– ¿Qué clases de animales te gustan?

– ¿Animales?

– No quiero que pienses en mí como un dragón. Preferiría que me vieras como otra cosa. Algo que te caiga bien.

La muchacha pensó.

– Un periquito, quizá. Me gustan los periquitos. Tengo cuatro. Me comen en la mano -me esquivó para colocarse velozmente por encima de mí. Pero no siguió subiendo. Sí, pensé. He sacado mis mercancías y viene a verlas. Acércate más, cariño, y contempla mis ciruelas. Pálpalas.

– Un periquito, no -dije-. Seguro que no te parezco un tipo que arma bulla y sólo sabe imitar.

– Mis periquitos no hacen ruido. Pero, de todos modos, sois un artista, n’est-ce pas? ¿No es eso lo que hacéis, imitar la vida?

– Hago las cosas más hermosas de lo que son, aunque hay algunas, niña mía, que no se pueden mejorar con pintura -la evité para colocarme tres escalones por encima. Quería ver si vendría a mí.

Así fue. Mantuvo los ojos serenos y muy abiertos, pero apareció en su boca una sonrisa de complicidad. Con la lengua se pasó el clavo de una mejilla a otra.

Vas a ser mía, pensé. Estoy seguro.

– Quizá seáis un zorro, más bien -dijo-. Vuestros cabellos tienen un poco de rojo entre el castaño.

Torcí el gesto.

– ¿Cómo puedes ser tan cruel? ¿Parezco taimado? ¿Engañaría yo a alguien? ¿Corro de lado y nunca en línea recta? Mejor un perro que se tumba a los pies de su señora y le es siempre fiel.

– Los perros quieren que se les haga demasiado caso -dijo la muchacha-, y saltan y me manchan la falda con las patas -dio la vuelta alrededor de mí, y esta vez no se detuvo-. Venid, mi señora espera. No debemos impacientarla.

Tendría que apresurarme; había perdido mucho tiempo con otros animales.

– Sé qué animal me gustaría ser -jadeé, corriendo tras ella.

– ¿Cuál?

– Un unicornio. ¿Sabes algo del unicornio?

La chica resopló. Había llegado al final de las escaleras y estaba abriendo la puerta de otra habitación.

– Sé que le gusta reclinar la cabeza en el regazo de las doncellas. ¿Es eso lo que ansiáis?

– Ah, no pienses tan mal de mí. El unicornio hace algo mucho más importante. Su cuerno tiene un poder especial, ¿no lo sabías?

La muchacha aminoró el paso y me miró.

– ¿Cuál es?

– Si un pozo está envenenado…

– ¡Ahí abajo hay un pozo! -se detuvo y señaló el patio a través de una ventana. Una chica más joven que ella se inclinaba sobre el pretil y miraba hacia el interior del pozo, mientras la luz dorada del sol le bañaba los cabellos.

– Jeanne siempre hace eso -dijo mi acompañante-. Le gusta verse reflejada -mientras mirábamos, la chica escupió dentro del pozo.

– Si ese pozo lo envenenaran, preciosa, o lo ensuciaran como acaba de hacer Jeanne, podría llegar un unicornio, introducir el cuerno y el pozo quedaría purificado. ¿Qué te parece?

La muchacha movió varias veces con la lengua el clavo que tenia en la boca.

– ¿Qué queréis que piense?

– Quiero que me veas como tu unicornio. Hay ocasiones en las que incluso tú te ensucias, preciosa. Les pasa a todas las mujeres. Es el castigo de Eva. Pero te puedes purificar, todos los meses, sólo con que me permitas atenderte -montarte una y otra vez hasta que rías y llores-. Todos los meses volverás al jardín del Edén -aquella última frase no fallaba nunca cuando cortejaba a una mujer: la idea de un paraíso tan sencillo parecía atraparlas. Siempre se me abrían de piernas con la esperanza de encontrarlo. Quizá algunas lo hallaban.

La joven se echó a reír, a voz en cuello ahora. Estaba lista. Extendí la mano para apretar la suya y sellar así nuestro pacto.

– ¿Claude? ¿Eres tú? ¿Por qué has tardado tanto?

Frente a nosotros se había abierto otra puerta y una mujer nos contemplaba, los brazos cruzados sobre el pecho. Dejé caer la mano.

– Pardon, mamá. Aquí lo tienes -Claude se apartó para señalarme con un gesto. Hice una reverencia.

– ¿Qué llevas en la boca? -preguntó la mujer.

Claude tragó saliva.

– Un clavo. Para mi diente.

– Deberías mascar menta, es mucho mejor para el dolor de muelas.

– Sí, mamá -Claude rió de nuevo, probablemente al verme la cara. Se dio la vuelta y salió de la habitación, dando un portazo. Hasta donde estábamos llegó el eco de sus pasos.

Me estremecí. Había intentado seducir a la hija de Jean le Viste.

En mis visitas anteriores a la casa de la rue du Four, sólo había visto de lejos a las tres hijas de Le Viste: cuando corrían por el patio, al salir a caballo o de camino hacia la iglesia de Saint-Germain-des-Prés con un grupo de damas. Por supuesto, la chica junto al pozo era de la familia; si hubiera prestado atención habría entendido -al ver sus cabellos y su manera de moverse- que Claude y ella eran hermanas. En ese caso habría adivinado su identidad y no le habría contado nunca a Claude la historia del unicornio. Pero no había pensado en quién era; sólo en llevármela a la cama.

Bastaría con que Claude repitiera a su padre lo que le había dicho para que me echaran a la calle, retirándome el encargo. Y nunca volvería a ver a Claude.

Ahora, de todos modos, me gustaba más que nunca, y no sólo para montarla. Deseaba tenerla a mi lado y hablarle, tocarle la boca y el pelo y hacerla reír. Me pregunté a qué sitio de la casa se habría ido. Nunca se me permitiría entrar allí; un artista de París no tenía nada de que hablar con la hija de un noble.

Me quedé muy quieto, pensando en aquellas cosas. Quizá estuve así demasiado tiempo. La dama en el umbral se movió de manera que el rosario que le colgaba de la cintura chocó contra los botones de la manga, y salí de mi ensimismamiento. Me miraba como si hubiera adivinado todo lo que me pasaba por la cabeza. No dijo nada, sin embargo, y abrió la puerta por completo; luego regresó al interior de la habitación. La seguí.

Había pintado miniaturas en las cámaras de muchas señoras y aquélla no era tan diferente. Había una cama de madera de nogal, con dosel de seda azul y amarilla. Había sillas de roble formando un semicírculo, acolchadas con cojines bordados. Vi también un tocador cubierto de frascos, un cofre para joyas, así como varios arcones para ropa. Una ventana abierta enmarcaba la vista de Saint-Germain-des-Prés. Reunidas en un rincón estaban las damas de honor, que trabajaban en bordados. Me sonrieron como si fueran una sola persona en lugar de cinco, y me insulté por haber pensado en algún momento que Claude pudiera ser una de ellas.

Geneviéve de Nanterre -esposa de Jean le Viste y señora de la casa- se sentó junto a la ventana. En otro tiempo, sin duda, había sido tan hermosa como su hija. Aún era una mujer bien parecida, de frente amplia y barbilla delicada, pero si bien el rostro de Claude tenía forma de corazón, el suyo se había vuelto triangular. Quince años de matrimonio con Jean le Viste habían hecho desaparecer las curvas, afirmarse la mandíbula, arrugarse la frente. Sus ojos eran pasas oscuras frente a los membrillos claros de Claude.

En un aspecto, al menos, eclipsaba a su hija. Su vestido era más lujoso: brocado crema y verde, con un complicado dibujo de flores y hojas. También llevaba joyas delicadas en la garganta y el cabello trenzado con seda y perlas. Nunca se la tomaría por una dama de honor; estaba inconfundiblemente vestida como alguien a quien hay que servir.

– Acabáis de entrevistaros con mi esposo en la Grande Salle -dijo-. Para hablar de tapices.

– Sí, madame.

– Imagino que quiere una batalla.

– Sí, madame. La batalla de Nancy.

– ¿Y qué escenas se representarán?

– No estoy seguro, madame. Monseigneur sólo me ha hablado de los tapices. He de sentarme y preparar los dibujos antes de decir nada con seguridad.

– ¿Habrá hombres?

– Por supuesto, madame.

– ¿Caballos?

– Sí.

– ¿Sangre?

– ¿Pardon, madame?

Geneviéve de Nanterre agitó la mano.

– Se trata de una batalla. ¿Habrá sangre brotando de las heridas?

– Imagino que sí, madame. Carlos el Temerario morirá, por supuesto.

– ¿Habéis participado alguna vez en una batalla, Nicolas des Innocents?

– No, madame.

– Quiero que penséis por un momento que sois soldado.

– Pero soy miniaturista de la Corte, madame.

– Lo sé, pero en este momento sois un soldado que ha luchado en la batalla de Nancy, en la que perdisteis un brazo. Estáis en la Grande Salle como invitado de mi marido y mío. Os acompaña vuestra esposa, joven y bonita, que os ayuda en las pequeñas dificultades que se os presentan por el hecho de no tener dos manos: partir el pan, ceñiros la espada, montar a caballo -Geneviéve de Nanterre hablaba rítmicamente, como si estuviera cantando una nana. Empecé a tener la sensación de que flotaba río abajo sin idea de adónde iría a parar.

¿Estará un poco loca?, pensé.

Geneviéve de Nanterre se cruzó de brazos y torció la cabeza.

– Mientras coméis, contempláis los tapices de la batalla que os costó un brazo. Reconocéis a Carlos el Temerario en el momento en que cae muerto, vuestra esposa ve la sangre que brota de sus heridas. Encontráis por todas partes los estandartes de Le Viste. Pero ¿dónde está Jean le Viste?

Traté de recordar lo que Léon había dicho.

– Monseigneur está junto al Rey, madame.

– Sí. Durante la batalla mi esposo y el Rey estaban cómodamente en la Corte, en París, lejos de Nancy. Ahora, como tal soldado, ¿qué sentiríais, sabiendo que Jean le Viste no participó en la batalla de Nancy, al ver sus estandartes una y otra vez en los tapices?

– Pensaría que monseigneur es una persona importante por el hecho de estar junto al Rey, madame. Sus consejos tienen más valor que su habilidad en el combate.

– Ah, eso es muy diplomático por vuestra parte, Nicolas. Tenéis mucho más de diplomático que mi marido. Pero me temo que no es la respuesta adecuada. Quiero que penséis con calma y me digáis con sinceridad lo que pensaría un soldado como el que he descrito.

Sabía ya hacia dónde me llevaba el río de palabras en el que flotaba. Lo que no sabía era qué sucedería cuando atracase.

– Se ofendería, madame. Y también su esposa.

Geneviéve de Nanterre asintió con la cabeza.

– Efectivamente. Eso es lo que pasaría.

– Pero no es razón…

– De plus, no quiero que mis hijas tengan que contemplar una carnicería mientras hacen de anfitrionas en una fiesta. Habéis visto a Claude, ¿queréis que, mientras come, vea un tajo profundo en el costado de un caballo o un hombre degollado?

– No, madame.

– No tendrá que hacerlo.

En su rincón, las damas de honor se sonreían con suficiencia. Geneviéve de Nanterre me había llevado exactamente a donde quería. Era más inteligente que la mayoría de las damas de la nobleza que había pintado. Debido a ello descubrí que deseaba agradarla. Y un deseo así podía ser peligroso.

– No estoy en condiciones de oponerme a los deseos de monseigneur, madame.

Geneviéve de Nanterre volvió a sentarse en su silla.

– Decidme, Nicolas, ¿sabéis quién os eligió para diseñar esos tapices?

– No, madame.

– He sido yo.

Me quedé mirándola.

– ¿Por qué, madame?

– He visto vuestras miniaturas de las damas de la Corte. Sabéis captar en ellas algo que me agrada.

– ¿De qué se trata, madame?

– De su naturaleza espiritual.

Le hice una reverencia, sorprendido.

– A Claude no le vendrían mal otros ejemplos de esa naturaleza espiritual. Lo intento, pero no escucha a su madre.

Callamos los dos. Pasé a apoyar el peso del cuerpo en el otro pie.

– ¿Qué…, qué querríais que pintara en lugar de una batalla, madame?

Los ojos de Geneviéve de Nanterre brillaron.

– Un unicornio.

Sentí terror.

– Una dama y un unicornio -añadió.

Tenía que haberme oído mientras hablaba con Claude: de lo contrario no lo habría sugerido. ¿Estaba escuchando mientras intentaba seducir a su hija? Traté de adivinarlo por su rostro. Parecía complacida consigo misma, traviesa incluso. Si lo sabía, podía hablar con Jean le Viste de mi increíble audacia, si es que Claude no lo había hecho ya, y perdería el encargo. No sólo eso: con una palabra, Geneviéve de Nanterre podía destruir mi reputación en la Corte y nunca volvería a pintar otra miniatura.

No me quedaba más remedio que tratar de ablandarla.

– ¿Os gustan los unicornios, madame?

A una de las damas de honor se le escapó una risita. Geneviéve de Nanterre frunció el ceño y la muchacha guardó silencio.

– ¿Cómo podría saberlo, si nunca los he visto? No; pienso en Claude. A ella le gustan, y por ser la primogénita, un día heredará los tapices. Más valdrá que sea algo que le guste.

Había oído hablar de la ausencia de un heredero varón en aquella familia, de cuánto tenía que desagradar a Jean le Viste no contar con un hijo a quien transmitir su amado escudo de armas. La culpa de ser padre de tres hijas recaía pesadamente sobre los hombros de su esposa. La miré con un poco más de simpatía.

– ¿Qué queréis que haga el unicornio, madame?

Geneviéve de Nanterre agitó una mano.

– Sugeridme lo que podría hacer.

– Podría ser cazado. A monseigneur le gustaría eso.

Agitó la cabeza.

– No quiero ni caballos ni sangre. Y a Claude no le gustaría que se matara al unicornio.

No podía arriesgarme a sugerir la historia de los poderes mágicos del cuerno del animal. Tendría que utilizar la idea de Claude.

– La dama podría seducir al unicornio. Cada uno de los tapices representaría una escena de los dos en el bosque, la dama tentándolo con música y comida y flores, y al final el unicornio descansaría la cabeza en su regazo. Es una historia popular.

– Quizá. Por supuesto a Claude le gustaría eso. Es una muchacha que está empezando a vivir. Sí, la virgen que doma al unicornio puede ser la solución. Aunque a mí me puede apenar tanto contemplar eso como las escenas de una batalla -lo último lo dijo casi para sus adentros.

– ¿Por qué, madame?

– Estaré rodeada de seducción, de juventud, de amor. ¿Qué interés tiene todo eso para mi? -trataba de adoptar una actitud desdeñosa, pero parecía más bien nostálgica.

No comparte el lecho de su marido, pensé. Ha tenido a sus hijas y ha cumplido su misión. Tampoco bien, claro, sin hijos varones. Ahora está apartada de Jean le Viste y no le queda nada. No era costumbre mía compadecerme de las damas de la nobleza, con habitaciones bien calientes, el estómago lleno y damas de honor para servirlas. Pero en aquel momento me apiadé de Geneviéve de Nanterre. Porque tuve una repentina imagen de mí mismo al cabo de diez años -después de largos viajes, inviernos rigurosos, enfermedades- solo en una cama fría, los miembros doloridos, las manos agarrotadas e incapaces de sostener el pincel. Cuando dejara de ser útil, ¿quién se iba a acordar de mi? La muerte sería bienvenida. Me pregunté si también ella habría pensado en eso.

Me miraba con ojos tristes, inteligentes.

Algo de los tapices sería suyo, pensé de repente. No tratarían sólo de seducción en un bosque, sino también de algo más, no sólo de una virgen sino de una mujer que sería de nuevo virgen, de manera que los tapices fueran sobre toda la vida de una mujer, su comienzo y su final. Todas sus elecciones reunidas en una. Sería eso lo que hiciera. Le sonreí.

En la torre de Saint-Germain-des-Prés tocó una campana.

– Sexta, mi señora -dijo una de las damas.

– Iré ahora -respondió Geneviéve de Nanterre-. Nos hemos perdido los otros oficios y esta tarde no puedo ir a vísperas: me esperan en la Corte con mi señor -se levantó de la silla mientras otra dama le traía el cofre. Alzó los brazos, soltó el broche del collar y se lo quitó, permitiendo que las joyas brillaran un momento en sus manos antes de guardarlas en el interior del cofre. Su dama de honor alzó una cruz salpicada de perlas, con una larga cadena y, cuando Geneviéve de Nanterre hizo un gesto de asentimiento, la pasó por encima de la cabeza de su señora. Las otras damas empezaron a recoger su costura y sus objetos personales. Supe que iba a ser despedido.

– Pardon, madame, pero aceptará monseigneur unicornios en lugar de batallas?

Geneviéve de Nanterre estaba arreglándose el cinturón de hábito que utilizaba al tiempo que una de sus damas retiraba los alfileres de su sobrefalda de color rojo oscuro para que sus pliegues cayeran hasta el suelo y cubrieran las hojas y las flores verdes y blancas.

– Tendréis que convencerlo.

– Pero… sin duda debéis decírselo vos misma, madame. Después de todo, lograsteis que aceptara llamarme a mí para los diseños.

– Ah, eso fue fácil: las personas le tienen sin cuidado. Uno u otro artista significan muy poco para él, con tal de que la Corte los acepte. Pero el tema del encargo queda entre vos y él; me propongo no tener nada que ver con ello. Será mejor que lo sepa por vos.

– Quizá Léon le Vieux tendría que hablar con él.

Geneviéve de Nanterre resopló.

– Léon nunca se opondrá a los deseos de mi marido. Sabe guardarse las espaldas. Es inteligente pero no astuto; y lo que se necesita para convencer a Jean es astucia.

Procuré ocultar mi desagrado. El brillo de los dibujos que tendría que hacer me había cegado, pero ahora empezaba a percatarme de lo difícil de mi situación. Prefería, desde luego, pintar una dama y un unicornio en lugar de una batalla con sus muchos caballos, pero tampoco me apetecía ir en contra de los deseos de Jean le Viste. De todos modos, parecía no tener elección. Estaba atrapado en una red tejida entre Jean le Viste, su mujer y su hija, y no sabía cómo escapar. Aquellos tapices iban a crearme muchos problemas, pensé.

– Se me ocurre una idea ingeniosa, madame -la dama de honor que hablaba era la menos agraciada, pero tenía unos ojos muy vivos que se movían de aquí para allá mientras pensaba-. Se trata de un juego de palabras. Ya sabéis que a monseigneur le gustan.

– Es cierto -asintió Geneviéve de Nanterre.

– Visté significa velocidad. El unicornio es visté, n’est-ce pas? No hay animal que corra con mayor rapidez. De manera que cuando vemos un unicornio pensamos en Viste.

– Eres muy lista, Béatrice… Si tu idea convence a mi marido, podrás casarte con nuestro artista, Nicolas des Innocents. Te daré mi bendición.

Alcé bruscamente la cabeza. Béatrice rió a carcajadas y las restantes damas hicieron lo mismo. Por mi parte, sonreí cortésmente. Ignoraba si aquello era una broma de Geneviéve de Nanterre.

Todavía riendo, la señora de la casa salió con sus acompañantes, dejándome solo.

Me quedé en la habitación, silenciosa ya. Tenía que encontrar una vara larga y volver a la Grande Salle para realizar las mediciones. Pero era un placer seguir allí, sin damas que se rieran de mí. Podía pensar en aquel espacio.

Miré a mi alrededor. Dos tapices colgaban de las paredes y, junto a ellos, la Anunciación que había pintado yo. Estudié los tapices. Eran de la vendimia, los varones que cortaban los racimos y las mujeres que pisaban la uva, con las faldas recogidas que dejaban al descubierto las pantorrillas salpicadas de mosto. Los tapices eran mucho más grandes que el cuadro y tenían menor profundidad. El tejido hacía que las figuras parecieran toscas, y menos carnales y próximas que la Virgen de mi cuadro. Pero daban calor a la habitación y llenaban un mayor espacio con sus intensos rojos y azules.

Toda una sala llena de tapices sería como crear un pequeño mundo, lleno, además, no de hombres y caballos en una batalla, sino de mujeres. Lo prefería con diferencia, por difícil que resultase convencer a Jean le Viste.

Miré por la ventana. Geneviéve de Nanterre y Claude le Viste caminaban con sus damas hacia la iglesia, las faldas agitadas por el viento. La luz del sol era tan brillante que se me humedecieron los ojos y tuve que cerrarlos. Cuando miré de nuevo ya no estaban, y las había reemplazado la criada que llevaba un hijo mío en el vientre. Sostenía un cesto y caminaba con dificultad en la dirección opuesta.

¿Por qué se había reído tanto Béatrice, la dama de honor, ante la idea de casarse conmigo? Aunque no había pensado aún mucho en el matrimonio, daba por sentado que antes o después tendría una esposa que me cuidara cuando fuese viejo. Estaba bien considerado en la Corte, no me faltaban encargos y ahora los nuevos tapices me permitirían mantenernos a mí y a mi esposa. No tenía aún el cabello gris, sólo me faltaban dos dientes y podía cabalgar tres veces a una fémina la misma noche si surgía la necesidad. No era más que artista, es cierto: ni caballero ni mercader rico. Pero tampoco herrero ni picapedrero ni agricultor. Tenía las manos limpias y las uñas bien cuidadas. ¿Por qué se reía tanto?

Decidí que lo primero era terminar de medir la Grande Salle, prescindiendo de lo que tuviera que dibujar para cubrir sus paredes. Necesitaba una vara larga, y encontré al mayordomo en el almacén de la casa, contando velas. Se mostró tan desagradable conmigo como antes, pero me indicó que fuera a los establos.

– Ten cuidado con esa vara -me ordenó-. No hagas algún estropicio con ella.

Se me escapó una sonrisa.

– No te tomaba por alcahuete -dije.

El mayordomo frunció el ceño.

– No me refiero a eso. Pero no me sorprende que lo interpretes así, dado que eres incapaz de controlar tu propia verga.

– ¿De qué hablas?

– Lo sabes muy bien. De lo que has hecho con Marie-Céleste.

Marie-Céleste. El nombre no me decía nada.

Al observar mi desconcierto, me obsequió con un rugido.

– La criada a la que dejaste embarazada, mequetrefe.

– Ah, ésa. Tendría que haber tenido más cuidado.

– Y tú también. Es una buena chica que se merece algo mejor.

– Lo de Marie-Céleste es una lástima, pero le he dado dinero y no tendrá problemas. Ahora lo que necesito es una vara.

El mayordomo gruñó. Mientras me volvía para marcharme, murmuró:

– Ándate con cuidado, mequetrefe.

Encontré la vara en los establos y cruzaba el patio con ella cuando Jean le Viste en persona salió a buen paso de la casa. Se cruzó conmigo sin mirarme siquiera -debió de pensar que era un criado más- y tuve que llamarlo, «¡Monseigneur, un momento, por favor!». Si no le decía algo entonces, quizá no tuviera nunca otra oportunidad de hablar a solas con él.

Jean le Viste se volvió para ver quién lo llamaba, lanzó un gruñido y siguió caminando. Tuve que correr para ponerme a su altura.

– Os lo ruego, monseigneur, me gustaría que hablásemos un poco más sobre los tapices.

– Debes hablar con León, no conmigo.

– Sí, monseigneur, pero considero que para algo tan importante como esos tapices es mejor consultaron directamente.

Mientras me apresuraba tras él, el extremo de la vara se inclinó, tropezó con una piedra, se me cayó de la mano y rebotó contra el suelo. El ruido se oyó por todo el patio. Jean le Viste se detuvo y me miró indignado.

– Estoy preocupado, monseigneur -me apresuré a decirle-. Me preocupa que no cuelguen de vuestros muros las obras que otros esperarían de un miembro tan destacado de la Corte. De un presidente de la Corte de Ayudas, nada menos -se me ocurrían las palabras a medida que caminaba.

– ¿De qué me hablas? Estoy muy ocupado.

– He visto dibujos encargados a mis colegas por familias nobles para distintos tapices. Todos tienen una cosa en común: un fondo de millefleurs -aquello era cierto; era verdad que se habían popularizado los fondos con un tupido diseño de flores, sobre todo a medida que los tejedores del norte perfeccionaban la técnica.

– ¿Flores? -repitió Jean le Viste, mirándose los pies como si acabara de tropezar con unas cuantas.

– Sí, monseigneur.

– No hay flores en las batallas.

– No, monseigneur. No son batallas lo que han estado tejiendo. Varios de mis colegas han dibujado escenas con… con unicornios, monseigneur.

– ¿Unicornios?

– Sí, monseigneur.

La expresión de Jean le Viste se hizo tan escéptica que rápidamente añadí otra mentira, confiando en que no llegara nunca a descubrirla.

– Varias familias nobles los han encargado: Jean d,Alençon, Charles de Saint-Émilion, Philippe de Chartres -traté de nombrar familias que Jean le Viste nunca visitaría, o porque vivían demasiado lejos, o porque eran demasiado nobles (o no lo suficiente) para los Le Viste.

– No encargan batallas -repitió Jean le Viste.

– No, monseigneur.

– Unicornios.

– Así es, monseigneur. Están de moda. Y se me ha ocurrido que un unicornio podría ser apropiado para vuestra familia -le expliqué el juego de palabras de Béatrice.

La expresión de Jean le Viste no se modificó, pero hizo un gesto de asentimiento y eso bastaba.

– ¿Sabes qué es lo que tiene que hacer ese unicornio?

– Sí, monseigneur, lo sé.

– De acuerdo, entonces. Díselo a Léon. Y preséntame los dibujos antes de Pascua -Jean le Viste se volvió para cruzar el patio. Le hice una reverencia cuando ya estaba de espaldas.

Convencerlo no me había costado tanto como temía. Estaba en lo cierto al deducir que Jean le Viste querría lo que pensaba que tenían todos los demás. Porque eso es lo que sucede con la nobleza que carece de la tradición de muchas generaciones: imita más que inventa. A Jean le Viste no se le ocurría que pudiera aumentar su prestigio encargando tapices de batallas cuando nadie más lo hacía. Pese a lo seguro de sí mismo que parecía, no estaba dispuesto a abrir caminos. Yo estaba a salvo mientras no descubriera que no existían otros tapices de unicornios. Tendría, por supuesto, que dibujar los mejores tapices posibles, tapices que hicieran que otras familias desearan otros parecidos y de los que Jean le Viste se sintiera orgulloso por haber sido el primero en encargarlos.

Aunque no quería complacerlo sólo a él, también pensaba en su mujer y en su hija. No estaba seguro de qué era lo que más me importaba, si el bello rostro de Claude o la tristeza del de Geneviéve. Tal vez hubiera sitio para ambos en el bosque del unicornio.

Aquella noche bebí en Le Coq d'Or para celebrar el encargo y después dormí mal. Soñé con unicornios y damas rodeados de flores, una muchacha que mascaba un clavo de olor, otra que contemplaba su reflejo en un pozo, una dama con joyas en la mano junto a un cofrecillo, una muchacha dando de comer a un halcón. Era una mezcolanza que no logré ordenar. Tampoco se trataba de una pesadilla, sino de añoranzas.

Cuando desperté a la mañana siguiente, tenía la cabeza clara y estaba listo para dar realidad a mis sueños.

Claude le Viste

Mamá le preguntó a papá por los tapices después de misa el domingo de Pascua y fue entonces cuando oí que el artista volvería. Regresábamos a casa por la rue du Four, y Jeanne y Geneviéve querían que corriera delante con ellas y saltara los charcos, pero me quedé atrás para escuchar. Es algo que sé hacer bien cuando se supone que no debería.

Mamá procura siempre no molestarlo, pero papá parecía estar de buen humor: ¡probablemente contento como yo de salir al sol después de una misa tan larga! Cuando mamá le preguntó, dijo que ya tenía los dibujos y que Nicolas des Innocents vendría pronto para hablar de ellos. Hasta ahora ha dicho muy poco sobre los tapices. Incluso dar una información mínima parecía irritarlo. Creo que lamenta convertir la batalla en unicornios; a papá le encantan las batallas y su Rey. Luego nos dejó de repente, con el pretexto de que tenla que hablar con el mayordomo. Béatrice y yo nos miramos y nos dio la risa, de manera que mamá nos miró ceñuda.

¡Menos mal que tengo a Béatrice! Me lo ha contado todo: el cambio de la batalla a los unicornios, su juego de palabras tan ingenioso sobre Viste y, lo mejor de todo, el nombre de Nicolas. Mamá nunca me hubiera dicho nada, y la puerta de su cuarto es demasiado gruesa; no oí lo que decían cuando estuvo allí con ella, excepto la risa de Béatrice. Por fortuna me cuenta cosas y pronto será mi dama de honor. A mamá no le hace falta y prefiere mi compañía: se divertirá mucho más.

Mamá está insoportable últimamente; sólo tiene ganas de rezar. Ahora insiste en ir a misa dos veces al día. En ocasiones tengo clases de baile durante tercia o sexta, pero me lleva a vísperas por la música, y me impaciento tanto que me dan ganas de gritar. Cuando me siento en Saint-Germain-des-Prés, los pies empiezan a movérseme y las mujeres de mi banco lo notan, pero no saben de dónde viene, a excepción de Béatrice, que me pone una mano en la pierna para calmarme. La primera vez que lo hizo di un salto y chillé, tanto me sorprendió. Mamá se inclinó hacia delante y me fulminó con la mirada. El sacerdote también se volvió. Tuve que meterme la manga en la boca para no reírme.

Ahora parece que irrito mucho a mamá, aunque no sé qué es lo que tanto la molesta. También ella me irrita a mí diciéndome que me río demasiado o que ando demasiado deprisa, o que mi vestido está sucio o que se me ha torcido el tocado. Me trata como a una niña pero, por otra parte, espera que sea una mujer. No me deja salir cuando quiero; dice que soy demasiado mayor para jugar en la feria de Saint-Germain-des-Prés durante el día y demasiado pequeña para ir allí de noche. No soy demasiado pequeña: otras chicas de catorce años van a la feria de noche para ver a los juglares. Muchas se han prometido ya. Cuando pregunto, mamá me dice que le falto al respeto y que debo esperar a que papá decida cuándo y con quién me tengo que casar. No puedo más de impaciencia. Si tengo que ser mujer, ¿dónde está mi hombre?

Ayer traté de escuchar la confesión de mamá en Saint-Germain-des-Prés para descubrir si tiene remordimientos por tratarme tan mal. Me escondí detrás de una columna cerca del banco donde se sienta con el sacerdote, pero bajaba tanto la voz que, a rastras, tuve que acercarme muchísimo. Todo lo que oí fue «Ça c 'est mon seul désir» antes de que uno de los curas me viera y me echase. «Mon seul désir», murmuré para mis adentros. Mi único deseo. La frase resulta tan mágica que me la he repetido durante todo el día.

Cuando tuve la seguridad de que Nicolas venía a casa, supe también que tenía que verlo. C 'est mon seul désir. ¡Ah! Ése es mi hombre. He pensado en él a todas horas de todos los días desde que lo conocí. Como es lógico no le he dicho nada a nadie, a excepción de Béatrice, quien, para mi sorpresa, no se ha mostrado muy amable con él. Es la única falta que le encuentro. Estaba describiendo sus ojos: cómo son tan marrones como castañas y tienen patas de gallo, de manera que parece un poco triste incluso cuando claramente no lo está.

– No es digno de ti -me interrumpió Béatrice-. Nada más que un artista y muy poco de fiar. Deberías pensar más bien en grandes señores.

– Si no fuese de fiar, mi padre nunca lo habría contratado -repliqué-. Tío Léon no lo habría permitido.

León no es de verdad mi tío, sino un mercader viejo que se ocupa de los asuntos de mi padre. Me trata como a una sobrina: hasta hace poco me acariciaba la barbilla y me traía dulces, pero ahora me dice que ande derecha y que me peine.

– Dime qué clase de marido quieres y veré si hay uno maduro en el mercado -le gusta decir.

¡Cómo se sorprendería si le describiera a Nicolas! No lo tiene en mucha estima, estoy segura; le oí hablar con papá, cuando trataba de desautorizar los unicornios de Nicolas, diciendo que no estarían bien para la Grande Salle. La puerta de papá no es tan gruesa, y si pego la oreja al ojo de la cerradura le oigo. Pero papá no cambiará otra vez de idea. Eso se lo podría haber dicho yo a Léon. Cambiar una vez ya era difícil, pero volver atrás sería impensable.

Cuando supe que Nicolas vendría a la rue du Four, busqué al mayordomo para saber exactamente en qué momento. Como de costumbre, estaba en los almacenes, contando cosas. Siempre le preocupa la posibilidad de que nos roben. Todavía puso más cara de horror que Béatrice cuando mencioné a Nicolas.

– No queréis tener nada que ver con esa persona, mademoiselle -dijo.

– Sólo he preguntado cuándo viene -sonreí con dulzura-. Si no me lo decís, tendré que ir a papá y contarle que no habéis querido serme útil.

El mayordomo torció el gesto.

– El jueves a la hora de sexta -murmuró-. Léon y él.

– Ya veis, no era tan difícil. Debéis decirme siempre lo que quiero saber y así estaré contenta.

Me hizo una reverencia, pero me siguió mirando mientras me volvía para marcharme. Parecía estar a punto de decirme algo, pero al final no lo hizo. Me pareció muy cómico y me reí mientras echaba a correr.

El jueves tenía que ir con mamá y mis hermanas a Nanterre, a casa de la abuela, para pasar la noche, pero dije que me dolía la tripa para así poder quedarme en casa. Cuando Jeanne oyó que no iba, quiso fingir también, aunque no sabía por qué quería quedarme. No podía hablarle de Nicolas: es demasiado pequeña para entender. Se puso tan pesada que tuve que decirle cosas muy desagradables, hasta que se echó a llorar y se fue corriendo. Después me sentí muy mal: no debería tratar así a mi hermana. Hemos estado muy unidas toda nuestra vida. Hasta hace muy poco compartíamos la misma cama y Jeanne lloró también cuando dije que quería empezar a dormir sola. Pero es que ahora estoy muy intranquila por las noches. Doy patadas a las sábanas y no hago más que dar vueltas; e incluso la idea de tener otro cuerpo en la cama -aparte del de Nicolas- me resulta insoportable.

Ahora Jeanne pasa más tiempo con Geneviéve, que es un encanto pero sólo tiene siete años, y Jeanne siempre ha preferido estar con chicas mayores. Por otra parte Geneviéve es la favorita de mamá, y eso irrita a Jeanne. Es verdad que lleva el precioso nombre de nuestra madre, mientras que a Jeanne y a mí, en cambio, nuestros nombres nos recuerdan que no somos los varones que papá deseaba. Mamá hizo que Béatrice se quedara para cuidarme, y terminó por irse con mis hermanas a Nanterre. Luego envié a Béatrice a por peladuras de naranja cocidas con miel, que es una cosa muy de mi gusto, diciéndole que me sentarían el estómago. Insistí en que fuera a comprarlas al puesto cercano a Notre Dame. Béatrice alzó los ojos al cielo pero fue. Cuando se marchó suspiré hondo y corrí a mi cuarto. Los pezones me rozaban contra la camisa; me tumbé en la cama y me puse una almohada entre las piernas, anhelando una respuesta para las preguntas de mi cuerpo. Me sentía como si fuese una oración, de las que se cantan durante la misa, que se interrumpiera y quedase inacabada. Finalmente me levanté, me arreglé la ropa y el tocado y corrí a la cámara de mi padre. La puerta estaba abierta y miré adentro. Sólo vi a Marie-Céleste que, agachada delante de la chimenea, encendía el fuego. Cuando era más pequeña y pasábamos el verano en el château d'Arcy, Marie-Céleste nos llevaba a Jeanne, a Geneviéve y a mí a la orilla del río y nos cantaba canciones subidas de tono mientras lavaba la ropa. Me apetecía hablarle de Nicolas des Innocents, sobre dónde quería que me tocara y lo que haría yo con la lengua. Después de todo, sus canciones y cuentos me habían enseñado aquellas cosas. Pero algo me detuvo. Había sido amiga mía cuando era niña, pero ahora he crecido, pronto tendré una dama de honor y empezaré a prepararme para el matrimonio, y no estaría bien hablar de cosas así con ella.

– ¿Por qué enciendes el fuego, Marie-Céleste? -le pregunté en cambio, aunque sabía ya la respuesta.

Alzó la vista. Tenía una mancha gris en la frente, como si todavía fuera Miércoles de Ceniza. Siempre ha sido una chica descuidada.

– Una visita, mademoiselle -contestó-. Para vuestro padre.

La leña empezaba a echar humo, y llamitas que la lamían aquí y allí. Marie-Céleste se agarró a una silla y se puso en pie con un resoplido. Tenía la cara más redonda que antes. Y me fijé en su cuerpo, horrorizada.

– ¿Marie-Céleste, estás encinta?

Bajó la cabeza. Era extraño: todas las canciones que nos había cantado sobre doncellas engañadas, y nunca debió de pensar que pudiera sucederle. Todas las mujeres quieren hijos, por supuesto, pero no así, ni sin marido.

– ¡Tonta, más que tonta! -la reñí-. ¿Quién es?

Marie-Céleste movió la mano como para despedir la pregunta.

– ¿Trabaja aquí?

Negó con la cabeza.

– Alors, ¿se casará contigo?

Marie-Céleste torció el gesto.

– No.

– ¿Y qué vas a hacer tú?

– No lo sé, mademoiselle.

– Mamá se pondrá furiosa. ¿Te ha visto?

– La evito, mademoiselle.

– No tardará en enterarse. Al menos deberías llevar una capa para ocultarlo.

– Las criadas no llevan capa, mademoiselle; no se trabaja bien con capa.

– No podrás seguir trabajando mucho tiempo de todos modos, tal como estás. Necesitas volver con tu familia. Attends, tienes que contarle algo a mamá. Ya sé: dile que tu madre está enferma y que has de cuidarla. Luego vuelves, después de que nazca la criatura.

– No puedo ir a hablar a vuestra madre con este aspecto, mademoiselle; sabrá de inmediato lo que me pasa.

– Se lo diré yo, entonces, cuando vuelva de Nanterre -me daba lástima y quería ayudarla.

Marie-Céleste se animó.

– Muchísimas gracias, mademoiselle. ¡Qué buena sois!

– Más valdrá que te vayas en cuanto puedas.

– Gracias, muchísimas gracias, mademoiselle. Nos veremos cuando regrese -se volvió para marcharse, pero cambió de idea-. Si es una niña le pondré vuestro nombre.

– Eso estará bien. ¿Si es niño le pondrás el nombre del padre?

Marie-Céleste entornó los ojos.

– Nunca -dijo desdeñosamente-. ¡No quiere saber nada de la criatura y yo tampoco quiero saber nada de él!

Cuando se hubo marchado estuve viendo con calma la cámara de papá. No es un sitio cómodo. Las sillas de roble no tienen cojines, y crujen si te mueves. Creo que papá las ha hecho así para que nadie se entretenga mucho con él. Me he fijado en que tío Léon nunca se sienta cuando viene a ver a papá. Las paredes están cubiertas de mapas de nuestras propiedades -el château d'Arcy, nuestra casa de la rue du Four, la casa de la familia Le Viste en Lyon-, así como de otros de tierras en litigio, conflictos en los que papá trabaja para el Rey. Los libros que posee se guardan aquí en un arcón cerrado con llave.

Hay dos mesas en la habitación: una en la que papá escribe, y otra de mayor tamaño sobre la que extiende mapas y documentos para reuniones. La mesa está vacía casi siempre, pero esta vez había allí varias hojas de papel grandes. Miré a la que estaba encima y retrocedí sorprendida. Era un dibujo y allí estaba yo. Me hallaba entre un león y un unicornio, y sostenía un periquito sobre una mano enguantada. Llevaba un vestido y un collar muy hermosos, con un sencillo pañuelo para la cabeza que me dejaba suelto el pelo. Miraba de soslayo al unicornio y sonreía como si estuviera pensando en un secreto. El unicornio era grato de ver, rollizo y blanco, y se alzaba sobre las patas traseras, con un largo cuerno en espiral. Tenía vuelta la cabeza para no mirarme, como si temiera dejarse cautivar por mi belleza. Llevaba una capa pequeña con el escudo de Le Viste y el viento parecía atravesar el dibujo, alzándoles la capa a él y al león rugiente, así como el pañuelo que yo llevaba en la cabeza y el estandarte de Le Viste que sostenía el león.

Estuve mucho tiempo mirando el dibujo. No fui capaz ni de apartar los ojos ni de moverlo para ver los de debajo. Me había pintado. Nicolas pensaba en mí como yo en él. Sentí un cosquilleo en los pechos. Mon seul désir. Luego oí voces en el pasillo. La puerta se abrió y todo lo que se me ocurrió fue dejarme caer al suelo y meterme a rastras debajo de la mesa. Estaba muy oscuro allí debajo, y era extraño sentirme sola sobre el frío suelo de piedra. De ordinario me escondía en sitios así con mis hermanas, pero nos reíamos tanto que nos descubrían casi al instante. Me senté, abrazándome las rodillas, y recé para que no advirtieran mi presencia.

Entraron dos hombres y se acercaron directamente a la mesa. Uno llevaba la larga túnica marrón de los mercaderes, y debía de ser tío Léon. El otro vestía una túnica gris hasta las rodillas y calzas de color azul marino. Las pantorrillas estaban bien proporcionadas, y supe quién era antes incluso de que hablara. No en vano me había pasado muchos días pensando en Nicolas. Tenía bien guardados en el recuerdo todos los detalles: la anchura de sus hombros, los rizos que le acariciaban el cuello, el trasero como dos cerezas y el tenso contorno de sus pantorrillas.

Mi memoria tendría que acumular ahora más detalles, porque mientras los dos recién llegados empezaban a hablar no les veía más que las piernas. Sólo podía imaginarme el rostro de Nicolas: las arrugas de concentración en la frente, los ojos entornados mientras me miraba en el dibujo, los largos dedos recorriendo el áspero papel utilizado. Todo aquello lo fui almacenando, sentada en la oscuridad casi total, escuchándolos.

– Monseigneur llegará enseguida -dijo tío Léon-. Repasemos unas cuantas cosas mientras esperamos -oía los crujidos del papel.

– ¿Le han gustado los dibujos? -preguntó Nicolas-. ¿Los ha elogiado mucho? -el sonido de su voz, lleno de confianza, fue directamente a mi doncellez, como si me hubiera tocado allí con la mano.

Léon no respondió y Nicolas insistió.

– Sin duda ha dicho algo. Cualquiera se daría cuenta de que se trata de dibujos excepcionales. Tiene que estar encantado con ellos.

Léon rió entre dientes.

– No corresponde a la manera de ser de monseigneur Le Viste estar encantado con nada.

– Pero habrá dado su aprobación.

– Te estás precipitando, Nicolas. En este negocio hay que esperar a que el cliente dé su opinión. Alors, prepárate para la entrevista con monseigneur. Lo primero que has de entender es que no ha visto aún los dibujos.

– Pero ¡si hace una semana que los tiene!

– Sí; y dirá que los ha examinado con todo cuidado, pero la verdad es que no los ha visto.

– ¿Por qué no, en el nombre de Nuestra Señora?

– Monseigneur Le Viste está muy ocupado en estos momentos. Sólo reflexiona sobre algo cuando tiene que hacerlo. Entonces toma rápidamente una decisión y espera que se le obedezca sin peros de ninguna clase.

Nicolas resopló.

– ¿Es así como un noble de su categoría resuelve un encargo tan importante? Me pregunto si un hombre de sangre verdaderamente noble haría las cosas de esa manera.

Tío Léon bajó la voz.

– Jean le Viste está perfectamente al tanto de opiniones como ésa acerca de su persona -advertí en su voz que torcía el gesto-. Y se sirve del mucho trabajo y de la lealtad a su Rey para compensar la falta de respeto que le manifiestan, incluso, artistas que, como tú, trabajan a su servicio.

– Mi respeto no es tan escaso como para negarme a trabajar para él -dijo Nicolas más bien precipitadamente.

– Claro que no. Hay que tener sentido práctico. Un sou es un sou, tanto si viene de un noble como de un mendigo.

Los dos rieron. Moví la cabeza, casi golpeándomela con el tablero de la mesa. No me gustaban sus risas. No quiero demasiado a mi padre -conmigo es tan frío como con todo el mundo- pero me desagradaba que su nombre y su reputación se arrojaran como un palitroque para que lo fuese a buscar un perro. En cuanto al tío Léon, nunca había pensado que pudiera ser desleal. Ya me encargaría de darle un buen pisotón la próxima vez que lo viera. O algo peor.

– No voy a negar que los dibujos son prometedores… -dijo a continuación.

– ¡Prometedores! ¡Son más que prometedores!

– Si guardas silencio un momento, te ayudaré a lograr que mejoren mucho; que sean mejores de lo que nunca has podido imaginar. Estás demasiado cerca de tu creación para entender cómo mejorarla. Necesitas otro par de ojos para ver los fallos.

– ¿Qué fallos? -Nicolas se hizo eco de lo que yo pensaba. ¿Cómo se podía mejorar el dibujo que había hecho de mí?

– Son dos las cosas que he pensado al mirar los dibujos, y sin duda Jean le Viste tendrá otras sugerencias.

– ¿Qué dos cosas?

– Se han de hacer seis tapices para decorar las paredes de la Grande Salle, n’est-ce-pas? Dos grandes, cuatro un poco más pequeños.

– Sí.

– Y siguen el proceso de la seducción del unicornio por la dama, n'est-ce-pas?

– Así lo acordé con monseigneur.

– La seducción no presenta problemas, pero me pregunto si no has ocultado algo más en los dibujos. Otra manera de verlos.

Los pies de Nicolas se agitaron inquietos.

– ¿Qué queréis decir?

– Me parece que se reconocen aquí sugerencias de los cinco sentidos -Leen golpeó varias veces uno de los dibujos, y el sonido repiqueteó cerca de mi oreja-. La dama que toca el órgano para el unicornio sugiere el oído, por ejemplo. Y la mano que descansa sobre el cuerno del animal representa sin duda el tacto. Aquí… -golpeó de nuevo la mesa-, la dama teje claveles para formar una corona y eso es el olfato, aunque quizá no resulte tan obvio.

– Las novias llevan coronas de claveles -explicó Nicolas-. La dama está tentando al unicornio con la idea del matrimonio y el lecho nupcial. No representa el olfato.

– Ah, vaya. Supongo que no eres tan inteligente. Los sentidos son una casualidad, entonces.

– He…

– Pero ¿te das cuenta de que puedes incorporar fácilmente los sentidos? Haz que el unicornio huela los claveles. U otro animal. Y en el tapiz en el que el unicornio descansa en el regazo de la dama, podrías hacer que le mostrara un espejo, para representar así la vista.

– Pero eso haría que el unicornio pareciera vanidoso, ¿no es cierto?

– ¿Y? Si que parece un poquito vanidoso.

Nicolas no respondió. Tal vez me había oído, casi estallando de risa bajo la mesa al pensar en él y en su unicornio.

– Veamos, tienes la dama con la mano en el cuerno del animal, y eso es el tacto. Cuando toca el órgano es el oído. Los claveles, el olfato. El espejo, la vista. ¿Qué es lo que queda. El gusto. Nos faltan dos tapices: el de Claude y el de madame Geneviéve.

¿Mamá? ¿Qué quería decir Léon?

Nicolas emitió un sonido curioso, como un resoplido y una exclamación juntos.

– ¿Qué queréis decir, Claude y madame Geneviéve?

– Vamos, vamos, sabes exactamente lo que quiero decir. Ésa es mi otra sugerencia. El parecido está demasiado marcado. A Jean le Viste no le va a gustar. Sé que estás acostumbrado a pintar retratos, pero en los dibujos definitivos has de hacer que se parezcan más a las otras damas.

– ¿Por qué?

– Jean le Viste quería tapices de batallas. En lugar de eso le presentas, como espectáculo, a su esposa y a su hija. No tiene comparación.

– Aceptó los tapices del unicornio.

– Pero no tienes que ofrecerle una oda a su esposa y a su hija. Es verdad que simpatizo con madame Geneviéve. Jean le Viste no es un hombre indulgente. Pero también sabes que su esposa y Claude son dos espinas que tiene clavadas. No querría verlas representadas en algo tan valioso como esos tapices.

– ¡Oh! -exclamé, y esta vez me golpeé la cabeza contra el tablero de la mesa y me hice daño.

Hubo gruñidos de sorpresa y luego dos rostros aparecieron debajo de la mesa. Léon estaba furioso, pero Nicolas sonrió al ver que era yo. Me tendió la mano y me ayudó a salir.

– Gracias -dije cuando estuve de pie. Nicolas se inclinó sobre mi mano, pero la retiré antes de que pudiera besarla y fingí arreglarme el vestido. No me sentía del todo dispuesta a perdonarle las groserías que había dicho de mi padre.

– ¿Qué estabas haciendo ahí, descarada? -dijo tío Léon. Por un momento temí que me diera un manotazo como si tuviera la misma edad que Geneviéve, pero pareció recapacitar y se abstuvo-. Tu padre se enfadaría mucho si supiera que nos estabas espiando.

– Mi padre se enfadaría mucho si supiera lo que habéis dicho de él, tío Léon. Y vos, monsieur -añadí, mirando un momento a Nicolas.

Nadie dijo nada. Vi que ambos repasaban mentalmente la conversación, tratando de recordar lo que pudiera ser ofensivo para papá. Me parecieron tan preocupados que me fue imposible contener la risa.

Tío Léon me miró ceñudo.

– Eres de verdad una chica muy descarada.

Parecía menos severo esta vez: mas bien como si tratara de aplacar a un perrillo faldero.

– Sí, ya entiendo. Y a vos, monsieur, ¿también os parece que soy una chica muy descarada? -le dije a Nicolas. Era maravilloso poder contemplar un rostro tan bien parecido.

No sabía cómo iba a contestar, pero me encantó que dijera:

– Sois sin duda la joven más descarada que conozco, mademoiselle -por segunda vez, su voz me tocó la doncellez y sentí que se me humedecía el bajo vientre.

Tío Léon resopló.

– Ya está bien, Claude, tienes que irte. Tu padre llegará enseguida.

– No; quiero ver el retrato de mi madre. ¿Dónde está?

Me volví hacia los dibujos y los extendí sobre la mesa. Eran un revoltijo de damas, estandartes de Le Viste, leones y unicornios.

– Claude, por favor.

Hice caso omiso de tío Léon y me volví hacia Nicolas.

– ¿Cuál es, monsieur? Quisiera verlo.

Sin pronunciar una palabra empujó hacia mí uno de los dibujos desde el otro lado de la mesa.

Me tranquilizó ver que mamá no resultaba tan bonita como yo. Tampoco su vestido era tan elegante como el mío. Ni soplaba el viento a través de la escena: el estandarte no ondulaba, y el león y el unicornio parecían mansos en lugar de adoptar una postura rampante, como en mi dibujo. De hecho, todo estaba muy quieto, si se exceptúa que mamá sacaba un collar del cofrecillo que sostenía una de sus damas de honor. Ya no me importó que también mamá estuviera en los tapices: la comparación me favorecía.

Pero si tío Léon se salía con la suya, ni el rostro de mamá ni el mío sobrevivirían. Tendría que hacer algo, pero ¿qué? Aunque había amenazado a Léon con repetir a mi padre sus palabras, estaba segura de que papá no me escucharía. Era terrible oír que a mamá y a mí se nos consideraba espinas, pero Léon tenía razón: mamá no había traído al mundo un heredero, puesto que mis hermanas y yo no éramos varones. Siempre que papá nos veía se acordaba de que toda su fortuna pasaría algún día a mi marido y a mi hijo, que no llevarían el apellido ni utilizarían el escudo de armas de Le Viste. Aquella certeza lo había vuelto aún más frío con nosotras. También estaba yo al tanto, por Béatrice, de que papá no compartía ya la cama con mi madre.

Nicolas trató de salvarnos a mamá y a mí.

– Sólo cambiaré sus rostros si monseigneur me lo pide -afirmó-. No me basta con que lo pidáis vos. Hago cambios para el cliente, no para el representante del cliente.

Tío Léon lo fulminó con la mirada, pero antes de que pudiera responder oímos pasos en el corredor.

– ¡Vete! -susurró Léon, pero ya era demasiado tarde para escapar. Nicolas me puso la mano en la cabeza, me empujó suavemente, y tuve que arrodillarme. Durante un momento mi cara quedó cerca de su abultada entrepierna. Alcé los ojos y vi que sonreía. Luego me metió debajo de la mesa.

Esta vez el sitio estaba aún más frío, más duro y más oscuro que antes, pero no tendría que soportarlo mucho tiempo. Los pies de papá vinieron directamente hacia la mesa, donde se situó junto a Léon, con Nicolas a un lado. Me quedé mirando las piernas de Nicolas. Parecía tener otra postura distinta ahora que me sabía allí debajo, aunque no sabría decir en qué consistía exactamente la diferencia. Era como si sus piernas tuvieran ojos y me vigilaran.

Las de papá eran como todo él: tan rectas e indiferentes como las de una silla.

– Mostradme los bocetos -dijo.

Alguien buscaba entre los dibujos, moviéndolos por la mesa.

– Aquí están, monseigneur -dijo Nicolas-. Como veis, es posible mirarlos en este orden. Primero la dama se pone el collar para seducir al unicornio. En el siguiente toca el órgano para atraer su atención. Aquí da de comer a un periquito y el unicornio se ha acercado más, aunque todavía mantiene la posición rampante y la cabeza vuelta. Casi está seducido, pero necesita más tentaciones.

Me fijé en la pausa antes de que Nicolas dijera «da de comer». De manera que me he convertido en el gusto, pensé. Paladéame, entonces.

– Luego la dama teje una corona de claveles para una boda. Su propia boda. Como podéis ver, el unicornio está tranquilamente sentado. Por fin -Nicolas golpeó la mesa-, el unicornio se recuesta en el regazo de la dama y los dos se miran. En el último de los tapices lo ha amansado y lo sujeta por el cuerno. Como veis, los animales del fondo están ahora encadenados: se han convertido en esclavos del amor.

Cuando Nicolas terminó hubo un silencio, como si esperase que hablara mi padre. Pero papá no dijo nada. Lo hace con frecuencia, se calla para que la gente se sienta insegura. También funcionó en esta ocasión, porque al cabo de un momento Nicolas empezó a hablar de nuevo, dando sensación de nerviosismo.

– Deseo señalaros, monseigneur, que en todos los casos el unicornio está acompañado por el león, como representante de la nobleza, la fortaleza y el valor, que complementan la pureza y la timidez del unicornio. El león es un ejemplo de noble fiera domada.

– Por supuesto el fondo se llenará de millefleurs, monseigneur -añadió Léon-. Los tejedores de Bruselas harán el dibujo: es su especialidad. Nicolas, aquí, sólo lo ha esbozado.

Otra pausa. Descubrí que estaba conteniendo el aliento mientras esperaba a saber si papá se fijarla en los retratos de mamá y mío.

– No hay suficientes escudos de armas -dijo por fin.

– El unicornio y el león sostienen banderas y estandartes de Le Viste en todos los tapices -dijo Nicolas. Parecía molesto. Le di un codazo en la pierna para recordarle que no tenía que utilizar semejante tono con mi padre y movió los pies.

– En dos de los dibujos sólo hay un estandarte -dijo papá.

– Podría añadir escudos para que los llevaran el león y el unicornio, monseigneur -Nicolas debía de haber captado mi insinuación, porque parecía más sereno. Empecé a acariciarle la pantorrilla.

– Las astas de los estandartes y las banderas deberían acabar en punta -afirmó papá-. No en redondo como los habéis dibujado.

– Pero… las lanzas son para la guerra, monseigneur -Nicolas habló como si alguien lo estuviera estrangulando. Me reí sin hacer ruido y subí la mano hasta el muslo.

– Quiero astas en punta -repitió papá-. Hay demasiadas mujeres y flores en estos tapices. Las astas han de tener aire militar, y algo más que nos recuerde la guerra. ¿Qué sucede con el unicornio cuando la dama lo captura?

Afortunadamente, Nicolas no tuvo que responder, porque no podría haber hablado. Había colocado mi mano sobre su bulto, que estaba tan duro como la rama de un árbol.

– ¿No lo lleva la dama hasta el cazador que cobra la pieza? -continuó papá. Le gusta responder a sus propias preguntas-. Deberíais añadir otro tapiz para completar la historia.

– Creo que no hay sitio en la Grande Salle para otro tapiz -dijo tío Léon.

– Entonces habrá que reemplazar a una de esas mujeres. La de los claveles, o la que da de comer al pájaro.

Bajé la mano.

– Es una idea excelente, monseigneur -dijo tío Léon. Se me escapó un grito ahogado. Por suerte Nicolas también hizo un ruido, de manera que no creo que papá me oyera.

Acto seguido tío Léon demostró exactamente por qué es tan bueno para los negocios.

– Una idea excelente -repitió-. Sin duda el vigor de la escena de caza contrastaría bien con la insinuación más sutil de las lanzas. Porque no queremos pasarnos de sutiles, ¿verdad que no?

– ¿Qué queréis decir con pasarnos de sutiles?

– Se puede insinuar, por ejemplo, la caza o, si se prefiere, la batalla, con las lanzas (un toque muy adecuado, monseigneur, si se me permite decirlo), los escudos guerreros que Nicolas ha sugerido que se añadan, y tal vez algo más. ¿Qué tal una tienda, como la que se instala en las batallas para el Rey? Eso nos recordaría al Rey además de la guerra. Pero, claro está, quizá fuera demasiado sutil. Quizá fuera mejor un cazador que matara al unicornio.

– No; quiero la tienda del Rey.

Me senté sobre los talones, llena de asombro ante la habilidad de tío Léon. Acababa de enganchar a papá como un pez, sin que papá se diera cuenta y lo había llevado exactamente a donde quería.

– La tienda ha de ser muy grande y deberá estar en uno de los tapices de mayor tamaño -dijo Léon con rapidez y energía, para evitar que papá cambiara de idea-. La dama con las joyas o la dama con el periquito. ¿Qué preferís, monseigneur?

Nicolas intentó hablar pero papá lo interrumpió.

– Las joyas…, más majestuosa que la otra.

Antes de que yo pudiera gritar de nuevo, Nicolas buscó bajo la mesa con el pie e hizo presión sobre uno mío. No hice ningún ruido y dejó el pie allí, dándome golpecitos.

– De acuerdo, Nicolas, añade una tienda a éste -dijo tío Léon.

– Por supuesto, monseigneur. ¿Querría monseigneur un dibujo especial en la tienda?

– Un escudo de armas.

– Eso no hace falta decirlo, monseigneur. Pero estaba pensando más en una divisa para una batalla. Algo para indicar que se trata de una batalla por amor.

– No sé nada de amor -gruñó papá-. ¿Qué se os ocurre? Sospecho que os resulta mucho más familiar.

Tuve una idea y di unos golpes a Nicolas en la pierna. Un momento después uno de los dibujos cayó al suelo.

– Perdonad mi torpeza, monseigneur. -Nicolas se agachó para recuperar el dibujo. Me incliné y le susurré al oído: «C'est mon seul désir». Luego le mordí.

Nicolas se puso en pie.

– ¿Le sangra el oído? -preguntó papá.

– Pardon, monseigneur. Me he golpeado contra una pata de la mesa. Pero he tenido una idea. ¿Qué os parece «Á mon seul désir»? Significa…

– Eso servirá -le interrumpió papá. Conocía el tono y quería decir que la reunión se había prolongado más de lo necesario-. Mostradle los cambios a Léon y dos semanas después del Primero de Mayo traed aquí las pinturas terminadas. No más tarde, porque salimos para el château d'Arcy hacia el día de la Ascensión.

– Sí, monseigneur.

Las piernas de papá se alejaron de la mesa.

– Léon, venid conmigo: hay cosas de las que tenemos que hablar. Podéis acompañarme hasta la Conciergerie.

La túnica de Léon se balanceó al empezar a moverse, pero luego se detuvo.

– Quizá deberíamos quedarnos aquí, monseigneur. Más cómodo para hablar de negocios. Y Nicolas se marchaba ya, ¿no es así, Nicolas?

– Sí, por supuesto, tan pronto como recoja los dibujos, monseigneur.

– No, tengo prisa. Venid conmigo.

Papá salió de la habitación.

Tío Léon vaciló aún. No quería dejarme sola con Nicolas.

– Marchaos -susurré.

Así lo hizo.

En lugar de salir de debajo de la mesa me quedé allí de rodillas. Al cabo de un momento, Nicolas se reunió conmigo. Nos miramos.

– Bonjour, mademoiselle -dijo.

Sonreí. No era en absoluto la clase de hombre que mis padres querían para mí. Me alegré de que así fuera.

– ¿No me vas a besar, entonces?

Me había derribado y estaba encima de mí antes de darme cuenta. Muy pronto me había metido la lengua en la boca y me apretaba los pechos con las manos. Fue muy extraño. Había soñado con aquel momento desde que lo conocí, pero ahora que tenía su cuerpo encima, el bulto que se me clavaba en el vientre, la lengua húmeda en el oído, me sorprendía que todo fuera tan diferente de lo que había soñado.

A una parte de mí le gustaba, quería que el bulto empujara todavía con más fuerza y sin tantas capas de ropa. Quería tocarlo entero con las manos: apretarle el trasero y abarcar aquella espalda tan ancha. Mi boca encontró la suya como si estuviera mordiendo un higo.

Pero también fue una sorpresa encontrarme en la boca otra lengua, húmeda, que empujaba la mía, sentir tanto peso encima que me dejaba sin aliento, notar cómo las manos de Nicolas me tocaban partes que ningún varón había tocado nunca. Y tampoco esperaba pensar tanto cuando un hombre estuviera conmigo. Con Nicolas encontré palabras para acompañar a todo lo que sucedía. «¿Por qué hace esto? ¡Qué húmeda su lengua en mi oído!», «Su cinturón se me clava en el costado» y «¿Me gusta lo que hace ahora?».

También pensaba en mi padre: en estar debajo de la mesa de su habitación y en el valor que concedía a mi doncellez. ¿Podía de verdad tirarla por la borda en un momento, como había hecho, por ejemplo, Marie-Céleste? Quizá fue aquello, más que ninguna otra cosa, lo que me impidió disfrutar de verdad.

– ¿Está bien esto que hacemos? -susurré cuando Nicolas había empezado a morderme los pechos a través de la tela del vestido.

– Lo sé, estamos locos. Pero quizá no tengamos otra oportunidad -Nicolas empezó a tirarme de la falda-. Nunca te dejan sola, jamás van a dejar sola a la hija de Jean le Viste con un simple pintor -me levantó la falda y la enagua y subió con la mano muslo arriba-. Esto, preciosa, esto es mon seul désir -al decir aquello me tocó el himen y la oleada de placer que sentí fue tan intensa que me dispuse a entregárselo.

– ¡Claude!

Miré detrás de mí y vi el rostro de Béatrice, cabeza abajo, que nos miraba con indignación.

Nicolas sacó la mano de debajo de mi falda, pero no se retiró al instante. Aquello me gustó. Miró a Béatrice y luego me besó con fruición antes de sentarse despacio sobre las rodillas.

– Por esto -dijo Béatrice-, de verdad que me casaré con vos, Nicolas des Innocents. ¡Juro que lo haré!

Geneviéve de Nanterre

Béatrice me dijo que había dejado de llenar el corpiño de mis vestidos.

– O coméis más, madame, o tendremos que llamar al sastre.

– Manda a por el sastre.

No era la respuesta que quería, y se me quedó mirando con sus grandes ojos perrunos de color castaño hasta que me volví y me puse a juguetear con el rosario. Mi madre hizo lo mismo -aunque sus ojos sean más sagaces que los de Béatrice- cuando fui a verla a Nanterre con las niñas. Le dije que Claude no venía a causa de un dolor de estómago que también me molestaba a mí. No me creyó, como tampoco yo había creído a Claude cuando me dio aquella excusa. Quizá sea siempre así: las hijas mienten a las madres y las madres se lo permiten.

Más bien me alegré de que Claude no viniera con nosotras, aunque sus hermanas insistieron mucho. Mi hija mayor y yo somos como dos gatos enfrentados, la piel siempre erizada. Está enfadada conmigo, y las miradas que me lanza de reojo son siempre críticas. Sé que se compara conmigo y que llega a la conclusión de que no quiere ser como yo.

Tampoco yo quiero que lo sea.

Fui a ver al padre Hugo cuando volví de Nanterre. Al sentarme en un banco a su lado, dijo:

– Vraiment, mon enfant, no puedes haber pecado tanto en tres días como para tener que confesarte otra vez -aunque sus palabras fueran amables, el tono era agrio. A decir verdad, se desespera conmigo como yo me desespero conmigo misma.

Repetí las palabras que había utilizado días antes, sin dejar de mirar al banco, lleno de arañazos, que teníamos delante.

– Mi único deseo es retirarme al convento de Chelles -dije-. Mon seul désir. Mi abuela profesó antes de morir, y mi madre, sin duda alguna, lo hará también.

– No estás al borde de la muerte, mon enfant. Ni tampoco tu marido. Tu abuela se había quedado viuda cuando tomó el velo.

– ¿Creéis que mi fe no es lo bastante fuerte? ¿Tendré que probároslo?

– No es de la fortaleza de tu fe de lo que hablamos aquí, sino de tu deseo de librarte de la vida que ahora llevas. Eso es lo que me preocupa. Estoy convencido de tu fe, pero necesitas querer entregarte a Jesús…

– Pero ¡si es eso lo que quiero!

– …entregarte a Jesús sin pensar en ti misma ni en tu vida en el mundo. La vida religiosa no debe ser una manera de escapar a una existencia que tanto te desagrada…

– ¡Una vida que detesto! -me mordí la lengua.

El padre Hugo esperó un momento y luego dijo:

– Con frecuencia las mejores monjas son aquellas que han sido felices fuera del convento y siguen siéndolo dentro.

Callé, la cabeza inclinada. Sabía ya que había sido una equivocación hablar así. Tendría que haberme mostrado más paciente: esperar meses, un año, dos, para plantar la simiente en el padre Hugo, suavizarlo, lograr que le pareciese bien. Lo que había hecho, en cambio, era hablarle de manera brusca y con desesperación. Por supuesto, el padre Hugo no decidía quién entraba en Chelles: sólo la abadesa Catherine de Ligniéres tiene ese poder. Pero necesitaría el consentimiento de mi esposo para hacerme monja, y tendría que conseguir el apoyo de hombres poderosos que argumentaran en mi favor. El padre Hugo era uno de ellos.

Quedaba una cosa más que podía cambiar la actitud de mi confesor. Me alisé la falda y me aclaré la garganta.

– Mi dote fue muy importante -dije en voz baja-. Estoy segura de que si llegara a ser esposa de Jesucristo podría ceder una parte a Saint-Germain-des-Prés, como reconocimiento por la ayuda que se me ha prestado. Si quisierais hablar con mi esposo… -dejé que mi voz se apagara.

Ahora fue el padre Hugo quien guardó silencio. Mientras esperaba pasé el dedo por uno de los arañazos del banco. Cuando por fin habló había verdadero pesar en sus palabras, pero no quedó claro si era por lo que decía o por el dinero que se le escapaba.

– Geneviéve, sabes que Jean le Viste nunca dará su consentimiento para que entres en un convento. Quiere una esposa, no una monja.

– Podríais hablar con él, decirle cuán conveniente sería para mí abrazar la vida del claustro.

– ¿Le has hablado tú, como te sugerí el otro día?

– No, porque no me escucha. Pero a vos sí os escucharía. Estoy segura. Lo que pensáis tiene importancia para él.

El padre Hugo resopló.

– Tienes la conciencia tranquila en este momento, mon enfant. No digas mentiras.

– ¡Sí que le importa la Iglesia!

– La Iglesia nunca ha tenido sobre Jean le Viste la influencia que tú y yo hubiésemos querido -dijo el padre Hugo, midiendo mucho las palabras. Guardé silencio, desalentada por la indiferencia de mi marido. ¿Ardería Jean por ello en el infierno?

– Vuelve a casa, Geneviéve -dijo a continuación el padre Hugo, y había amabilidad en sus palabras-. Tienes tres hijas encantadoras, una casa espléndida y un marido que está muy cerca del Rey. Son bendiciones con las que muchas mujeres se darían por satisfechas. Sé esposa y madre, reza tus oraciones y ojalá Nuestra Señora te sonría desde el cielo.

– Y mi cama vacía…, ¿también la mirará sonriente?

– Ve en paz, mon enfant -el padre Hugo se levantaba ya.

Yo no lo hice de inmediato. No quería volver a la rue du Four, a los ojos acusadores de Claude ni a los de Jean, que rehuían los míos. Mejor seguir en la casa de Dios, que se había convertido en mi refugio.

Saint-Germain-des-Prés es la iglesia más antigua de París y me alegré mucho cuando vinimos a vivir tan cerca. Sus claustros son hermosos y tranquilos, y la vista desde la iglesia es maravillosa; si uno se sitúa fuera, a la orilla del río, se ve directamente el Louvre. Antes de mudarnos a la rue du Four vivíamos cerca de Notre Dame, pero es una iglesia demasiado grande para mí: me marea mirar hacia lo alto. Por supuesto a Jean le gustaba, como le gusta cualquier otro edificio espléndido donde es probable que acuda el Rey. Ahora, sin embargo, vivimos tan cerca de Saint-Germain-des-Prés que ni siquiera necesito la compañía de un lacayo.

El sitio que más me gusta en su interior es la capilla de Sainte-Geneviéve, patrona de París, aunque procedente de Nanterre, y cuyo nombre llevo. Se abre en el ábside y hacia allí me dirigí después de mi conversación con el padre Hugo. Al arrodillarme les dije a mis damas que me dejaran sola. Se sentaron en el escalón más bajo de la entrada a la capilla, a cierta distancia, y no dejaron de hablar en susurros hasta que me volví y les dije:

– Haríais bien si recordarais que estáis en la casa de Dios y no cotilleando en una esquina. Rezad o marchaos.

Todas bajaron la cabeza, aunque Béatrice se me quedó mirando un instante con esos ojos suyos. Le devolví la mirada con fijeza hasta que también ella inclinó la cabeza y cerró los ojos. Cuando vi que por fin movía los labios para decir una oración, me volví hacia el interior de la capilla.

Por mi parte no recé, sino que contemplé las dos ventanas con vidrieras que representan escenas de la vida de la Virgen. Ya no veo tan bien como en otros tiempos y no distinguía las figuras, sólo los colores, los azules y los rojos, los verdes y los marrones. Me descubrí contando las flores amarillas que cubrían el borde de los cristales y me pregunté qué serían.

Jean no ha venido a mi cama desde hace meses. Siempre se ha mostrado ceremonioso conmigo en presencia de otras personas, como corresponde a nuestra categoría. Pero en otro tiempo era cariñoso en la cama. Después del nacimiento de Geneviéve empezó a visitarme con más frecuencia incluso, con el deseo de engendrar por fin un heredero varón. Quedé encinta varias veces, pero siempre se malograba todo en los primeros meses. En estos dos últimos años no ha habido señal alguna de embarazo. De hecho perdí la regla, aunque a él no se lo dije. De algún modo lo descubrió, sin embargo, por Marie-Céleste o por una de mis damas: puede, incluso, que haya sido Béatrice. Nadie sabe lo que es la lealtad en esta casa. Jean vino a verme una noche después de conocer la noticia, dijo que le había fallado en el deber más importante de una esposa y que no volvería a tocarme.

Tenía razón. Le había fallado. Lo veía en los rostros de los demás: en el de Béatrice y en los de mis otras damas, en el de mi madre, en los de nuestros invitados, incluso en el de Claude, que es parte del fallo. Recuerdo que cuando tenía siete años vino a mi dormitorio después de que diera a luz a Geneviéve. Miró a la criatura envuelta en pañales que tenía en brazos y, cuando supo que no era varón, hizo un gesto desdeñoso y dio media vuelta. Por supuesto ahora quiere a Geneviéve, pero preferiría tener un hermano y a un padre satisfecho.

Me siento como un pájaro que, herido por una flecha, ya no puede volar.

Sería una muestra de clemencia que se me dejara entrar en religión. Pero Jean no es un hombre compasivo. Y todavía me necesita. Aunque me desprecie, sigue queriéndome a su lado cuando cena en casa y cuando tenemos invitados o vamos a palacio para estar con el Rey. No parecería bien que el asiento al lado del suyo quedara vacío. Además se reirían de él en la Corte: el noble cuya esposa se escapa a un convento. No; sabía que el padre Hugo tenía razón; Jean puede no quererme, pero le parece necesario que esté a su lado. La mayoría de los hombres haría lo mismo; las mujeres de edad que ingresan en la vida conventual son de ordinario viudas, no esposas. Muy pocos maridos las dejan marcharse, por graves que hayan sido sus pecados.

A veces, cuando voy caminando hasta el Sena para contemplar el Louvre en la otra orilla, pienso en arrojarme al agua. Por eso mis damas están siempre tan cerca. Lo saben. Acabo de oír a una de ellas ahora mismo, resoplando, aburrida, a mi espalda. Por un momento me compadezco de ellas, condenadas a aguantarme.

Por otra parte, gracias a estar conmigo tienen ropa y comida de calidad, y un buen fuego por las tardes. A sus bollos se les pone azúcar abundante y el cocinero es generoso con las especias -canela, nuez moscada, macis y jengibre- porque guisa para nobles.

Dejé que el rosario se me cayera al suelo.

– Béatrice -llamé-, recógemelo.

Dos de mis damas me ayudaron a ponerme en pie y Béatrice se arrodilló para recuperar el rosario.

– Querría hablar un momento con vos, madame -me dijo en voz baja mientras me lo devolvía-. A solas.

Era probablemente algo sobre Claude. Ya no necesitaba una nodriza que la cuidase, como sucede con Jeanne y Geneviéve, sino una dama de honor. Le he estado cediendo a Béatrice para ver qué tal se llevan. Y podría prescindir de ella; mis necesidades son muy pocas ya. Una mujer que comienza a vivir precisa más que yo de una buena dama. Béatrice todavía me cuenta todo sobre Claude, ayudándome así a prepararla para la vida adulta y evitar que cometa errores. Pero un día Béatrice se quedará con su nueva señora y ya no volverá.

Esperé a que saliéramos y pasásemos la gran puerta del monasterio. Al abandonar el recinto y llegar a la calle, dije:

– Me apetece dar un paseo hasta el río. Béatrice, ven conmigo; las demás volved a casa. Si veis a mis hijas decidles que vayan después a mi cuarto. Quiero hablar con ellas.

Antes de que pudieran responder nada, cogí a Béatrice del brazo y torcí hacia la izquierda, por el camino que lleva al río. Las otras damas tenían que torcer a la derecha para volver a casa. Aunque hicieron ruidos de desaprobación, sin duda me obedecieron, porque no oí que nos siguieran.

Los viandantes de la rue de Seine se sorprendieron al ver a una dama de la nobleza sin séquito. Para mí era un descanso no tener a mis damas aleteando a mi alrededor como una bandada de urracas. A veces pueden ser ruidosas y pesadas, sobre todo cuando busco un poco de paz. No durarían ni un día en un convento. Nunca las llevo conmigo cuando visito Chelles, excepto a Béatrice, por supuesto.

Un caballero que pasaba por el otro lado de la calle con su escribiente me hizo una reverencia tan profunda que la copa de su sombrero me impidió descubrir quién era. Sólo al enderezarse lo reconocí como Michel d'Orléans, que trata a Jean en la Corte y ha cenado con nosotros.

– Dame Geneviéve, estoy a vuestra disposición -dijo acto seguido-. Decidme dónde debo acompañaros. Nunca me perdonaría haber permitido que pasearais sola por las calles de París. ¿Qué pensaría de mi Jean le Viste si hiciera semejante cosa? -me miró directamente a los ojos todo el tiempo que su audacia le permitió. En una ocasión me había hecho saber con toda claridad que podíamos ser amantes si yo así lo deseaba. Yo no lo deseaba, pero en las pocas ocasiones en las que nos encontrábamos, sus ojos seguían haciéndome la misma pregunta.

Nunca he tenido un amante, aunque muchas mujeres cedan a la tentación. No quiero dar a Jean motivos para maltratarme. Si cometiera adulterio, mi esposo tendría libertad para casarse en segundas nupcias e intentar engendrar un hijo varón. No estoy tan ansiosa de tener compañía en la cama como para arrojar mi título por la borda.

– Gracias, monsieur -dije, sonriendo amablemente-, pero no estoy sola; tengo aquí a una de mis damas para que me acompañe hasta el río. Nos gusta ver los barcos.

– En ese caso, os acompañaré.

– No, no; sois demasiado amable. De la presencia de vuestro escribiente deduzco que vais de camino para atender algún asunto importante. No quisiera deteneros.

– Dame Geneviéve, nada es más importante que estar a vuestro lado.

Sonreí una vez más, aunque con más firmeza y menos amablemente.

– Monsieur, si mi esposo descubriera que descuidáis vuestro trabajo para el Rey y la Corte sin otra razón que acompañarme, se disgustaría mucho conmigo. Estoy segura de que no querréis que se enoje con esta pobre servidora vuestra.

Ante aquella posibilidad, Michel d'Orléans dio un paso atrás, cariacontecido. Cuando se hubo disculpado varias veces y se puso de nuevo en camino, Béatrice y yo nos echamos a reír. No nos habíamos reído así desde hacía bastante tiempo, y aquello me recordó cómo nos reíamos todo el tiempo cuando éramos más jóvenes. Iba a echarla de menos cuando se conviniera en dama de honor de Claude. Se quedaría con ella a no ser que mi hija le permitiera casarse y abandonar el puesto.

Por el río la navegación era intensa en ambas direcciones. En la orilla opuesta, unos ganapanes descargaban sacos de harina destinados a las muchas cocinas del Louvre. Los contemplamos durante algún tiempo. Siempre me ha gustado ver el Sena, que encierra la promesa de una escapatoria.

– Tengo algo que contaros sobre Claude -dijo entonces Béatrice-. Se ha portado muy estúpidamente.

Suspiré. No quería saberlo, pero era su madre y me correspondía.

– ¿Qué ha hecho?

– ¿Os acordáis de aquel artista, Nicolas des Innocents, encargado de dibujar los tapices para la Grande Salle?

Mantuve los ojos en una manchita de luz sobre el agua.

– Lo recuerdo.

– Mientras estabais fuera la encontré a solas con él, bajo una mesa.

– ¡Bajo una mesa! ¿Dónde?

Vaciló, el temor reflejado en sus grandes ojos. Béatrice viste bien, como todas mis damas. Pero ni siquiera la mejor seda tejida con hilo dorado y salpicada de joyas consigue que su rostro pase de insignificante. Quizá sus ojos sean alegres, pero tiene las mejillas chupadas, la nariz chata y una piel que enrojece ante la menor contrariedad. Ahora se había puesto colorada.

– ¿En su cuarto? -apunté.

– No.

– ¿En la Grande Salle?

– No -mis sugerencias la molestaban, de la misma manera que a mí sus vacilaciones. Me volví y contemplé de nuevo el río, reprimiendo mi deseo de gritarle. Siempre es mejor ser paciente con Béatrice.

Dos individuos pescaban en una barca no lejos de donde nos encontrábamos. Sus sedales estaban flojos, pero no parecía molestarles: charlaban y reían con animación. No nos habían visto y me alegré, porque nos hubieran hecho reverencias y se habrían apartado al advertir nuestra presencia. Hay algo alentador en el espectáculo de una persona ordinaria que es feliz.

– Fue en la cámara de vuestro esposo -dijo Béatrice en un susurro, aunque nadie podía oírla excepto yo.

– Sainte Vierge! -me santigüé-. ¿Cuánto tiempo estuvo a solas con él?

– No lo sé. Nada más que unos minutos, creo. Pero estaban… -Béatrice se detuvo.

Sentí verdaderos deseos de zarandearla.

– ¿Estaban?

– No del todo…

– ¿Qué hacías tú mientras tanto, por el amor de Dios? ¡Se suponía que no ibas a perderla de vista! -había dejado a Béatrice con Claude precisamente para evitar una cosa así.

– ¡Claro que estaba allí! Consiguió zafarse de mí, la muy desvergonzada. Me pidió que fuese a comprarle… -Béatrice agitó el rosario-, ¡da lo mismo! Pero no perdió la virginidad, madame.

– ¿Estás segura?

– Sí. Nicolas no…, no se había quitado la ropa.

– Pero ¿mi hija sí?

– Sólo a medias.

Furiosa como estaba, una parte de mí quería reírse de la desfachatez de Claude. Si Jean los hubiera sorprendido… No me atreví a pensar en ello.

– ¿Qué hiciste?

– ¡Lo despedí con cajas destempladas! Eso fue lo que hice.

No lo había hecho; lo vi en su cara. Probablemente Nicolas des Innocents se le habría reído en las narices y se habría tomado su tiempo antes de marcharse.

– ¿Qué vais a hacer, madame? -me preguntó Béatrice.

– ¿Qué hiciste cuando se marchó el artista? ¿Qué le dijiste a Claude?

– Le dije que podía estar segura de que os contaría lo sucedido.

– ¿Te pidió que no me lo contaras?

Béatrice frunció el ceño.

– No. Se rió de mí y se marchó corriendo.

Apreté los dientes. Claude sabe demasiado bien el valor que su virginidad tiene para los Le Viste: ha de estar intacta para que un hombre honorable se case con ella. Aunque no el apellido, su marido heredará un día la riqueza de le Viste. La casa de la rue du Four, el château d'Arcy, los muebles, las joyas, incluso los tapices que Jean ha mandado hacer: todo irá al marido de Claude. Jean lo habrá elegido cuidadosamente y, a su vez, el esposo esperará que Claude sea piadosa, respetuosa, que se la admire y que sea virgen, por supuesto. Si su padre la hubiera sorprendido… Me estremecí.

– Hablaré con ella -dije, pasado ya mi enojo con Béatrice, pero furiosa con Claude por haber arriesgado tanto por tan poco-. Hablaré con ella ahora.

Las damas de honor habían reunido a mis hijas en mi estancia cuando Béatrice y yo regresamos. Geneviéve y Jeanne corrieron a saludarme cuando entré, pero Claude siguió sentada en el hueco de la ventana, jugando con un perrito que tenia en el regazo, pero sin mirarme. Había olvidado qué motivo tenía para reunir a mis otras hijas. Pero las dos, sobre todo Geneviéve, estaban tan deseosas de verme que tuve que inventar algo deprisa.

– Niñas, ya sabéis que los caminos quedarán pronto libres de barro y podremos trasladarnos al château d'Arcy para pasar allí el verano.

Jeanne aplaudió. De las tres, es la que más disfruta en el castillo año tras año. Corre entusiasmada con los niños de las granjas vecinas y apenas se pone los zapatos en todo el verano.

Claude suspiró muy hondo mientras rodeaba con las manos la cabeza del perrillo faldero.

– Quiero quedarme en París -murmuró.

– He decidido que celebremos una fiesta el Primero de Mayo antes de irnos -continué-. Podréis poneros vuestros vestidos nuevos -siempre hago ropa nueva para mis hijas y damas de honor con motivo de la Pascua de Resurrección.

Mis damas empezaron a cuchichear al instante, a excepción de Béatrice.

– Vamos, Claude, ven conmigo; quiero revisar tu vestido. No estoy segura de que me guste el escote -fui hasta la puerta y me volví para esperarla-. Sólo nosotras dos -añadí al ver que mis damas empezaban a moverse-. No tardaremos mucho.

Claude apretó los labios, sin moverse, y siguió jugando con su perro, moviéndole las orejas atrás y adelante.

– O vienes conmigo o rasgaré el vestido de arriba abajo con mis propias manos -dije con dureza.

Mis damas murmuraron. Béatrice me miró fijamente.

– ¡Mamá! -gritó Jeanne.

Claude abrió mucho los ojos y una expresión de furia contenida cruzó su rostro. Se puso en pie y se desprendió con tanta brusquedad del perro que el animal dejó escapar un aullido. Pasó a mi lado y atravesó la puerta sin mirarme. Seguí su espalda erguida a través de las habitaciones que separaban la suya de la mía.

Su cámara es más pequeña, con menos muebles. Por supuesto, no la acompañan la mayor parte del día cinco damas que necesitan sillas y una mesa, además de almohadones, escabeles, fuegos, tapices en las paredes y jarras de vino. El cuarto de Claude no tiene más que una cama adornada con seda roja y amarilla, una mesa pequeña con una silla y un arcón para la ropa. Su ventana da al patio y no a la iglesia como la mía.

Claude fue directamente a su arcón, sacó el vestido nuevo y lo arrojó sobre la cama. Por un momento las dos lo miramos. Era una preciosidad, de seda negra y amarilla en un diseño como de granada, cubierto de tela de color amarillo pálido. Mi vestido nuevo utilizaba el mismo diseño, aunque recubierto de seda de color rojo intenso. Juntas, llamaríamos mucho la atención en la fiesta, aunque ahora que pensaba en ello, lamenté que no lleváramos vestidos completamente distintos, de manera que no se prestaran a las comparaciones.

– No hay ningún problema con el escote -dije-. No quiero hablar de eso contigo.

– ¿De qué, entonces? -Claude fue a colocarse junto a la ventana.

– Si sigues siendo descortés te mandaré a vivir con tu abuela -dije-. No tardará en enseñarte de nuevo a respetar a tu madre -mi madre no vacilaría en utilizar el látigo con Claude, sin importarle que fuese la heredera de Jean le Viste.

Al cabo de un momento murmuró:

– Pardon, mamá.

– Mírame, Claude.

Lo hizo al fin, sus ojos verdes más turbados que furiosos.

– Béatrice me ha contado lo que sucedió con el artista.

Claude puso los ojos en blanco.

– Béatrice es desleal.

– Au contraire, ha hecho exactamente lo que debía. Sigue a mi servicio y es a mi a quien debe lealtad. Pero olvídate de ella. ¿En qué estabas pensando? ¿Y en la cámara de tu padre?

– Lo quiero, mamá -el rostro de Claude se iluminó como si, después de una tempestad, el viento hubiera barrido de pronto las nubes.

Resoplé.

– No seas absurda. Por supuesto que no. Ni siquiera sabes lo que eso significa.

La tormenta reapareció.

– ¿Qué sabéis de mí?

– Sé que no se te ha perdido nada con los que son como él. ¡Un artista es muy poco más que un campesino!

– ¡Eso no es cierto!

– Sabes perfectamente que te casarás con el hombre que tu padre elija. Una boda aristocrática para la hija de un noble. No vas a echarlo todo a perder ni por un artista ni por nadie.

Los ojos de Claude lanzaron llamaradas, su rostro se llenó de rencor.

– ¡Que mi padre y vos no compartáis la cama no quiere decir que yo tenga que secarme y endurecerme como una pera arrugada!

Por un momento pensé en abofetear aquella carnosa boca roja para que sangrara. Respiré hondo.

– Ma fille, está claro que eres tú quien no sabe nada de mi -abrí la puerta-. ¡Béatrice! -grité con tanta fuerza que mi voz se oyó por toda la casa. El mayordomo tuvo que oírla en sus almacenes, el cocinero en su cocina, los mozos de cuadra en los establos, las doncellas en las escaleras. Si Jean estaba en casa, sin duda la oyó en su cámara.

Hubo un breve silencio, como la pausa entre el relámpago y el trueno. Luego la puerta que daba a la habitación vecina se abrió de golpe y Béatrice entró corriendo, las otras damas detrás. Enseguida aflojó el paso al verme en el umbral del cuarto de Claude. Las demás se detuvieron a intervalos, como perlas en una sarta. Jeanne y Geneviéve se quedaron en la puerta de mi habitación, mirando.

Tomé a Claude del brazo y la arrastré sin contemplaciones hasta la puerta, de manera que estuviera frente a Béatrice.

– Béatrice, ya eres la dama de compañía de mi hija. Permanecerás con ella todas las horas del día y de la noche. Irás con ella a misa, al mercado, a las visitas, al sastre, a sus lecciones de baile. Comerás con ella, cabalgarás con ella y dormirás con ella, no en un gabinete cercano sino en su misma cama. Nunca te apartarás de su lado. Tampoco cuando utilice el orinal -una de mis damas dejó escapar un grito ahogado-. Si estornuda, lo sabrás. Si eructa o ventosea, lo olerás -Claude lloraba ya-. Sabrás cuándo sus cabellos necesitan el peine, cuándo le llega la regla, cuándo llora.

»En la fiesta del Primero de Mayo será misión tuya, Béatrice, y de todas mis damas, cuidar de que Claude no se acerque a ningún varón, ni para hablar con él, ni para bailar, ni tan siquiera para estar a su lado, porque no es posible fiarse de ella. Que pase una velada bien desagradable.

»Pero primero, la lección más importante que ha de aprender mi hija es el respeto a sus padres. Con ese fin la llevarás de inmediato a Nanterre con mi madre durante una semana; y enviaré un mensajero para decir a su abuela que utilice el látigo si es necesario.

– Mamá -susurró Claude-, por favor…

– ¡Silencio! -miré con dureza a Béatrice-. Entra y hazle el equipaje.

Béatrice se mordió los labios.

– Sí, madame -dijo, bajando los ojos-. Bien sûr -se deslizó entre Claude y yo hasta situarse junto al arcón lleno de vestidos.

Salí de la habitación de Claude y me dirigí hacia la mía. Al pasar junto a cada una de mis damas, procedieron a colocarse en fila india detrás de mí, hasta que fui como una pata delante de sus cuatro patitos. Cuando llegué a mi puerta, mis otras dos hijas estaban allí juntas, la cabeza baja. También me siguieron cuando entré. Una de mis damas cerró la puerta. Entonces me volví.

– Recemos para que el alma de Claude pueda salvarse aún -dije mientras contemplaba la expresión solemne de todas ellas. A continuación nos arrodillamos.