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3. París y Chelles

Pascua de Resurrección de 1491

Nicolas des Innocents

No esperaba volver a ver ni los tapices ni los dibujos. Cuando pinto una miniatura o un escudo, o diseño vidrieras, sólo los veo mientras trabajo en ellos. Lo que sucede después no me atañe. Como tampoco vuelvo con el pensamiento, sino que paso a pintar otra miniatura, o la portezuela de otra carroza, o una Virgen con el Niño para una capilla, o un escudo de armas. Lo mismo me sucede con las mujeres: monto a una y lo disfruto, luego encuentro a otra y hago lo mismo. No vuelvo la vista atrás.

No; no es del todo cierto. Hay una que recuerdo, una en la que pienso todo el tiempo, aunque no haya llegado a tenerla.

Los tapices de Bruselas me acompañaron durante mucho tiempo. Me acordaba de ellos a ratos perdidos: al ver un ramillete de violetas en un puesto del mercado de la rue Saint-Denis, al oler una tarta de ciruelas a través de una ventana abierta, al oír cantar vísperas a los monjes de Notre Dame, o al mascar el clavo que sazonaba un guiso. En una ocasión, cuando estaba con una mujer, me pregunté de repente si el león de El Tacto se parecía demasiado a un perro, y mi verga se marchitó bajo los dedos de la moza como una lechuga mustia.

Aunque la mayoría de los trabajos los olvido enseguida, recordaba en cambio muchos detalles de los cartones: las largas mangas color naranja de la criada en El Oído, el mono que tira de la cadena que lleva al cuello en El Tacto, la ondulación del pañuelo de la dama, agitado por el viento en El Gusto, la oscuridad en el espejo detrás del reflejo del unicornio en La Vista.

Había demostrado algo con aquellos dibujos. Léon le Vieux me trataba con más respeto, casi como si fuésemos iguales, sin marcar tanto las diferencias entre un comerciante acomodado y un pintor de tres al cuarto. Aunque todavía pintaba miniaturas, empezó a conseguirme encargos para tapices de otras familias nobles. Astutamente se reservó las pinturas que había hecho de las seis damas, excusándose ante Jean le Viste por no devolvérselas, aunque eran propiedad de monseigneur. Se las mostró a otros nobles, que hablaron de ellas con otros, y de las conversaciones nacieron peticiones para más tapices. Diseñé algunos más con unicornios: a veces solos en los bosques, otras cuando los cazaban, en ocasiones con una dama, aunque siempre cuidaba que fueran diferentes de las damas de Le Viste. Léon estaba encantado.

– Fíjate en lo entusiasmada que está la gente, y ha bastado con los dibujos pequeños -decía-. Espera a que contemplen los tapices colgados en la Grande Salle de Jean le Viste: tendrás trabajo para el resto de tus días.

Y dinero para el bolsillo de Léon, podría haber añadido. De todos modos estaba contento: si las cosas seguían así, no tendría que pintar más escudos ni portezuelas de carruajes.

Un día fui a casa de Léon a hablar de un nuevo encargo de tapices: no de unicornios, sino de halconeros en plena cacería. Léon ha sacado partido de sus encargos. Tiene una buena casa junto a la rue des Rosiers, con una habitación reservada exclusivamente para los negocios. Repartidos por toda ella hay hermosos objetos de tierras lejanas: bandejas de plata con extrañas letras grabadas, cajas de filigrana para especias procedentes de Levante, gruesas alfombras persas, arcones de madera de teca con incrustaciones de madreperla. Al mirar a mi alrededor, comparé todo aquello con mi sencilla habitación encima de Le Coq d'Or y fruncí el ceño. Probablemente Léon ha estado en Venecia. Probablemente ha estado en todas partes. Algún día, antes de que pase mucho tiempo, también habré ganado lo suficiente para poseer cosas igual de hermosas.

Mientras hablábamos sobre el encargo esbocé las alas y la cola de un halcón. Luego abandoné el carboncillo y me recosté en el asiento.

– Quizá me marche con el buen tiempo, una vez que haya terminado este dibujo. Estoy cansado de París.

Léon le Vieux también se recostó en el asiento.

– ¿Dónde?

– No lo sé. Una peregrinación, quizá.

León alzó los ojos al cielo. Sabe que no voy mucho a la iglesia.

– Hablo en serio -insistí-. Al sur, a Toulouse. Quizá haga, incluso, todo el camino hasta Santiago de Compostela.

– ¿Qué esperas encontrar cuando llegues allí?

Me encogí de hombros.

– Lo que se encuentra siempre en una peregrinación -no le dije que no había hecho ninguna-. Pero eso es algo sobre lo que no sabéis mucho los de vuestra clase -añadí, para tomarle el pelo.

Léon no se molestó en responder a aquella pulla.

– Una peregrinación es un viaje largo para una recompensa posiblemente pequeña. ¿Has pensado en eso? Considera todo el trabajo al que vas a renunciar para ir y ver…, bueno, muy poco. Una insignificante parte del todo.

– No os entiendo.

– Esas reliquias que vas a ver. ¿No atesora Toulouse una astilla de la cruz de Nuestro Salvador? ¿Qué cantidad de cruz se ve en un trocito de madera? Quizá lo veas y te lleves una desilusión.

– No me llevaré una desilusión -insistí-. Me sorprende que no hayáis hecho ninguna peregrinación, siendo como sois un buen cristiano -extendí el brazo y cogí una de las cajas de plata para especias. La filigrana estaba inteligentemente trabajada para crear una puerta con goznes y una cerradura-. ¿De dónde procede esto?

– De Jerusalén.

Alcé las cejas.

– Quizá debiera ir allí.

Léon rió a carcajadas.

– Eso me gustaría verlo, Nicolas des Innocents. Tiens, hablas de viajar. Los caminos entre París y Bruselas ya están expeditos y me han llegado noticias sobre tus tapices gracias a un mercader que conozco. Pasó por el taller de Georges a petición mía.

Léon y yo llevábamos meses sin hablar de los tapices. A comienzos de Adviento los caminos estaban demasiado mal para hacer sin problemas el viaje de París a Bruselas. Léon no sabía nada de Georges y su taller, y yo había renunciado a preguntarle. Dejé la caja para especias.

– ¿Qué ha contado?

– Terminaron los dos primeros después de Navidad y empezaron los dos siguientes para Epifanía: los dos más largos. Pero van con retraso. Han tenido enfermos en la casa.

– ¿Quiénes?

– Georges le Jeune y uno de los tejedores de fuera que han contratado. Ya están mejor, pero se perdió tiempo.

Me tranquilicé al oír que no se trataba de Aliénor, y mi reacción me sorprendió. Empuñé el carboncillo y dibujé la cabeza y el pico del halcón.

– ¿Qué le parecieron los tapices?

– Georges le mostró los dos primeros: El Oído y El Olfato. Mi conocido dijo que eran muy hermosos.

Añadí un ojo a la cabeza del halcón.

– ¿Y los dos que hacen ahora? ¿Hasta dónde han llegado?

– Estaban tejiendo el perro sentado en la cola del vestido de la dama en El Gusto. Y en Á Mon Seul Désir han llegado a la criada. Por supuesto, sólo se ve una estrecha tira del trabajo que están haciendo -sonrió-. Una mínima parte del conjunto.

Traté de recordar los detalles de los cartones. Durante mucho tiempo me los sabía tan bien que podía dibujarlos con los ojos cerrados. Me sorprendió haberme olvidado del perro sentado en el vestido de la dama.

– Léon, mostradme las pinturas. Quiero verlas.

Léon rió entre dientes.

– Llevabas algún tiempo sin pedírmelo -dijo, mientras se sacaba las llaves del cinturón y abría el arcón de teca. Sacó los diseños y los colocó sobre la mesa.

Busqué el perro de El Gusto y empecé a calcular cuánto tardarían en llegar al rostro de la dama. El rostro de Claude.

Llevaba meses sin verla. No había vuelto a entrar en la casa de la rue du Four desde mi regreso de Bruselas durante el verano. No tenían nada nuevo que encargarme y la familia se había trasladado a su castillo cerca de Lyon. A finales de septiembre oí que habían regresado, y a veces me apostaba por los alrededores de Saint-Germain-des-Prés, con la esperanza de vislumbrar a Claude. Un día la vi en la rue du Four con su madre y sus damas de honor. Al pasar ella, empecé a caminar, manteniéndome a la misma altura, al otro lado de la calle, con la esperanza de que mirase en mi dirección y me viera.

Así sucedió. Se detuvo entonces, como si se hubiera hecho daño en un pie. Las damas la fueron dejando atrás, hasta que en la calle, a mi altura, sólo quedaron ella y Béatrice. Claude hizo un gesto a su dama para que siguiera adelante y se arrodilló como para ajustarse el zapato. Dejé caer una moneda cerca de donde se había detenido y di unos pasos para recogerla. Al arrodillarme a su lado, nos sonreímos. No me atreví a tocarla, de todos modos: un hombre como yo no toca en la calle a una muchacha como ella.

– Quería verte -susurró Claude.

– Y yo a ti. ¿Vendrás a mi casa?

– Lo intentaré, pero…

No pudo terminar la frase ni decirle yo dónde me alojaba, porque Béatrice y el lacayo que les daba escolta se acercaron corriendo.

– ¡Marchaos -susurró Béatrice- antes de que os vea dame Geneviéve!

El lacayo me agarró y me alejó de Claude, que me fue siguiendo con la vista, todavía rodilla en tierra. Después de aquello la vi una o dos veces desde lejos, pero apenas podía hacer nada. Era una aristócrata, sencillamente: no se me podía ver con ella por la calle. Aunque anhelaba tenerla en mi cama, dudaba de que pudiera burlar la vigilancia de las damas de honor. Estuve con otras mujeres, pero ninguna me satisfizo. Todas las veces terminaba con la sensación de no haberme vaciado del todo, como una jarra de cerveza a la que todavía le queda un sorbo en el fondo. Contemplar ahora a la dama en El Gusto hizo que sintiera lo mismo. No era suficiente.

Léon extendió el brazo para recoger las pinturas.

– Un moment -dije, reteniendo Á Mon Seul Désir, la mano sobre la dama inmóvil, con las joyas entre los dedos. ¿Se las ponía o se las quitaba? No siempre estaba seguro.

Léon chasqueó la lengua y cruzó los brazos sobre el pecho.

– ¿No queréis mirarlos? -pregunté.

Léon se encogió de hombros.

– Ya los he visto.

– En realidad no os gustan, aunque habléis tan elogiosamente de ellos ante otras personas.

Léon recogió la caja de especias con la que yo había estado jugueteando y la volvió a colocar en el estante con las demás.

– Son buenos para los negocios. Y harán que la Grande Salle de Jean le Viste sea digna de las fiestas que allí se celebren. Pero no; no me seducen tus damas. Prefiero cosas útiles: bandejas, armarios, candelabros.

– Los tapices también son útiles: cubren paredes desnudas y hacen las habitaciones más cálidas y luminosas.

– Es cierto. Pero, por lo que a mí respecta, prefiero que los dibujos sean puramente decorativos, como éste -señaló, colgado de una pared, un tapiz de pequeñas dimensiones que era sólo de millefleurs, sin figuras ni animales-. No quiero damas en un mundo de ensueño, aunque a ti te parezcan reales.

Ojalá lo fueran, pensé.

– Tenéis un espíritu demasiado práctico.

Léon ladeó la cabeza.

– Así es como sobrevivo. Así es como he sobrevivido siempre -empezó a recoger las pinturas-. ¿Vas a dibujar algo, sí o no?

Dibujé muy deprisa: halcones que atacaban a una garza mientras caballeros y damas presenciaban la escena, con perros que corrían más abajo, todo ello para ser completado con millefleurs. Había diseñado ya tapices suficientes para que todo aquello me resultase fácil. Gracias al huerto de Aliénor, podía incluso dibujar con precisión las millefleurs.

Léon me contemplaba con interés. La gente lo hace con frecuencia: para ellos, dibujar tiene algo de mágico, es un espectáculo de feria. Para mí siempre ha sido fácil, pero la mayoría de la gente que coge el carboncillo dibuja como si empuñara un cabo de vela.

– Has aprendido mucho en estos meses -dijo.

Me encogí de hombros.

– También yo sé tener espíritu práctico.

Aquella noche soñé con una tira de tapiz en la que estaba tejido el rostro de Claude, y al despertar comprobé que había tenido una polución, algo que llevaba algún tiempo sin sucederme. Al día siguiente encontré una excusa para ir a Saint-Germain-des-Prés: un amigo que vive por allí podría contarme más cosas sobre cetrería. Podría, por supuesto, haber preguntado a alguien de la rue Saint Denis, pero así recorrería la rue du Four y vería la casa de los Le Viste, cosa que llevaba algún tiempo sin hacer. Los postigos de las ventanas estaban cerrados, aunque apenas había pasado el Domingo de Resurrección y no era probable que la familia hubiera salido ya camino de Lyon. Aunque esperé, nadie entró ni salió.

Tampoco encontré a mi amigo, y regresé sin prisa hacia el centro. Al cruzar las murallas de la ciudad por la porte Saint-Germain y abrirme camino entre los puestos del mercado que la rodea, vi una cara conocida, una mujer que fruncía el ceño mientras miraba unas lechugas tempranas. Ya no estaba tan gorda.

– Marie-Céleste -la llamé por su nombre sin saber que lo recordaba.

Se volvió y me miró sin sorprenderse mientras me acercaba.

– ¿Qué quieres? -preguntó.

– Ver tu sonrisa.

Marie-Céleste gruñó y se volvió hacia las lechugas.

– Ésta tiene manchas por todas partes -le dijo al que las vendía,

– Busca otra, entonces -le respondió el hortelano con un encogimiento de hombros.

– ¿Haces la compra para los Le Viste?

Marie-Céleste empezó a revisar las demás lechugas, la boca convertida en una línea adusta.

– Ya no trabajo allí. Deberías saberlo.

– ¿Por qué no?

– Tuve que marcharme para dar a luz a mi hija, ésa es la razón. Claude iba a hablar en mi favor, pero cuando regresé había otra chica en mi puesto y la señora no quiso saber nada.

Oír el nombre de Claude me hizo temblar de deseo. Marie-Céleste me miraba indignada y traté de pensar en otra cosa.

– ¿Qué tal está la niña?

Sus manos dejaron de moverse por un momento. Luego empezó otra vez a revisar las lechugas.

– Se la di a las monjas -cogió una lechuga y la agitó.

– ¿A las monjas? ¿Por qué?

– Necesitaba volver a trabajar para mantener a mi madre, que está demasiado vieja y enferma para cuidar de un bebé. No podía hacer otra cosa. Y luego resultó que tampoco tenía un empleo al que volver.

Me callé, pensando en una hija entregada a las monjas. No era lo que deseaba para la descendencia que pudiera tener.

– ¿Cómo se llama?

– Claude.

La abofeteé con tanta fuerza que se le escapó la lechuga de la mano.

– ¡Oye! -exclamó el vendedor-. ¡Si la dejas caer, la pagas!

Marie-Céleste se echó a llorar. Recogió su cesto y se alejó corriendo.

– ¡No la dejes en el suelo! -gritó el del puesto.

Recogí la lechuga -se le caían las hojas- y la tiré encima de las demás antes de correr tras ella. Cuando la alcancé, Marie-Céleste tenía la cara roja de correr y de llorar al mismo tiempo.

– ¿Por qué le pusiste ese nombre? -grité, cogiéndola del brazo.

Marie-Céleste agitó la cabeza y trató de soltarse. Empezó a reunirse un grupo de curiosos: en un mercado todo es espectáculo.

– ¿Vas a pegarle otra vez? -se burló una mujer-. Si es así, aguarda a que venga mi hija para que sepa lo que le espera.

Aparté a Marie-Céleste de los mirones y la llevé hasta un callejón. Los vendedores habían echado allí sus basuras: coles podridas, restos de pescado, estiércol de caballo. Una rata salió corriendo cuando empujé a mi presa más allá del montón de residuos.

– ¿Por qué le has puesto ese nombre a mi hija? -le pregunté en voz más baja. Era extraño utilizar la palabra hija.

Marie-Céleste me miró con gesto de cansancio. Su rostro blancuzco era como un bollo con dos pasas clavadas, y los cabellos oscuros se le escapaban, lacios, de la cofia. Me pregunté por qué había querido alguna vez llevármela a la cama.

– Le dije a Claude que lo haría -respondió-. Le agradecí mucho que se ofreciera a interceder en mi favor. Pero luego no lo hizo; cuando hablé con dame Geneviéve juró que mademoiselle no le había dicho nada. La señora pensó que la había dejado plantada y perdí el empleo. Así que a la niña le puse Claude para nada, después de todo lo que había hecho por mademoiselle de pequeña. Por suerte he conseguido otro trabajo en la rue des Cordeliers. Los Belleville. No son tan ricos como los Le Viste, pero no tengo motivo de queja. En ocasiones invitan incluso a las damas de la familia Le Viste.

– ¿Las Le Viste van a tu casa?

– Ya me encargo de que no me vean cuando lo hacen -Marie-Céleste había acabado por serenarse. Miró a su alrededor en el callejón y esbozó una sonrisa-. Nunca pensé que acabara otra vez contigo en un callejón.

– ¿Quiénes van de visita? ¿Sólo dame Geneviéve, o la acompañan sus hijas?

– De ordinario Claude va con ella -dijo Marie-Céleste-. Hay una hija de la misma edad con la que se lleva bien.

– ¿Van a menudo?

Marie-Céleste arrugó la frente como la anciana en la que se convertirá algún día.

– ¿Qué más te da?

Me encogí de hombros.

– Simple curiosidad. He trabajado para monseigneur Le Viste, como sabes, y me preguntaba cómo son las mujeres de su familia.

En el rostro de Marie-Céleste apareció una sonrisa maliciosa.

– Imagino que quieres venir y verme allí, ¿no es eso?

Me quedé boquiabierto, sorprendido de que coqueteara conmigo después de todo lo sucedido. Pero, por otra parte, podía serme útil. Sonreí y le quité una pluma del hombro.

– Tal vez.

Cuando adelantó el brazo y me puso la mano en la entrepierna, noté que me excitaba muy deprisa, y de repente su rostro se me antojó menos blancuzco y más rosado. Marie-Céleste retiró la mano con la misma rapidez, sin embargo.

– Se me hace tarde. Ven un día a verme -me describió la casa de la rue des Cordeliers.

– Quizá vaya cuando os visiten las Le Viste -añadí-. Así podré echar una ojeada para satisfacer mi curiosidad.

– Como quieras. De hecho sé que vienen pasado mañana. Se lo he oído decir a mi señora.

Era demasiado fácil. Una vez que Marie-Céleste se alejó, balanceando el cesto mientras se alejaba, me pregunté por un momento qué era lo que esperaba sacar de aquello, aparte de un placer momentáneo entre las piernas. Pero no lo pensé mucho tiempo. Quería ver a Claude le Viste y eso me bastaba.

Por supuesto era demasiado fácil. La generosidad de Marie-Céleste no llegaba a tanto.

La casa de los Belleville carecía, sin duda, del esplendor de la morada de los Le Viste. Tenía dos pisos y cristales en algunas de las ventanas, pero la rodeaban otras casas y algunas de las vigas se estaban pudriendo. La estudié mientras esperaba a Marie-Céleste al otro lado de la calle, preguntándome si vería entrar a Claude. No sabía cómo me iba a ser posible tener un tête-á-tête con ella. Estarían cerca su madre y Béatrice, así como las damas de la casa. Y no había que olvidar a Marie-Céleste: quizá tuviera que montarla sólo para librarme de ella. Carecía de plan, excepto el de estar atento y verlo todo. Y, por lo menos, trataría de hablar un momento con Claude para concertar otra cita. Había pagado incluso a un individuo para que me escribiera una nota: Claude sería capaz de leerla, a diferencia de mí. El escribano sonrió al escuchar mis palabras, pero las había escrito. Las personas hacen casi cualquier cosa por una moneda o dos.

Marie-Céleste abrió la puerta principal, se asomó y me hizo señas. Crucé la calle corriendo y me metí en la casa. Me hizo atravesar una habitación, luego otra decorada con tapices -aunque estaba demasiado oscura para verlos bien-, y después seguimos en dirección contraria a través de la cocina, donde el cocinero, inclinado sobre una olla puesta al fuego, me fulminó con la mirada.

– No hagáis ruido o habrá problemas -gruñó. No recordaba si Marie-Céleste había hecho ruido cuando se me abrió de piernas por vez primera, pero le seguí la corriente, y le sonreí con intención antes de salir por la puerta de atrás.

– Idiota -murmuró el otro.

No tuve tiempo de entender la advertencia que se escondía detrás de aquella palabra. Al poner el pie en el jardín trasero, oí un ruido a mi espalda y recibí un golpe tal en la cabeza que vi las estrellas. Me tambaleé, y ni siquiera pude volverme para tratar de reconocer a mi agresor antes de que una patada me derribase. Luego seguí recibiendo golpes en el costado y en la cabeza. Conseguí mirar pese a la sangre que me cegaba y vi a Marie-Céleste cruzada de brazos.

– Cuidado con la colada -le dijo al individuo que seguía oculto para mí. Pero ya era demasiado tarde: la sábana colgada detrás de ella estaba salpicada de sangre.

Recuperé el aliento lo bastante para quejarme antes de que el otro me pateara de nuevo.

Todo estaba extrañamente silencioso, a excepción del ruido de los golpes y del de los zapatos de Marie-Céleste al aplastar la tierra cuando se apoyaba en un pie o en otro. Me había hecho un ovillo, tratando de protegerme el vientre y recibía los golpes en la espalda. Después de una o dos patadas en la cabeza, perdí el conocimiento unos instantes. Al volver en mí oí un gemido muy agudo, como de un conejo pillado en una trampa. ¿Por qué hacía aquel ruido Marie-Céleste?, pensé.

– Cállate -dijo ella entre dientes, y entonces me di cuenta de que el ruido lo hacía yo.

– Pégale en los huevos -le dijo Marie-Céleste a mi atacante-. Que no vuelva a dejar embarazada a nadie.

El agresor me buscó las rodillas con otra patada para que cambiara de postura y quedara boca arriba. Mientras se preparaba para el golpe de gracia cerré los ojos. Luego oí el crujido de unos postigos. Abrí los ojos y vi el rostro de Claude asomado al alféizar de una ventana muy por encima de donde yo estaba. Sus ojos claros estaban muy abiertos. Era como una franja de tapiz.

– ¡Arrétez! -gritó Marie-Céleste. Su esbirro hizo una pausa, miró hacia arriba y se marchó en un abrir y cerrar de ojos. Nunca hubiera creído que se podía desaparecer tan deprisa. Le vi lo bastante de la cara, sin embargo, para reconocer al mayordomo de Le Viste. Que me anduviera con cuidado, claro que sí. Siempre me había odiado: lo suficiente, al parecer, para arriesgar su posición privilegiada. Se trataba de eso o de que había puesto los ojos en Marie-Céleste.

– ¿Qué ha sucedido? ¿Eres tú, Marie-Céleste? -llamó Claude desde arriba-. Y -sobresaltada- ¿Nicolas?

Otros rostros aparecieron junto al de Claude: los de Geneviéve de Nanterre, Béatrice, madame y mademoiselle de Belleville. Era tan extraño ver sus cabezas apiñadas mirándome desde lo alto -como pájaros en un árbol contemplando un gusano- que volví a cerrar los ojos.

– ¡Oh, mademoiselle, un individuo ha atacado a monsieur! -exclamó Marie-Céleste-. No sé de dónde ha salido, ¡sólo lo he visto cuando se le echaba encima!

De repente sentí el dolor de los golpes por todas partes. Gemí en contra de mi voluntad. Sentí el sabor de la sangre.

– Voy a bajar -dijo Claude.

– No, no lo harás -respondió su madre-. Béatrice, ve tú y ayuda a Marie-Céleste a atenderlo.

Cuando abrí los ojos todas las cabezas habían desaparecido, excepto la de Claude. Me miraba. Completamente inmóvil. Nos sonreímos. Contemplar su rostro era como ver el cielo azul entre las hojas de un árbol. Luego desapareció de repente, como si la hubieran apartado de la ventana.

– No te atrevas a decir nada -susurró Marie-Céleste-. Habías venido a verme y ese individuo trató de robarte.

Seguí tumbado sin moverme. No ganaría nada contando a Béatrice lo que realmente había pasado: si lo hacía, Marie-Céleste podría decirle que teníamos una hija y ella se lo contaría a Claude. No quería que Claude lo supiera.

Béatrice apareció con un cuenco de agua y un trozo de tela. Se arrodilló a mi lado, me puso la cabeza en el regazo y empezó a limpiarme la sangre de la cara. El simple movimiento del cuello me mareaba y tuve que cerrar los ojos.

Cuando Marie-Céleste volvió a contar que un individuo me había atacado para robarme, Béatrice no dijo nada. Aquello asustó mucho a Marie-Céleste, que empezó a tejer un relato cada vez más complicado, con rencillas y bolsas de dinero y amigos de hermanos y palabras violentas. Acabó metiéndose en un lío terrible.

Finalmente Béatrice la interrumpió:

– ¿Cómo entró el ladrón en la casa? Tenía que conocer a alguien.

Marie-Céleste trató de dar nuevas explicaciones, pero acabó por descubrir que las palabras eran su enemigo y se calló como si alguien le hubiera metido un trapo en la boca.

Cuando Béatrice me abrió la túnica y me pasó el paño húmedo por los hombros y el pecho, gemí e hice muecas de dolor. Mis gritos soltaron de nuevo la lengua de Marie-Céleste.

– No entiendo qué hacía ese hombre…

– Ve a buscar agua limpia -le interrumpió Béatrice-. Que esté tibia.

Cuando Marie-Céleste se apresuró a entrar en la casa alguien debió de aparecer en el umbral detrás de mí, porque Béatrice volvió la cabeza.

– Preguntad si tienen árnica. De lo contrario, un puñado de margaritas o caléndulas secas en agua tibia ayudará.

La persona que escuchaba hizo un movimiento y se marchó.

– ¿Era Claude? -pregunté. Apenas podía mover los labios.

Como Béatrice no respondía, abrí los ojos y los alcé hasta los suyos, marrones, que ocupaban tanto sitio en su rostro insignificante.

– No -dijo-. Era la hija de la casa.

No supe si mentía. Volví la cabeza y escupí dos dientes. Pasaron rozando la falda azul de muaré de Béatrice y rebotaron sobre el suelo.

– ¿Qué habéis hecho para recibir semejante paliza? -preguntó Béatrice en voz baja-. Fuera lo que fuese, probablemente os lo merecíais.

– Béatrice, metedme la mano en el bolsillo.

Las cejas, pintadas y arqueadas, le crearon arcos todavía más pronunciados en la frente.

– Por favor. Tengo algo ahí que quiero que entreguéis.

Béatrice vaciló, pero luego metió la mano en mi jubón y sacó la nota. Estaba manchada de sangre.

– Dádsela a Claude.

Béatrice miró hacia atrás.

– Sabéis que no puedo hacer eso -susurró.

– Sí, sí que podéis. Claude querría que lo hicierais. Sois su dama, ¿no es cierto? Debéis hacer lo que es mejor para ella -la miré fijamente. Las mujeres han dicho con frecuencia que los ojos son lo que más les gusta de mí. Menos mal que nunca han mencionado los dientes.

El rostro de Béatrice se dulcificó, la barbilla metida en el cuello, las ventanas de la nariz dilatadas. No dijo nada, pero se guardó la nota en la manga.

Marie-Céleste regresó enseguida con un cuenco que olía a flores. Cerré los ojos y dejé que Béatrice y ella me lavaran. En otra ocasión habría disfrutado con las atenciones de dos mujeres, pero ahora estaba tan dolorido que sólo quería dormir y olvidarme de los golpes. Madame de Belleville apareció un momento para ordenar que unos criados me llevaran a casa. Estaba quedándome dormido cuando su voz se hizo áspera para dirigirse a Marie-Céleste.

Estuve tres días en la cama antes de poder moverme con normalidad. Tenia rígidas las articulaciones, los ojos morados, la nariz hinchada y una costilla rota, de manera que un dolor agudo me atravesaba de parte a parte cuando trataba de moverme. Guardé cama y bebí cerveza, aunque sin comer nada, y dormí la mayor parte del tiempo, aunque por la noche permanecía despierto maldiciendo los dolores que me asaltaban.

Tenía la esperanza de que apareciese Claude. Al cuarto día oí pasos en la escalera, pero no fue ella quien abrió la puerta, sino Léon le Vieux, que se quedó en el umbral examinando mi habitación, fría y sucia: la criada de Le Coq d'Or no había subido aún ni a encender el fuego ni a llevarse la comida que me había traído el día anterior. De ordinario Léon no me visita, sino que envía un mensajero que me lleve a su casa. Me esforcé por incorporarme.

– Te has portado mal, ¿no es eso?

Empecé a protestar, pero renuncié enseguida. Léon parecía saberlo todo: no tenía sentido mentirle. Volvía tumbarme.

– Me dieron una buena paliza.

Léon rió entre dientes.

– Descansa ahora. Tienes que ponerte bien pronto; por tus sufrimientos te voy a mandar de peregrinación.

Me quedé mirándolo.

– ¿De peregrinación? ¿Dónde?

Léon sonrió.

– No al sur, sino al norte. A ver una reliquia en Bruselas.

Geneviéve de Nanterre

Claude no me miró mientras regresábamos a la rue du Four. Caminaba tan deprisa que casi pisó a un barrendero que recogía estiércol y desperdicios. Béatrice se esforzaba por seguirla. Es más pequeña que Claude, que sale a su padre en el tamaño. Otro día me hubiera reído al ver a mi antigua dama de honor trotar detrás de su ama como un perrito. Hoy no me he reído.

Renuncié a tratar de mantenerme a la altura de mi hija y caminé a un paso más tranquilo con mis damas. Nos dejaron muy atrás enseguida, y dificultaron mucho la tarea del lacayo enviado para acompañarnos a la rue des Cordeliers y regresar luego con nosotras. Iba y venía corriendo entre los dos grupos, pero sin atreverse a pedir a Claude que caminara más despacio, ni a mí que me apresurase. Habló, es cierto, con Béatrice, pero no sirvió de nada: al llegar a la porte Saint-Germain, las habíamos perdido de vista.

– Déjalas -tranquilicé al lacayo cuando regresó junto a nosotras-. Ya no están lejos de casa de todos modos.

A mis damas se les escaparon exclamaciones de asombro. Sin duda tenía que parecerles extraño. Durante todo un año había mantenido a Claude estrechamente vigilada y ahora, en cambio, la dejaba que se perdiera de vista precisamente cuando el hombre del que la protegía se había presentado en la casa que visitábamos. ¿Cómo podía haber concertado Claude semejante encuentro bajo nuestros propios ojos? No acababa de creérmelo, pese a que había reconocido a Nicolas des Innocents en el instante mismo en que lo vi tumbado en el suelo, la cara magullada y ensangrentada. El espectáculo me horrorizó y tuve que quedarme muy quieta para que Claude no me viera estremecerme. Tampoco ella se movió, como para ocultar lo que sentía. Y así nos quedamos, la una al lado de la otra, como piedras, mirándolo desde arriba. Sólo Béatrice se movía de aquí para allá, como una abeja libando de flor en flor. Fue un alivio decirle que bajase a atender al herido.

Estaba cansada de pensar en Claude. Estaba cansada de preocuparme por lo que pudiera pasarle, cuando era tan evidente que a ella no le importaba. Por un momento tuve incluso la tentación de arrojarla en brazos del pintor y dar por zanjado el problema de una vez por todas. Claro está que no podía hacerlo, pero permití que Béatrice y ella se perdieran de vista, casi con la esperanza de que Claude tomara la iniciativa.

Al llegar a casa, el mayordomo me dijo que Claude estaba en su habitación. Subí a mi cuarto, mandé llamar a Béatrice, y pedí que una de mis damas ocupara su sitio junto a Claude.

Béatrice, nada más entrar, cayó de rodillas junto a mi silla y empezó a hablar antes de que yo pudiera decir una palabra.

– Madame, vuestra hija afirma que no sabía nada de la presencia de Nicolas des Innocents en la rue des Cordeliers. La sorprendió tanto como a nosotras verlo allí abajo y en aquel estado. Jura por Nuestra Señora que no ha tenido ningún contacto con él.

– ¿Y tú la crees?

– Es imposible que lo haya tenido; de lo contrario lo sabría. He estado con ella todos estos meses.

– También de noche? Tendrás que dormir.

– Nunca me duermo antes que ella. Me pellizco para estar despierta -jamás he visto tan abiertos los ojos de Béatrice-. Y cuando se duerme le ato un cordón de seda al tobillo, para enterarme si se levanta.

– Claude sabe deshacer nudos -estaba más bien divirtiéndome con la angustia de Béatrice. Sin duda temía perder su puesto.

– Madame, no ha visto a Nicolas. Os lo juro -se buscó en la manga y sacó un trozo de papel. Tenía manchas de sangre, al igual que la manga y el corpiño de Béatrice-. Mirad, quizá esto nos explique lo que ha pasado. El pintor me lo dio para entregárselo a mademoiselle.

Cogí el papel y lo desdoblé con cuidado. La sangre ya estaba seca.

Mon amour:

Ven a mí: la habitación encima de Le Coq d'Or, junto a la rue Saint-Denis. Cualquier noche, tan pronto como puedas.

Ça c'est mon seul désir.

Nicolas

El grito que lancé me desgarró la garganta. Béatrice retrocedió asustada, apartándose de mí como si yo fuera un jabalí a punto de atacar. Mis damas se pusieron en pie a trompicones.

No pude evitarlo. Ver mis palabras -porque supe al instante que eran un eco suyo- escritas en un trozo de papel ensangrentado, con una letra muy vulgar, por algún borracho que reía con desdén en una taberna, era más de lo que podía soportar.

Claude pagaría por ello. Si yo no podía conseguir mon seul désir, me aseguraría de que tampoco ella realizara el suyo.

– Ve a lavarte el vestido -le dije a Béatrice, estrujando el papel-. Está impresentable.

Me miró fijamente, se recogió la falda con manos temblorosas y se puso en pie.

Cuando se hubo marchado les dije a mis damas:

– Venid a cambiarme de traje y a peinarme. Voy a ver a mi señor.

Durante el último año no había dicho una palabra a mi esposo sobre la actitud rebelde de la mayor de nuestras hijas. Sabía cuál sería su respuesta: arrojarme a la cara mis propias palabras y acusarme de no cuidar bien de Claude. No es que esté muy unido a Claude o a sus otras hijas -aunque quizá sienta cierta debilidad por Jeanne-, pero la primogénita es su heredera, para bien o para mal. Hay ciertas cosas que se esperan de ella, y es responsabilidad mía prepararla. Si Jean supiera la verdad -que Claude, en lugar de conservar la virginidad para su esposo, preferiría perderla con un artista de París-, me pegaría a mí, no a ella, por no haberle enseñado a obedecer.

Pero ahora tenía que romper el silencio. Lo que me proponía hacer con Claude requería su consentimiento: precisamente el consentimiento que el padre Hugo me había desaconsejado pedir para mí un año antes.

Jean estaba en su cámara con el mayordomo, repasando las cuentas de la casa. Es una tarea que me corresponde a mí, pero de la que Jean prefiere ocuparse, como de todo lo demás. Hice una profunda reverencia ante la mesa donde estaban sentados.

– Monseigneur, me gustaría hablar con vos. A solas.

Jean y el mayordomo alzaron la cabeza y fruncieron el ceño al unísono, como si fueran marionetas dirigidas por el mismo titiritero. Por mi parte, mantuve los ojos fijos en el cuello de piel de la túnica de Jean.

– ¿No podéis esperar? El mayordomo ha estado fuera y acabamos de sentarnos.

– Lo siento, monseigneur, pero es urgente.

Al cabo de un instante, Jean le dijo al mayordomo:

– Espera fuera.

El otro asintió con un gesto de cabeza, pero dio la sensación de haber dormido mal y de tener tortícolis. Me alcé al levantarse él. Después de dirigirme una breve reverencia, nos dejó solos.

– ¿De qué se trata, Geneviéve? Estoy muy ocupado.

Tendría que andarme con pies de plomo.

– Se trata de Claude. Se prometerá el año que viene, como es lo adecuado, y decidiréis pronto, o quizá lo hayáis decidido ya, quién será su señor y esposo. He empezado a prepararla para su nueva vida, enseñándola a comportarse y vestirse, a llevar a los criados y las cuestiones relacionadas con la casa, a atender a los invitados y bailar. Progresa adecuadamente en todas esas cosas.

Jean no dijo nada pero golpeó repetidamente la mesa con un dedo. Su silencio me obliga con frecuencia, al tratar de llenarlo, a utilizar más palabras de las necesarias. Luego se limita a mirarme, y todo lo que he dicho parece no tener más valor que las bromas de un bufón en el mercado. Empecé a pasear de un extremo a otro de la habitación.

– Existe un terreno, sin embargo, en el que necesita más dirección de la que puedo darle. No ha asimilado de verdad los principios de la Iglesia, ni el amor a Nuestra Señora y a Nuestro Señor Jesucristo.

Jean agitó la mano. Conozco bien ese gesto de impaciencia, lo he visto cuando la gente le habla de cosas que no le interesan. La indiferencia de Claude hacia la Iglesia quizá sea consecuencia de la de su padre: siempre ha descartado que tenga importancia para su alma, y sólo le preocupa por su influencia sobre el Rey. Para él los sacerdotes no son más que hombres con quienes hay que hacer tratos, y el momento de la misa, una ocasión de reunirse y hablar de asuntos de la Corte.

– Para una aristócrata es importante tener una fe sólida -dije con energía-. Nuestra hija ha de ser pura de espíritu, no sólo de cuerpo. Cualquier noble auténtico esperará eso de ella.

Jean frunció el ceño, y temí haber ido demasiado lejos. No le gusta que se le recuerde que algunos no le consideran un auténtico aristócrata. Me vino entonces a la memoria el desconsuelo que sentí cuando mi padre me anunció que contraería matrimonio con Jean le Viste. Mi madre se había encerrado en su habitación y lloraba, pero, por mi parte, tuve buen cuidado de no mostrar lo que sentía al verme ligada a un hombre cuya familia había comprado su elevación a la aristocracia. Mis amigas se mostraron amables, pero sabía que se reían a mis espaldas y que me compadecían: pobre Geneviéve, un peón en la partida de su padre con la Corte. Nunca supe qué ventajas obtuvo mi padre entregándome a Jean le Viste. Desde luego, mi marido salió beneficiado: el apoyo de mi familia paterna fue decisivo para él. Fui yo quien perdió. Había sido una chica alegre, no muy distinta de Claude a su edad. Pero años de convivencia con un hombre tan frío acabaron con mis sonrisas.

– Concretad -dijo Jean.

– Claude está inquieta y puede ser difícil en ocasiones -expliqué-. Creo que le haría bien retirarse a un convento hasta sus esponsales.

– ¿Un convento? No quiero una hija monja.

– Por supuesto que no. Pero una estancia allí la ayudará a conocer el valor de la misa, las oraciones, la confesión, la comunión. Ahora masculla en lugar de rezar, el sacerdote dice que no es sincera cuando se confiesa, y no estoy segura de que se prepare bien cuando recibe la sagrada comunión.

Jean no parecía nada convencido y recurrí a algo más cercano a la verdad.

– Hay un desenfreno en ella que ningún marido aprobaría. Temo que pueda perjudicarla. El convento la calmará. Hay uno a las afueras de París, en Chelles, donde estoy segura de que las monjas podrán ayudarla.

Jean se estremeció.

– Nunca me han gustado las monjas; ni que mi hermana se hiciera monja.

– No se trata de que nuestra hija profese. Allí estará segura y no podrá hacer ninguna de las suyas. Los muros son muy altos.

No deberla de haber dicho aquello último. Jean se irguió en el asiento y, sin querer, tiró al suelo un documento.

– ¿Acaso Claude ha salido sola?

– Por supuesto que no -dije, inclinándome para recoger lo que se había caído. Jean lo alcanzó antes que yo, con crujidos en las rodillas-. Pero creo que le gustaría. Cuanto antes se case, mejor.

– ¿Por qué no la vigiláis más de cerca, en lugar de encarcelarla con unas monjas?

– La vigilo con el mayor cuidado. Pero en una ciudad como París abundan las distracciones. Y así completaremos de paso su educación religiosa.

Jean tomó una pluma de ave e hizo una señal en el papel.

– La gente pensará que no podéis controlar a vuestra hija, o que tenéis que ocultarla porque hay algo que no marcha como debiera.

Quería decir que quizá estuviera embarazada.

– No está mal visto que una dama pase una temporada en un convento antes de sus esponsales. Lo hizo mi abuela, y también mi madre. Y Claude podrá visitarnos de cuando en cuando, en algunas de las fiestas, la Asunción de Nuestra Señora, el día de Todos los Santos, el comienzo del Adviento, de manera que la gente vea que todo marcha como es debido -no conseguí borrar el desprecio de mi voz.

Jean se limitó a mirarme.

– O podemos adelantar los esponsales, si lo preferís -dije enseguida-, en el caso de que hayáis concluido las conversaciones con la familia del elegido. Hacedlos ahora mejor que la primavera próxima. Quizá la fiesta no sea tan magnífica con menos tiempo para los preparativos, pero eso carece de importancia.

– No. No parecería correcto precipitar tanto la boda. Y los tapices no estarán listos hasta Pascua.

Los tapices de nuevo. Tuve que morderme los labios para no escupir.

– ¿Es realmente necesario que los tapices estén colgados para los esponsales? -traté de parecer despreocupada-. Podríamos celebrarlos en San Miguel, de vuelta de D'Arcy, y más adelante, cuando estén listos, dar los tapices a Claude como regalo de boda.

– No -Jean abandonó la pluma y se puso en pie-. Los tapices no son un regalo de boda; si lo fueran tendrían que lucir también el escudo de armas del esposo. No; son para celebrar mi posición en la Corte. Quiero que mi nuevo yerno vea en ellos las armas de Le Viste y recuerde la familia con la que se casa. De manera que no se le olvide nunca -fue hasta la ventana y miró hacia el exterior. El tiempo había sido bueno antes, pero estaba empezando a llover.

Guardé silencio. Jean contempló mi expresión glacial.

– Podríamos adelantar los desposorios un mes o dos -dijo para aplacarme-. ¿No hay un día de febrero que esté indicado para ese fin?

– La fiesta de San Valentín.

– Sí. Podríamos celebrarlos entonces. Léon le Vieux me dijo el otro día que el taller de Bruselas se ha retrasado un poco en la confección de los tapices. Lo enviaré para presionarlos y adelantar dos meses la entrega; eso les hará trabajar más. Nunca he entendido por qué se tarda tanto en hacer unos tapices. No es más que tejer, después de todo. Trozos de hilo que se meten y se sacan: hasta las mujeres lo hacen -se apartó de la ventana-. Enviadme a Claude antes de llevárosla al convento.

Le hice una reverencia.

– Sí, mi señor -al erguirme lo miré directamente a los ojos-. Gracias, Jean.

Hizo un gesto de asentimiento y, aunque no llegó a sonreírme, su expresión se suavizó. Es un hombre duro, pero a veces me escucha.

– ¿Con quién se casará, monseigneur? -pregunté.

Agitó la cabeza.

– Eso es asunto mío y no os concierne. Preocupaos más bien de la novia.

– Pero…

– Puesto que no me disteis un hijo, he de elegirlo yo -se volvió entonces de espaldas, y el momento de ternura se perdió. Me estaba castigando por haberle dado sólo hijas. Sentí deseos de llorar, pero ya no me quedaban lágrimas.

Cuando regresé a mi cuarto hice llamar de nuevo a Béatrice. Se presentó con un vestido de brocado amarillo que me pareció demasiado alegre, pero que, al menos, no estaba manchado con la sangre del artista.

– Prepara el equipaje de Claude -le dije-. Sólo su ropa más sencilla y ninguna joya. Os llevo a las dos de viaje.

– ¿Adónde, madame? -Béatrice parecía asustada, y con razón. Nueve meses en el convento serían un castigo también para ella. Y sin embargo aún le tenía cariño.

– No te preocupes -respondí-. Cuida bien de Claude y serás recompensada.

Mandé venir a un lacayo y le dije que preparase mi carruaje, además de enviar un mensajero por delante para anunciar nuestra visita. A continuación hice que Claude fuese a ver a su padre. Me apetecía sobremanera deslizarme hasta la puerta de mi esposo y escuchar, pero sería impropio de mí y me atareé en cambio con mis preparativos personales: quitarme la ropa que me había puesto para Jean y sustituirla por el sencillo vestido de lana oscura que había usado el Viernes Santo, además de retirar las joyas que llevaba en el pelo y de sustituir la cruz con piedras preciosas por otra de madera.

Se oyeron unos golpes en la puerta y entró Claude. Tenía los ojos enrojecidos y me pregunté qué le habría dicho Jean. Como había pedido a mi esposo que no le dijera adónde la llevaba, no podía ser ése el motivo de sus lágrimas. Vino directamente hacia mí y se arrodilló.

– Lo siento, mamá. Haré cualquier cosa que me pidáis -advertí miedo en su voz, y algo de sumisión, pero por debajo de todo aquello quedaba la rebeldía. En lugar de mantener los ojos bajos en señal de respeto, me miró de reojo, de la manera que he visto hacerlo a los pájaros cuando están bajo la zarpa de un gato, buscando la manera de escapar.

A las monjas no les faltará trabajo con ella.

Las acompañé en el coche. A las dos les sorprendió verlo: esperaban trasladarse a caballo, porque creían probablemente que íbamos a Nanterre, a casa de mi madre. No fuimos en esa dirección, sin embargo: una vez cruzado el Sena por el puente de Notre Dame, giramos hacia el este y abandonamos París más allá de la Bastilla. Claude se sentó lo más lejos que pudo de mí, con Béatrice apretada entre las dos. Hablamos poco. Mi coche no está pensado para viajes largos, tan sólo para trayectos cortos dentro de la ciudad. Las sacudidas fueron frecuentes y a veces me pregunté si las ruedas resistirían. No pude dormir, aunque Claude y Béatrice lo lograron a medias una vez que se hizo de noche y no pudieron contemplar los campos que iban quedando atrás.

Cuando llegamos a los muros de la ciudad casi amanecía. Pronto se rezarían laudes. Claude no había estado nunca en Chelles, y no reaccionó cuando nos detuvimos delante de la puertecita situada en el alto muro. Béatrice, sin embargo, la reconoció al instante y se irguió, el rostro demudado, mientras me apeaba y tocaba la campana junto a la puerta.

– Madame… -empezó, pero la hice callar con un gesto de la mano.

Sólo cuando una figura femenina abrió la puerta y Claude vio, a la luz de la antorcha, el paño blanco que le enmarcaba el rostro, comprendió de repente.

– ¡No! -exclamó, retrocediendo todo lo que pudo hacia el otro lado del coche. No le hice caso y hablé en voz baja con la monja.

Luego oí un ruido y Béatrice exclamó:

– Madame, ¡se ha escapado!

– Id y traedla -les dije en voz baja a los mozos que estaban secando el sudor de los caballos. Uno de ellos dejó caer su trapo y corrió camino adelante hacia la oscuridad, más allá de la antorcha. Ésa era la razón de que hubiera traído a Claude en coche: si hubiésemos utilizado caballos podría haberse alejado al galope. El lacayo regresó a los pocos minutos, con Claude en brazos. Mi hija se había abandonado como un saco de grano y ni siquiera se mantuvo en pie cuando el criado trató de dejarla en el suelo a mi lado.

– Llévala dentro -dije.

Mientras la monja mantenía bien en alto la antorcha, hicimos nuestra triste entrada en el convento.

Se llevaron a Claude, y Béatrice la siguió como un pollito que ha perdido a su madre. Por mi parte pasé a la capilla con las monjas para rezar laudes, poniéndome de rodillas con una presteza que tenía olvidada desde hacía algún tiempo. A continuación me reuní con la abadesa para tomar un vaso de vino antes de dormir brevemente. Siempre duermo mejor en el estrecho camastro de paja que en mi gran cama de París con las damas a mi lado.

No vi a Claude antes de marcharme, pero mandé buscar a Béatrice, que me pareció extenuada y apagada. Su reverencia fue menos enérgica de lo habitual y comprobé que había tenido problemas con el cabello: de ordinario mis damas se turnan para peinarse unas a otras y en Chelles, además, no hay espejos. Me alegré de que hubiera cambiado el vestido de brocado amarillo por algo más discreto. Paseamos por el claustro y luego por el huerto central, donde las monjas plantaban y escardaban, cavaban y ataban. No soy jardinera pero aprecio el placer sencillo que proporcionan el color y el aroma de una flor. Quedaban aún algunos narcisos abiertos, jacintos, algunas violetas que empezaban a florecer y la vinca-pervinca. Tallos nuevos de espliego, romero y tomillo asomaban de las distintas matas, y la menta nueva crecía muy junta. En aquel huerto tranquilo, iluminado por el sol matutino, con las monjas que se afanaban en silencio a mi alrededor, al pensar en la campana que pronto repicaría para el rezo de tercia, sentí una punzada de envidia ante la idea de que Claude se iba a quedar allí cuando yo no podía hacerlo. Había pensado en el convento de Chelles como un castigo para ella a la vez que como un lugar para protegerla y educarla. Pero también era un castigo para mí saber que mi hija tendría lo que me estaba vedado.

– Contempla este huerto, Béatrice -dije, apartando mis pensamientos-. Es como el Paraíso. Como el cielo en la tierra.

Béatrice no respondió.

– ¿Dónde estabas durante laudes? Sé que se rezan temprano, pero llegarás a acostumbrarte.

– Atendía a mademoiselle.

– ¿Qué tal se encuentra?

Béatrice se encogió de hombros. De ordinario no recurriría a un gesto tan descortés. Estaba enfadada conmigo, aunque, por supuesto, no podía decirlo.

– No ha hablado desde que llegamos. Tampoco ha comido, aunque la verdad es que no se ha perdido gran cosa.

Es verdad que las gachas del convento están poco espesas y el pan, duro.

– Se acostumbrará con el tiempo -dije amablemente-. Éste es el mejor sitio para ella, no lo dudes. La estancia aquí le será beneficiosa.

– Espero que tengáis razón, madame.

Me erguí al máximo.

– ¿Acaso desapruebas mi decisión?

Béatrice inclinó la cabeza.

– No, madame.

– Estará mucho más contenta para la fiesta de la Purificación.

Béatrice se sobresaltó.

– La Purificación pasó hace ya tiempo.

– Me refiero a la próxima.

– ¿Vamos a quedarnos aquí hasta entonces? -Béatrice había alzado la voz.

Sonreí.

– El tiempo pasa más deprisa de lo que piensas. Y si las dos sois buenas y os portáis bien, las dos -repetí, para que lo entendiera-, concertaré tu boda cuando acabe, si así lo deseas.

El rostro de la pobre Béatrice se dividió: boca triste pero ojos esperanzados.

– Sabes que aquí te cuidarán bien -dije-. Muéstrate alegre con Claude, obedece a la abadesa y todo irá bien.

La dejé en aquel huerto lleno de encanto, y me arranqué de allí para subir a mi carruaje y emprender el largo viaje de vuelta a la rue du Four. Confieso que lloré un poco mientras veía pasar los campos, y de nuevo cuando alcanzamos la puerta de París. No quería volver a la rue du Four. Pero tenía que hacerlo.

Ya en casa, hablé con los mozos antes de que se llevaran a los caballos y les di dinero para que no contasen a nadie dónde habíamos estado. Nadie excepto ellos y Jean sabía el paradero de Claude: ni siquiera les había dicho a mis damas dónde íbamos. No quería que Nicolas des Innocents se enterase y molestara a las monjas. Aunque había tenido cuidado, no estaba del todo tranquila, y deseé que el pintor se alejara lo más posible. No me fiaba nada de él. Me había fijado en su forma de mirar a mi hija mientras yacía ensangrentado en el suelo; Jean nunca me había mirado así. Los celos hicieron que me diera un vuelco el corazón.

Mientras cruzaba el patio tuve una idea y regresé a toda prisa a los establos.

– Salgo otra vez -les dije a los sorprendidos mozos-. Llevadme a la rue des Rosiers.

Léon le Vieux también se sorprendió: pocas veces lo visita una aristócrata, y menos aún sola. Se comportó con gran amabilidad, sin embargo, y me invitó a instalarme cómodamente junto al fuego. Ha prosperado mucho: tiene una casa excelente, llena de alfombras, lujosos arcones y bandejas de plata. Conté dos criadas, si bien fue su esposa quien nos trajo vino dulce y me hizo una profunda reverencia. Parecía razonablemente feliz y en su vestido había seda tejida con la lana.

– ¿Cómo os va, dame Geneviéve? -me preguntó Léon mientras nos sentábamos-. ¿Y Claude? ¿Y Jeanne y la pequeña? -nunca olvida interesarse por todas mis hijas. Siempre me ha sido simpático, aunque temo por su alma. Su familia se ha convertido, pero él, sin embargo, no es como nosotros. Busqué con la mirada algún signo que me lo confirmara, aunque sólo vi un crucifijo en la pared.

– Necesito vuestra ayuda, León -dije, tomando un sorbo del vino-. ¿Habéis tenido noticias de mi esposo?

– ¿Sobre los tapices? Sí, esta mañana. Hacía los preparativos para encaminarme a Bruselas cuando habéis llegado.

– He de pediros algo. Quizá os resulte incluso ventajoso. Enviad a Nicolas des Innocents a Bruselas en representación vuestra.

Léon se quedó con el vaso de vino a mitad de camino hacia la boca.

– Es una petición inesperada. ¿Puedo preguntaros por qué, dame Geneviéve?

Quería compartirlo con alguien. Léon es un hombre discreto; podía hablar con él sin que nuestra conversación se convirtiera en la comidilla del día siguiente. De manera que le conté todo lo que le habla ocultado a Jean: cómo Claude y Nicolas habían estado juntos por vez primera en la cámara de mi marido, todo lo que había hecho para mantenerlos a distancia y el encuentro en la rue des Cordeliers.

– La he llevado a Chelles -terminé-, donde permanecerá hasta sus esponsales. Nadie sabe que está allí excepto vos, Jean y yo. Por eso hemos adelantado la ceremonia, que será inmediatamente antes de Cuaresma y no después de Pascua. Pero no me fío de Nicolas. Lo quiero lejos de París durante algún tiempo, hasta que tenga la seguridad de que no va a encontrar a mi hija. Vos tenéis tratos con él: decidle que vaya a Bruselas en vuestro lugar.

Léon le Vieux escuchó impasible. Cuando terminé movió la cabeza.

– No debí dejarlos solos -murmuró.

– ¿A quiénes?

– No tiene importancia, dame Geneviéve. Haré lo que me pedís. No lo considero, además, un sacrificio: el viaje a Bruselas en esta época no me resultaba nada conveniente -dejó escapar un gruñido-. Esos tapices parecen causar muchos problemas, ¿no es cierto?

Suspiré y contemplé el fuego.

– Es cierto: ¡más de los que se merece ningún tapiz!

Claude le Viste

Al principio no quería salir de mi celda, ni comer, ni hablar con nadie a excepción de Béatrice; y muy poco con ella, a decir verdad, una vez que comprobé cuál era el contenido de mi equipaje. Me había traído los vestidos más modestos: ni seda, ni brocado, ni terciopelo. Tampoco joyas para el cabello o la garganta; ningún tocado, sino simples pañuelos, nada para pintarme los labios y sólo un peine de madera. Cuando la acusé de saber dónde íbamos y de no habérmelo dicho, lo negó. No la creí.

No me costó trabajo dejar de comer: lo que me daban no estaba siquiera a la altura de los cerdos. La celda, por otra parte, era tan pequeña y tan austera que bastó un día para que deseara librarme de ella. Sólo había sitio para un camastro con un colchón de paja y un orinal, y las paredes de piedra no tenían otro adorno que un pequeño crucifijo de madera. No había sitio para el catre de Béatrice: tuvo que instalarse fuera, junto a la puerta. Nunca he dormido sobre paja. Pica y es ruidosa, y echo de menos las plumas suaves de casa. Papá se enfadaría muchísimo si viera a su hija dormir sobre paja.

Béatrice había traído papel, pluma y tinta, y se me ocurrió escribir a mi padre para que viniera a sacarme. No dijo nada sobre conventos cuando habló conmigo en su cámara; sólo me recordó que llevaba su apellido y que obedeciera a mamá en todo. Quizá sea eso lo que tenga que hacer, pero no creo que quisiera decir que iban a encerrarme en un convento, que iba a dormir sobre paja y que me iba a romper los dientes con un pan tan duro como una piedra.

Nunca he sido capaz de sincerarme con mi padre. Quería decirle que su mayordomo no es de fiar, que lo había visto golpeando a Nicolas en la rue des Cordeliers. Aunque, por supuesto, no me es posible hablar de Nicolas, de manera que no dije nada, y lo escuché mientras disertaba sobre el marido con quien me casaré un día y sobre la importancia de que me conserve casta y de que sea piadosa para honrar así el apellido familiar. Después lloré de frustración. No he vuelto a llorar desde entonces, pero todavía estoy enfadada con todo el mundo: papá, mamá, Béatrice, incluso Nicolas, por ser responsable en parte de que me hayan encerrado aquí, aunque no lo sepa.

Al cabo de cuatro días estaba tan cansada de mi celda que rompí el silencio y le supliqué a Béatrice que me encontrara un mensajero. Regresó algún tiempo después para contarme que, según la abadesa, no tengo permiso ni para enviar ni para recibir mensajes. De manera que estoy de verdad presa.

Despedí a Béatrice y luego salí de la celda con una nota que había escrito para mi padre. La até a una piedra y traté de arrojarla por encima del muro, con la esperanza de que la encontrase algún aristócrata, se apiadara de mí y se la hiciese llegar a papá. Lo intenté una y otra vez, pero la nota se separaba de la piedra y echaba a volar, y además yo no tenía la fuerza suficiente para conseguir que pasara por encima del muro.

Lloré entonces, y fueron lágrimas muy amargas. Pero no volví al interior del convento. El día estaba soleado y, en el centro del claustro, había un huerto mucho más acogedor que mi celda diminuta. Me senté en uno de los bancos de piedra situados alrededor del claustro, sin importarme que el sol me quemara. Algunas monjas que trabajaban en el huerto me miraron de manera peculiar. Hice caso omiso. Delante de mí los rosales empezaban a florecer y la planta más cercana estaba cubierta de prietos capullos blancos. Los contemplé, luego extendí una mano y me clavé una espina en la yema del dedo gordo. Apareció una gota de sangre, pero mantuve el brazo en alto y dejé que me corriera mano abajo.

Luego oí un ruido que no habría esperado escuchar nunca en un convento. En algún sitio del interior del edificio resonaron unas risas infantiles. Al cabo de un momento el ruido de unos pasitos de niño me llegó desde la puerta más cercana, y una criaturita apareció en el umbral. Llevaba un vestido gris y un gorro blanco, y me recordó a mi hermana Geneviéve de pequeña. En realidad no era más que un bebé, y avanzaba a trompicones con pasos desiguales, a punto de caerse en cualquier momento y de abrirse la cabeza. Tenía una carita divertida, muy decidida y seria, como si caminar fuese una partida de ajedrez que tuviera que ganar. No se podía saber si llegaría a ser guapa cuando creciera: su rostro parecía el de una anciana, y eso no siempre es agradable en un bebé. Tenía buenos mofletes, y la frente, escasa, sobresalía sobre unos ojos marrones algo cansados, ojos que podrían haber sido un poco más claros de lo que eran. Pero su pelo me pareció precioso, rojo oscuro como de castañas, en grandes rizos enmarañados.

– Ven aquí, ma petite -la llamé, limpiándome en el vestido la mano manchada de sangre-. Ven aquí y siéntate conmigo.

Detrás de la niña apareció una monja con su largo hábito blanco. Aquí, en Chelles, visten de blanco. Al menos no estoy rodeada de negro: el negro no le sienta bien a un rostro de mujer.

– Así que estás ahí, pillina -le reprendió la monja-. Ven.

Igual podría estar hablando con una cabra, porque la niña no le prestó la menor atención. Superó la puerta como pudo, tropezó con el escalón y cayó en el claustro, los brazos por delante.

– ¡Vaya! -exclamé mientras me ponía en pie de un salto y corría hacia ella. No tenía que haberme molestado: la niñita se incorporó como si nada hubiera sucedido y echó a correr por uno de los laterales del claustro.

La monja no la siguió, sino que se quedó mirándome de arriba abajo.

– Así que por fin has salido -comentó con acritud.

– No estaré aquí mucho tiempo -respondí muy deprisa-. Volveré pronto a casa.

La monja no dijo nada pero siguió mirándome. Parecía interesarle mucho mi soso vestido. Aunque, a decir verdad, no era tan soso comparado con el suyo: áspera lana blanca que le colgaba como un saco. El mío podía haber sido marrón, pero la lana era delicada y tenía diminutos bordados amarillos y blancos en el corpiño. Era eso lo que miraba la monja, de manera que dije:

– Lo hizo una de nuestras criadas. Es…, era muy hábil con la aguja.

La monja me lanzó una mirada peculiar y luego volvió a interesarse por la niña, que había recorrido a trompicones dos lados del claustro y estaba torciendo en la siguiente esquina.

– Attention, mon petite chou! -llamó la monja-. ¡Mira dónde vas!

Sus palabras parecieron provocar precisamente lo que trataban de evitar. La niña cayó de nuevo al suelo y esta vez se quedó inmóvil y empezó a llorar. La monja corrió dando la vuelta al claustro, arrastrando el hábito tras ella. Al llegar junto a la niña se detuvo y empezó a reprenderla. No estaba, desde luego, acostumbrada a tratar con niños. Me acerqué decidida, me arrodillé, abracé a aquella criaturita y me la puse en el regazo como había hecho tantas veces con mi hermana Geneviéve.

– Pobrecita mía -dije, dándole palmaditas en los brazos y las rodillas y sacudiéndole el vestidito-. Pobrecita, te has hecho daño. ¿Dónde te duele? ¿Las manos? ¿Las rodillas?

La niña seguía llorando, de manera que la abracé con fuerza y la acuné hasta que se calló. La monja siguió riñéndola, aunque, por supuesto, la pequeña apenas entendía una sola palabra.

– Has hecho una tontería muy grande corriendo tan deprisa. No te habría sucedido nada si me hubieras obedecido la primera vez. Durante el rezo de sexta harás penitencia de rodillas.

Resoplé ante la idea de que una niña tan pequeña rezara pidiendo perdón. Apenas era capaz de decir «mamá» y mucho menos aún «Padre nuestro, que estás en los cielos…». A Geneviéve no la llevamos a misa hasta que cumplió tres años e incluso entonces era una criatura ruidosa que no se estaba quieta un momento. Aquella niñita no parecía tener mucho más de un año. Era como una muñequita acurrucada en mi regazo.

– ¿Te arrepientes ahora, Claude? ¿Te arrepientes?

Miré ferozmente a la monja.

– Habéis de llamarme mademoiselle. Y no tengo nada de que arrepentirme: ¡no he hecho nada malo, diga lo que diga mi madre! Es insultante que me digáis una cosa así. Se lo contaré a la abadesa.

La niñita empezó a llorar de nuevo al advertir la indignación en mi voz.

– Callandito, callandito -susurré, dando la espalda a la monja-. Callandito.

Y empecé a cantar una canción que me había enseñado Marie-Céleste.

Soy alegre

dulce, agradable,

una doncellita muy joven,

de menos de quince abriles.

Mis pechitos

florecen como es debido.

Debería estar aprendiendo

el amor

y sus caminos,

pero me tienen

presa.

¡Maldiga Dios a quien

aquí me trajo!

La monja trató de decir algo, pero canté con más fuerza, meciendo a la niñita.

Ha sido maldad, vileza y pecado

encerrar a esta doncellita

en un convento.

Claro que sí,

palabra de honor.

En el convento

vivo apesadumbrada,

Dios mío, porque soy muy joven.

Siento las primeras dulces punzadas

por debajo del cinturón.

¡Maldito sea el que me hizo monja!

La niñita había dejado de llorar y hacía ruiditos o se sorbía la nariz, como si también estuviera tratando de cantar aunque sin conocer la letra. Era múy agradable acunar a la pequeña y cantar desvergüenzas que la monja pudiera oír. La canción, además, podría haberse escrito para mí.

Oí pasos detrás de nosotras y supe que eran de Béatrice, mi carcelera, tan odiosa como las monjas.

– ¡No cantéis esa canción! -susurró.

No le hice ningún caso.

– ¿Quieres volver a correr? -le pregunté a la niñita-. ¿Corremos juntas? Ven, vamos a dar la vuelta a todo el claustro lo más deprisa que podamos.

Le puse los pies en el suelo, la tomé de la mano y empecé a tirar de ella, de manera que corría a medias, y a medias iba colgada de mi mano. Sus chillidos y mis gritos resonaron por los arcos del claustro. El convento no había oído tanto ruido desde que se escapó un cerdo o a una monja empezaron a subirle hormigas por las piernas mientras trabajaba en el huerto. Varias hermanas aparecieron en puertas y ventanas para vernos. Incluso la abadesa Catherine de Ligniéres salió y nos estuvo mirando, los brazos cruzados sobre el pecho. Alcé a la niña y corrí y corrí, una vuelta, dos, cinco vueltas al claustro, gritando todo el tiempo, y nadie nos detuvo. Cada vez que pasábamos junto a ella, Béatrice parecía más avergonzada.

Finalmente no nos detuvo una persona sino una campana. Cuando repicó, todas las monjas desaparecieron.

– Sexta -anunció, mientras pasaba yo corriendo, la monja que estaba junto a Béatrice, antes de marcharse también. Mi dama de honor la siguió con la mirada y luego se volvió hacia mí. Corrí todavía más deprisa, la niña saltando en mis brazos. Cuando terminé la sexta vuelta, Béatrice también se había ido y estábamos solas. Di unos cuantos pasos más y luego me detuve: ya no había razón alguna para seguir corriendo. Me dejé caer en un banco y puse a la niña a mi lado. Inmediatamente me apoyó la cabeza en el regazo. Su rostro rubicundo estaba encendido, y al cabo de un momento se quedó dormida. Es curioso lo deprisa que un bebé se puede dormir cuando está cansado.

– Por eso llorabas, chérie -susurré, acariciándole los rizos-. Necesitas sueño, no oraciones. Esas monjas tan tontas no saben nada de niñitas ni de lo que necesitan.

Al principio me gustó estar sentada en el banco con ella en el regazo y al sol, a solas y con un huerto que contemplar. Pero pronto empezó a dolerme la espalda de tener que estar quieta y erguida cuando no había nada donde apoyarse. Empecé a tener calor y, como no llevaba sombrero, me preocupó que me salieran pecas. No me apetecía parecer una mujer vulgar que sale a sembrar al campo. Empecé a querer que apareciera alguien a quien entregarle a la niña, pero no había nadie: seguían rezando. Las oraciones no tienen nada de malo, pero no veo por qué han de repetirlas ocho veces al día.

No supe qué más hacer con la pequeñina, así que volví a cogerla en brazos y la llevé a mi celda. No se despertó cuando la dejé sobre el camastro. Busqué en mi bolso una labor de bordado, volví a salir y me senté en otro banco a la sombra. No me gusta mucho bordar, pero no había dónde elegir. Aquí no se puede ni montar a caballo, ni bailar, ni cantar, ni jugar a las tablas reales con Jeanne, ni hay clases de caligrafía, ni se puede adiestrar a los halcones con mamá en los campos más allá de Saint-Germain-des-Prés, ni ir a visitar a mi abuela en Nanterre. No hay ferias ni mercados a los que ir, ni bufones ni juglares para distraerse. No hay fiestas: de hecho no hay alimento alguno que me sea posible comer. Me habré convertido en un saco de huesos cuando llegue el momento de marcharme, cuando quiera que sea. Béatrice no me lo quiere decir.

No hay hombres que mirar, ni siquiera un viejo jardinero encorvado empujando una carretilla. Ni siquiera un mayordomo desconfiado. Nunca creí que llegara a alegrarme de ver al miserable mayordomo de mi padre, pero si ahora atravesara la puerta del convento le sonreiría y le daría la mano para que me la besase, pese a la paliza que le propinó a Nicolas.

No hay otro espectáculo que unas cuantas mujeres, y bien aburridas por añadidura, con rostros que me miran desde blancos marcos ovalados, sin cabellos ni joyas para suavizarlos. Caras ásperas y coloradas, con mejillas, barbillas y narices que sobresalen como un revoltijo de zanahorias, y con ojos tan pequeños como pasas de Corinto. Aunque, pensándolo bien, las monjas no están hechas para ser guapas.

Béatrice me dijo en una ocasión que mamá quiere, desde hace mucho tiempo, profesar en Chelles. No había vuelto a pensar en ello hasta verme aquí encerrada. Ahora no me imagino el rostro delicado de mi madre echado a perder con un hábito, ni la veo escardar entre los puerros y las coles, ni salir corriendo para rezar las horas ocho veces al día, ni vivir en una celda ni dormir sobre paja. Mamá cree que la vida en el convento es muy parecida a lo que hace cuando viene de visita y la abadesa la mima, preparándole platos exquisitos con alimentos que de ordinario las monjas venderían en el mercado. Imagino que también hay una habitación muy agradable para que repose, llena de cojines, tapices y crucifijos dorados. Si mi madre profesara y se convirtiera en esposa de Jesucristo, el convento recibiría una dote muy importante. Y por eso la abadesa es tan amable con mamá y con otras mujeres ricas que vienen de visita.

No hay cojines en los sitios donde me siento, ni tapices para calentar las paredes. Tengo que conformarme con cruces de madera, lana basta y zapatos sin adornos, potajes sin especias y pan hecho con gruesa harina morena. Todo aquello lo había deducido por mi cuenta después de pasar sólo cuatro días en el convento.

Miré disgustada el bordado. Estaba haciendo un halcón para la funda de un cojín, pero parecía más bien una serpiente con alas. Y había utilizado además un color equivocado, rojo donde tenía que ser marrón, y los hilos se me habían enredado. Suspiré.

Entonces oí pasos y alguien dijo:

– ¡Oh!

Levanté la vista. Al otro lado del claustro, frente a mí, vi a Marie-Céleste, muy desconcertada.

– Ah, Marie-Céleste, me alegro de que estés aquí -la llamé-. Me puedes ayudar a desenredar los hilos -era como si estuviésemos las dos en la rue du Four, cosiendo en el patio, mientras Jeanne y Geneviéve jugaban a maestro alrededor.

Pero no estábamos en París. Me erguí en el asiento.

– ¿Qué haces en este sitio?

Marie-Céleste me hizo una reverencia y luego se echó a llorar.

– Acércate, Marie-Céleste.

Estaba tan acostumbrada a obedecerme que ni siquiera ahora vaciló, si se exceptúa que eligió dar toda la vuelta alrededor del claustro en lugar de cruzar por el huerto. Cuando llegó a donde estaba yo, me hizo otra reverencia y se secó los ojos con la manga.

– ¿Has venido para sacarme de aquí? -le pregunté, ansiosa, porque no se me ocurría otra razón para su presencia en el convento.

Marie-Céleste pareció todavía más desconcertada.

– ¿Vos, mademoiselle? No sabía que estuvierais aquí. He venido a ver a mi hija.

– ¿No te ha mandado mi padre? ¿O mamá?

Marie-Céleste negó con la cabeza.

– Ahora no trabajo en vuestra casa, mademoiselle. Lo sabéis y también sabéis por qué -frunció el ceño de una manera que me resultó extrañamente familiar, como sentir de nuevo en la boca el gusto de un pastel de almendras que acabas de comer.

– ¿Qué otro motivo tendrías para venir, si no es por mí? -no podía renunciar a la idea de que fuese la solución para escaparme de Chelles.

Marie-Céleste miró a su alrededor.

– Mi hija…, me han dicho que estaba aquí. Sé que no debo venir y que la pequeña ni siquiera piensa en mí como su mamá, pero no lo puedo evitar.

La miré sorprendida.

– ¿La niñita es hija tuya?

Marie-Céleste pareció igualmente sorprendida.

– ¿No lo sabíais? ¿No os lo han dicho? Se llama Claude, igual que vos.

– Aquí no me cuentan nada. Alors está dormida allí -le señalé el corredor que llevaba a mi celda-. La cuarta puerta.

Marie-Céleste asintió.

– Sólo la veré un momento, mademoiselle. Pardon -atravesó el claustro y desapareció por el corredor.

Mientras la esperaba, recordé el día en que Mari-Céleste me dijo que pondría mi nombre a su niña. Luego me vino algo más a la memoria: me había comprometido a decirle a mamá que se había ido a cuidar de su madre y que volvería. Lo había olvidado por completo. Mamá me trató tan mal aquel día y todos los que siguieron que hablaba con ella lo menos posible. Y por eso Marie-Céleste ya no trabajaba en nuestra casa. No estoy acostumbrada a sentirme culpable, pero en aquel momento el peso de mi ingratitud me enfermó.

Cuando regresó Marie-Céleste me corrí hacia un extremo del banco.

– Ven a sentarte conmigo -le dije, dando palmaditas al espacio que había quedado libre.

Marie-Céleste pareció incómoda.

– Debería volver, mademoiselle. Mi madre no sabe que he venido aquí y me estará esperando.

– Sólo es un momento. Me puedes ayudar con el bordado. Regarde, llevo una cosa que hiciste tú -me alisé el corpiño.

Marie-Céleste se sentó de mala gana. Debía de estar enfadada conmigo. Tendría que hacer méritos si quería que me ayudara.

– ¿Cómo es que conoces este sitio? -le pregunté como si fuéramos dos buenas amigas haciéndose confidencias. Lo habíamos sido, en otro tiempo.

– Vengo desde niña. Vivimos muy cerca y mi madre trabajaba aquí. No era monja, por supuesto, pero ayudaba en los campos y en la cocina. Las monjas están tan ocupadas con sus rezos que necesitan ayuda.

Ahora lo entendía.

– Y mamá te encontró aquí.

Marie-Céleste asintió.

– Quería una doncella nueva y pidió a las monjas que se la buscaran. Vuestra madre venía tres o cuatro veces al año. Quería hacerse monja, pero, claro está, no era posible.

– Y tú le pusiste mi nombre a tu bebé.

– Sí -lo dijo como si lo lamentara, cosa que estaba del todo justificada.

– ¿La ha visto el padre?

– ¡No! -movió la cabeza con tanta violencia como si espantara una mosca-. No le importamos nada ni la niña ni yo. Me tuvo una vez, pero le traía sin cuidado lo que me sucediera. Dos años después se presentó a verme, el muy desvergonzado. Otra vez le interesaba, y tampoco le importaría que naciera otro bebé. Bueno, le di una lección, ¿no es cierto? -convirtió la mano en un puño-. Se merecía lo que le pasó. Si vos no os hubierais asomado a la ventana… -se interrumpió, los ojos asustados de repente.

Mi hermana Jeanne tiene un juguete que le divierte mucho: una copa de madera en el extremo de un palo, con una pelota atada al palo con una cuerda. Lanza la pelota a lo alto y trata de cogerla con la copa. Sentí como si hubiera estado lanzando la pelota una y otra vez y, de repente, la capturase con el clic de madera contra madera.

Quizá el convento empezaba a afectarme. Si hubiera estado en cualquier otro sitio y hubiese descubierto una cosa así me habría puesto a gritar. Ahora, sin embargo, sentada en aquel tranquilo huerto, ni grité, ni le saqué los ojos a Marie-Céleste, ni lloré. Me limité a preguntar en voz baja:

– ¿Nicolas des Innocents es el padre de Claude?

Marie-Céleste asintió.

– Sólo estuvimos juntos una vez, cuando fue a ver a vuestro padre para algún encargo. Eso fue todo.

– Entonces, ¿por qué estabas con él en el patio el otro día? Para que le dieran una paliza, me pareció.

Marie-Céleste me miró con miedo y empezó otra vez a llorar.

Apreté los dientes.

– Basta. ¡Deja de llorar!

Tragó saliva, se secó los ojos y luego se sonó la nariz en la manga del vestido. Marie-Céleste es realmente muy estúpida. Si estuviéramos en París iría directamente al cepo -o algo todavía peor- por un delito así. Pero yo estaba atrapada en el convento: no me era posible hacer nada para castigarla.

Algo parecido se le ocurrió también a ella, porque cuando dejó de llorar me miró de reojo.

– ¿Qué estáis haciendo aquí, mademoiselle? No me lo habéis dicho.

No podía, por supuesto, decirle nada de Nicolas. Marie-Céleste ignoraba lo que sentía por él y lo que había hecho con el, o lo que había intentado al menos, y que ella, en cambio, sí había hecho. Ahora me resultaba odiosa, pero no podía dejárselo ver. Tendría que dar la sensación de que estaba voluntariamente en el convento. Retomé el bordado, para tener algo que mirar todo el tiempo.

– Mamá y papá decidieron que me convenía pasar aquí los últimos meses antes de mis esponsales, para aprender mejor las enseñanzas de la Iglesia. Cuando una mujer se casa, pierde la pureza de su vida de doncella. Es importante que su espíritu siga siendo puro, que no se deje seducir por la carne y no se olvide de Nuestra Señora ni del sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo en la cruz.

Hablé casi como mamá, aunque no con tanta convicción. Marie-Céleste no se lo creyó: lo noté enseguida porque puso los ojos en blanco. Aunque, por otra parte, había perdido la virginidad hacía mucho tiempo, y no le daba tanto valor a la suya como mi familia a la mía.

– Me preguntó por vos -anunció Marie-Céleste de repente.

– ¿Quién? -el corazón me latió más deprisa. Clavé con fuerza la aguja en el bordado.

Marie-Céleste miró, desaprobándola, la confusión que había logrado con los hilos. Extendió la mano y se lo entregué.

– Ese cabrón de artista -dijo, tirando de los hilos para desenredarlos-. Quería saber cómo ibais vestida y cuándo visitaríais a los Belleville.

De manera que, efectivamente, Nicolas fue a verme a la rue des Cordeliers. Estaba segura de que no había podido ser por Marie-Céleste. Contemplé su cabeza inclinada sobre mi bordado, rectificando hábilmente todos mis errores. ¿Cómo podía comunicarme con Nicolas por mediación suya sin despertar sospechas? Marie-Céleste era estúpida pero con frecuencia adivinaba si yo mentía.

Desde mi celda nos llegó una tos y un grito. Marie-Céleste me miró preocupada.

– Id con ella, mademoiselle -me suplicó.

– Pero ¡tú eres la madre!

– No lo sabe. Vengo a verla, pero no hablo con ella ni la cojo en brazos. Sufro demasiado después.

Se oyó otra tos, y Marie-Celeste se estremeció como si la hubieran pisado. Sólo por un momento me dio pena.

Llegué hasta la puerta de mi celda y miré dentro. Claude agitaba la cabeza, dormida, moviéndola sobre la almohada. Frunció el ceño y luego, de repente, terminó de soñar y el rostro se le dulcificó con una sonrisa. Ahora que lo sabía, me asombró que no hubiera reconocido a Nicolas en la niña: los ojos hundidos, el pelo castaño, la mandíbula poderosa. Al sonreír se parecía a Nicolas, y a su madre cuando fruncía el ceño.

– Está bien -dije cuando volví junto a Marie-Céleste-. Algún demonio la estaba visitando en sueños, pero ya se ha ido -no me senté, sino que restregué el pie sobre los guijarros.

Marie-Céleste asintió. Había bordado con aplicación, y mi halcón parecía menos una serpiente y más un ave de presa.

Contemplar a la pequeña me había dado una idea.

– ¿Te ha ayudado Nicolas con la niña?

Marie-Céleste resopló.

– Me tiró unas monedas. Nada, en realidad.

Me daba igual lo que Nicolas hiciera o dejara de hacer por su hija: tal como yo lo veía, Marie-Céleste se había buscado el problema. No se lo dije, sin embargo.

– Debería darte más que unas monedas -dije, paseándome por delante del banco-. Ha dibujado tapices para mi padre, no sé si lo sabes, que le producirán dinero y con toda seguridad también lo harán famoso. Debería aportar algo para el cuidado de tu hija -la dejé que pensara en aquello mientras me daba una vuelta en torno a la rosaleda. El pulgar me dolía agradablemente en el sitio donde me había clavado la espina. Cuando volví al banco dije-: Quizá te pueda ayudar a conseguir dinero; a hacer que Nicolas des Innocents pague por Claude para que saques de aquí a tu hija y pueda quedarse contigo y con tu madre.

– ¿Cómo? -preguntó enseguida Marie-Céleste.

Me espanté una mosca de la manga.

– Le diría que mi padre no le pagará los tapices hasta que cumpla con vosotras dos.

– ¿De verdad lo haríais, mademoiselle?

– Le escribiré una nota y se la puedes llevar tú.

– ¿Yo? -Marie-Céleste pareció ofenderse-. ¿Por qué no vos, mademoiselle? ¿O una de vuestras damas? -miró alrededor-. Debéis de tener alguna aquí. Béatrice, probablemente: vuestra madre siempre pensó en cedérosla, ¿no es cierto? Le habrá sorprendido vivir aquí de nuevo.

– ¿De nuevo? ¿Ya había vivido antes?

Marie-Céleste se encogió de hombros.

– Bien sûr. Creció aquí, igual que yo.

No lo había pensado hasta entonces, pero era verdad que Béatrice parecía conocer el convento y sus costumbres: sabía dónde estaban las cosas y conocía incluso a algunas de las monjas.

– Puede encargarse de llevar vuestra nota, mademoiselle -añadió Marie-Céleste.

Había olvidado que Marie-Céleste no estaba al corriente de mi encierro: pensaba que Béatrice y yo podíamos ir y venir a nuestro antojo. Y tenía que seguir ignorándolo. De lo contrario quizá no me ayudara.

– No debo salir de aquí -dije-. Tampoco Béatrice. Es parte de la purificación del alma antes de los esponsales. No he de tratarme con otras personas, en especial hombres.

– Pero no puedo ir a verlo…, no después de lo que pasó. Podría pegarme, o algo peor.

Nada más que lo que te mereces, pensé.

– Deja la nota en su habitación cuando no esté él -sugerí. Al ver que seguía dubitativa, añadí-: ¿Quieres que le cuente a mi padre que su mayordomo y tú habéis maltratado precisamente al artista que más admira?

Marie-Céleste sabía que estaba atrapada. Dio la sensación de que podía echarse a llorar de nuevo.

– Dadme la nota -murmuró.

– Espera aquí -corrí a mi celda antes de que cambiara de idea. Busqué en mi bolsa más papel; a continuación me arrodillé en el suelo y escribí rápidamente una nota, diciéndole a Nicolas dónde estaba y suplicándole que me rescatara. Carecía de lacre, pero no importaba mucho: Marie-Céleste, desde luego, no sabía leer, y dudaba de que conociera a alguien que supiese.

Hice algún ruido sin querer. Cuando estaba terminando, la pequeña se sentó en el jergón y empezó a llorar y a frotarse los ojos. Los rizos de color castaño oscuro se le arremolinaban alrededor de la cara. Se parecía tanto a Marie-Céleste que me entraron ganas de reír.

– Vamos, chérie -susurré, tomándola en brazos-. Ven a ver a la tonta de tu madre.

Cuando salimos, las monjas volvían de rezar sexta y Marie-Céleste estaba con Béatrice. Juntas ofrecían un curioso contraste, una gigantona con una muñeca. Era difícil imaginárselas de niñas en el convento. Se separaron precipitadamente cuando llegué junto a ellas, y Marie-Céleste no quiso mirar a su hija.

– Cógela un momento -dije, entregando la niña a una sorprendida Béatrice-. Voy a acompañar a Marie-Céleste hasta la puerta.

Béatrice me obsequió con una mirada perruna.

– Recordad que no os dejarán salir.

Le hice una mueca y me colgué del brazo de Marie-Céleste. Cuando tuve la seguridad de que Béatrice no nos veía le puse la nota en la mano.

– ¿Sabes dónde vive? -susurré.

Marie-Céleste negó con la cabeza.

– El mayordomo lo sabrá…, le envía mensajes de mi padre. Que te lo diga: haré que lo castiguen si no lo hace.

Marie-Céleste asintió con la cabeza y se soltó de mi brazo. Parecía cansada. La idea de compartir con ella el mismo hombre me repugnaba. ¿Cómo podía haberla deseado Nicolas? Especialmente si pudiera verla ahora, con la nariz roja, los ojos diminutos y el ceño fruncido. No lo entendía.

En la puerta una monja entregó a Marie-Céleste un cesto lleno de huevos, pan y alubias: una caridad con los pobres. Mientras salía, no se volvió para mirarnos ni a mí ni a su hija.

Cuando regresé junto a Béatrice -todavía con la niña, que se retorcía entre sus brazos-, dije:

– Marie-Céleste y tú crecisteis aquí juntas.

Béatrice pareció sobresaltarse, pero luego asintió.

– Mi madre enviudó cuando yo era pequeña, y vino a profesar aquí.

La pequeña Claude tiró de un mechón suelto de los cabellos de Béatrice. Mi dama de honor dio un grito, y la niña y yo nos echamos a reír.

– ¿Te gusta haber vuelto, entonces? -le pregunté.

Para sorpresa mía, Béatrice me miró con tristeza.

– Nunca he sido tan feliz como cuando vuestra madre me eligió para que fuera su dama de honor. Para mí es horroroso tener que vivir aquí de nuevo.

Dejé a la pequeña Claude en el suelo para que pudiera corretear por el jardín.

– Entonces ayúdame a escapar.

Béatrice negó con la cabeza.

– Es mejor para vos quedaros aquí, mademoiselle. Lo sabéis bien. ¿Por qué queréis renunciar al camino que tenéis trazado en la vida? Os casaréis con un noble y viviréis como una gran dama. ¿Por qué desear algo distinto? No hay mayor alegría para una mujer que estar casada, n'est-ce-pas? Para todas las mujeres.

Recogí el bordado que Marie-Céleste había dejado bien doblado sobre el banco, la aguja enhebrada atravesándolo. Saqué la aguja y me la clavé en el dedo, sólo para sentir la sacudida del dolor.

– Vaya -dije-. Mira lo que me ha pasado.

A continuación, para atormentar a Béatrice por comportarse como mi carcelera y no como mi dama, empecé a cantar la canción que tan mal le había parecido. Probablemente la cantaba cuando vivía allí de niña.

Debería estar aprendiendo

el amor

y sus caminos,

pero me tienen presa.

¡Maldiga Dios a quien

aquí me trajo!